Mariposa lloró mucho durante los tres primeros días de navegación, luego comió vorazmente, y más tarde comenzó a hablar exclusivamente en chino. Kheim sentía una puñalada cada vez que la miraba, preguntándose si habían hecho lo correcto al llevarla con ellos. Probablemente habría muerto si la hubieran dejado, le recordaba I-Chin. Pero Kheim no estaba seguro ni siquiera de que eso fuera una justificación suficiente. Y la velocidad de la niña para adaptarse a su nueva vida sólo le hacía sentirse aún más inseguro. ¿Entonces era eso lo que eran? ¿Tan fuertes, tan desmemoriados? ¿Capaces de meterse rápidamente en cualquier situación nueva? Darse cuenta de semejante cosa le hacía sentirse extraño.
Uno de los oficiales se acercó al almirante.
—No encontramos a Peng en ninguno de los barcos. Creemos que debe de haber nadado hasta la costa para quedarse con ellos.
Mariposa también cayó enferma; I-Chin la encerró en la proa del buque insignia, en un nido bien ventilado debajo del bauprés y sobre el mascarón de proa, que era una estatua dorada de Tian-fei. Pasó muchas horas cuidando a la niña a través de las seis etapas de la enfermedad, desde las altas fiebres y el pulso flotante del Gran Yang, pasando por el Yang Menor y el Yang Luminosidad, con escalofríos y fiebre alternativamente, y luego durante el Gran Yin. Le tomaba el pulso cada hora, controlaba todos sus signos vitales, abría con lanceta algunas de las ampollas, la trataba con sus numerosas medicinas, principalmente con un componente llamado Regalo del Dios de la Viruela, que contenía cuerno de rinoceronte molido, gusanos de nieve del Tíbet, jade y perlas triturados; pero también, cuando pareció que había quedado atrapada en el Yin Menor y que la niña corría peligro de muerte, le dio pequeñísimas dosis de arsénico. El progreso de la enfermedad no le parecía a Kheim que fuera como el de la viruela habitual, sin embargo los marineros hacían los sacrificios apropiados para el dios de la viruela, quemando incienso y dinero de papel sobre un santuario del cual había una réplica en los ocho barcos de la flota.
Más tarde, I-Chin dijo que pensaba que el hecho de estar en alta mar había demostrado ser la clave de la recuperación. El cuerpo de Mariposa yacía en la cama mecida por las olas, y su respiración y su pulso tomaron el mismo ritmo, había notado I-Chin, cuatro respiraciones y seis latidos por cada ola, siguiendo un pulso agitado, una y otra vez. Este tipo de armonía con los elementos era sumamente útil. Y el aire salado le llenaba los pulmones de qi y le limpiaba la lengua; hasta le dio unas cucharaditas de agua de mar además de toda el agua dulce que pudiera tomar, sacada pocos días antes del río de su aldea natal. Y así la niña se recuperó y se puso bien, sólo le quedaron algunas cicatrices en la espalda y el cuello.
Navegaron hacia el sur a la vista de la costa de la nueva isla, y cada día estaban más sorprendidos de no llegar nunca a su extremo austral. Llegaron a un cabo que parecía serlo, pero al pasarlo vieron que la tierra volvía a ir hacia el sur otra vez, detrás de unas islas deshabitadas. Aún más al sur vieron aldeas en las playas; ahora ya sabían lo suficiente para identificar los templos de baño. Kheim no dejó que la flota se acercara a la costa, pero envió una lancha e hizo que Mariposa intentara hablar con ellos, pero no le entendían, ni ella a los del lugar. Kheim hizo la mímica que significaba enfermedad y peligro, y los lugareños se apresuraron a regresar a la costa.
Comenzaron a navegar contra una suave corriente que llegaba del sur; el viento seguía soplando del oeste. Aquí la pesca era excelente y el clima templado. Pasaba día tras día en un círculo perfecto de uniformidad. La costa iba hacia el este otra vez, luego hacia el sur, casi siempre en dirección al ecuador, pasando por un gran archipiélago de islas bajas, con buenos fondeaderos y buena agua, y aves marinas con patas azules.
Por fin llegaron a un litoral vertiginosamente empinado, con enormes volcanes cubiertos de nieve a la distancia, como el Fuji, solo que el doble de grande, o más, apuntando al cielo detrás de una empinada cordillera costera, que ya era alta de por sí. Este gigantismo final acababa con la capacidad de cualquiera de pensar que este lugar era una isla.
—¿Estás seguro de que esto no es África? —preguntó Kheim a I-Chin.
I-Chin no estaba seguro.
