El camino a La Meca
Desde el puerto de Jidda hasta La Meca, los camellos de los peregrinos cubrían el horizonte de un extremo a otro, dando la impresión de que juntos podían seguir atravesando toda Arabia, o el mundo. Los valles rocosos y poco profundos que rodean a La Meca estaban llenos de campamentos, y el humo lleno de grasa de oveja de los fuegos para cocinar se elevaba en el cielo claro al anochecer. Noches frescas, días cálidos, nunca una nube en el cielo azul claro, y miles de peregrinos, recorriendo con entusiasmo los últimos tramos de la peregrinación, todos en la ciudad participando del mismo extático ritual, todos vestidos de blanco, con los típicos turbantes verdes entre la multitud, llevados por los sayyids, aquellos que sostenían ser descendientes directos del Profeta: una gran familia, si se creía en los turbantes, todos ellos recitando versos del Corán, siguiendo a la gente que iba delante de ellos, quienes seguían a los que a su vez iban más adelante, y los que iban delante de ellos, en una línea que se extendía desde nueve siglos antes. En el viaje a Arabia, Bistami había ayunado más seriamente que nunca en su vida, más incluso que en la tumba de Chishti. Ahora flotaba sobre las calles empedradas de La Meca ligero como una pluma, con la cabeza hacia arriba mirando las palmeras que llenaban el cielo con sus verdes frondas mecidas suavemente, sintiéndose tan despreocupado en la gracia de Dios que a veces parecía estar mirando desde arriba las copas de las palmeras, o desde detrás de las esquinas hacia la Kaaba, entonces tenía que mirarse fijamente los pies para recuperar el equilibrio y volver en sí aunque, mientras lo hacía, las piernas comenzaban a parecerle criaturas distantes con vida propia, abriéndose paso una detrás de la otra, una y otra vez. Oh él, Oh él que es Él…
Se había separado de los representantes de Fatepur Sikri, puesto que consideraba que la familia de Akbar era un inoportuno recordatorio de su maestro perdido. Con ellos siempre era Akbar esto y Akbar aquello, su esposa Salima (una segunda esposa, no la emperatriz) quejosa pero en cierta manera satisfecha de sí misma, y su tía incitándola sin cesar; decididamente, no. De todas maneras, las mujeres hacían su propia peregrinación, pero los hombres del séquito mogol eran casi tan malos como ellas. Y Wazir, el mir de la peregrinación, era un aliado de Abul Fazl; por lo tanto sospechaba de Bistami y era despreciativo con él hasta el punto de desdeñarlo. En la escuela mogol no habría sitio para Bistami, asumiendo que realmente llegaran a establecer una, más que simplemente para arañar algunas limosnas y fondos de la ciudad ofrecidos por una embajada, que era lo que seguramente sucedería. De cualquier manera, Bistami no sería bienvenido entre ellos; eso estaba claro.
Pero aquél era uno de esos benditos momentos en los que el futuro no era un asunto preocupante, cuando tanto el pasado como el futuro estaban ausentes en el mundo. Eso fue lo que más impresionó a Bistami, incluso entonces, incluso en el acto de flotar a lo largo de la línea de la creencia, uno más entre un millón de peregrinos vestidos con batas blancas, peregrinos de todas partes de Dar al-Islam, desde el Magreb hasta Mindanao, desde Siberia hasta las islas Seychelles: cómo estaban todos allí juntos en ese único momento, la ciudad y el cielo que la cubría brillando con su presencia, no transparentemente como en la tumba de Chishti, sino lleno de color, lleno de todos los colores del mundo. Todas las personas del mundo eran una.
Esta santidad era irradiada hacia afuera desde la Kaaba. Bistami avanzaba con la fila de peregrinos hacia la más sagrada de las mezquitas, y pasaba junto a la suave e inmensa piedra negra, más negra que el ébano y el azabache, negra como una noche sin estrellas, como un agujero con forma de roca en la realidad. Sentía que su cuerpo y su alma latían al mismo ritmo que la fila, al mismo ritmo que el mundo. Tocar la piedra negra era como tocar carne. Parecía girar a su alrededor. Apareció en su cabeza la imagen del sueño de los ojos negros de Akbar, y la apartó de sí, consciente de que era una distracción originada en su propia mente, consciente de la prohibición de Alá con respecto a las imágenes. La piedra lo era todo y era simplemente una piedra, realidad negra en sí misma, hecha sólida por Dios. Mantuvo su sitio en la fila y sintió cómo se elevaban los espíritus de las personas que le precedían al salir del cuadrado, como si estuvieran subiendo por una escalera hacia el cielo.
