La caravana de los tontos
El sultán Mawji Darya era casi tan atractivo y elegante como su esposa y estaba tan interesado como ella en hablar de sus ideas, que generalmente giraban alrededor del tema de «la convivencia». Ibn Ezra le dijo a Bistami que aquél era el interés del momento entre algunos de los jóvenes nobles de al-Andalus: recrear la época de oro del califato omeya del siglo VI, cuando los gobernantes musulmanes habían permitido que florecieran los cristianos y los judíos que estaban entre ellos, y todos juntos habían creado la hermosa civilización que había sido al-Andalus antes de la Inquisición y la peste.
Cuando la caravana salía de Málaga con su harapiento esplendor, Ibn Ezra le contó a Bistami más acerca de aquel período, al cual Khaldun había tratado sólo muy brevemente, y los eruditos de La Meca y de El Cairo menos aún. En particular habían florecido los judíos andaluces, traduciendo al árabe muchísimos textos antiguos griegos, con comentarios propios, realizando originales investigaciones en medicina y astronomía. Los eruditos musulmanes de al-Andalus emplearon entonces lo que habían aprendido de la lógica griega, principalmente la de Aristóteles, para defender los principios del islam con toda la fuerza de la razón; entre ellos, Ibn Sina e Ibn Rashd habían sido los dos más importantes. Ibn Ezra no tenía más que elogios para los trabajos de aquellos hombres.
—A mi humilde manera, espero ampliar esos trabajos, si Dios quiere, con una particular aplicación a la naturaleza y a las ruinas del pasado.
Ambos adoptaron el conocido ritmo de la caravana. Amanecer: avivar las hogueras del campamento, preparar el café, alimentar a los camellos. Empacar y cargar, emprender el camino. La hilera de camellos se extendía más de una legua, con varios grupos retrasándose, alcanzándolos, deteniéndose, comenzando; por lo general avanzando muy lentamente. Tarde: en un campamento o un caravasar, aunque a medida que avanzaban hacia el norte pocas veces encontraban algo más que ruinas desiertas; hasta el camino había casi desaparecido, cubierto de árboles bastante viejos, con troncos gruesos como barriles.
La hermosa tierra que atravesaban estaba recorrida por cadenas de montañas entre las cuales había altas y amplias mesetas. Al atravesarlas, Bistami sentía que habían viajado hasta llegar a una esfera más alta, donde las puestas de sol proyectaban largas sombras sobre un inmenso mundo oscuro y ventoso. Una vez, cuando el último destello de luz del atardecer se vio debajo de unas oscuras nubes bajas, Bistami oyó a un músico que tocaba el oboe turco, dibujando en el aire una larga y quejumbrosa melodía que hería más y más, que parecía la canción de la propia voz o el alma de aquella morena meseta. La sultana estaba con él en el borde del campamento, escuchando también, con su perfecta cabeza inclinada como la de un halcón mientras miraba bajar el sol. Caía a la velocidad del propio tiempo. No había necesidad de hablar en este mundo de canto, tan inmenso, tan anudado; ninguna mente humana podría comprenderlo jamás, incluso la música apenas lo rozaba; ambos eran incapaces de aprehender el instante; sólo lo sentían. El todo universal los superaba.
Sin embargo, a veces, como en este momento, al atardecer, en el viento, alcanzamos a ver, con un sexto sentido que no sabemos que poseemos, atisbos de ese mundo más grande; inmensas figuras de trascendencia cósmica, una sensación de todo lo sagrado en una dimensión que está más allá de la razón o del pensamiento o incluso de los sentimientos, este visible mundo nuestro, encendido desde dentro, lleno de realidad.
La sultana se estremeció. Las estrellas brillaban en el cielo añil. Se acercó a uno de los fuegos. Bistami se dio cuenta de que lo había elegido como su qadi, para darse a sí misma más espacio para sus propias ideas. Una comunidad como la de ellos necesitaba un maestro sufí más que un mero erudito. Ella había sido una muchacha muy estudiosa, decía la gente, y había padecido varios ataques hacía tres años. Ahora estaba cambiada.
Bueno, las cosas se aclararían a medida que fueran sucediendo. Mientras tanto, la sultana; el sonido del oboe; esta inmensa meseta. Esas cosas pasan una sola vez. La fuerza de esta sensación lo invadió tan intensamente como lo había hecho el sentimiento de «ya he estado aquí» en el jardín del morabito.
