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Nuestro peregrino es vendido como esclavo en Egipto; en Zanj se encuentra otra vez con los ineludibles chinos.

Los captores de Bold navegaron hasta una isla, anclaron con una piedra amarrada a una roca, ataron con firmeza a su prisionero, y lo dejaron en la barca debajo de una manta mientras ellos desembarcaban.

Era una playa para pequeñas barcas cercana a un larguísimo muelle de madera detrás del rompeolas, que abrigaba a barcos mucho más grandes. Cuando regresaron, los hombres estaban borrachos y discutían. Sólo le desataron las piernas y, sin decirle una palabra, lo llevaron por el gran paseo marítimo de la ciudad, un sitio que a Bold le pareció sucio, salado y arruinado, oliendo bajo el sol a pescado muerto, de hecho, había muchos desparramados por allí. En el muelle que estaba frente a la gran construcción había fardos, cajas, grandes recipientes de arcilla, rollos de tela envueltos en red; también había una lonja de pescado, donde a Bold se le hizo la boca agua al mismo tiempo que su estómago se desplomaba.

Llegaron al mercado de esclavos. Una pequeña plaza con una plataforma elevada en el centro, parecida a la usada por los lamas para enseñar. Rápidamente se vendieron tres esclavos. Las mujeres eran las que acaparaban casi toda la atención y los comentarios de la gente. Eran desnudadas por completo salvo las cuerdas o cadenas que las ataban, si es que eran necesarias, y ellas permanecían allí de pie apáticas o encogidas. La mayoría eran negras, algunas morenas. Parecían haber sido dejadas para lo último de aquel día de subasta, los hombres liquidaban así a sus amantes abandonadas. Antes de que le tocara el turno a Bold, una niña demacrada de unos diez años fue vendida a un negro gordo que vestía sucias ropas de seda. La transacción tuvo lugar en una especie de árabe; la muchacha se vendió por cierta unidad monetaria, que Bold nunca antes había oído nombrar y el pago se hizo en pequeñas monedas de oro. Él ayudó a sus captores a que le quitaran sus viejas y andrajosas ropas.

—No necesito que me atéis —intentó decirles en árabe.

Pero lo ignoraron y le encadenaron los tobillos. Subió a la plataforma sintiendo cómo el aire caliente se posaba sobre él. Incluso él podía sentir el fuerte olor que desprendía, y al mirar hacia abajo vio que su tiempo en la tierra vacía lo había dejado casi tan escuálido como la pequeña que había pasado delante de él. Pero lo único que quedaba era músculo, y se enderezó, erguido, mirando hacia el sol mientras se llevaba a cabo la puja, pensando en la parte del sutra del lapislázuli que decía: «Los malvados demonios del mal vagan por la tierra, ¡marchaos! ¡Marchaos! ¡El Buda renuncia a la esclavitud!».

—¿Habla árabe? —preguntó alguien.

Uno de sus captores le dio un pequeño golpe, y Bold dijo en árabe:

—En el nombre de Dios el Misericordioso, el Compasivo, hablo árabe, también turco, mongol, ulu, tibetano y chino.

Entonces comenzó a salmodiar el primer capítulo del Corán, hasta que le tiraron de la cadena y él tomó esto como una señal para que callara. Tenía mucha sed.

Un pequeño y delgado árabe lo compró por veinte unidades de una moneda. Sus captores parecían conformes. Le dieron la ropa mientras bajaba de la plataforma, un par de pequeños golpes en la espalda y desaparecieron. Comenzó a ponerse su mugriento abrigo, pero su nuevo dueño lo detuvo, entregándole un trozo largo y limpio de tela de algodón.

—Envuélvete con eso. Deja aquí esas porquerías.

Sorprendido, Bold miró los últimos vestigios de su vida anterior. Nada más que harapos sucios, pero lo habían acompañado hasta aquí. Sacó de ellos su amuleto y ocultó su cuchillo en una manga, pero su dueño intervino y lo arrojó nuevamente sobre el montón de ropas.

—Vamos. Conozco un mercado en Zanj donde puedo vender a un bárbaro como tú por tres veces más de lo que acabo de pagar. Mientras tanto puedes ayudarme a prepararme para el viaje hasta allí. ¿Entiendes? Ayuda; eso hará todo más fácil para ti. Te daré más de comer.

—Entiendo.

—Asegúrate de hacerlo. No pienses en escapar. Alejandría es una ciudad magnífica. Aquí los mamelucos mantienen las cosas más a raya que la sharia. No perdonan a los esclavos que intentan escapar. Son huérfanos traídos desde el norte del mar Negro, hombres cuyos padres fueron muertos por bárbaros como tú.

De hecho el propio Bold había matado a unos cuantos de la Horda de Oro, así que asintió con la cabeza sin hacer ningún comentario.

—Han sido entrenados por los árabes a la manera de Alá, y ahora son más que musulmanes. —Dio un silbido para enfatizar lo que acababa de decir—. Han sido entrenados para gobernar Egipto sin tener en cuenta ninguna influencia menor, para ser fieles únicamente a la sharia. No querrías cruzarte con ellos.