—Tal vez. Tal vez aquellas personas que dejamos más hacia el norte son los únicos supervivientes del Fulanchi, que se han visto forzados a vivir en un estado primitivo. Tal vez ésta sea la costa occidental del mundo, y nosotros pasamos navegando por donde se abre el mar del medio cuando era de noche o en medio de una niebla. Pero no creo.
—¿Entonces, dónde estamos?
I-Chin le mostró a Kheim el sitio en que él pensaba que estaban en las largas franjas de un mapa; al este de las últimas señales, afuera, donde el mapa estaba totalmente en blanco. Pero primero señaló la franja más occidental.
—¿Ves?, las costas occidentales de Fulán y África son parecidas a esto. Los cartógrafos musulmanes son muy consecuentes con esto. Y Hsing Ho calculó que el mundo tiene unos setenta y cinco mil lis de circunferencia. Si él está en lo cierto, nosotros sólo navegamos la mitad de esa distancia o tal vez menos, atravesando el Dahai hacia África y Fulán.
—Entonces es posible que él esté equivocado. Tal vez la tierra ocupe más superficie del globo terráqueo de lo que él pensaba. O tal vez el globo sea más pequeño.
—Pero su método era bueno. Yo tomé las mismas medidas en nuestro viaje a las Molucas, dibujé la geometría y descubrí que él tenía razón.
—¡Pero mira! —dijo señalando la tierra montañosa que se erguía ante ellos—. Si no es África, ¿qué es?
—Una isla, supongo. Una gran isla, muy lejana, en medio del Dahai, un sitio al que nadie ha llegado antes. Otro mundo, como el real. Uno oriental como el occidental.
—¿Una isla a la que nunca ha llegado nadie? ¿A la que nadie conoce? —Kheim no podía creerlo.
—¿Y qué? —dijo I-Chin, obsesionado por esa idea—. ¿Quién si no pudo haber llegado aquí antes que nosotros y regresado para contarlo?
Kheim en seguida comprendió.
—Nosotros tampoco hemos regresado.
—No. Y no hay garantía de que podamos hacerlo. Podría ser que Hsu Fu haya llegado aquí, después haya intentado regresar y no lo haya conseguido. Tal vez encontremos a sus descendientes en esta misma costa.
—Tal vez.
Cuando se acercaron a la inmensa tierra, vieron que en la costa había una ciudad. No era muy grande comparada con las ciudades chinas, pero bastante considerable si se la comparaba con las pequeñas aldeas del norte. La mayor parte de ella era del color del lodo, pero varios enormes edificios de la ciudad, y detrás de ella, estaban techados con brillantes planchas de oro batido. ¡Éstos no eran miwoks!
Así que navegaron hacia la orilla con cautela, asustados, con los cañones cargados y preparados. Se asustaron al ver unos barcos rudimentarios sobre la playa —canoas de pescadores como las que algunos de ellos habían visto en las Molucas, generalmente de doble proa y fabricadas con junco tejido—. No se veían armas ni velas ni dársenas ni muelles, a no ser por un muelle de troncos que parecía flotar, anclado bastante lejos de la playa. Era desconcertante ver la grandiosidad terrestre de las construcciones con techos de oro junto a tanta pobreza marítima.
—Quizás haya comenzado siendo un reino interior —dijo I-Chin.
—Mejor para nosotros, a juzgar por el aspecto de esos edificios.
—Supongo que si la dinastía Han nunca hubiera caído, hoy la costa de China también tendría este aspecto.
Una idea extraña. Pero sólo él hecho de mencionar a China ya era reconfortante. Después de eso, señalaron características de la ciudad.
—Eso es como en Cham —dijo uno.
—En Lanka construyen así —dijo otro.
Y así sucesivamente; y aunque aún les parecía extraño, estaba claro, incluso antes de que distinguieran a gente en la orilla que los miraba boquiabiertos, que los que poblaban la ciudad eran personas y no monos o pájaros.
Aunque no tenían muchas esperanzas de que Mariposa pudiera hacerse entender aquí, la llevaron igualmente con ellos cerca de la orilla, en la más grande de las lanchas. Dejaron los trabucos y las ballestas escondidos debajo de los asientos mientras Kheim se ponía de pie en la proa haciendo los gestos pacíficos que habían convencido a los miwok. Luego hizo que Mariposa los saludara amablemente en su lengua, cosa que ella hizo con una voz alta, clara y penetrante. La gente observaba desde la playa; algunos que tenían sombreros parecidos a coronas de plumas les hablaron, pero no era la lengua de Mariposa, ni ninguna que alguno de ellos hubiera oído alguna vez.