Dispersarse, regresar al campamento; los primeros sorbos de sopa y café al atardecer; todo sucedía en un silencioso y fresco anochecer bajo la estrella vespertina. Todos en la absoluta paz. Limpios por dentro. Mirando todos los rostros a su alrededor, Bistami pensó: ¿Oh, por qué no vivimos así continuamente? ¿Qué es lo que tiene tanta importancia que nos aleja de este momento? Los rostros encendidos por la luz del fuego, la noche estrellada que lo cubre todo, murmullos de canciones o de suaves risas, paz, paz: nadie parecía querer quedarse dormido, terminar este momento y despertar al día siguiente, una vez más en el mundo de la razón.
La familia de Akbar y su peregrinación se fueron en caravana de regreso a Jidda. Bistami fue hasta las afueras de la ciudad para despedirlos; la esposa y la tía de Akbar le dijeron adiós, saludándolo con la mano desde lo alto de sus camellos. El resto ya estaba encaminado en el largo viaje hacia Fatepur Sikri.
Después de eso, Bistami se encontró solo en La Meca, una ciudad de desconocidos. Muchos se estaban yendo ahora, caravana tras caravana. Era una imagen lúgubre y extraña: cientos de caravanas, miles de personas, felices pero desanimadas, sus túnicas blancas ya guardadas o llenas de polvo, bordeadas en los pies por tierra marrón. Tantos se iban que parecía que la ciudad estaba siendo abandonada para escapar de algún desastre venidero, como tal vez había ocurrido ya una o dos veces, en épocas de guerra o de hambruna o de peste.
Pero una o dos semanas más tarde salió a la luz La Meca normal y corriente, un pequeño y soso pueblo polvoriento con unos escasos mil habitantes. Muchos de ellos eran clérigos o eruditos o sufíes o qadis o ulemas, o refugiados heterodoxos de una u otra clase, que buscaban el refugio de la ciudad santa. La gran mayoría, sin embargo, eran comerciantes y negociantes. Acabada la peregrinación parecían agotados, casi aturdidos y tenían cierta tendencia a desaparecer dentro de sus casas de blancas paredes, dejando que los desconocidos que quedaban en la ciudad se valieran por sí mismos durante uno o dos meses. Para los ulemas y los eruditos restantes, era como si estuviesen acampando a la intemperie en el corazón vacío del islam, llenándolo con sus propias devociones, cocinando sobre fuegos encendidos en las afueras de la ciudad al anochecer, cambiando algo por comida con los nómadas que pasaban por allí. Muchos cantaban canciones durante casi toda la noche.
El grupo de gente que hablaba persa era bastante grande, y se reunía todas las noches alrededor de varias fogatas de su khitta en el extremo oriental de la ciudad, allí donde los canales bajaban de las colinas. Por lo tanto, fueron los primeros en sufrir la riada que invadió la ciudad después de algunas tormentas del norte, a las que oyeron pero nunca vieron. Un muro de agua negra y cenagosa bajó violentamente por los canales y se extendió a través de los árboles, arrastrando los troncos de palmeras y las rocas que se convirtieron en arietes al llegar a la parte alta de la ciudad. Después de aquello todo estaba inundado, hasta que la propia Kaaba fue cubierta por el agua hasta el anillo de plata que la mantenía un su sitio.
Bistami se lanzó con inmenso placer a colaborar en el esfuerzo de hacer correr el agua y luego al de limpiar la ciudad. Después de la experiencia de la luz en la tumba de Chishti, y de la suprema vivencia de la peregrinación, sentía que no le quedaba mucho por hacer en el reino místico. Vivía en las consecuencias de aquellos acontecimientos y se sentía totalmente cambiado; pero ahora quería leer poesía persa durante una hora en el breve frescor de las mañanas, luego trabajar afuera bajo el bajo y cálido sol invernal por las tardes. Con la ciudad destrozada y cubierto de lodo hasta la cintura, había mucho trabajo que hacer. Rezar, leer, trabajar, comer, rezar, dormir; ése era el contenido de un buen día. Los días pasaban uno tras otro en aquel agradable recorrido.
