Akbar
Mientras llevaban el cuerpo de la tigresa a la aldea, cuatro hombres trabajando duro, jadeando y resoplando bajo aquel peso que se balanceaba colgado de las patas atadas a una sólida caña de bambú que llevaban sobre los hombros, Bistami comprendió: Dios está en todas las cosas. Y Dios, que sus noventa y nueve nombres prosperen y entren en nuestra alma, no quería ninguna muerte. Desde la entrada de la choza de su hermano mayor, Bistami gritó a través de sus lágrimas:
—¡Ella era mi hermana, mi tía, me salvó de los rebeldes hindúes, no debisteis haberla matado; ella nos protegía a todos!
Pero por supuesto nadie le escuchaba. Nadie nos entiende, nunca.
Y tal vez esta vez daba lo mismo, ya que la tigresa sin duda había matado a su hermano. Aunque él hubiese dado diez veces la vida de su hermano por el bien de aquel animal.
Muy a su pesar siguió a la procesión hasta el centro de la aldea. Todos estaban bebiendo rakshi; los músicos salían corriendo de sus casas con los instrumentos, tocando alegremente.
—¡Kya, Kya, Kya, Kya, déjanos solos para siempre!
El día de la fiesta del tigre se les venía encima, y el resto del día y tal vez el siguiente estaría dedicado al improvisado festejo. Quemarían los bigotes de la tigresa para asegurarse de que su alma no pasara a un asesino en otro mundo. Los bigotes eran venenosos: uno solo mezclado con carne de tigre podría matar a un hombre, mientras que el bigote entero colocado dentro de un brote tierno de bambú les causaría quistes a aquellos que lo comieran; a la larga, morirían de una muerte muy lenta. O al menos eso era lo que se decía. Los hipocondríacos chinos creían en las eficaces propiedades de casi todo, incluyendo cada una de las partes del tigre, según parecía. Una gran parte del cuerpo de Kya sería conservada y llevada al norte por comerciantes, sin duda. La piel se la quedaría el terrateniente.
Bistami se sentó tristemente en el suelo en el borde de la plaza de la aldea. No había nadie con quien pudiera hablar. Había hecho todo lo posible para avisar a la tigresa que debía marcharse, pero había sido en vano. Se había dirigido a ella no como Kya, sino como madame, o como Madame Treinta, que era como llamaban los aldeanos a los tigres cuando estaban en medio de la selva, para no ofenderlos. Le había dado ofrendas, y se había asegurado de que las manchas que ella llevaba en la frente no formaran la letra «s», señal de que la bestia era un hombre tigre, y de que adoptaría forma humana para toda la eternidad cuando muriera. Eso no había sucedido; en la frente del animal no había ninguna «s». La marca que tenía se parecía más al ala de un pájaro en vuelo. Había mantenido contacto visual con ella, que es lo que se supone que se debe hacer cuando uno se encuentra inesperadamente con un tigre; había mantenido la calma, y ella lo había salvado de la muerte. En realidad, todas las historias que había oído acerca de tigres serviciales —la del que había llevado a dos niños perdidos de regreso hasta la aldea, la del que había dado un beso en la mejilla a un cazador dormido— todas esas historias palidecían al compararlas con la suya, aunque también lo habían preparado para ella. Había sido su hermana, y ahora estaba destrozado por la pena.
Los aldeanos comenzaron a descuartizar el cuerpo. Bistami abandonó la aldea, no era capaz de quedarse para ver aquello. Su brutal hermano mayor estaba muerto; los otros parientes, como su hermano, no compartían su forma de pensar sufí. «Los grandes buscan a los grandes; así pueden verse unos a otros aunque estén a gran distancia». Pero él estaba tan lejos de alguien sabio, que no podía ver nada. Recordó lo que su maestro sufí Tustari le había dicho cuando se había ido de Allahabad:
—Mantén el haj en tu corazón y ve hacia La Meca como lo quiere Alá. Lentamente o de prisa, pero siempre en tu tariqat, el camino hacia la sabiduría.
Recogió sus escasas pertenencias y las metió en un saco. La muerte del tigre comenzaba a tomar la forma de un nuevo destino, un mensaje para Bistami: aceptar el regalo de Dios y utilizarlo en sus acciones; no arrepentirse de nada. Así que había llegado el momento de decir Gracias, Dios; gracias, Kya, hermana mía, y de dejar la aldea natal para siempre.
Bistami caminó hasta Agra; allí gastó el último dinero que le quedaba para comprar una bata de sufí trotamundos. Pidió asilo en el refugio sufí, un amplio y antiguo edificio en el barrio más austral de la antigua capital, y se bañó en su piscina, purificándose tanto por dentro como por fuera.
Luego abandonó la ciudad y anduvo hasta Fatepur Sikri, la nueva capital del imperio de Akbar. Vio que la ciudad, aún en construcción, era una réplica en piedra de los inmensos campamentos de tiendas de los ejércitos mogoles, incluso los pilares de mármol que se erguían lejos de las paredes, como los palos de las tiendas. La ciudad estaba llena de polvo, también de barro, sus blancas piedras bastante manchadas. Todos lo árboles eran bajos, los jardines pelados y nuevos. El extenso muro del palacio del emperador daba a la gran avenida que dividía a la ciudad de este a oeste y que llevaba a una gran mezquita de mármol y a un dargah del que Bistami había oído hablar en Agra: la tumba del santo sufí sheik Salim Chishti. Al final de su larga vida, Chishti había instruido al joven Akbar, y ahora se decía que su recuerdo era el lazo más fuerte que unía Akbar con el islam. El mismo Chishti, en su juventud, había viajado por Irán y estudiado con Shah Esmail, quien también había instruido al maestro de Bistami, Tustari.