Los elaborados tocados que llevaban algunos hicieron que Kheim pensara que tenían cierto aire militar, entonces ordenó alejar la lancha un poco de la costa y que sus hombres tuvieran a mano arcos o lanzas o cualquier otra arma. Había algo en el aspecto de aquella gente que sugería la posibilidad de una emboscada.
No sucedió nada de eso. De hecho, el día siguiente, cuando remaron hasta la orilla, todo un contingente de hombres, vistiendo túnicas a cuadros y tocados de plumas, se postró en la playa. Un poco inseguro, Kheim ordenó un desembarco, alerta a cualquier peligro.
Todo salió bien. La comunicación por medio de gestos y las lecciones de la lengua, rápidas y básicas, eran bastante buenas, aunque los lugareños parecían creer que Mariposa era quien mandaba entre los visitantes, o que tal vez fuera un talismán o una sacerdotisa; era imposible asegurarlo. Desde luego, la veneraban. Sus intercambios mímicos fueron hechos principalmente por un anciano que llevaba un tocado con unos flecos que le colgaban sobre la frente hasta los ojos y una insignia que se extendía bastante más arriba que las plumas. Aquellas comunicaciones siguieron siendo cordiales, llenas de curiosidad y buena voluntad. Les ofrecieron unos pasteles hechos con una especie de harina densa y sustanciosa; así como enormes tubérculos cocidos, también una cerveza suave y agria, que era lo único que parecían beber los lugareños. También un montón de mantas tejidas con precisión, muy cálidas y suaves, hechas con lana de un animal que parecía ser una mezcla de oveja y camello; obviamente sería alguna otra criatura completamente distinta, desconocida para el mundo real.
Por fin Kheim se sintió tan cómodo que aceptó la invitación de visitar al emperador o rey del lugar, que se encontraba en el inmenso palacio o templo con techo de oro en la cima de la colina que estaba detrás de la ciudad. Lo que lo había logrado había sido el oro, pensaba Kheim mientras se preparaba para el viaje, aún sintiéndose un poco intranquilo. Cargó una arma pequeña y la puso en una bolsa que escondió debajo de su abrigo; y le dejó instrucciones a I-Chin para una operación de rescate en caso de que resultara necesario. Y así partieron Kheim y Mariposa y una docena de los marineros más grandes del buque insignia, acompañados por una multitud de lugareños vestidos con túnicas a cuadros.
Caminaron por un sendero cuesta arriba pasando junto a campos y casas. Las mujeres en los campos llevaban a sus bebés en unas tablas que llevaban en la espalda e hilaban lana mientras caminaban. Colgaban telares de unas cuerdas atadas a los árboles para lograr la tensión necesaria. Parecía ser que los patrones a cuadros eran los únicos que utilizaban, generalmente negros y marrones claros, a veces negros y rojos. Los campos estaban llenos de montículos, con forma rectangular, que sobresalían en las tierras húmedas junto al río. Seguramente sembrarían los tubérculos en los montículos. Estaban inundados como los campos de arroz, pero no tanto. Todo era similar pero diferente. El oro aquí parecía ser algo tan común como el hierro en China, mientras que por otro lado no se veía aquí hierro por ninguna parte.
El palacio que dominaba la ciudad era enorme, más grande que la Ciudad Prohibida de Pekín, con muchas construcciones rectangulares adosadas. Todo estaba organizado como sus telas. Las peanas de piedra en el patio del palacio estaban esculpidas formando extrañas figuras, pájaros y animales todos entremezclados, pintados de todos los colores, por lo que a Kheim le costaba bastante mirarlos. Se preguntó si las extrañas criaturas allí representadas podrían encontrarse viviendo en los terrenos de detrás del palacio, o si eran sus versiones del dragón y del ave fénix. Vio muchísimo cobre, y algo de bronce o latón, pero sobre todo oro. Los guardias que estaban en fila alrededor del palacio sostenían largas lanzas con puntas de oro, y sus escudos también eran de oro; decorativos, pero no muy prácticos. Sus enemigos tampoco tendrían hierro.
Dentro del palacio fueron llevados hasta un amplio salón con una pared abierta hacia un patio, las otras tres estaban cubiertas con filigrana de oro. Aquí se extendieron unos mantos sobre los que Kheim y Mariposa y los otros chinos fueron invitados a sentarse.
El emperador entró en la sala. Todos se inclinaron para hacer una reverencia y luego se sentaron en el suelo. El emperador se sentó sobre una tela a cuadros cerca de los visitantes, y dijo algo con cortesía. Era un hombre de unos cuarenta años, de dientes blancos y atractivo, con una amplia frente, pómulos altos y prominentes, ojos castaño claro, barbilla puntiaguda y marcada nariz aguileña. Su corona era de oro, y estaba decorada con pequeñas bolas de oro que pendían de unos agujeros hechos en la corona, como las cabezas de piratas en las puertas de Hangzhou.
