Otro encuentro en el Bardo
Y así fue que cuando todos se encontraron nuevamente en el Bardo, muchos años más tarde, después de haber ido hacia el norte y fundado la ciudad de Nsara en la desembocadura del río Lawiyya, y de haberla defendido exitosamente de los sultanes andalusíes taifa que la atacaron después de muchos años y de haber construido el comienzo de una potencia marítima, pescando en todos los mares y comerciando aún más lejos, Bistami quedó muy satisfecho. Él y Katima nunca se habían casado, el tema nunca había vuelto a surgir, pero él había sido el ulema principal de Nsara durante largo tiempo y había ayudado a crear una legitimidad religiosa para aquella cosa nueva, una reina islámica. Él y Katima habían trabajado juntos en este proyecto casi todos los días de su vida.
—¡Te reconocí! —le recordó él a Katima—. En medio de la vida, a través del velo del olvido, cuando importaba, vi quién eras, y tú…, tú también viste algo. ¡Sabías que estaba ocurriendo allí algo de una realidad más elevada! Estamos progresando.
Katima no respondió. Estaban sentados sobre las losas de un patio en un sitio muy parecido al santuario de Chishti en Fatepur Sikri, excepto que el patio era mucho más grande. La gente esperaba en una cola para entrar en el santuario y ser juzgada. Parecían los peregrinos haciendo cola para ver la Kaaba. Bistami podía escuchar dentro de él la voz de Mahoma, elogiando a algunos, amonestando a otros.
—Necesitas intentarlo otra vez —oyó que una voz como la de Mahoma le decía a alguien.
Todo estaba en silencio y contenido. Era la hora antes del amanecer, fría y húmeda, y el aire se llenaba de cantos de pájaros distantes. Sentado allí a su lado, Bistami podía ver ahora muy claramente que Katima no tenía nada que ver con Akbar. Sin duda, Akbar había sido enviado a una esfera más baja, e incluso ahora estaría merodeando por la selva en busca de comida, como había estado Katima en su existencia anterior, cuando había sido una tigresa, una asesina que sin embargo había entablado amistad con Bistami. Ella lo había salvado de los rebeldes hindúes, después lo había sacado del morabito en al-Andalus.
—Tú también me reconociste —dijo él—. Y los dos conocíamos a Ibn Ezra.
En ese momento Ibn Ezra inspeccionaba la pared del patio, pasando una uña por la línea que separaba dos bloques, admirando la mampostería del Bardo.
—Esto es auténtico progreso —exclamó Bistami—, ¡finalmente estamos llegando a algún sitio!
Katima le lanzó una mirada escéptica.
—¿A eso llamas progreso? ¿Perseguidos hasta caer en un pozo en el último rincón del mundo?
—¿Pero a quién le importa dónde estábamos? Nos reconocimos el uno al otro, a ti no te mataron…
—Estupendo.
—¡Fue estupendo! Yo vi a través del tiempo, sentí el tacto de lo eterno. Creamos un lugar donde la gente pueda amar lo bueno. Pequeños pasos, vida tras vida; y finalmente estaremos allí para siempre, en la luz blanca.
Katima hizo un gesto; su cuñado, Said Darya, estaba entrando en el palacio de justicia.
—Míralo: una criatura miserable; sin embargo no lo arrojan al infierno, ni siquiera se convertirá en gusano o en chacal, tal como lo merece. Regresará al reino humano, hará estragos una vez más. Él también, es parte de nuestro jati, ¿lo habías reconocido? ¿Sabías que era parte de nuestro pequeño grupo, al igual que Ibn Ezra?
Ibn Ezra se sentó junto a ellos. La hilera avanzó y ellos con ella.
—Las paredes son sólidas —les informó—. De hecho están muy bien construidas. No creo que podamos escapar.
—¿Escapar? —gritó Bistami—. ¡Éste es el juicio de Dios! ¡Nadie escapa a él!
Katima e Ibn Ezra se miraron.
—Tengo la impresión de que cualquier mejora con respecto a la existencia tendrá que ser en una forma humana —dijo Ibn Ezra.
—¿Qué? —gritó Bistami.
—Depende de nosotros. Nadie nos ayudará.
—No estoy diciendo que lo harán. Aunque Dios siempre ayuda si se lo pides. Pero depende de nosotros: eso es lo que he estado diciendo todo este tiempo; estamos haciendo lo que podemos, y estamos progresando.
Katima no estaba en absoluto convencida.
—Ya veremos —dijo—. El tiempo lo dirá. Por ahora me abstengo de emitir ningún juicio. —Se puso de cara a la tumba blanca, se irguió como una reina y arqueando los labios como una tigresa, dijo—: Y a mí nadie me juzga.
Con un gesto de la mano desechó la tumba.
—No es aquí donde se juzgan las cosas. Lo importante es lo que sucede en el mundo.