Así que Bistami se acercó a la gran tumba blanca de Chishti caminando hacia atrás mientras recitaba del Corán: «En nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso. Sé paciente con aquellos que acuden a su Señor por la mañana incluso buscando su rostro: no dejes que tus ojos se alejen de ellos en busca de la suntuosidad de esta vida; ni le obedezcas a aquel cuyo corazón hemos hecho que descuide nuestro recuerdo ni a quien sigue sus propias lujurias y cuyos modos son desmesurados».
En la entrada se postró hacia La Meca y dijo la oración del amanecer, luego entró en el patio cerrado de la tumba y rindió homenaje a Chishti. Había otros que hacían lo mismo, por supuesto; cuando él terminó de presentar sus respetos, habló con algunos de ellos, les contó de su viaje hasta llegar a la época que había estado en Irán, pero pasó por alto las paradas que había hecho en el camino. Finalmente contó la misma historia a uno de los ulemas de la corte del propio Akbar, poniendo el acento en la relación de estudios de su maestro con Chishti, y después regresó a sus oraciones. Volvió a la tumba día tras día, estableciendo una rutina de oraciones, ritos de purificación, respuestas a las preguntas que le hacían los peregrinos que sólo hablaban persa, y alternó con toda la gente que visitaba el santuario. Esto finalmente llevó a que el nieto de Chishti viniera a hablarle; después aquel hombre le habló bien de él a Akbar, o al menos eso era lo que oyó. Comía el único plato del día en el refugio sufí, y perseveró, con hambre pero también con esperanza.
Un día, con las primeras luces de la mañana, cuando ya estaba en el patio de la tumba diciendo sus oraciones, el emperador Akbar en persona entró en el santuario, cogió una escoba que encontró por ahí, y barrió el patio. Era una mañana fresca, el frío de la noche aún se conservaba en el aire; sin embargo, Bistami sudaba mientras Akbar terminaba sus devociones; llegó el nieto de Chishti y le pidió a Bistami que se acercara cuando acabara sus oraciones, para presentarlo al emperador.
—Un gran honor —contestó.
Y regresó a sus oraciones, murmurándolas sin pensar en ellas sino en lo que podría decir; se preguntó cuánto tiempo debía demorarse antes de acercarse al emperador, para mostrar que lo primero eran las oraciones. La tumba todavía estaba relativamente vacía y fría, el sol recién salía. Cuando los árboles se aclararon totalmente, Bistami se puso de pie y caminó hacia donde se encontraban el emperador y el nieto de Chishti, e hizo una gran reverencia. Saludos y cortesías; luego se encontró obedeciendo a la amable petición de contar su historia al atento joven vestido con galas imperiales, cuya mirada fija y sin parpadeos nunca se alejaba de su rostro, o en realidad de sus ojos. Estudios en Irán con Tutsami, peregrinación a Qom, regreso al hogar, un año trabajando como maestro del Corán en Gujarat, un viaje para visitar a su familia, emboscada a manos de los rebeldes hindúes de la que se había salvado gracias a la tigresa: al final de la historia, Bistami había sido aprobado, se daba cuenta.
—Te damos la bienvenida —dijo Akbar.
Toda la ciudad de Fatepur Sikri le servía a Akbar para demostrar su devoción y el uso de su influencia para promover la devoción de los demás. Ahora ya había visto la devoción de Bistami, manifestada en todas las formas de piedad, a medida que avanzaron en aquella conversación. La tumba comenzó a poblarse con los visitantes del día; Bistami se las arregló para llevar la discusión hacia la única tradición que, por lo que él sabía, había llegado a Irán a través de Chishti, de manera que el isnad, o la genealogía de la frase, creaba un estrecho lazo entre su educación y la del emperador.
—Lo aprendí de Tutsami, quien lo aprendió del Sha Esmail, maestro de sheik Chishti, quien lo aprendió de Barh ibn Kaniz al-Saqqa, a quien se lo relató Uthman ibn Saj, quien lo recibió de Said ibn Jubair, que Dios lo bendiga, quien dijo: «Dejad que salude a todos los musulmanes, incluyendo a los muchachos y adolescentes, y cuando haya llegado a clase, dejad que prohíba a cualquiera que esté sentado que se ponga de pie ante él, ya que descuidar esto es una de las causas de aflicción del alma».
Akbar frunció el ceño, intentando seguirlo. A Bistami se le ocurrió que quizás el emperador había interpretado que él rechazaba que se esperara cualquier clase de obediencia de los demás. Comenzó a sudar a pesar del frío aire de la mañana.
Akbar se dirigió a uno de sus criados, que estaba de pie discretamente junto al muro de mármol de la tumba.
—Di a este hombre que venga con nosotros cuando regresemos al palacio.
Después de otra hora de oraciones para Bistami y de consultas para Akbar, quien estaba relajado pero cada vez más callado a medida que transcurría la mañana y la hilera de suplicantes crecía en lugar de encogerse ante él, el emperador invitó a la fila a que se dispersara y regresara más tarde. Después de eso, condujo a Bistami y a todo su séquito a través de las obras de la ciudad hasta llegar a su palacio.
La ciudad se estaba construyendo con la forma de un inmenso cuadrado, como cualquier otro campamento militar mogol, de hecho, copiando la forma del propio imperio, según le dijo el guardia a Bistami, que era un cuadrilátero protegido por las cuatro ciudades de Lahore, Agra, Allahabad y Ajmer. Todas estas ciudades eran grandes en comparación con la nueva capital; al guardia que acompañaba a Bistami le gustaba particularmente Agra, donde había trabajado en la construcción de la gran fortaleza del emperador, que ahora ya estaba terminada.
—Allí hay más de quinientos edificios —dijo, como lo habría hecho siempre al hablar de ella.