Bold asintió una vez más con la cabeza.

—Entiendo.

Cruzar el Sinaí fue como viajar con una caravana por los desiertos del corazón de la tierra, excepto que esta vez Bold caminaba con los esclavos, en la nube de polvo detrás de la cola de camellos. Formaban parte de la peregrinación anual a La Meca. Una enorme cantidad de camellos y personas había recorrido pesadamente este camino, que ahora era un amplio, polvoriento y tranquilo campo despejado que atravesaba un desierto rocoso. Algunos grupos más pequeños que iban hacia el norte pasaron por su izquierda. Bold nunca había visto tantos camellos.

Los caravasares estaban en mal estado y cenicientos. Las cuerdas que lo ataban a los otros esclavos de su nuevo amo nunca eran desatadas, y durante la noche dormían en el suelo formando un círculo. Las noches eran más tibias de lo que Bold estaba acostumbrado, y aquello casi compensaba el calor diurno. Su amo, llamado Zeyk, les daba bastante agua y los alimentaba bien por la noche y al amanecer, tratándolos casi tan bien como a sus camellos, Bold observó: un comerciante que cuidaba de lo bienes que poseía. Bold aprobaba aquella actitud y hacía lo que podía para mantener la sucia cuerda de esclavos en buena forma. Si todos llevaban un buen ritmo de caminata, esto facilitaba mucho el andar. Una noche miró hacia arriba y vio que el Arquero lo miraba; recordó sus noches solitarias en la tierra vacía.

El fantasma de Temur,

el último superviviente de una aldea de pescadores,

los vacíos templos de piedra abiertos al cielo,

los días de hambre, la pequeña yegua,

aquel ridículo arco y flecha,

un pájaro rojo y un pájaro azul, sentados uno junto al otro.

Llegaron al mar Rojo, y embarcaron en un barco tres o cuatro veces más largo que el que lo había llevado a Alejandría, un dhow o zambuco; la gente lo llamaba de las dos maneras. El viento siempre soplaba desde el oeste, a veces fuerte, y navegaban a lo largo de la costa occidental con la gran vela latina hinchada hacia el este. Iban bien de tiempo. Zeyk daba de comer más y más a sus esclavos, engordándolos para el mercado. Bold tragaba alegremente el arroz y los pepinos extras; notaba que las llagas que tenía en los tobillos comenzaban a sanar. Por primera vez en mucho tiempo no estaba constantemente hambriento; era como si saliera de una niebla o de un sueño, caminando un poco más cada día. Claro que ahora era un esclavo, pero no lo sería siempre. Algo sucedería.

Después de detenerse en un seco puerto marrón llamado Massawa, una de las terminales de los peregrinos musulmanes, navegaron hacia el este atravesando el mar Rojo y bordearon el bajo cabo rojo que marca el final de Arabia, hasta Adén, un inmenso oasis costero, de hecho el puerto más grande que Bold había visto jamás, una ciudad muy rica, de palmeras verdes que se agitaban sobre tejados de cerámica, árboles cítricos y un sin número de alminares. Sin embargo, Zeyk no desembarcó allí ni sus bienes ni a sus esclavos; después de pasar un día en tierra firme regresó meneando la cabeza.

—A Mombasa —le dijo al capitán del barco, y le pagó más.

Entonces, navegaron otra vez hacia el sur, bordeando el cuerno y Ras Hafun, luego hacia abajo por la costa de Zanj, navegando mucho más hacia el sur de lo que Bold jamás había estado. El sol del mediodía caía casi en una perfecta vertical sobre su cabeza y castigaba terrible y cruelmente durante toda la jornada, día tras día, nunca una nube en el cielo. El aire quemaba como si el mundo fuese un gran horno. La costa aparecía de un marrón muerto o de un verde brillante, nada intermedio. Se detuvieron en Mogadiscio, en Lamu y en Malindi, todos ellos prósperos puertos comerciales árabes, pero Zeyk sólo desembarcaba brevemente.

Cuando entraron en Mombasa, el mayor puerto hasta ahora, se encontraron con una flota de barcos enormes, barcos más grandes de lo que Bold nunca hubiera imaginado que existieran. Cada uno era tan grande como un pueblo pequeño, con una larga línea de mástiles que atravesaban el centro. Había aproximadamente diez de estos gigantescos y extravagantes barcos, con otros veinte más pequeños anclados entre ellos.

—Ah, bien —le dijo Zeyk al capitán y dueño del zambuco—. Los chinos están aquí.

¡Los chinos! Bold no tenía idea de que fueran los dueños de semejante flota. Sin embargo tenía sentido. Sus pagodas, su gran muralla; les gustaba construir a lo grande.

La flota era como un archipiélago. Todos los que estaban a bordo del zambuco observaban los inmensos barcos, avergonzados y aprensivos, como si estuviesen frente a dioses de alta mar. Los enormes barcos chinos eran largos como una docena de los dhows más grandes; Bold contó nueve mástiles en uno de ellos. Zeyk lo vio y asintió con la cabeza.

—Miradlos bien. Pronto serán vuestro hogar, si Dios quiere.