Luego, a medida que fue transcurriendo el invierno, comenzó a estudiar en una madraza sufí establecida por los eruditos del Magreb, aquel extremo occidental del mundo que se estaba haciendo más poderoso, extendiéndose tanto hacia el norte en al-Andalus y en Firanja como hacia el sur en el Sahel. Bistami y el resto de la gente que allí se encontraba leían y discutían no sólo a Rumi y a Shams, sino también a los filósofos Ibn Sina e Ibn Rushd, al antiguo griego Aristóteles y al historiador Ibn Khaldun. Los magrebíes de la madraza no estaban tan interesados en discutir puntos de doctrina como lo estaban en intercambiar nueva información acerca del mundo; estaban llenos de historias sobre la reocupación del al-Andalus y de Firanja, y de cuentos de la desaparecida civilización franca. Eran amistosos con Bistami; no tenían ningún tipo de opinión sobre él; pensaban en él como en un persa, y entonces era mucho más agradable estar entre ellos que con los mogoles en la embajada Timurid, donde en el mejor de los casos se dirigían a él con inquietud. Bistami pensaba que si el hecho de haber sido puesto en La Meca era un castigo en forma de exilio de parte de Akbar y Sind, entonces los otros mogoles que habían sido encomendados allí tenían que preguntarse si también ellos habían sido castigados, en lugar de honrados por su devoción religiosa. El hecho de ver a Bistami les recordaba esta posibilidad, entonces le rehuían como a un leproso. Por lo tanto, comenzó a pasar cada vez más y más tiempo en la madraza magrebi y en la khitta de los persas, ahora situada un poco más alto en las colinas sobre los canales al este de la ciudad.
En La Meca, el año siempre se orientaba temporalmente con respecto a la peregrinación, de la misma manera que el islam se orientaba espacialmente con respecto a La Meca. A medida que iban pasando los meses, todos comenzaban sus preparativos, y a medida que se iba acercando el ramadán, no importaba nada en el mundo más que la peregrinación venidera. Gran parte del esfuerzo consistía simplemente en alimentar a las masas que invadirían la ciudad. Todo un sistema se había desarrollado para realizar aquella milagrosa hazaña, asombrosa por su tamaño y eficiencia, aquí en este rincón perdido de una península desértica y casi sin vida. Aunque por supuesto Adén y Yemen, al sur de donde ellos se encontraban, eran ricas. Sin duda, pensaba Bistami mientras caminaba por los campos de pastoreo que se iban llenando de ovejas y de cabras, reflexionando sobre sus lecturas de Ibn Khaldun, el sistema había crecido al mismo tiempo que crecía el volumen de la peregrinación. Lo cual debía haber sucedido en relativamente poco tiempo: el islam había explotado de Arabia en el primer siglo después de la hégira, estaba comenzando a entender. Al-Andalus había sido islamizada en el año 100, los extensos confines de las islas Molucas en el año 200; toda la gama del mundo conocido había sido convertida, sólo dos siglos después de que el Profeta recibiera la Palabra y la difundiera entre la gente de esta pequeña tierra en el centro. Desde entonces, cada vez más y más gente había estado llegando cada año.
Un día, él y otros jóvenes eruditos fueron a Medina, todo el camino andando y recitando oraciones sin parar, para ver una vez más la primera mezquita de Mahoma. Pasaron junto a interminables majadas de ovejas y de cabras, pasaron junto a vaquerías donde se hacía queso, vieron graneros, palmerales para la producción de dátiles; y así llegaron a las afueras de Medina, un pequeño poblado, poco animado, arenoso y derruido cuando la peregrinación no estaba allí para darle un poco de vida. La pequeña mezquita pintada de blanco se escondía en la sombra de un grupo de viejas palmeras, reluciente como una perla. Aquí había predicado el Profeta durante su exilio y había escrito muchos de los versos del Corán después de escuchar la palabra de Alá.
Bistami se paseó por el jardín de aquel lugar sagrado, intentando imaginar cómo habrían sido los hechos. El haber leído a Khaldun le ayudaba a entender: todo aquello había sucedido. Al principio, el Profeta había estado en esta arboleda, hablando en voz alta. Luego se había apoyado en una palmera mientras hablaba, y algunos de sus seguidores habían sugerido traer una silla. Él había aceptado siempre que la silla fuera tan baja que no sugiriera que él estaba reclamando algún privilegio. El Profeta, como hombre perfecto que había sido, era modesto. Había accedido a la construcción de una mezquita en donde él enseñaba, pero durante muchos años estuvo sin techo; Mahoma había declarado que los fieles tenían asuntos más importantes de los que debían ocuparse antes. Y luego habían regresado a La Meca, y el Profeta había estado él mismo al mando de veintiséis campañas militares: la jihad. Después de aquello, sus palabras se habían propagado con notable rapidez. Khaldun atribuía esta rapidez a una predisposición de la gente para pasar a una nueva etapa de la civilización y a la evidente verdad de las palabras del Corán.