Él tenía la opinión de que Akbar había fundado Fatepur Sikri porque la fortaleza de Agra ya estaba casi acabada y al emperador le gustaba comenzar grandes proyectos.
—Es un verdadero constructor; renovará todo el mundo antes de morir, os lo aseguro. Nadie ha servido tanto al islam como él.
—Así debe ser —dijo Bistami, observando las construcciones a su alrededor, edificios blancos que surgían como capullos de entre los andamios, colocados sobre un mar de lodo negro—. Alabado sea Dios.
El guardia, cuyo nombre era Husain Ali, miró a Bistami con suspicacia. Sin duda, los peregrinos piadosos eran algo común. Condujo a Bistami detrás del emperador y a través de la puerta del nuevo palacio. Dentro del muro exterior había jardines que parecía que hubieran estado allí durante años: altos pinos que se elevaban sobre los macizos de jazmines, lechos de flores por todas partes. El palacio mismo era más pequeño que la mezquita o la tumba de Chishti, pero era exquisito en todos sus detalles. Una tienda de mármol blanco, amplia y baja, su interior lleno de salas y más salas muy frescas, todas rodeando un patio y jardín central con una fuente. Toda el ala trasera del patio era una larga galería tapizada con pinturas: escenas de caza, los cielos siempre turquesas; los perros y los ciervos y los leones retratados en su hábitat natural; los cazadores con saya cargando arcos o armas de pedernal. Enfrente de estas escenas había apartamentos con salones de blancas paredes, acabados pero vacíos. A Bistami le dieron uno de ellos para que se alojara.
La cena fue una fiesta, organizada suntuosamente en un extenso salón que daba al patio central. Por la manera en que todo acontecía, Bistami entendió que ésa no era más que la cena de todos los días en el palacio. Comió codorniz asada, yogur con pepino, algo picado al curry; incluso probó varios platos cuyo sabor no reconoció.
Allí comenzó para él un período de ensueño, en cuanto a que se sentía como Manjushri el del cuento, que había caído de pie en una tierra de leche y miel. La comida dominaba su vida y sus pensamientos. Un día fue visitado en sus habitaciones por un grupo de esclavos negros vestidos mejor que él, quienes rápidamente lo vistieron al mismo nivel; aún más, lo vistieron con un magnífico traje blanco que tenía muy buena apariencia pero era bastante pesado. Después de eso le concedieron otra audiencia con el emperador.
Aquel encuentro, en el que había muchos consejeros y generales de mirada penetrante y criados imperiales de toda clase, fue muy diferente al de aquella mañana en la tumba de Chishti, cuando dos hombres jóvenes que salían a aspirar el aire de la mañana, a ver el amanecer y a cantar la gloria del mundo de Alá, habían hablado cara a cara. Sin embargo, en medio de tanta parafernalia, el rostro que miraba a Bismati era el mismo: curioso, serio, interesado en lo que él pudiera decirle. El hecho de concentrarse en aquel rostro ayudó a Bistami cuando intentó relajarse.
—Te invitamos a que nos acompañes y compartas con nosotros tu conocimiento de la ley —dijo el emperador—. En recompensa por tu sabiduría y por las decisiones que tomarás en determinadas cuestiones y casos que te serán presentados, se te hará terrateniente de las antiguas fincas de Shar Muzzafar, que Alá lo tenga en su gloria.
—Alabado sea Dios —murmuró Bistami, con la cabeza baja—. Rogaré a Dios que me ayude a desempeñarme en esta gran tarea para vuestra satisfacción.
Incluso con la mirada fija en el suelo, o una vez más en el rostro del emperador, Bistami pudo sentir que parte del séquito imperial no estaba muy contento con aquella decisión. Pero más tarde, algunos de los que habían parecido estar descontentos se acercaron a él y se presentaron, le hablaron amablemente, lo llevaron por el palacio, investigaron de la manera más sutil su origen y su historia, y le contaron lo que sabían acerca de la finca que debería administrar. Según parecía, por lo general sería supervisada por los ayudantes locales; la ventaja para él era el título y los ingresos. En compensación, cuando fuera necesario, tendría que organizar y armar a cien soldados para el ejército del emperador y enseñar todo lo que supiera del Corán y zanjar varias disputas civiles que se le encargarían.
—Hay conflictos que sólo los ulemas están en condiciones de resolver —le dijo el consejero del emperador, Raja Todor Mal—. El emperador tiene grandes responsabilidades. El propio imperio no está todavía a salvo de sus enemigos. El abuelo de Akbar, Babur, llegó desde el Punjab y estableció un reino musulmán hace apenas cuarenta años, y los infieles aún siguen atacándonos desde el sur y desde el este. Cada año necesitamos realizar algunas campañas para hacerlos retroceder. Todos los fieles del imperio están bajo el cuidado del emperador, en teoría, pero el peso de sus responsabilidades implica que en la práctica simplemente no tiene tiempo.
—Por supuesto que no.
—Mientras tanto, no hay otro sistema para resolver las disputas entre las personas. Puesto que la ley está basada en el Corán, los qadis, los ulemas y otros hombres santos como vos son la elección lógica para cargar con la responsabilidad de hacer justicia.
—Por supuesto.
En las semanas siguientes, Bistami se encontró celebrando reuniones para zanjar disputas que le presentaban algunos de los esclavos asistentes del emperador. Dos hombres reclamaban la misma tierra; Bistami preguntaba dónde habían vivido sus padres, y los padres de sus padres, y determinaba que una de las familias había vivido más tiempo que la otra en la región. Así tomaba Bismati sus decisiones en los juicios.