El dueño del zambuco los llevó hacia la costa con un soplo de brisa. El muelle de la ciudad estaba totalmente invadido por los barcos de los visitantes que llegaban; después de discutir durante un rato con Zeyk, el dueño del zambuco varó su embarcación un poco hacia el sur del muelle. Zeyk y su hombre se enrollaron las túnicas y pusieron los pies en el agua, y ayudaron a toda la hilera de esclavos a llegar a tierra firme. El agua verde estaba tan caliente como la sangre, o incluso más.

Bold divisó algunos chinos, vistiendo sus características capas de fieltro aun aquí, donde con seguridad eran exageradamente abrigadas. Se paseaban por el mercado, acariciando con los dedos las mercancías en exposición y parloteando entre ellos, haciendo sus compras con la ayuda de un intérprete al que Zeyk conocía. Zeyk se acercó y lo saludó efusivamente, le preguntó si se podía negociar directamente con los visitantes chinos. El intérprete le presentó a algunos de los chinos, quienes parecían amables, incluso afables, como siempre. Bold se sorprendió temblando un poco, tal vez como consecuencia del calor y del hambre, tal vez debido a la presencia de los chinos, después de tantos años, del otro lado del mundo. Siempre con sus asuntos.

Zeyk y su asistente llevaron a los esclavos a través del mercado. Era un caos de olor, color y sonido. Gente negra como el carbón, cuyos globos oculares y dientes brillaban blancos o amarillos en contraste con la piel, ofrecían mercancías y trocaban alegremente. Bold seguía a los demás pasando junto a

Montañas de frutas verdes y amarillas,

de arroz, de café, de pescado y de calamares secos,

trozos y rollos de coloridas telas de algodón,

algunas con motas, otras a rayas blancas y azules;

fardos de seda china, pilas de alfombras de La Meca;

grandes nueces marrones, cazuelas de cobre

llenas de cuentas o piedras preciosas de colores,

o de redondas bolas de opio de dulce olor;

perlas, cobre sin refinar, cornalina, mercurio;

puñales y espadas, turbantes, chales;

colmillos de elefante, cuernos de rinoceronte,

sándalo amarillo, ámbar,

lingotes y sartas de monedas de oro y de plata,

telas blancas, telas rojas, porcelana,

todas las cosas de este mundo, sólidas bajo el sol.

Y luego el mercado de esclavos, una vez más ocupando toda una plaza, junto al mercado principal, con una tarima de subasta en el centro, tan parecida a la de los lamas cuando estaba vacía.

Los lugareños estaban reunidos en un costado alrededor de una venta, no era una subasta completa. En su mayoría eran árabes, y generalmente vestían túnicas de tela azul y zapatos de cuero rojo. Detrás del mercado se erguían una mezquita y su minarete delante de hileras de edificios de cuatro e incluso cinco plantas. El clamor era colosal, pero contemplando la escena, Zeyk meneó la cabeza.

—Esperaremos una audiencia privada —dijo.

Alimentó a los esclavos con pasteles de cebada y los condujo hasta uno de los grandes edificios junto a la mezquita. Allí llegaron algunos chinos con su intérprete, y todos pasaron a un patio interior del edificio, sombreado y lleno de plantas con enormes hojas verdes y una burbujeante fuente. Un salón que se abría ante este patio tenía todas las paredes cubiertas de estantes, con cuencos y figuras colocadas sobre ellos de una manera elaborada y hermosa: Bold reconoció la cerámica de Samarcanda y las figuras pintadas de Persia, entre cuencos chinos de porcelana blanca pintados de azul, con láminas de oro y cobre.

—Muy elegante —dijo Zeyk.

Entonces comenzaron a negociar. Los oficiales chinos inspeccionaron la hilera de esclavos de Zeyk. Le hablaron al traductor, y Zeyk consultó en privado con el hombre, asintiendo frecuentemente con la cabeza. Bold notó que estaba sudando, aunque sentía frío. Estaban siendo vendidos a los chinos en forma de lote único.

Uno de los chinos se paseó por la línea de esclavos. Observó a Bold.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó a Bold en chino.

Bold tragó saliva, señaló hacia el norte.

—Yo era comerciante. —Su chino era verdaderamente limitado—. La Horda de Oro me trajo a Anatolia. Luego a Alejandría y por fin aquí.

El chino asintió con la cabeza, luego siguió adelante. Poco después, los esclavos eran conducidos de regreso al muelle por soldados chinos con pantalones y camisas cortas. Allí los reunieron con otros grupos de esclavos. Los desnudaron, los lavaron con agua fresca, astringente y más agua fresca. Les dieron túnicas nuevas de puro algodón, los llevaron hasta los botes y los hicieron remar hasta uno de los grandes barcos. Bold subió una escala de cuarenta y un escalones puesta sobre el costado del barco, detrás de un enjuto niño negro esclavo. Los llevaron juntos debajo de la cubierta principal, a una cabina cerca del fondo del barco. No queremos deciros qué sucedió allí, pero la historia no tendría sentido si no lo hiciéramos, así que pasamos al siguiente capítulo. Estas cosas pasaron.