Esto también puso incómodo a Kheim, que movió la pistola dentro de su abrigo, mirando a su alrededor con disimulo. No había otras señales que lo perturbaran. Por supuesto que allí había hombres fuertes, claramente el guardián del emperador, preparado para atacar si algo lo amenazaba; pero aparte de eso, nada; ésa parecía ser una precaución habitual cuando había extraños cerca del emperador.
Un sacerdote que llevaba una capa hecha de plumas de pájaro de color azul cobalto entró en la sala y llevó a cabo una ceremonia para el emperador; después de eso estuvieron todo el día de banquete, a base de una carne que se parecía a la del cordero, verduras y un puré que Kheim no pudo reconocer. La cerveza era suave y agria; aquello era todo lo que bebían, salvo un licor muy fuerte. En cierto momento Kheim comenzó a sentirse mareado, pero pudo ver que sus hombres estaban aún peor. A Mariposa no le gustaba ninguno de los sabores, y comía y bebía muy poco. Afuera en el patio, algunos hombres bailaban al son de tambores y caramillos, que sonaban muy parecido a los de los músicos coreanos, lo cual le dio una pista a Kheim; se preguntaba si los antepasados de esta gente habrían llegado a la deriva desde Corea años atrás, llevados por la corriente del Kurosiwo. Tal vez unos pocos barcos perdidos habían poblado toda esta tierra, muchas dinastías atrás; de hecho la música sonaba como el eco de una era pasada. Pero quién podía saberlo. Hablaría con I-Chin sobre esto cuando regresara.
Al atardecer Kheim indicó su deseo de regresar a los barcos. El emperador simplemente lo miró y le hizo un gesto a su sacerdote con capa, luego se puso de pie. Todos se pusieron de pie e hicieron reverencias otra vez. El emperador abandonó la sala.
Cuando se hubo retirado, Kheim se puso de pie y tomó a Mariposa de la mano, e intentó llevarla por el camino por el que habían llegado (aunque no estaba seguro de poder recordarlo); pero los guardias le impidieron el paso, con las lanzas de puntas de oro cruzadas transversalmente en una posición tan ceremonial como lo habían sido sus danzas.
Kheim gesticuló algo que indicaba disgusto, algo muy fácil de hacer, e indicó que Mariposa estaría triste y enfadada si era alejada de los barcos. Pero los guardias no se movieron.
Pues bien. Allí estaban. Kheim se maldijo por haber abandonado la playa con gente tan extraña. Sentía la pistola debajo de su abrigo. Tenía sólo un disparo. Debía albergar la esperanza de que I-Chin pudiera rescatarlos. Había sido una buena idea insistir en que el médico se quedara, ya que sentía que I-Chin haría el mejor trabajo de organización para semejante operación.
Los cautivos pasaron la noche acurrucados unos contra otros sobre su manta, rodeados de guardias de pie que no dormían, pero pasaron el tiempo masticando pequeñas hojas que sacaban de unos saquitos que llevaban debajo de la túnica a cuadros. Observaban con los ojos encendidos. Kheim se acurrucó alrededor de Mariposa, y ella se apretaba contra él como un gato. Hacía frío. Kheim hizo que los otros se apiñaran alrededor, todos juntos, protegiéndola y dándose calor.
Al amanecer regresó el emperador, vestido como un pavo real o una ave fénix gigante; venía acompañado por mujeres que llevaban conos de oro en los pechos, moldeados extrañamente como los pechos reales, con pezones de rubí. Al ver a estas mujeres, Kheim tuvo la absurda esperanza de que todo saldría bien. Luego, detrás de ellas, entró el alto sacerdote con capa, y una figura enmascarada a cuadros, en cuyo tocado colgaban por todas partes pequeñas calaveras de oro. Alguna forma de su dios de la muerte, no había manera de equivocarse. Él estaba allí para ejecutarlos, pensó Kheim, y el darse cuenta de esto lo sacudió hasta colocarlo en un estado elevado de conciencia, en el que todo el oro se cubría de blanco al sol, y el espacio por el que caminaban tenía una dimensión extra de profundidad y solidez, la gente a cuadros parecía tan sólida y vívida como demonios festivos.