Los sastres le trajeron más ropas nuevas; además, se le ofreció una casa nueva y un séquito completo de sirvientes y esclavos; se le dio un baúl lleno de monedas de oro y de plata cuyo número ascendía a cien mil. Y por todo aquello simplemente tenía que consultar el Corán y acordarse de las hadith que había aprendido (realmente muy pocas, e incluso pocas de ellas de verdad relevantes), y dictar sentencias que casi siempre eran obvias para todos. Cuando no eran obvias, lo hacía lo mejor posible y se retiraba a la mezquita a rezar nerviosamente; después se reunía con el emperador y asistía a la cena cotidiana. Iba solo al amanecer hasta la tumba de Chishti; entonces volvía a ver al emperador en las mismas informales circunstancias de aquel primer encuentro, tal vez una o dos veces al mes; lo suficiente para que el atareado emperador continuara siendo consciente de su existencia. Siempre tenía preparada la historia que relataría a Akbar ese día, cuando le preguntaba qué había estado haciendo; cada historia era elegida en función de lo que podría llegar a enseñar al emperador, sobre sí mismo, o sobre Bistami, o sobre el imperio, o sobre el mundo. Sin duda que una lección decente y considerada era lo mínimo que podía ofrecer a cambio de la increíble magnificencia que Akbar le había otorgado.
Una mañana le contó la historia del sura Dieciocho, la que habla de los hombres que vivían en una ciudad que había abandonado a Dios, y Dios los había llevado a una cueva y les había hecho dormir durante lo que a ellos les había parecido una sola noche; y al salir se habían dado cuenta de que habían pasado trescientos nueve años.
—De la misma manera, con vuestro trabajo, poderoso Akbar, vos nos lanzáis al futuro.
Otra mañana le contó la historia de El-Khadir, el famoso visir de Dhoulkarnain, de quien se decía que había bebido de la fuente de la vida, en virtud de lo cual aún vive, y vivirá hasta el día del juicio final; este visir se había aparecido, vestido con una bata verde, ante algunos musulmanes en peligro, para ayudarlos.
—De la misma manera, el trabajo que aquí realizáis, gran Akbar, se mantendrá eternamente para ayudar a los musulmanes en peligro.
El emperador parecía apreciar aquellas frescas conversaciones a la hora de rocío. Invitó a Bistami a que lo acompañara en varias cacerías, y Bistami y su séquito ocupaban una gran tienda blanca, y pasaban los días de calor cabalgando por la selva siguiendo los ladridos de los perros o las voces de los batidores, o, algo que era más del agrado de Bistami, se sentaban sobre el castillo de un elefante, y observaban a los grandes halcones cuando volaban desde la muñeca de Akbar para remontar las alturas y descender en picado sobre una liebre o un pájaro. Akbar fijaba la atención en sus invitados igual que lo hacían los halcones.
Akbar adoraba a sus halcones, como si formaran parte de su familia; siempre pasaba los días de caza con un humor excelente. Llamaba a Bistami para que acudiese a su lado y dijera una bendición para los portentosos pájaros, que tenían la vista perdida en el horizonte, tranquilos. Luego eran lanzados al aire, y batían las alas con fuerza para subir a gran velocidad hasta llegar a la altura ideal para la caza, desplegando por completo sus enormes alas. Cuando los halcones se ponían a girar en lo alto, se soltaban algunas palomas. Estos pájaros volaban tan de prisa como podían para ocultarse en los árboles o los matorrales, pero en general su velocidad no alcanzaba para escapar al ataque de las aves imperiales. Sus cuerpos rotos eran traídos de regreso por aquellas aves de rapiña a los pies de los criados del emperador; luego los halcones volaban nuevamente hasta la muñeca de Akbar, donde eran recibidos con una mirada tan fija la propia y con trozos de cordero crudo.
Uno de esos días tan felices fue interrumpido por malas noticias provenientes del sur. Un mensajero llegó diciendo que la campaña de Adham Kan contra el Sultán de Malwa, Baz Bahadur, había sido exitosa, pero que el ejército del kan había matado a todos los prisioneros, hombres, mujeres y niños de la ciudad de Malwa, incluidos muchos teólogos musulmanes, y hasta algunos sayyids, es decir, descendientes directos del Profeta.
Un color rojo tiñó el claro cutis de Akbar subiendo desde el cuello e invadiendo todo el rostro, dejando intacto tan sólo el lunar que tenía en el lado derecho, como una pasa blanca incrustada en su piel.
—Se acabó —le dijo a su halcón, y luego comenzó a dar órdenes, el pájaro fue entregado al halconero y la caza quedó olvidada—. Piensa que todavía soy menor de edad.
Salió disparado con su caballo, dejando atrás a todo su séquito excepto al Pir Mahoma Kan, su general de más confianza. Bistami supo más tarde que el mismo Akbar había relevado a Adham Kan.
Bistami tuvo la tumba de Chishti para él solo durante todo un mes. Pero una mañana encontró allí al emperador, con la mirada triste. Adham Kan había sido nombrado vakil, ministro principal, por Zein.
—Se pondrá furioso, pero no hay otra opción —dijo Akbar—. Tendremos que ponerlo bajo arresto domiciliario.
Bistami asintió con la cabeza y siguió barriendo el frío y húmedo suelo de la cámara interior. La idea de Adham Kan en vigilancia permanente, casi siempre un preludio de la ejecución, era un pensamiento algo molesto. Él tenía muchos amigos en Agra. Podía tener la audacia de tratar de rebelarse. Algo que el emperador debía de saber muy bien.
De hecho, dos días más tarde, cuando Bistami estaba con el grupo vespertino de Akbar en el palacio, le asustó, aunque no se sorprendió, ver a Adham Kan que apareció y subió precipitadamente los escalones, armado, ensangrentado, y gritando que había matado a Zein hacía menos de una hora, en su propia cámara de audiencias, porque le había usurpado lo que era legítimamente suyo.
