Al-Andalus
Cualquier sitio que conocía le parecía el nuevo centro del mundo. Cuando era joven, Ispahán le había parecido la capital de todos los sitios; luego Gujarat, más tarde Agra y Fatepur Sikri; después La Meca y la piedra negra de Abraham, el verdadero corazón de todo. Ahora, El Cairo aparecía ante él como la máxima metrópolis, imposiblemente antigua, polvorienta e inmensa. Los mamelucos caminaban por las calles atestadas de gente seguidos por sus séquitos, hombres poderosos que llevaban cascos con plumas, seguros de su dominio de El Cairo, Egipto y gran parte del Levante. Cuando Bistami los veía generalmente los seguía durante un rato, al igual que muchos otros, y se encontró a sí mismo tanto recordando la pompa de Akbar como sorprendido por lo diferente eran los mamelucos, por la forma en que creaban un jati que nacía nuevamente con cada generación. Nada podía ser menos imperial; no había dinastía; sin embargo el control que ejercían sobre el pueblo era aún más poderoso que el de una dinastía. Podía ser que todo lo que había dicho Khaldun acerca de los ciclos de dinastías hubiera sido convertido en algo irrelevante por este nuevo sistema de gobierno que no había existido en su época. Las cosas cambiaban, de tal manera que ni siquiera el mejor de los historiadores podía quedarse con la última palabra.
Por lo tanto, los días en la inmensa y antigua ciudad eran emocionantes. Pero los eruditos magrebíes estaban ansiosos por comenzar su largo viaje de regreso a casa; entonces Bistami les ayudó a preparar la caravana, y cuando estuvieron preparados, se unió a ellos continuando hacia el oeste por el camino que lleva a Fez.
Esta parte del tariqat los condujo primero hacia el norte, a Alejandría. Dejaron los camellos en un caravasar y bajaron al histórico puerto para echarle un vistazo. Pasearon por un larguísimo muelle curvo lamido por las aguas del Mediterráneo. Mientras Bistami lo observaba, fue invadido por ese sentimiento que a veces nos invade: sintió que ya había visto antes aquel lugar. Esperó que se le pasara esa sensación y siguió a los otros.
Mientras la caravana avanzaba por el desierto libio, las conversaciones nocturnas alrededor del fuego trataban sobre los mamelucos y sobre Suleiman el Magnífico, el emperador otomano que había muerto hacía poco tiempo. Una de sus conquistas había sido la de la mismísima costa que ahora estaban recorriendo, aunque no había manera de saberlo, excepto por cierto grado de respeto extra para con los oficiales otomanos que se estaban en las ciudades y los caravasares donde paraban. Esta gente nunca los molestaba ni les cobraba por su paso por allí. Bistami entendió que el mundo de los sufies era, entre muchas otras cosas, un refugio para escapar del poder mundano. En todas las regiones de la tierra había sultanes y emperadores, Suleimanes, Akbares y mamelucos, todos aparentemente musulmanes, sin embargo mundanos, poderosos, caprichosos y peligrosos. Muchos de ellos estaban en el último estado jalduniano de la corrupción dinástica. Después estaban los sufies. Bistami observaba a sus compañeros eruditos alrededor del fuego durante las noches, empeñados en un punto de la doctrina o en el cuestionable isnad de una hadith y en su significado, discutiendo con exagerada meticulosidad y pocas bromas y florituras de polemista, mientras se servía espeso y negro café con solemne atención en pequeñas tazas de arcilla vidriada, los ojos de todos brillando a la luz del fuego y con el placer de la discusión; Bistami pensaba: éstos son los musulmanes que dan gloria al islam. Éstos son los hombres que han conquistado el mundo, no los guerreros. Los ejércitos no podrían haber hecho nada sin la palabra. Mundanos pero no poderosos, devotos pero no pedantes (casi todos ellos, en cualquier caso); hombres interesados en una relación directa con Dios, sin la intervención de autoridad humana alguna; relación con Dios y camaradería entre los hombres.
Una noche la conversación derivó hacia al-Andalus, y Bistami escuchó con un grado adicional de interés.
—Debe de ser extraño volver a entrar en una tierra vacía como ésa.
—Hace ya mucho tiempo que algunos pescadores viven en la costa, también algunos carroñeros zott. Los zott y los armenios también se han ido hacia el interior.