Fueron conducidos afuera, entre la neblinosa luz horizontal del amanecer, hacia el este y cuesta arriba. Cuesta arriba todo aquel día, y el día siguiente también, hasta que Kheim jadeaba mientras subía y miraba hacia atrás sorprendido por la cresta que bajaba hasta el mar, una superficie azul texturada, extremadamente llana y muy lejana. Nunca se había imaginado que hubiera podido llegar tan arriba sobre el nivel del océano, era como volar. Y sin embargo más hacia el este había montañas aún más altas y, en ciertas cumbres de la cordillera, enormes volcanes blancos, como enormes Fujis.
Caminaron cuesta arriba hacia allí. Estaban bien alimentados; les dieron una infusión amarga como el alumbre; después, en una ceremonia ritual con música, les dieron también pequeñas bolsas con las hojas de la infusión, las mismas hojas verdes de bordes desiguales que los guardias habían estado masticando la primera noche. Las hojas también tenían sabor amargo, pero en seguida dormían la boca y la garganta, y después de eso Kheim se sintió mejor. Las hojas eran un estimulante, como el té o el café. Le dijo a Mariposa y a sus hombres que también las masticaran. La poca fuerza que circulaba por sus nervios le dio la energía qi para pensar en el problema de la huida.
No parecía probable que I-Chin pudiera arreglárselas para atravesar la ciudad de lodo y oro para seguirlos, pero Kheim no podía dejar de desear que así fuera, una especie de esperanza furiosa, la sentía cada vez que miraba el rostro de Mariposa, demasiado inocente aún para la duda o el miedo; por lo que a ella respectaba ésta no era más que la siguiente etapa de un viaje que ya era de por sí muy extraño. De hecho, esta parte le resultaba interesante, con tantos colores de gola de pájaro, tanto oro y tantas montañas. La altura a la que habían llegado no parecía afectarle.
Kheim comenzó a comprender que las nubes, que ahora a menudo estaban debajo de ellos, existían en un aire más frío y menos gratificante que la preciosa sopa salada que ellos respiraban a la altura del mar. Una vez percibió un atisbo del olor de aquel aire de mar, tal vez simplemente el de la sal que todavía tenía en sus cabellos, y lo deseó ardientemente, al igual que a una comida. ¡Hambre de aire! Se estremeció al pensar en lo alto que estaban.
Sin embargo aún no habían terminado. Subieron a una sierra cubierta de nieve. Caminaban por un sendero que brillaba con aquella cosa blanca y dura. Les dieron unas suaves botas con suelas de madera y pelo por dentro, túnicas más pesadas y mantas con agujeros para la cabeza y los brazos, todas historiadas detalladamente, con pequeñas figuras llenando pequeños cuadrados. La manta que le dieron a Mariposa era tan larga que parecía que estuviera llevando un vestido de monja budista, y estaba hecha con una tela tan buena que Kheim de repente sintió más miedo. Había otra criatura viajando con ellos, un niño pensó Kheim, aunque no estaba seguro; esta criatura también estaba vestida tan bien como el sacerdote con capa.
Llegaron a un lugar de campamento hecho de rocas planas colocadas sobre la nieve. Hicieron una gran hoguera en un hoyo hecho en la plataforma, y alrededor de ella montaron un número de yurtas. Los captores se acomodaron sobre sus mantas y comieron un buen plato, seguido de varias tazas rituales de su infusión caliente, y cerveza, y licor, después de lo cual llevaron a cabo una ceremonia para adorar la puesta del sol, que caía entre las nubes y se hundían rápidamente en el mar. Ahora estaban bien arriba de las nubes, sin embargo sobre ellos y hacia el este un inmenso volcán horadaba el cielo añil, sus flancos nevados brillaban con un rosa intenso momentos después de que el sol se pusiera.
Aquella noche fue fría. Una vez más Kheim abrazó a Mariposa, el miedo lo despertaba cada vez que ella se movía. Hasta le parecía que la niña dejaba de respirar de vez en cuando, pero siempre volvía a comenzar.
Al alba ya estaban levantados; Kheim agradeció que le dieran más infusión, y luego una comida abundante, seguida de más pequeñas hojas verdes para masticar; aunque estas últimas se las entregó el dios verdugo.
Comenzaron a subir por un lado del volcán mientras la pendiente aún estaba cubierta de nieve gris debajo del cielo blanco del amanecer. El océano hacia el oeste estaba cubierto de nubes, pero se estaban disolviendo, y apareció el gran plato azul allí a lo lejos, mucho más abajo, al cual Kheim miraba como si fuera su aldea natal o su infancia.