Al oír aquello, el rostro de Akbar se tiñó de rojo una vez más, y golpeó con fuerza al kan en la cabeza con la copa que tenía en la mano. Cogió al hombre por la solapa de la chaqueta y atravesó toda la sala arrastrándolo. La más nimia resistencia de parte de Adham le hubiese significado una muerte inmediata a manos de los guardias del emperador, quienes estaban al lado de él, con las espadas listas; por lo tanto permitió que lo arrastraran hasta el balcón, donde Akbar lo arrojó por encima de las rejas directamente al vacío. Luego Akbar, más rojo que nunca, bajó corriendo la escalera, corrió hasta donde estaba el semiinconsciente kan, lo cogió de los cabellos y lo arrastró por la escalera, a pesar de que llevaba una armadura, y lo llevó otra vez al balcón, desde donde lo lanzó nuevamente. Adham Kan chocó contra el suelo del patio con un fuerte y sordo ruido.
El kan había muerto. El emperador se retiró a sus aposentos privados en el palacio.
La mañana siguiente Bistami barrió el santuario de Chishti con una opresión que le recorría todo el cuerpo.
Apareció Akbar, y el corazón de Bistami le golpeaba como un martillo en el pecho. Akbar parecía estar tranquilo, aunque un poco distraído. La tumba era un lugar que le daba algo de serenidad. Pero la vigorosa barrida al suelo que Bistami ya había limpiado se contradecía con la tranquilidad de su discurso. Es el emperador, pensó Bistami de repente, puede hacer lo que se le antoje.
Pero entonces otra vez, como emperador musulmán, era un subordinado de Dios y de la sharia. Todopoderoso y sin embargo también totalmente sumiso, todo a la vez. No era de extrañar que pareciera estar sumido en sus pensamientos hasta el punto de la distracción, barriendo el santuario tan temprano por la mañana. Era difícil imaginárselo furioso, como un elefante macho en celo, arrojando por la fuerza a un hombre hasta matarlo. Dentro de él había un profundo pozo de ira.
La rebelión de los pretenciosos súbditos musulmanes era lo que llegaba hasta el fondo de aquel pozo. Hubo informes de una nueva rebelión en el Punjab, se envió a un ejército para derrotarla. Los inocentes de la región se salvaron, e incluso aquellos que habían peleado a favor de la rebelión. Pero sus líderes, unos cuarenta, fueron llevados a Agra y colocados en un círculo de elefantes de guerra que tenían largas cuchillas como espadas atadas a los colmillos. Se quitó las cadenas a los elefantes para que atacaran a los traidores, que gritaban mientras eran derribados y pisoteados, luego los cuerpos fueron lanzados por los aires por los elefantes excitados por la sangre. Bistami no se había dado cuenta nunca de que los elefantes podían caer en una ansia tan brutal por la sangre. Akbar estaba en lo alto de un trono castillo sobre el más grande de los elefantes, un animal que se mantenía inmóvil ante aquel espectáculo, ambos observando la matanza.
Algunos días después, cuando el emperador acudió a la tumba al amanecer, era extraño barrer a la sombra de aquel patio de la tumba con él. Bistami barría con energía e intentaba no cruzarse con la mirada de Akbar.
Finalmente tuvo que reconocer la presencia del soberano. Akbar ya lo estaba mirando fijamente.
—Pareces perturbado —dijo Akbar.
—No, poderoso Akbar, para nada.
—¿No apruebas la ejecución de los traidores del islam?
—No…, sí, por supuesto que sí.
Akbar lo miró tan fijo como lo hubiera hecho uno de sus halcones.
—¿Pero acaso no dijo Ibn Khaldun que el califa debe rendirse ante Alá de la misma manera que el más humilde de los esclavos? ¿No dijo acaso que el califa tiene el deber de obedecer la ley musulmana? ¿Y la ley musulmana no prohibe acaso la tortura de los prisioneros? ¿No es eso entonces lo que quiere decir Khaldun?
—Khaldun no era más que un historiador —dijo Bistami.
Akba se rio.
—¿Y qué hay de la hadith que recibe de Abu Taiba pasando por Murra ibn Hamdan a través de Sufyan al-Thawri, a quien le fue relatada por Ali ibn Abi Talaib, que el Mensajero de Dios, que Dios lo tenga por siempre en su gloria, dijo: «No torturarás esclavos»? ¿Qué hay de las líneas del Corán que dicen al soberano que debe imitar a Alá y mostrar compasión y piedad para con los prisioneros? ¿Acaso no he roto el espíritu de estos mandamientos, oh sabio peregrino sufí?
Bistami estudió las losas del patio.
—Tal vez sí, gran Akbar. Sólo vos lo sabéis.
Akbar lo observaba.
—Abandona la tumba de Chishti —le dijo.
Bistami salió rápidamente por la puerta.
Cuando Bistami volvió a ver a Akbar fue en el palacio, donde se le había ordenado presentarse; según parecía, para que explicara por qué, tal como decía el emperador con mucha frialdad, los amigos de Bistami en Gujarat se rebelaban contra el emperador.
—Dejé Ahmadabad precisamente porque había tantos conflictos —dijo Bistami un tanto incómodo—. Los mirzas siempre tenían problemas. El rey Muzaffar Shah III ya no los controlaba. Vos sabéis todo esto. Por esa razón tomasteis Gujarat bajo vuestra protección.
Akbar asintió con la cabeza, pareciendo recordar aquella campaña.
—Pero ahora Husain Mirza ha regresado del Decán, y muchos de los nobles de Gujarat se han unido a él en la rebelión. Si comienza a extenderse el rumor de que puedo ser desafiado con tanta facilidad, ¿quién sabe qué vendrá después?