—Peligroso, diría yo. La peste podría regresar.
—Parece que nadie ha sido afectado.
—Khaldun dice que la peste es una consecuencia del exceso de población —dijo Ibn Ezra, el erudito en Khaldun más importante entre ellos—. En el capítulo sobre las dinastías en El Muqaddimah, en la sección cuadragésimo novena, dice que las pestes resultan de la corrupción del aire causada por la superpoblación, y de la putrefacción y las miasmas producidas por la aglomeración de tanta gente que vive apiñada. Eso afecta a los pulmones, y así se transmite la enfermedad. Hace una observación irónica diciendo que estas cosas vienen del éxito prematuro de una dinastía, de manera que un buen gobierno, la bondad, la seguridad y los impuestos bajos, llevan al crecimiento y de ahí a la peste. Dice: «Por lo tanto, la ciencia ha dejado claro que es necesario tener espacios deshabitados y tierras baldías intercalados con las zonas urbanas. Esto hace posible que el aire circule y elimina la corrupción y la putrefacción que afectan al aire después de haber estado en contacto con los seres vivos; además, así se renueva el aire». Si tiene razón, pues bien; Firanja ha estado deshabitada mucho tiempo, por lo tanto se puede esperar que sane nuevamente. No debería existir peligro alguno de peste, hasta el momento en que la región esté otra vez demasiado poblada. Pero para que eso suceda hace falta que pase mucho tiempo.
—Esa peste fue un castigo de Dios —dijo uno de los otros eruditos—. Los cristianos fueron exterminados por Alá por haber perseguido a los musulmanes y los judíos también.
—Pero al-Andalus todavía era musulmán en la época de la peste —señaló Ibn Ezra—. Granada era musulmana, todo el sur de Iberia era musulmán. Y ellos también murieron. Al igual que los musulmanes en los países balcánicos, o al menos eso es lo que dice al-Gazzabi en su historia de los griegos. Era una cuestión de localización, según parece. Firanja se vio afectada, tal vez como consecuencia de la superpoblación como dice Khaldun, tal vez por sus numerosos valles húmedos, que albergaban aire contaminado. Nadie puede saberlo.
—Lo que murió fue el cristianismo. Eran gente del Libro, pero perseguían al islam. Combatieron al islam durante siglos; torturaban a todos los prisioneros musulmanes hasta la muerte. Alá acabó con ellos.
Pero al-Andalus también murió —repitió Ibn Ezra—. Y hubo cristianos en el Magreb y en Etiopía que sobrevivieron, en Armenia también. En esos lugares todavía hay pequeños núcleos de cristianos que viven en las montañas. —Sacudió la cabeza en señal de incredulidad—. No creo que alguna vez sepamos qué sucedió allí. Alá juzga.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Entonces, al-Andalus ha sido habitado nuevamente —dijo Bistami.
—Sí.
—¿Y los sufies están allí?
—Por supuesto. Los sufies están en todas partes. He escuchado que en al-Andalus ellos marcan el camino. Van hacia el norte adentrándose en tierras aún vacías, en nombre de Alá, explorando y exorcizando el pasado. Comprobando que el camino es seguro. En su época, al-Andalus fue un grandioso jardín. Buena tierra; y deshabitada.
Bistami miró el fondo de su taza de café; en sus oídos resonaban aquellas dos palabras juntas. Bueno y deshabitado, deshabitado y bueno. Así se había sentido él en La Meca.
Bistami sintió entonces que era liberado, soltado a un vacío, que era un trotamundos derviche sufí, sin hogar y en constante búsqueda. En su tariqat. Se mantenía tan limpio como el polvoriento y arenoso Magreb se lo permitiera, recordando las palabras de Mahoma acerca del comportamiento sagrado: era posible prosperar después de haberse lavado las manos y la cara, y de no haber comido ajo. A menudo ayunaba, y sintió que estaba cada vez más ligero en el aire y que su visión cambiaba día a día, desde la cristalina claridad del amanecer, pasando por la borrosa neblina amarilla del mediodía, hasta la semitransparencia del atardecer, cuando esplendores de oro y bronce creaban una aureola alrededor de cada árbol, de cada roca y de cada horizonte. Las ciudades de Magreb eran pequeñas y pintorescas, generalmente dispuestas en una ladera, y llenas de palmeras y árboles exóticos que convertían a cada una de ellas y a cada tejado en un jardín. Las casas eran bloques cuadrados pintados de blanco y sumergidos entre las palmeras, con patios en los tejados y jardines interiores, frescos, verdes y regados con una fuente. Las ciudades se habían construido en la ladera donde surgía el agua, y la más grande resultó ser la que tenía las fuentes más grandes: Fez, el final del viaje.