Así como las mesetas andalusíes se erguían altas bajo el sol, sus ríos eran profundos y con barrancos, como los uadi del Magreb, pero con sus aguas siempre en movimiento. Los ríos también eran anchos, y cruzarlos no era algo fácil. La ciudad de Zaragoza había crecido en el pasado debido a su inmenso puente de piedra, el cual atravesaba uno de los más grandes de estos ríos, el llamado Ebro. Ahora la ciudad estaba muy abandonada, sólo había algunos comerciantes y vendedores y pastores ambulantes agrupados alrededor del puente, en construcciones de piedra que parecían haber sido erigidas por el propio puente, mientras dormía. El resto de la ciudad había desaparecido, cubierta de pinos y arbustos.
Pero el puente seguía estando allí. Estaba hecho de piedra desbastada, grandes bloques más o menos cuadrados, tan desgastados por el agua que parecían biselados, aunque finalmente se unían en líneas que no admitirían una moneda, ni siquiera una uña. Las bases en cada orilla eran torres de piedra aplastantemente achaparradas, que descansaban sobre cimientos, decía Ibn Ezra. Las estudiaba con gran interés mientras la caravana lo cruzaba e instalaba el campamento en el otro lado del río. Bistami observó el dibujo de todo aquello que Ibn Ezra estaba haciendo.
—Hermoso, ¿verdad? Parece una ecuación. Siete arcos semicirculares, uno más grande en el centro, sobre la parte más profunda. Todos los puentes romanos que he visto están bien construidos y a la medida del lugar. Casi siempre utilizan arcos semicirculares, que contribuyen a dar fuerza, aunque no cubren una distancia demasiado grande, por lo que necesitaban muchos. Y siempre sillares, que son las piedras cuadradas. Entonces éstas se asientan correctamente unas sobre otras y nada las mueve nunca. No tiene ningún truco. Nosotros mismos podríamos hacerlo, si nos tomáramos el tiempo y el trabajo. El único problema verdadero es proteger los cimientos de las riadas. He visto algunos realmente muy bien hechos, con pilares armados con hierro y llevados hasta el fondo del río. Pero si algo va a desmoronarse, son los cimientos. Cuando intentaron hacer esos más rápido, con un gran peso en rocas, hicieron una presa para retener el agua e incrementar su fuerza.
—En el lugar de donde soy los puentes son arrastrados continuamente por el agua —dijo Bistami—, la gente simplemente construye otro.
—Sí, pero esto es mucho más elegante. Me pregunto si hacen algún plano. No he visto ni un solo libro acerca de los puentes. Las bibliotecas que han quedado aquí son terribles, sobre todo disponen de libros de relatos y un poco de pornografía. Si alguna vez hubo algo más, ha sido quemado para alimentar algún fuego. De cualquier manera, las piedras cuentan la historia. Verás, las piedras están tan bien cortadas que no había necesidad de argamasa. Esos ganchos de hierro que ves ahí probablemente se utilizaban para sujetar los andamios.
—Los mogoles construían bien en Sind —dijo Bistami, pensando en las uniones perfectas de la tumba de Chishti—. Pero principalmente los templos y las fortalezas. Los puentes son casi siempre de bambú, y asentados sobre pilares de piedra.
Ibn asintió con la cabeza.
—Eso se ve mucho. Pero tal vez este río no se desborda tanto. Parece ser una tierra seca.
Por la tarde Ibn Ezra les mostró una pequeña maqueta de los montacargas que los romanos podrían haber utilizado para mover las grandes piedras, trípodes de palos y cuerdas. El sultán y la sultana eran su público principal, pero muchos otros también observaban, mientras algunos se acercaban y se alejaban de la luz de las antorchas. Esta gente le hacía preguntas a Ibn Ezra, hacían comentarios; se quedaron cuando el jefe de la caballería del sultán, Sharif Jalil, entró en el círculo con dos de sus jinetes cogiendo entre ellos a un tercero, que había sido acusado de robo; aparentemente no era la primera vez. Mientras el sultán discutía aquel caso con Sharif, Bistami sacó en conclusión que el hombre acusado tenía una desagradable reputación, por razones sólo conocidas por ellos aunque no mencionadas: tal vez cierto interés por los muchachos. Una aprensión muy similar al miedo invadió a Bistami, recordando escenas de Fatepur Sikri; la rigurosa sharia exigía que se cortasen las manos de los ladrones; la sodomía, el infame vicio de los cruzados cristianos, se penaba con la muerte.
Pero Mawji Darya sólo se acercó al hombre y lo reprendió con un tirón en la oreja, como haría con un niño.
—No necesitas hacer eso con nosotros. Te uniste a nosotros en Málaga; no necesitas más que trabajar honradamente para formar parte de nuestra comunidad.