—Es probable que Gujarat deba ser recuperada —dijo Bistami inseguro; tal vez, como la última vez, esto era exactamente lo que Akbar no quería escuchar. Lo que se esperaba de Bistami era algo que él mismo no tenía demasiado claro; era un funcionario de la corte, un qadi, pero todos sus consejos anteriores habían sido religiosos o legales. Ahora, ante la rebelión de una antigua residencia suya, estaba aparentemente en el punto de mira; ciertamente ése no era el mejor lugar para estar cuando Akbar estaba enfadado.
—Quizá ya es demasiado tarde —dijo Akbar—. Me llevaría dos meses llegar a la costa.
—¿De veras? —preguntó Bistami—. Yo he hecho el viaje en diez días. Tal vez si enviarais sólo a vuestros mejores hombres, montados en camellos hembra, podríais sorprender a los rebeldes.
Akbar lo honró con su mirada de halcón. Hizo llamar a Raja Todor Mal, y pronto estuvo todo arreglado tal como Bistami lo había sugerido. Una fuerza de tres mil soldados mandados por Akbar, entre ellos Bistami, cubrió la distancia entre Agra y Ahmadabad en once polvorientos y largos días; esta misma gente, fortalecida y envalentonada por la rápida marcha, hizo añicos a varios miles de rebeldes, quince mil según la estimación de uno de los generales. Muchos de ellos fueron muertos en la batalla.
Bistami pasó todo aquel día sobre el lomo de un camello, siguiendo las principales cargas del frente, intentando no perder nunca de vista a Akbar, y cuando no lo lograba, ayudando a los heridos. Incluso sin los grandes cañones de sitio de Akbar, el ruido de la batalla era impresionante, en gran parte debido a los gritos de los hombres y los camellos. El polvo cubría el aire caliente que apestaba a sangre.
Más avanzada la tarde, desesperadamente sediento, Bistami se las arregló para bajar hasta el río. Ya había allí muchos heridos y moribundos, tiñendo el río de rojo. Era imposible beber un solo trago que no supiera a sangre.
Luego Raja Todor Mal y un grupo de soldados llegaron entre ellos, ejecutando con espadas a los mirzas y a los afganos que habían estado al frente de la rebelión. Uno de los mirzas vio a Bistami y gritó:
—¡Bistami, sálvame! ¡Sálvame!
Un segundo después estaba decapitado, el cuerpo vertía su sangre en la ribera por el cuello abierto. Bistami se alejó de allí, Raja Todor Mal lo observaba.
Era obvio que Akbar oyó más tarde acerca de esto, ya que durante toda la lenta marcha de regreso a Fatepur Sikri, a pesar de la triunfante naturaleza de la procesión, y el evidente buen humor de Akbar, no llamó a Bistami para que se presentara ante él. Incluso a pesar del hecho de que el ataque relámpago contra los rebeldes había sido idea de Bistami. O tal vez fuera debido a eso. Raja Todor Mal y sus amigotes no podían estar demasiado contentos con él.
Las cosas no iban bien; nada en el gran festejo de la victoria en Fatepur Sikri, sólo cuarenta y tres días después de la partida, hizo que Bistami se sintiera un poco mejor. Al contrario, se sentía cada vez más y más aprensivo, a medida que los días iban pasando y Akbar no acudía a la tumba de Chishti.
En cambio, una mañana aparecieron allí tres guardias. Se les había encomendado que vigilaran a Bistami en la tumba, también de regreso en su propia casa. Le informaron de que no tenía permitido ir a ningún otro sitio aparte de estos dos lugares. Estaba bajo arresto domiciliario.
Aquél era el preludio habitual del interrogatorio y posterior ejecución de los traidores. Bistami pudo ver en los ojos de los guardias que esta vez no era ninguna excepción, y que ya lo consideraban un hombre muerto. Le resultaba muy difícil creer que Akbar se había vuelto contra él; luchaba por entenderlo. El miedo crecía en él día a día. La imagen del cuerpo decapitado del mirza, chorreando sangre, se le aparecía una y otra vez, y cada vez hacía que su propia sangre se acelerara como en busca de una manera de escapar, ansiando derramarse en una rebosante fuente roja.
Una de aquellas terribles mañanas fue a la tumba de Chishti y decidió no marcharse de allí. Envió órdenes a uno de sus criados para que le trajera comida todos los días al atardecer, y después de comer fuera de la puerta de la tumba, dormía sobre una alfombrilla en un rincón del patio. Ayunaba día tras día como si se tratara del ramadán, y alternaba los días recitando trozos del Corán, del «Mathnawi» de Rumi y de otros textos sufies persas. Cierta parte de él tenía alguna esperanza y se imaginaba que uno de los guardias hablaba persa, de manera que las palabras del Mowlana, Rumi el gran poeta y la voz de los sufies, serían comprendidas cuando salían de su boca.
—Aquí están las señales milagrosas que tú quieres —solía decir en voz alta—, que lloras durante la noche y te levantas al amanecer, pidiendo aquello en la ausencia de lo que pides, tu día se oscurece, tu cuello delgado como un huso, que lo que das es todo lo que tienes, que sacrificas pertenencias, sueño, salud y tu cabeza, que a menudo te sientas sobre un fuego como madera de acíbar y a menudo sales a enfrentar una espada como un casco abollado. Cuando los actos de impotencia se vuelven algo habitual, ésas son las señales. Corres de un lado a otro escuchando acontecimientos insólitos, mirando con atención los rostros de los viajeros. ¿Por qué me miras como a un loco? He perdido un amigo. Por favor perdóname. Una búsqueda como ésa no falla. Llegará un jinete que te abrazará fuerte. Te desmayas y farfullas. Los profanos dicen que estás fingiendo. ¿Cómo pueden saberlo? El agua baña a un pez encallado en la playa.