En Fez, Bistami se alojó en el refugio sufí, después él e Ibn Ezra viajaron en camello hacia el norte, a Ceuta, y pagaron para que los cruzaran en barco hasta Málaga. Aquí los barcos eran más redondos que los del golfo Pérsico, con rodas altas y pronunciadas, velas más pequeñas y el timón en el codaste. La travesía por el estrecho en el extremo oeste del Mediterráneo fue dura, pero podían ver al-Andalus desde que partieron de Ceuta; la fuerte corriente hacia el Mediterráneo más el vendaval que soplaba del oeste, les hacía saltar sobre las olas a gran velocidad.
La costa de al-Andalus resultó estar llena de acantilados; había una península sobre la que se elevaba un enorme promontorio rocoso. Más allá, la costa formaba una curva hacia el norte; cogieron las brisas costeras con las pequeñas velas y navegaron hacia Málaga. En el interior se podía ver una distante cordillera de montañas blancas. Bistami, excitado por la travesía marítima, recordó el paisaje de las montañas Zagros en Ispahán, y de repente sintió que su corazón añoraba un hogar que ya casi había olvidado. Pero aquí y ahora, cabalgando las olas de un mar borrascoso hacia una nueva vida, estaba a punto de poner los pies sobre una tierra nueva.
Al-Andalus era un jardín por donde se lo mirase, verdes árboles cubrían las laderas de las sierras, hacia el norte montañas nevadas, y en las llanuras de la costa grandes extensiones de cultivos de cereal y enormes agrupaciones de árboles redondos y verdes donde se podían coger naranjas de delicioso sabor. El cielo amanecía azul todos los días, y a medida que el sol iba atravesando el cielo, sus rayos eran cada vez más cálidos, pero a la sombra estaba fresco.
Málaga era una magnífica y pequeña ciudad, con un precario fuerte de piedras y una antigua y gran mezquita que ocupaba el centro de la ciudad. Amplias calles bañadas por la sombra de los árboles irradiaban hacia fuera desde la mezquita, la cual estaba siendo restaurada, hasta las colinas; desde sus pendientes era posible ver el azul Mediterráneo y, más allá, las secas y descarnadas montañas magrebíes que se perdían hacia el sur. ¡Al-Andalus!
Bistami e Ibn Ezra encontraron un pequeño refugio similar a los morabitos persas en una especie de aldea en las afueras de la ciudad, entre campos y naranjales. Los sufíes cultivaban naranjos y vides. Bistami salía por las mañanas para ayudarles en el trabajo. Pasaban gran parte del tiempo en el trigal que se extendía hacia el oeste hasta el horizonte.
—Podamos los árboles para que la fruta esté lejos del suelo —les dijo a Bistami y a Ibn Ezra un trabajador morabito llamado Zeya una mañana—, como podéis ver. He estado probando distintas podas, para ver qué hace la fruta, pero si se los deja solos, los árboles desarrollan una forma como la de un olivo y si mantienes las ramas de abajo alejadas del suelo, entonces la fruta no puede recoger la podredumbre del suelo. Son bastante propensos a coger enfermedades, debo decir. La fruta se llena de moho verde o negro, las hojas se ponen débiles o blancas o marrones. La corteza se llena de hongos anaranjados o blancos. Las mariquitas ayudan, y fumigarlos con el humo denso de las hierbas, que es lo que hacemos, salva a los árboles durante las heladas.
—¿Tanto frío hace aquí?
—A veces, cuando acaba el invierno. Esto no es el paraíso, sabes.
—Creía que lo era.
Desde la casa llegó la llamada del almuecín, y entonces sacaron sus alfombrillas de oración y se arrodillaron de cara al sureste, una dirección a la que Bistami todavía no se había acostumbrado. Después Zeya los condujo hasta una cocina de piedra donde ardía un fuego y les preparó una taza de café.