Bistami, preocupado por algo que no podía identificar, pensaba en aquella explicación. En la India, las civilizaciones iban y venían sin cesar. El propio islam había conquistado la India. Pero bajo el poder de los mongoles, las antiguas creencias de los hindúes perduraron, y el propio islam cambió al estar en constante contacto con ellas. Bistami había visto esto con más claridad al estudiar la religión pura en la madraza. Aunque el propio sufismo tal vez era algo más que un simple retorno a la fuente pura. Un avance, o (¿podría decirse?) una aclaración, incluso una mejora. Un esfuerzo por evitar a los ulemas. De cualquier manera, un cambio. No parecía que pudiera evitarse. Todo cambió. Tal como decían los sufies Junnaiyd en la madraza, la palabra de Dios llegó al hombre como la lluvia a la tierra, y el resultado fue barro, no agua limpia. Después de la gran inundación del invierno, esta imagen se convirtió en una particularmente vívida y preocupante. El islamismo, propagándose por todo el mundo como un torrente de lodo, una mezcla de Dios y hombre; no se parecía mucho a lo que a él le había acontecido en la tumba de Chishti o en el momento de la peregrinación, cuando parecía que la Kaaba daba vueltas a su alrededor. Pero incluso sus propios recuerdos de aquellos acontecimientos estaban cambiando. Todo cambiaba en este mundo.
Incluso Medina y La Meca, cuya población crecía a pasos agigantados a medida que se iba acercando la peregrinación; los pastores invadían la ciudad con sus rebaños, los comerciantes con sus mercancías: ropas, equipos de viaje para sustituir enseres perdidos o rotos, escritos religiosos, recuerdos de la peregrinación y cosas por el estilo. Durante el último mes de los preparativos comenzaban a llegar los primeros peregrinos: largas hileras de camellos que traían viajeros llenos de polvo pero felices, sus rostros encendidos por el sentimiento que el mismo Bistami recordaba haber tenido el año anterior, después de un tiempo que pareció haber pasado tan rápido; sin embargo aquella peregrinación parecía que estuviera al otro lado de un profundo abismo en su mente. No podía recordar en él aquel sentimiento que veía en los rostros de los que iban llegando. Esta vez no era un peregrino, sino un residente, y le sorprendió que en él también había una parte del resentimiento de los residentes, ya que su pacífica aldea, en realidad una gran madraza, estaba creciendo hasta convertirse en una ridícula aglomeración, como si de golpe una inmensa familia de entusiastas parientes se hubiera presentado en casa. No era una manera muy feliz de pensar en ello, y Bistami se puso con aire de culpabilidad a rezar una ronda completa de oraciones, a ayunar y a ayudar a los peregrinos, especialmente a aquellos que estaban exhaustos o enfermos: los llevaba a las khittas, las finas y los caravasares y fondas, arrojándose a sí mismo en una rutina que le hiciese sentir que estaba más en el espíritu de la peregrinación. Pero la exposición cotidiana de los extáticos rostros de los peregrinos le recordaba lo lejos que él estaba de la celebración anual. El rostro de los peregrinos estaba iluminado por Dios. Bistami vio con claridad meridiana en qué medida aquellos rostros reflejaban el alma; parecían ventanas de un mundo más profundo.
Así que esperaba que el placer que sentía al recibir a los peregrinos de la corte de Akbar se reflejara claramente en su cara. Pero Akbar no había acudido, tampoco ningún otro miembro de su familia más cercana; ninguno del grupo parecía estar feliz de estar allí ni de ver a Bistami. Las noticias que traían eran siniestras. Akbar había comenzado a criticar a su ulema. Recibía a rajás hindúes y escuchaba comprensivamente sus preocupaciones. Incluso había empezado a adorar abiertamente al sol, postrándose cuatro veces al día ante un fuego sagrado, absteniéndose de comer carne, de beber alcohol y de las relaciones sexuales. Aquéllas eran prácticas hindúes; de hecho cada domingo estaba iniciando a doce de sus amires en su servicio. Los neófitos ponían la cabeza directamente sobre los pies de Akbar durante esta ceremonia, una forma extrema de postración conocida como sijdah, una forma de sumisión ante otro ser humano que era blasfema para los musulmanes. Y no había estado muy dispuesto a financiar una peregrinación; en realidad hubo que convencerlo de que enviara una. Había mandado al sheik Abdul Nabi y a Malauna Abdulla como una manera de quitarlos de en medio, igual que había hecho con Bistami un año antes. En pocas palabras, parecía estar alejándose de la fe. ¡Akbar, apartándose del islam!
Abdul Nabi le dijo con franqueza a Bistami que muchos en la corte pensaban que él, Bistami, era el responsable de aquel cambio de Akbar. Pero aquello era una cuestión de conveniencia, le aseguró Abdul Nabi.