»Bendita sea aquella inteligencia cuyo corazón oye desde el cielo el sonido sugestivo de lo que se acerca. El oído profano no oye ese sonido; sólo el que lo merece recibe ese regalo. No profanes tus ojos con descaro y desfachatez humanos, porque está por llegar ese emperador de vida eterna; si se han profanado, lávalos con lágrimas, porque la cura está en esas lágrimas. De Egipto ha llegado una caravana de azúcar; llega el sonido de una pisada y de una campana. Ah, permanece en silencio, porque la voz de nuestro rey se acerca para completar la oda.
Después de varios días de repetir esta oración, Bistami comenzó a recitar el Corán sura por sura, regresando a menudo al primer sura, al Comienzo del Libro, al Fatiha, al Sanador, un pasaje que los guardias nunca podrían dejar de reconocer:
—¡Alabado sea Dios, Señor del universo! ¡El Compasivo, el Misericordioso! ¡Soberano del día del juicio! A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado; no la de los que han incurrido en tu ira ni la de los extraviados.
Esta fantástica oración inicial, tan apropiada para su situación, la repetía Bistami cientos de veces al día. A veces repetía sólo la oración «Suficiente para nosotros es Dios y excelente el Protector»; una vez la dijo treinta y tres mil veces seguidas. Luego cambió a la de «Alá es misericordioso, ríndete ante Alá; Alá es misericordioso, ríndete ante Alá», que repitió hasta que se le secó la boca, se quedó afónico y los músculos de la cara se le endurecieron por el agotamiento.
Mientras tanto barría el patio y todos los salones del santuario, uno por uno, y llenaba las lámparas y cortaba las mechas, y barría un poco más, mirando los cielos que cambiaban día tras día, y decía las mismas cosas una y otra vez, sintiendo cómo el viento lo atravesaba, observando el latir de las hojas de los árboles que rodeaban el santuario, cada una con su propia luz transparente. El árabe es erudición, pero el persa es azúcar. Saboreaba su comida del anochecer como nunca había saboreado ningún plato. Sin embargo ayunar se convirtió en algo fácil, tal vez porque era invierno y los días eran un poco más cortos. El miedo todavía lo apuñalaba con frecuencia, haciendo que su sangre se agitara con enorme presión; rezaba en voz alta durante todos los minutos en vela, sin duda volviendo locos a sus guardias con la monótona oratoria.
Finalmente todo su mundo se redujo a la tumba, y comenzó a olvidar las cosas que le habían acontecido antes, o las cosas que probablemente seguían sucediendo en el mundo fuera del recinto del santuario. Las olvidó. Su mente comenzaba a aclararse; de hecho todo en este mundo parecía estar volviéndose ligeramente transparente. Podía ver el interior de las hojas, y a veces a través de ellas, como si estuvieran hechas de cristal; lo mismo le pasaba con el mármol blanco y el alabastro de la tumba, que brillaban como si estuvieran vivos al anochecer, y con su propia carne. «Todos, salvo el rostro de Dios, pereceremos. A Él regresaremos». Éstas eran las palabras del Corán incluidas en el hermoso poema de Mowlana sobre la reencarnación:
Morí como un mineral y me convertí en una planta,
morí como una planta y desperté como un animal,
morí como un animal y era un Hombre.
¿Por qué tener miedo? ¿Cuándo fui menos al morir?
Sin embargo debo morir una vez más como Hombre, para elevarme
con los ángeles benditos; pero incluso como ángel
también debo morir: «Todos salvo el rostro de Dios pereceremos».
Cuando haya sacrificado mi alma angelical,
me convertiré en lo que ninguna mente ha imaginado jamás.
¡Oh, déjame no existir!, porque la inexistencia
se proclama en tonos de órgano: «A Él regresaremos».
Repitió este poema mil veces, siempre susurrando la última parte, por miedo a que los guardias informaran a Akbar que estaba preparándose para morir.
Pasaron los días; pasaron las semanas. Cada vez tenía más hambre y estaba más hipersensible a todos los olores y sabores, después al aire y a la luz. Podía sentir las noches cálidas y húmedas como si fueran mantas que lo envolvían, y en el breve frescor del amanecer caminaba de aquí para allá barriendo y rezando, mirando el cielo a través de los frondosos árboles, haciéndose cada vez más y más claro; entonces una mañana, cuando el alba avanzaba en el día, todo comenzó a convertirse en luz.
—¡Oh él, Oh él que es Él, Oh quién es él sino Él!
Gritó aquellas palabras una y otra vez en el mundo de luz, y hasta las palabras eran fragmentos de luz que salían de su boca. La tumba se convirtió en algo de pura luz blanca, brillando en la fría luz verde de los árboles; los árboles de luz verde y la fuente vertían su agua de luz hacia arriba, en el aire iluminado, y las paredes del patio eran ladrillos de luz, y todo era luz, latiendo suavemente. Podía ver a través de la tierra, y a través del tiempo pasado, a través de un Pasaje Khyber hecho de trozos de luz amarilla, hasta el momento de su nacimiento, el décimo día del Muharran, el día en que el imán Hosain, el único nieto vivo de Mahoma, había muerto defendiendo la fe, y vio que aunque Akbar mandara matarlo o no, seguiría viviendo, porque había vivido antes muchas veces, y no iba a cesar cuando esta vida acabara. «¿Por qué debería tener miedo? ¿Cuándo fui menos al morir?». Era una criatura de luz como todo lo demás; una vez había sido una muchacha de aldea, otra vez un jinete de las estepas, otra vez el sirviente del Duodécimo imán, por lo que sabía cómo y por qué había desaparecido el imán, y cuándo regresaría para salvar al mundo. A sabiendas de aquello, no había razón alguna para temer a nada. «¿Por qué debería tener miedo? ¡Oh él, Oh él que es Él, Dios es suficiente y excelente, el Protector, Alá el Misericordioso, el Benéfico!». Alá que había enviado a Mahoma en su isra, su viaje hacia la luz, tal como Bistami estaba siendo enviado ahora, hacia la ascensión de miraj, cuando todo se convertiría en una luz completamente transparente e invisible.