La sultana asintió con la cabeza al oír aquellas palabras.
—Si quisiéramos, tendríamos derecho a castigarte de una forma que no te gustaría nada —contestó él—. ¡Ve y habla con nuestros penitentes sin manos si no me crees! O simplemente podríamos dejarte atrás y dejar que te apañes con los lugareños. A los zott no les gusta que alguien más haga cosas como las que tú haces. Te quitarían de en medio rápidamente. Te lo advierto, esto sucederá si Sharif te trae ante mí una vez más. Serás separado de tu familia. Créeme —miró significativamente a su esposa—, te arrepentirías de esto.
El hombre lloriqueó sumisamente (Bistami notó que estaba borracho), luego se lo llevaron a rastras. El sultán pidió a Ibn Ezra que continuara con su exposición sobre los puentes romanos.
Más tarde, Bistami se reunió con la sultana en la gran tienda real, e hizo un comentario sobre la franqueza general de su corte.
—No hay velos —dijo Katima claramente—. Ni el izar ni el hijab, el velo que alejaba al califa de la gente. El hijab fue el primer paso en el camino hacia el despotismo de los califas. Mahoma nunca fue así, nunca. Hizo que su primera mezquita fuera una reunión de amigos. Todos podían acceder a él y todos decían lo que pensaban. Podría haber seguido siendo así, y la mezquita se hubiera convertido en el lugar de…, en algo diferente. Un sitio donde tanto las mujeres como los hombres podrían hablar. Esto es lo que comenzó Mahoma, ¿quiénes somos nosotros para cambiarlo? ¿Por qué seguir los modos de los que construyen barreras, los que se convirtieron en déspotas? Mahoma quería que el sentimiento grupal fuera lo más importante y que el jefe no fuera más que un hacán, un árbitro. Ése era el título que más adoraba y del que más se enorgullecía, ¿lo sabías?
—Sí.
—Pero cuando se fue al cielo, Muawiya estableció el califato, y puso guardias en las mezquitas para protegerse; desde entonces ha sido una tiranía. El islam pasó de la sumisión a la subyugación, y a las mujeres se les prohibió la entrada a la mezquita y se les privó del lugar que les pertenece. ¡Es una burda parodia del islam!
Tenía las mejillas rojas, llenas de emoción reprimida. Bistami nunca había visto tanto fervor y tanta belleza juntos en un mismo rostro; apenas podía pensar o quizá tenía miles de pensamientos al mismo tiempo y en el mismo nivel, por lo que concentrarse en uno solo lo dejaba angustiado en el resto, en blanco y con cierta tendencia a dejar de seguir aquel afluente, dejando simplemente que todas las corrientes de pensamiento avanzaran al mismo tiempo.
—Sí —dijo.
La sultana lo dejó y se acercó a la hoguera más próxima y de repente se puso en cuclillas, con un revuelo de faldas, junto al grupo de hombres sin manos y mancos. Ellos la recibieron alegremente y le ofrecieron una taza de café que ella bebió sin respirar, luego bajó la taza y dijo:
—Vamos, ya es hora, ya estáis desastrados otra vez.
Los hombres trajeron un taburete, ella se sentó sobre él, y uno de ellos se arrodilló ante ella, ofreciéndole su amplia espalda. Ella cogió el peine que le alcanzaban y un frasco de aceite, y comenzó a pasar el peine por los largos cabellos enredados de aquel hombre. La heterogénea tripulación del barco de los tontos se instaló alrededor de ella con satisfacción.
Al norte del Ebro la caravana dejó de crecer. En el viejo camino que iba en dirección a los Pirineos había menos pueblos y eran más pequeños; estaban habitados por recientes colonos magrebíes, bereberes que habían cruzado navegando directamente desde Argel e incluso desde Túnez. Cultivando cebada y pepinos, y pastoreaban ovejas y cabras en los valles fértiles con sus líneas de crestas rocosas, hacia el interior pero no muy lejos del Mediterráneo. Cataluña, así era como le habían llamado, una tierra extraordinaria, con muchos bosques sobre las colinas. Habían dejado atrás los reinos de taifas del sur, y la gente aquí estaba contenta; no sentían necesidad alguna de seguir a un sultán sufí desposeído y a su abigarrada caravana más allá de los Pirineos hasta internarse en la salvaje Firanja. De cualquier manera, tal como lo señalara Ibn Ezra, la caravana no parecía tener comida suficiente para alimentar a muchos más, ni oro ni dinero para comprar más comida de la que ya compraban en las aldeas por las que pasaban.