—No parece una tierra nueva —señaló Bistami, bebiendo a sorbos dichosamente.
—Fue tierra musulmana durante muchos siglos. Los omeyas gobernaron aquí desde el siglo II hasta que los cristianos tomaron la región y la peste los mató.
—Gente del Libro —murmuró Bistami.
—Sí, pero corrupta. Crueles tiranos para los hombres libres y los esclavos. Y siempre peleando entre ellos. En aquel entonces esto era un caos.
—Como en Arabia antes del Profeta.
—Sí, exactamente igual, aunque los cristianos tenían la idea de un solo Dios. En ese sentido eran extraños, contradictorios. Incluso trataron de dividir al mismísimo Dios en tres. Entonces imperó el islam. Pero luego, algunos siglos más tarde, la vida aquí era tan fácil que hasta los musulmanes se volvieron corruptos. Los omeyas fueron derrotados, y ninguna dinastía fuerte los reemplazó. Los estados taifa eran más de treinta, y luchaban constantemente. Luego los almorávides invadieron desde África, en el siglo V, y en el VI los almohades vinieron de Marruecos y sacaron a los almorávides, e hicieron de Sevilla su capital. Mientras tanto, los cristianos continuaban luchando en el norte, en Cataluña y al otro lado de las montañas en Navarra y Firanja; pero regresaron y tomaron nuevamente gran parte de al-Andalus. Pero nunca la parte más austral, el reino nazarí, incluyendo Málaga y Granada. Estas tierras siguieron siendo islámicas hasta el final.
—Sin embargo, ellos también murieron —dijo Bistami.
—Sí. Todos murieron.
—Eso no lo entiendo. Dicen que Alá castigó a los infieles por haber perseguido al islam, pero si eso fuera cierto, ¿por qué mataría también a los musulmanes que estaban aquí?
Ibn Ezra negó con la cabeza con decisión.
—Alá no mató a los cristianos. La gente está equivocada con respecto a eso.
—Pero incluso si no lo hizo —dijo Bistami—, permitió que sucediera. No los protegió. Con todo, Alá es todopoderoso. Eso no lo entiendo.
Ibn Ezra se encogió de hombros.
—Mira, esa es otra manifestación del problema de la muerte y el mal en el mundo. Este mundo no es el Paraíso, y Alá, cuando nos creó, nos dio libre discernimiento. Este mundo es nuestro para que demostremos que somos devotos o corruptos. Esto está muy claro, porque Alá, antes que ser poderoso, e incluso más, es bueno. No puede crear el mal. Sin embargo el mal existe en el mundo. Está más que claro que eso lo creamos nosotros mismos. Por lo tanto nuestro destino no pudo haber sido fijado o predeterminado por Alá. Tenemos que crearlo nosotros mismos. Y a veces creamos el mal, como consecuencia del miedo, o de la codicia, o de la pereza. Ésa es nuestra culpa.
—Pero la peste… —dijo Zeya.
—Eso no es cosa nuestra ni de Alá. Mira, todas las cosas con vida se comen unas a otras, y generalmente la más pequeña se come a la más grande. La dinastía termina y los pequeños guerreros se la comen. Ese hongo, por ejemplo, se está comiendo la naranja caída. El hongo es como un campo de un millón de pequeñas setas. Puedo enseñártelo con una lente de aumento que tengo aquí. Y mira la naranja; es una naranja de sangre, ves, rojo oscuro por dentro. Vosotros las habéis cultivado para que sean así, ¿verdad?
Zeya asintió con la cabeza.
—El resultado es un híbrido, como las mulas. Entonces con las plantas puedes hacerlo otra vez, y una vez más, hasta que cultivas una naranja nueva. De esa forma nos creó Alá. Padre y madre mezclan su linaje en el descendiente. Me imagino que todas las características están mezcladas, aunque sólo algunas se manifiestan. Algunas pasan ocultas hasta la próxima generación. De cualquier manera, digamos que un moho como éste, en el pan, o incluso viviendo en el agua, se mezcló con otro moho, y creó una nueva criatura que era veneno. Ésta se propagó, y al ser más fuerte que sus padres, los suplantó. Y entonces la gente murió. Tal vez se dejó llevar por el viento como el polen en primavera, tal vez vivió dentro de la gente a la que envenenó durante semanas antes de matarla, y pasaba a través de su aliento o del tacto. Y entonces se convirtió en un veneno tan poderoso que al final terminó con toda su comida; así es, luego él mismo murió, por falta de sustento.