Al entender esto, Bistami miró a Akbar a través de las paredes y de los árboles y de la tierra transparentes, al otro lado de la ciudad en su límpido palacio, envuelto en luz como un ángel, un hombre que seguramente era ya más que mitad ángel, un espíritu ángel que había conocido en vidas anteriores, y que volvería a conocer en vidas futuras, hasta que todos llegaran a un mismo lugar y Alá le pusiera fin al universo.
Excepto que este Akbar de luz giró el rostro, y miró a través del espacio iluminado que los separaba, y Bistami vio entonces que sus ojos eran dos bolas negras en la cabeza, negras como la ónice, y le dijo a Bistami: nunca nos hemos encontrado antes; no soy aquél a quien buscas; aquel que tú buscas está en otro sitio.
Bistami comenzó a tambalearse, se cayó de espaldas en la esquina formada por las dos paredes.
Cuando volvió en sí, aún dentro de un colorido mundo de papel cristal, Akbar en persona estaba allí frente a él, barriendo el patio con la escoba de Bistami.
—Maestro —dijo Bistami, y comenzó a llorar—. Mowlana.
Akbar se detuvo junto a él, mirándolo desde arriba.
Finalmente posó una mano sobre la cabeza de Bistami.
—Eres un sirviente de Dios —le dijo.
—Sí, Mowlana.
—«Dios ha sido amable con nosotros» —recitó Akbar en árabe—. «Porque a quien a Dios ha temido y soportado, Dios ciertamente no exigirá la recompensa de perecer de los honrados».
Esto era del sura Doce, la historia de José y sus hermanos. Bistami, animado, todavía viendo a través de los bordes de las cosas, incluyendo a Akbar y a su mano y su rostro luminosos, una criatura de luz latiendo a través tanto de las vidas como de los días, recitaba versos del final del sura «Truenos»:
—«Los que vivieron antes que ellos conspiraron; pero toda conspiración es controlada por Dios: Él conoce las obras de todos».
Akbar asintió con la cabeza, mirando la tumba de Chishti y rumiando sus propios pensamientos.
—«No serás culpado hoy» —murmuró, diciendo las palabras que dijera José cuando perdonó a sus hermanos— «Dios te perdonará, porque Él es el más misericordioso de todos los piadosos».
—Sí, Mowlana. Dios nos da todas las cosas, Dios el Misericordioso y el Compasivo, él que es Él. Oh él que es Él, Oh él que es Él, Oh él que es Él… —se detuvo con dificultad.
—Sí —Akbar volvió a mirarlo desde arriba—. Ahora bien, haya pasado lo que haya pasado en Gujarat, no quiero saber nada más de ello. No creo que hayas tenido nada que ver con la rebelión. Deja de llorar. Pero Abul Fazl y sheik Abdul Nabi sí que lo creen, y ellos son dos de mis consejeros más importantes. En muchas cuestiones confío en ellos. Soy leal con ellos, como ellos lo son conmigo. Así que en esto puedo ignorarlos y darles la orden de que te dejen en paz, pero aunque haga esto, tu vida aquí no será tan cómoda como antes. Comprendes.
—Sí, maestro.
—Así que voy a enviarte a otro sitio…
—¡No, maestro!
—Silencio. Te enviaré en peregrinación a La Meca.
Bistami se quedó boquiabierto. Después de todos aquellos días de inacabable palabrería, la mandíbula le colgaba del rostro como una puerta rota. La luz blanca lo llenaba todo y por un instante se deshizo.
Luego regresaron los colores, y comenzó a oír otra vez:
—… cabalgarás hasta Surat y navegarás en mi barco peregrino, Ilahi, atravesando el mar Arábigo hasta llegar a Jidda. El wagf ha reunido una buena donación para La Meca y Medina, y yo he escogido a Wazir para que sea el mir de la peregrinación, y el grupo incluirá a mi tía Bulbadan Begam y a mi esposa Salima. A mí también me gustaría ir, pero Abul Fazl insiste en que soy necesario aquí.
Bistami asintió con la cabeza.
—Sois indispensable, maestro.
Akbar lo contempló.
—A diferencia de ti.
Retiró la mano de la cabeza de Bistami.
—Pero el mir de la peregrinación siempre puede utilizar otro qadi. Y yo deseo establecer una escuela Timurid permanente en La Meca. Y tú puedes ayudar con eso.
—Pero ¿y no regresar?
—No, si aprecias esta existencia.
Bistami clavó la mirada en el suelo, sintió un escalofrío.
—Ahora ven —le dijo el emperador—. Para un erudito devoto como tú, la idea de vivir en La Meca debería ser pura alegría.
—Sí, maestro. Por supuesto.
Pero su voz se atragantaba con las palabras.
Akbar se rio.
—¡Tienes que admitir que es mejor que ser decapitado! ¿Y quién sabe? La vida es larga. Tal vez regreses algún día.
Los dos sabían que eso era poco probable. La vida no era tan larga.
—Será lo que Dios quiera —murmuró Bistami, mirando a su alrededor.
Este patio, esta tumba, estos árboles que conocía piedra a piedra, rama a rama, hoja a hoja —esta vida, que había llenado cien años en el último mes— había llegado a su fin. Todo lo que él conocía tan bien desaparecería de su vida, incluyendo a este querido e impresionante joven. Era extraño pensar que cada vida verdadera duraba apenas unos años, que uno pasaba por muchas en cada período corporal.
—Dios es grande. Nunca volveremos a encontrarnos —dijo Bistami.