—Culpar a alguien que está lejos es lo más seguro para todos, ¿comprendes? Pero ahora han resuelto que tú fuiste enviado a La Meca con la idea de reformarte. Decías cosas incoherentes acerca de la luz, por eso te echaron; ahora Akbar está adorando al sol como un zoroástrico o un antiguo pagano.
—Entonces no puedo regresar —dijo Bistami.
Abdul Nabi negó con la cabeza.
—No sólo eso; creo que ni siquiera es seguro que te quedes aquí. Si lo haces, el ulema podría acusarte de herejía y venir a buscarte para llevarte a juicio. O incluso podría juzgarte aquí.
—¿Estás diciendo que debería marcharme?
Abdul Nabi asintió con la cabeza, lenta y pronunciadamente.
—Estoy seguro de que hay lugares más interesantes para ti que La Meca. Un qadi como tú puede encontrar un buen trabajo en cualquier sitio con un soberano musulmán. Nada sucederá durante la peregrinación, por supuesto. Pero cuando termine…
Bistami asintió con la cabeza y agradeció al sheik su honestidad.
De todas maneras, él se dio cuenta de que quería marcharse de allí. No quería quedarse en La Meca. Le gustaría regresar a Akbar y a las eternas horas en la tumba de Chishti; vivir en ese espacio para siempre. Pero si eso no era posible, tendría que comenzar nuevamente su tariqat, y vagar en busca de su verdadera vida. Recordó lo que le había sucedido a Shams cuando los discípulos de Rumi se cansaron del encaprichamiento de éste con sus amigos. Shams había desaparecido, nunca había sido vuelto a ver; algunos decían que había sido arrojado a un río con una roca atada a los pies.
La gente de Fatepur Sikri pensaba que Akbar había encontrado a su Shams en Bistami —algo que hizo que Bistami sintiera un poco de nostalgia—, en realidad, ellos habían pasado mucho tiempo juntos, más de lo que parecía explicable, y nadie sabía qué había ocurrido en los encuentros que habían tenido, hasta qué punto había sido un asunto de Akbar enseñado al maestro. El maestro siempre debe aprender, pensó Bistami, de lo contrario nada verdadero habría sucedido en el intercambio.
El resto de esa peregrinación fue extraño. Las multitudes parecían enormes, inhumanas, poseídas, eran un hedor que consumía cientos de ovejas cada día; todos los ulemas, como si fueran pastores, organizaban aquel canibalismo. Por supuesto que uno no podía hablar de estas cosas, sino simplemente limitarse a repetir algunas de las frases que habían marcado el camino con fuego hasta lo más profundo de su alma, Oh él que es Él, Oh él que es Él, Alá el Misericordioso, el Compasivo. ¿Por qué debería tener miedo? Dios nos pone a todos en movimiento. No cabía duda de que tendría que continuar su tariqat hasta encontrar algo nuevo. Se suponía que después de la peregrinación tendría que reanudar la marcha.
Los eruditos magrebíes fueron los más amistosos que llegó a conocer; practicaban de la mejor manera la hospitalidad sufí y tenían una profunda curiosidad por el mundo. Podía regresar a Ispahán, por supuesto, pero algo lo empujaba hacia el oeste. A juzgar por lo iluminado que había estado en el reino de la luz, no le importaba volver a la brillantez de los jardines iraníes. En el Corán la palabra utilizada para nombrar el Paraíso y todas las palabras de Mahoma para describirlo, provenían de expresiones persas; mientras que aquélla utilizada para nombrar el Infierno, en los mismos suras, provenía del hebreo, una lengua desaparecida. Eso era una señal. Bistami no quería el Paraíso. Quería algo que él no podía definir, una indefinible especie de desafío humano. Supongamos que lo humano es una mezcla de lo material y lo divino, y que el alma divina sigue viva; entonces el viaje a través de los días tiene que tener algún propósito, cierta elevación hacia esferas superiores del ser, de manera que el modelo jalduniano rotativo de dinastías, moviéndose interminablemente desde el vigor juvenil hasta la aletargada y abogatada vejez, debería haberse visto modificado por la incorporación de la razón a los asuntos humanos. Por consiguiente, en realidad al ser la noción del ciclo una rotación ascendente, en la cual la posibilidad de que la próxima dinastía joven comenzara en un nivel más alto que la última, fue reconocida y convertida en una meta. Esto era lo que él quería enseñar, esto era lo que él quería aprender. Hacia el oeste, siguiendo al sol; allí lo encontraría, y todo estaría bien.