Bistami miraba fijamente los gajos de naranja roja como la sangre aún en sus manos, y se sintió un poco mareado. Los gajos de carne roja parecían trozos de muerte.
Zeya se rio de él.
—Vamos, ¡come! ¡No podemos vivir como si fuéramos ángeles! Todo eso pasó hace más de cien años, y la gente ha ido regresando y hoy sirve aquí sin ningún problema durante mucho tiempo. Ahora estamos tan a salvo de la peste como cualquier otro país. He vivido aquí toda mi vida. Así que come tu naranja.
Así lo hizo Bistami, meditando en todo aquello.
—Así que todo fue un accidente.
—Sí —dijo Ibn Ezra—. Eso creo.
—Pero Alá no debería haberlo permitido.
—Todas los seres vivientes son libres en este mundo. Además, quizá no fuera totalmente accidental. El Corán nos enseña a vivir limpiamente; quizá los cristianos ignoraran las leyes y se arriesgaran. Comían carne de cerdo, tenían perros en la casa, bebían vino…
—Nosotros no creemos que el vino fuera el problema —dijo Zeya riendo otra vez.
Ibn Ezra sonrió.
—Pero si vivían en medio de sus aguas residuales, sus curtidurías y sus mataderos, comían carne de cerdo, tocaban a los perros y se mataban unos a otros como los bárbaros del este, y se torturaban unos a otros, y se aprovechaban de los muchachos, y dejaban los cadáveres de sus enemigos colgando de las puertas (y es seguro que hacían todas estas cosas), entonces tal vez crearan su propia peste, ¿entiendes lo que digo? Crearon las condiciones que los mataron.
—¿Pero eran acaso tan distintos de todos los demás? —preguntó Bistami, pensando en las multitudes y en la suciedad de El Cairo o de Agra.
Ibn Ezra se encogió de hombros.
—Eran crueles.
—¿Más crueles que Temur el Cojo?
—No lo sé.
—¿Conquistaban ciudades y atavesaban con su espada a todo el que se le cruzaba?
—No lo sé.
—Los mongoles hicieron eso y luego se convirtieron en musulmanes. Temur era musulmán.
—Entonces cambiaron sus costumbres. No lo sé. Pero los cristianos eran torturadores. Tal vez importaba, tal vez no. Todos los seres vivientes son libres. De todas maneras, ahora ya no están y nosotros estamos aquí.
—Y bastante saludables —dijo Zeya—. Por supuesto, a veces un niño coge una fiebre y muere. Y todos morimos en un momento u otro. Pero aquí la vida es placentera, mientras dura.
Cuando terminaron la recogida de las naranjas y de las uvas, los días comenzaron a hacerse cada vez más cortos. Bistami no había sentido ese frescor en el aire desde sus años en Ispahán. Sin embargo en aquella misma estación, durante las noches más frías, los naranjos florecían, cerca del día más corto del año: pequeñas florecillas blancas llenaban las copas de los árboles verdes y redondos, y despedían un aroma que evocaba su sabor aunque era más intenso, y muy dulce, casi empalagoso.
Atravesando aquel aire fragante llegó una caballería, a la cabeza de una larga caravana de camellos y mulas; luego, por la tarde, llegaron los esclavos de a pie.
Era el sultán de Carmona, un lugar cerca de Sevilla, según dijo alguien, un tal Mawji Darya, y su séquito. El sultán era el hijo menor del nuevo califa, y había tenido un desacuerdo con sus hermanos mayores en Sevilla y en al-Majriti, y por lo tanto se había ido con sus criados con la intención de viajar hacia el norte más allá de los Pirineos y fundar una nueva ciudad. Su padre y sus hermanos mayores gobernaban en Córdoba, Sevilla y Toledo, y él planeaba llevar a su grupo fuera de al-Andalus, subiendo por la costa mediterránea por la vieja carretera que llevaba a Valencia, luego dirigirse hacia el interior hasta Zaragoza, porque allí había un puente, decía él, sobre el rio Ebro.