A medida que subían el frío era más intenso y la marcha se hacía más difícil. La nieve se quebraba debajo de los pies, y los pequeños trozos de hielo desprendidos tintineaban y brillaban. La nieve era muy blanca; todo lo demás era muy oscuro: el cielo de un azul negro, la hilera de gente borrosa. A Kheim le lloraban los ojos; él podía sentir las lágrimas frías en la cara y en sus finos bigotes grises. Seguía caminando, colocando los pies cuidadosamente sobre las huellas que dejaba el guardia que iba delante de él, alargando incómodamente la mano para coger la de Mariposa y tirar de ella para que avanzara.
Finalmente, después de haberse olvidado de mirar para arriba durante un rato, sin esperar ya que nada cambiara, la cuesta de nieve había quedado atrás. Aparecieron piedras negras desnudas, abriéndose paso a través de lo que quedaba de nieve a la derecha y a la izquierda, y especialmente hacia adelante, donde el almirante ya no pudo ver nada más arriba.
De hecho, era la cima: una amplia y revuelta especie de tierra yerma, con rocas como de lodo roto y congelado mezclada con hielo y nieve. En el punto más alto de aquel sitio torturado se erguían algunos palos en los que ondeaban unos gallardetes y unas banderas de tela, como en las montañas del Tíbet. Entonces, esta gente tal vez fuera tibetana.
El sacerdote con capa, el dios verdugo y los guardias se reunieron al pie de las rocas. Los dos niños fueron llevados ante el sacerdote, mientras los guardias retenían a Kheim. Él dio un paso atrás como desistiendo, puso las manos debajo de la manta como si estuvieran frías, lo cual era cierto; eran como hielo buscando a tientas la culata del trabuco de chispa. Le quitó la traba y la sacó fuera del abrigo, sólo oculta por la manta.
A los niños les dieron más infusión, que ellos bebieron gustosamente. El sacerdote y sus lacayos cantaron de cara al sol, los tambores latiendo como el pulso doloroso detrás de los ojos ya medio ciegos de Kheim. Tenía un terrible dolor de cabeza, y todo parecía ser la sombra de sí mismo.
Debajo de ellos, en la cordillera nevada, algunas figuras subían rápidamente. Llevaban las mantas lugareñas, pero a Kheim le pareció que eran I-Chin y sus hombres. Mucho más abajo de ellos, otro grupo subía a duras penas persiguiéndolos.
El corazón de Kheim ya estaba golpeándole el pecho; ahora retumbaba en su interior como los tambores ceremoniales. El dios verdugo sacó un cuchillo de oro de una vaina de madera tallada y le cortó el cuello al niño. Recogió la sangre con un cuenco de oro que brillaba a la luz del sol. Al sonido de los tambores y de las gaitas y de las oraciones cantadas, el cuerpo fue envuelto en un manto de la suave tela a cuadros y dejado tiernamente en una grieta que había entre dos grandes rocas.
Entonces, el verdugo y el sacerdote con capa se volvieron hacia Mariposa, quien luchaba en vano para escapar. Kheim sacó la pistola y comprobó el pedernal, luego apuntó con las dos manos hacia el dios verdugo. Gritó algo, luego contuvo la respiración. Los guardias se acercaron a él, el verdugo lo había mirado. Kheim apretó el gatillo y la pistola tronó y sacó humo, echando a Kheim un par de pasos hacia atrás. El dios verdugo voló hacia atrás también y resbaló con un trozo de nieve, sangrando abundantemente por una herida en la garganta. El cuchillo de oro cayó de su mano abierta.
Todos los espectadores miraban fijamente al dios verdugo, aturdidos; no sabían qué había ocurrido.
Kheim no dejó de apuntarles con la pistola, mientras hurgaba en su cinto buscando una nueva carga. Volvió a cargar la pistola delante de ellos, gritando repentinamente una o dos veces, lo cual les hizo saltar.
Ahora apuntó a los guardias, quienes se echaron atrás. Algunos se arrodillaron, otros se alejaron tropezando torpemente. Kheim pudo ver a I-Chin y a sus marinos subiendo sin descanso por la nieve de la última pendiente. El sacerdote con capa dijo algo, y Kheim le apuntó cuidadosamente con la pistola y disparó.
Otra vez la fuerza de la explosión, sonando como un trueno justo en el oído, y el penacho de humo blanco subiendo por los aires. El sacerdote con capa voló hacia atrás como si hubiese sido golpeado por un gigantesco e invisible puño, cayó al suelo y quedó retorciéndose sobre la nieve, la capa manchada de sangre.
Kheim atravesó el humo con grandes pasos hasta llegar a Mariposa. La alzó alejándola de sus captores, que temblaban como si estuvieran paralizados. La bajó en andas por el sendero. Apenas si estaba semiconsciente; era muy posible que estuviera drogada.