Así que siguieron por el camino viejo, y en el extremo de un extenso y cada vez más estrecho valle se encontraron en una inmensa, seca y rocosa meseta, que los conduciría hasta los frondosos flancos de unas de montañas formadas por una roca más oscura que la del Himalaya. El antiguo camino subía la parte más llana de la meseta inclinada, junto a un arroyo casi desprovisto de agua. Más adelante seguía un corte en las colinas, justo debajo del lecho de este pequeño riachuelo, serpenteando entre las montañas que se hacían cada vez más rocosas y más altas. Ahora, cuando acampaban por la noche no encontraban absolutamente a nadie, Pero se acostaban en las tiendas o bajo las estrellas, durmiéndose con el sonido del viento entre los árboles, el de los alegres arroyos y el de los caballos, nunca quietos, atados con cuerdas. Finalmente el camino hacía una curva y se metía entre unas rocas, un sendero llano que atravesaba un desfiladero bordeado de rocas, luego atravesaba una pradera de montaña entre las cimas, luego hacia arriba por otro pasaje estrecho, rodeado de almenas de granito; y luego por fin bajaba. Comparado con el paso de Khyber no era tan duro, pensó Bistami, pero muchos en la caravana estaban temblando y con miedo.
Del otro lado del puerto, algunas rocas caídas habían enterrado el viejo camino en varios tramos, y el camino se convertía en un mero sendero marcado por los caminantes, retrocediendo en ángulos repentinos entre las rocas caídas. Estos tramos eran complicados para atravesar, y la sultana se bajó varias veces de su caballo y caminó, conduciendo resueltamente a sus mujeres sin tolerar ineptitudes ni quejas. De hecho era muy severa cuando estaba enfadada: severa y desdeñosa.
Ibn Ezra inspeccionaba el camino todas las noches cuando se detenían, también las rocas caídas cuando pasaban junto a ellas, dibujando cada calzada, cada piedra y cada cuneta.
—Es romano clásico —dijo una noche junto al fuego mientras comían carnero asado—. Hicieron una verdadera red en toda la cuenca del Mediterráneo con estos caminos. Me pregunto si ésta sería su ruta principal para cruzar los Pirineos. No lo creo, está demasiado al oeste. Nos llevará al océano occidental y no al Mediterráneo. Pero tal vez sea el cruce más fácil. Cuesta pensar que éste no es el camino principal, es tan grande.
—Tal vez sean todos así —dijo la sultana.
—Posiblemente. Quizás utilizaran esas carretas tan grandes que alguna gente ha encontrado y necesitaran que sus caminos fueran más anchos que los nuestros. Los camellos, por supuesto, no necesitan camino. O puede que después de todo éste fuera su camino principal. ¡Podría ser el camino que utilizó Aníbal para atacar a Roma con su ejército de cartagineses y sus elefantes! Yo he visto las ruinas, al norte de Túnez. Era una ciudad inmensa. Pero Aníbal perdió y Cartago perdió, y los romanos derribaron su ciudad y echaron sal en los campos, y el Magreb se secó. Ése fue el final de Cartago.
—Así que por este camino pueden haber pasado los elefantes —dijo la sultana.
El sultán bajó la vista para mirar el sendero, sacudiendo la cabeza con asombro. Ésas eran las cosas que a ambos les gustaba saber.
Después de bajar las montañas y alejarse de ellas, llegaron a una tierra más fría. El sol del mediodía despejaba las cimas de los Pirineos, pero apenas un poco. La tierra era llana y gris, y a menudo envuelta en una especie de neblina. El océano se veía hacia el oeste, gris, frío, borrascoso y con mucha espuma.
La caravana llegó a un río que desembocaba en este mar occidental; en ambas márgenes estaban las ruinas de una antigua ciudad. Cerca de ellas, se erguían algunas modestas construcciones nuevas que parecían chabolas de pescadores, estaban construidas a cada lado de un puente de madera recientemente construido.
—Mira qué poco hábiles somos en comparación con los romanos —dijo Ibn Ezra, aunque se acercó rápidamente para observar el nuevo trabajo.
—Creo que esta ciudad se llamaba Bayona. Hay una inscripción en la torre del puente que quedó allí. Los mapas indican que había una ciudad más grande hacia el norte, llamada Burdeos. «Al borde del agua», en la lengua de los francos.
El sultán meneó la cabeza.
—Ya hemos llegado bastante lejos. Aquí estamos bien. Cerca de las montañas; sin embargo, a pocas jornadas de al-Andalus. Justamente lo que yo quiero. Nos instalaremos aquí.
La sultana Katima asintió con la cabeza, e inmediatamente comenzó el largo proceso de instalarse en el lugar elegido.