Al principio de aquella «hégira del corazón», como la llamaba el sultán, una docena o más de nobles con ideas similares y su gente se habían unido a él. Y quedó claro, a medida que la abigarrada multitud se amontonaba en el patio del morabito, que junto con las jóvenes familias de nobles sevillanas, los criados, los amigos, y los dependientes, se les habían sumado también muchos otros provenientes de las aldeas y las granjas que de repente habían surgido en el paisaje que se extendía entre Sevilla y Málaga. Derviches sufíes, comerciantes armenios, turcos, judíos, zott, bereberes, todos estaban representados; era como una caravana de comercio, o cierta peregrinación de ensueño en la que toda la gente equivocada iba camino a La Meca, toda la gente que nunca sería peregrina. Aquí había un par de enanos montados en ponis, detrás de ellos un grupo de viejos criminales a los que faltaba una mano o las dos, luego algunos músicos, después dos hombres vestidos como mujeres; en esta caravana había sitio para todos.
El sultán extendió la mano.
—Nos llaman «La caravana de los tontos», como «El barco de los tontos». Navegaremos por campos y montañas hacia una tierra de gracia y seremos tontos para Dios. Dios nos guiará.
Entre ellos apareció la sultana, montada sobre un caballo. Desmontó haciendo caso omiso del inmenso sirviente que estaba allí para ayudarla a bajar, y se unió al sultán mientras era saludado por Zeya y los otros miembros del morabito.
—Mi esposa, la sultana Katima, oriunda de Majriti.
La mujer castellana estaba con la cabeza descubierta, era baja de estatura y de brazos muy delgados, su falda de equitación terminaba en un ribete dorado que oscilaba sobre la tierra, sus largos y negros cabellos estirados hacia atrás formaban una curva brillante que partía desde la frente, y estaban sostenidos por una sarta de perlas. Su rostro también era delgado y sus ojos de un azul pálido, esto daba un toque extraño a su mirada. Sonrió a Bistami cuando los presentaron; más tarde, sonrió a la granja, a las norias y a los naranjos. Se divertía con pequeñas cosas que sólo ella veía. Los hombres del lugar comenzaron a hacer lo que podían por complacer al sultán y quedarse a su lado, para poder quedarse en presencia de ella. El propio Bistami lo hizo también. Ella lo miró y dijo algo intrascendente, su voz era como un oboe turco, nasal y grave, y cuando él la oyó se acordó de lo que la visión de Akbar le había dicho durante la inmersión en la luz: a quien tú buscas está en otro lugar.
Ibn Ezra hizo una pequeña reverencia cuando los presentaron.
—Soy un peregrino sufí, sultana, y humilde estudiante del mundo. Tengo intención de peregrinar, pero me gusta mucho la idea de vuestra hégira; me gustaría ver Firanja con mis propios ojos. Estudio las ruinas antiguas.
—¿Las de los cristianos? —preguntó la sultana, mirándolo fijamente.
—Sí, pero también las de los romanos, los que llegaron antes que los cristianos, en la época anterior al Profeta. Tal vez pueda hacer mi peregrinación al revés de como se hizo antes.
—Son bienvenidos todos los que tengan el espíritu de unirse a nosotros —dijo ella.
Bistami se aclaró la garganta, e Ibn Ezra, con disimulo, le hizo dar un paso adelante.
—Éste es mi joven amigo Bistami, un erudito sufí oriundo de Sind, que ha estado en La Meca y ahora continúa sus estudios en Poniente.
La sultana Katima lo miró y se detuvo de golpe, visiblemente sorprendida. Sus gruesas cejas negras se juntaron en concentración sobre los pálidos ojos, y de repente Bistami vio que era la marca del pájaro alado que había atravesado la frente de la tigresa, la marca que siempre había hecho que aquélla pareciera estar vagamente sorprendida o confundida, como sucedía con esta mujer.
—Me alegro de conocerte, Bistami. Siempre esperamos ansiosamente aprender de los eruditos del Corán.
Más tarde ese mismo día envió a un esclavo para pedir a Bismati que se reuniera con ella en privado en el jardín que se le había asignado mientras durara su estancia. Él acudió, sacudiendo inútilmente su túnica, sucia a pesar de todo intento de limpiarla.