Kheim bajó hasta llegar donde estaba I-Chin, quien venía bufando y resoplando al frente de un grupo de marineros, todos armados con trabucos de chispa, una pistola y un mosquete cada uno.
—Regresemos a los barcos —ordenó Kheim—. Disparad a cualquiera que se interponga en vuestro camino.
Bajar la montaña era mucho más fácil que subirla, de hecho era peligroso precisamente por parecer tan fácil, mientras que al mismo tiempo aún estaban mareados y medio ciegos, y tan cansados que tendían a resbalar; cada vez más a medida que empezaba a hacer más calor y la nieve se iba ablandando y rompiendo bajo sus pies. Kheim tampoco podía ver bien dónde ponía los pies por llevar a Mariposa en brazos, y a menudo resbalaba. Pero dos hombres caminaban a su lado siempre que les era posible, levantándolo por los codos cuando resbalaba; a pesar de todo iban a buen ritmo.
Multitudes de personas se reunían cada vez que se acercaban a alguna de las aldeas de la montaña, entonces Kheim entregaba a Mariposa a los hombres, para sostener la pistola en lo alto de modo que todos la vieran. Si la gente se interponía en su camino, él disparaba al hombre que llevara el tocado más grande. El estruendo del disparo parecía asustar a los espectadores incluso más que el repentino desplome y la sangrienta muerte de los sacerdotes y adalides; Kheim pensó que probablemente hubiera un sistema en el cual los líderes del lugar eran ejecutados con frecuencia por los guardias del emperador por una u otra razón.
De cualquier manera, la gente junto a la que pasaban parecía paralizada principalmente por el estruendo de los chinos. Un trueno y la muerte instantánea, como cuando caía un rayo; eso habría sucedido bastante a menudo en estas montañas inclementes para darles una idea de lo que los chinos habían conseguido controlar. El rayo dentro de un tubo.
Finalmente, Kheim entregó a Mariposa a sus hombres y marchó pesadamente cuesta abajo encabezando el grupo, recargando su pistola y disparando contra cualquiera que estuviera tan cerca que era imposible fallar, sintiendo cómo despertaba en él una gran exultación, un tremendo poder sobre esos ignorantes hombres primitivos a los que se les podía imponer respeto con una pistola, hasta el punto de dejarlos paralizados. Él era su dios verdugo hecho realidad y pasaba entre ellos como si fueran marionetas cuyos hilos habían sido cortados.
Por la tarde, dio la orden de detenerse para buscar provisiones en una aldea y comer, luego siguieron bajando hasta que cayó la noche. Se refugiaron en un almacén, un enorme granero con muros de piedra y techo de madera, lleno hasta el techo de telas, cereales y oro. Los hombres se hubieran matado por llevarse todo el oro que pudieran, pero Kheim les ordenó que tomaran un solo objeto cada uno, fuera una joya o un lingote.
—Todos regresaremos algún día —les dijo—, y terminaremos siendo más ricos que el emperador.
Él eligió la imagen de un colibrí hecha en oro.
A pesar de estar agotado, le costaba acostarse, incluso dejar de caminar. Después de un rato de pesadillas, sentado medio dormido junto a Mariposa, despertó a todos antes del amanecer, y comenzaron la marcha cuesta abajo una vez más, las pistolas cargadas y preparadas.
A medida que bajaban hacia la costa comenzó a ser evidente que algunos corredores los habían pasado durante la noche y habían advertido a los lugareños de más abajo del desastre que había acontecido en la cima. Una fuerza de guerreros ocupaba los cruces de caminos justo encima de la ciudad, gritando al son de los tambores, blandiendo garrotes, escudos, lanzas y picas. Los hombres en armas superaban obviamente en número a los chinos que estaban bajando, los cincuenta hombres que I-Chin había traído se encontrarían con unos cuatrocientos o quinientos guerreros locales.
—Dispersaos —dijo Kheim a sus hombres—. Marchad directo hacia ellos sin dejar el camino, cantando «Borrachos otra vez en el Gran Canal». Sacad las pistolas; cuando yo diga alto, deteneos y apuntad a los jefes, el que tenga más plumas en la cabeza. Dispararéis al mismo tiempo cuando os dé la orden, luego volveréis a cargar lo más rápidamente posible, pero no volváis a disparar hasta que yo no os lo ordene. Cuando lo haga, disparad y volved a cargar.