Era el atardecer. Las nubes brillaban en el cielo occidental entre las siluetas negras de unos cipreses. Los frutos de los limoneros entregaban al aire su fragancia, y al verla sola junto a una fuente gorgoteante, Bistami sintió como si hubiera entrado en un sitio en el que ya había estado antes; pero aquí todo estaba al revés. Diferente en detalles, pero sobre todo, extraño, terriblemente familiar, como el sentimiento que lo había invadido brevemente en Alejandría. Ella no era como Akbar, tampoco como la tigresa, nada de eso. Pero esto ya había sucedido antes. De repente fue consciente de su respiración.
Ella lo vio bajo los arcos con arabescos del camino de entrada y le indicó con un gesto que se acercara. Y sonrió.
—Espero que no te importe que no lleve velo. Nunca lo haré. El Corán no dice nada acerca del velo, salvo un mandamiento que ordena velar el pecho, lo cual es obvio. En cuanto al rostro, la esposa de Mahoma Khadijeh nunca utilizó el velo, ni tampoco las otras esposas del Profeta después de que muriera Khadijeh. Mientras ella vivió, él le fue fiel, ya sabes. Si ella no hubiera muerto, él nunca se habría casado con ninguna otra mujer, él mismo lo dice. Así que si ella no utilizaba velo, yo no siento necesidad de hacerlo. El velo comenzó cuando lo utilizaron los califas en Bagdad, para separarse a sí mismos de la gente, y de cualquier khajiriti que pudiera aparecer. Era un símbolo de poder en peligro, un símbolo de miedo. Desde luego que las mujeres son peligrosas para los hombres, pero no tanto como para tener la necesidad de ocultar el rostro. De hecho, cuando nos vemos las caras entendemos mejor que todos somos iguales ante Dios. No hay velos entre nosotros y Dios, esto es lo que cada musulmán se ha ganado con su sumisión, ¿no lo crees así?
—Sí —dijo Bistami.
Continuaba sorprendido por la sensación de «ya he estado aquí» que lo había invadido. Hasta la forma de las nubes en el oeste le era familiar en ese momento.
—Y no creo que en el Corán haya ninguna, ¿verdad? La única insinuación posible de semejante cosa es el sura 4:34: «En cuanto a aquellas mujeres frente a las cuales temes deslealtad en cualquier conducta, amonéstalas, y luego niégate a compartir su cama», qué horrible sería eso, «finalmente golpéalas ligeramente». Daraba, no darraba, que es realmente la palabra «golpear» después de todo. Daraba es «empujar», o incluso «acariciar con una pluma», como en el poema, o incluso para provocar mientras se está haciendo el amor, sabes, daraba, daraba. Mahoma lo dejó muy claro.
Sorprendido, Bistami se las arregló para asentir con la cabeza. Podía sentir que tenía una expresión de asombro en el rostro.
Ella lo notó y sonrió.
—Esto es lo que me dice el Corán —dijo ella—. El sura 2:223 dice que «tu esposa es para ti como tu granja, así que trátala como lo harías con tu granja». Los ulemas han citado esto como si significara que se puede tratar a las mujeres como a la tierra que se pisa con los pies, pero estos clérigos, que son mediadores innecesarios entre nosotros y Dios, nunca son granjeros, y los granjeros leen bien el Corán y ven que su esposa es su comida, su bebida, su trabajo, la cama sobre la que se acuestan por la noche, ¡la mismísima tierra que pisan con sus pies! ¡Sí, por supuesto que tratas a tu esposa como a la tierra que pisas con tus pies! Agradece a Dios por habernos dado el Corán sagrado y toda su sabiduría.
—Gracias a Dios —dijo Bistami.
Ella lo miró y se rio en voz alta.
—Piensas que soy una atrevida.
—En absoluto.
—Oh, pero es cierto que soy una atrevida, créeme. Soy muy atrevida. ¿Pero no estás de acuerdo con mi lectura del sagrado Corán? ¿Acaso no he sido a fiel a cada una de sus frases, como una buena esposa es fiel a cada movimiento de su esposo?
—Eso es lo que yo creo, sultana. Creo que el Corán… insiste siempre en que todos somos iguales ante Dios. Y por lo tanto, hombres y mujeres. En todas las cosas hay jerarquías, pero cada miembro de la jerarquía tiene el mismo prestigio ante Dios, y éste es el único prestigio que realmente importa. Así que los de rango mayor y menor aquí en la Tierra tienen que ser considerados, todos ellos, como miembros iguales de la fe. Hermanos y hermanas en la creencia, no importa si son califas o esclavos. Y así con todas las normas coránicas sobre el trato con los demás. Son limitaciones, incluso para un emperador la relación a su esclavo más humilde, o el enemigo prisionero.
—El libro sagrado de los cristianos tenía muy pocas normas —dijo ella indirectamente, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos.
—No lo sabía. ¿Lo has leído?
—Un emperador en relación a su esclavo, has dicho. Hay normas hasta para eso. Sin embargo, nadie elegiría ser esclavo en lugar de emperador. Y los ulemas han tergiversado el Corán junto con toda su tradición, y lo han hecho siempre en favor de los que están en el poder, hasta que el mensaje que Mahoma trazó tan claramente, directamente de parte de Dios, ha sido cambiado completamente, y las buenas mujeres musulmanas son convertidas nuevamente en esclavas, o peor. No tanto como ganado, pero tampoco como los hombres. La esposa es al esposo como un esclavo a su emperador, en lugar de lo femenino para lo masculino, el poder para el poder, la igualdad para la igualdad.
Para entonces sus mejillas estaban encendidas; él podía ver sus colores incluso bajo la pobre luz del anochecer. Sus ojos eran tan pálidos que parecían pequeños focos en el cielo crepuscular. Cuando los sirvientes trajeron las antorchas, su rubor se acentuó; ahora había cierto brillo en sus ojos claros, el fuego de las antorchas danzaba en aquellas pequeñas ventanas de su alma. Ahí dentro había mucha furia, furia caliente, pero Bistami nunca había visto tanta belleza. La miraba fijamente e intentaba grabar aquel momento en la memoria, pensando: nunca olvides esto, ¡nunca lo olvides!
El silencio pesaba, Bistami se dio cuenta de que si no decía algo, la conversación podía llegar a su fin.
—Los sufíes —dijo entonces—, hablan a menudo sobre el acercamiento directo a Dios. Es una cuestión de iluminación; yo mismo…, yo mismo lo he vivido, en un momento extremo. Para los sentidos es como estar lleno de luz; para el alma es el estado de baraka, gracia divina. Y esto es posible para todos por igual.
—Pero cuando los sufies dicen «todos», ¿se refieren también a las mujeres?
Él pensó en eso. Los sufies eran hombres, eso era cierto. Formaban hermandades, viajaban solos y se alojaban en morabitos o en zawiyas, los refugios en los que no había mujeres ni sitio para ellas; si estaban casados eran sufies, y sus esposas eran esposas de sufies.
—Depende de dónde te encuentres —contemporizó— y a qué maestro sufí sigas.
Ella lo miró con una pequeña sonrisa, y él se dio cuenta de que en este juego por quedarse cerca de ella, había movido una pieza sin ser consciente de que lo hacía.
—Pero el maestro sufí no podría ser una mujer —dijo ella.
—Pues, no. A veces dirigen las oraciones.
—Y una mujer nunca podría dirigir las oraciones.
—Bueno —dijo Bistami sorprendido—, nunca he oído decir que haya sucedido algo así.
—Igual que un hombre nunca ha dado a luz.
—Exactamente —dijo aliviado.
—Pero los hombres no pueden dar a luz —señaló ella—. Mientras que las mujeres podrían dirigir las oraciones sin ninguna dificultad. En el harén, yo las dirijo cada día.
Bistami no sabía qué decir. Todavía estaba sorprendido por la idea.
—Y las madres siempre les dicen a sus hijos qué rezar.
—Sí, eso es cierto.
—Los árabes anteriores a Mahoma adoraban a diosas, sabes.
—Eran ídolos.
—Pero la idea estaba allí. Las mujeres son poderes en el reino del alma.
—Sí.
—Y así como arriba, abajo también. Esto es verdad en todo.
De repente, ella dio un paso hacia él y puso una mano sobre su brazo desnudo.
—Sí —dijo él.
—Necesitamos eruditos del Corán para que vengan con nosotros hacia el norte, para ayudarnos a librar el Corán de esas redes que lo oscurecen, y para enseñarnos acerca de la iluminación. ¿Vendrás con nosotros? ¿Lo harás?
—Sí.