Así que continuaron marchando por el camino, cantando a voces la vieja canción del bebedor; cuando llegaron hasta el primer grupo de defensores, se detuvieron y dispararon una descarga. Aquellas pistolas bien podrían haber sido cañones, tal era el efecto que provocaban: muchos hombres caídos y sangrando, los supervivientes corriendo entre ellos completamente aterrorizados.
Había bastado una sola descarga; la ciudad ya estaba en sus manos. Pudieron haberla incendiado hasta hacerla desaparecer, pudieron haberse llevado cualquier cosa; pero Kheim condujo a sus hombres a través de las calles tan rápido como pudo, todavía cantando con todas sus fuerzas, hasta que estuvieron en la playa y a salvo. Ni siquiera tuvieron que volver a disparar.
Kheim se acercó a I-Chin y le estrechó la mano.
—Muchas gracias —le dijo formalmente ante los demás—. Nos has salvado. Hubieran sacrificado a Mariposa como si fuera un cordero, y a los demás nos hubieran matado como a moscas.
A Kheim le parecía totalmente razonable pensar que los lugareños no tardarían en recuperarse del susto de las pistolas, después de lo cual serían peligrosos debido a su gran número. Incluso ahora ya se estaban reuniendo a una distancia prudente para observarlos. Así que después de embarcar a Mariposa y a sus hombres, Kheim consultó con I-Chin y los jefes de provisiones de los barcos, para ver qué provisiones les faltaban para una travesía de regreso por el Dahai. Luego llevó a un gran grupo armado a tierra una última vez y, después de que se dispararan unos cuantos cañonazos contra la ciudad, él y sus hombres marcharon al palacio, cantando y marchando al son de tambores. Al llegar allí, atraparon a un grupo de sacerdotes y mujeres que escapaban por una puerta trasera. Kheim disparó a uno de los sacerdotes, y ordenó que sus hombres ataran al resto.
Después de eso, se puso delante de los sacerdotes e hizo gestos indicando sus demandas. La cabeza aún le latía dolorosamente, seguía flotando en el extraño regocijo de la muerte; era extraordinario qué fácil era transmitir una lista bastante elaborada de peticiones solamente con mímica. Se señaló a sí mismo y a sus hombres, luego hacia el oeste, e hizo que una de sus manos se alejara navegando en el viento de la otra. Levantó muestras de comida y las bolsas de hojas de té, indicando que quería una provisión de ellas. Hizo mímica indicando que todo aquello debía ser llevado a la playa. Se acercó al rehén principal y simuló que lo desataba y que se despedía de él con la mano. Si las mercancías no llegaban… Apuntó con la pistola a cada uno de los rehenes. Pero si llegaban, los chinos pondrían a todos en libertad y se irían.
Representó cada paso del proceso, mirando a los rehenes a los ojos y hablando muy poco, pues pensó que sería sólo una distracción. Luego hizo que sus hombres liberaran a todas las mujeres capturadas, también a algunos de los hombres que no llevaban tocado, y los envió con claras instrucciones de que consiguieran las mercancías requeridas. Por sus miradas estaba seguro de que habían entendido perfectamente bien lo que debían hacer.
Después de eso, llevaron a los rehenes hasta la playa y se dispusieron a esperar. Esa misma tarde aparecieron unos hombres que llevaban unos bultos sostenidos por unas cuerdas atadas alrededor de la frente. Depositaron los sacos en la arena y se alejaron, mientras se inclinaban sumisos ante los chinos. Carne seca, pasteles de cereales, las pequeñas hojas verdes, discos y adornos de oro (a pesar de que Kheim no los había pedido); mantas y rollos enteros de la suave tela local. Mirando todo aquello desparramado sobre la playa, Kheim se sintió como un recaudador de impuestos, duro y cruel; pero también estaba aliviado; poderoso únicamente de una manera poco convincente, puesto que la suya era una magia que no comprendía ni controlaba. Sobre todo se sintió satisfecho. Tenían lo que necesitaban para regresar a casa.
Él mismo desató a los rehenes y les indicó con gestos que volvieran con los suyos. Le dio a cada uno una bala de pistola.
—Algún día regresaremos —les dijo—. Nosotros, o gente aún peor que nosotros.
Durante un instante, pensó si aquella gente cogería la viruela, como los miwok; sus hombres habían dormido sobre las mantas del palacio.
No había manera de saberlo. Los lugareños se alejaron a tropezones, apretando las balas de pistola en la mano o dejándolas caer. Sus mujeres estaban a una distancia prudente, felices al ver que Kheim había cumplido su teatral promesa, felices al ver libres a sus hombres. Kheim ordenó embarcar los sacos y regresar a bordo. Remaron hasta los barcos y se hicieron a la mar. La isla de la gran montaña quedó atrás.