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A través de la tierra de los fantasmas hambrientos deambula un mono, solo como una nube.

Bold corrió o caminó hacia el oeste durante toda aquella noche, abriéndose paso a través del cada vez más frondoso bosque bajo la persistente lluvia, subiendo las colinas más pronunciadas que pudo encontrar, para despistar a cualquier tropa de jinetes que pudiera estar siguiéndolo. Nadie sería demasiado entusiasta en persecución de un posible portador de la peste, pero podían dispararle desde bastante lejos, y él deseaba desaparecer de su mundo como si nunca hubiera existido. Si no hubiera sido por aquella extraña tormenta seguramente estaría muerto, embarcado ya en otra existencia; aunque de todas maneras ahora también lo estaba. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá…

Caminó todo el día siguiente y toda la segunda noche. El atardecer del segundo día lo sorprendió atravesando otra vez la Puerta Morava, sintiendo que nadie se atrevería a seguirlo allí. Una vez que llegó a la llanura magiar se dirigió hacia el sur, entre los árboles. Bajo la luz húmeda de la mañana encontró un árbol caído y se deslizó profundamente bajo sus raíces expuestas, para dormir durante el resto del día en una sequedad oculta.

Aquella noche la lluvia paró, y en la tercera mañana Bold despertó famélico. No tardó mucho en encontrar, arrancar y comer unas cuantas cebollas de los prados; luego salió de caza para conseguir una comida más sustanciosa. Era posible que todavía colgara carne seca en los almacenes de las aldeas vacías, o que hubiera cereales en sus graneros. Quizá también pudiera encontrar un arco y algunas flechas. No quería acercarse a los poblados muertos, pero parecía ser la mejor manera de conseguir comida, y eso prevaleció sobre todo lo demás.

Aquella noche no durmió demasiado bien, tenía el estómago repleto y lleno de gases por las cebollas. Al amanecer partió hacia el sur, siguiendo al gran río. Todas las aldeas y los poblados estaban desiertos. La única gente que veía estaba muerta en el suelo. Era perturbador, pero nada podía hacerse. Él también estaba inmerso en una suerte de existencia póstuma, ciertamente un fantasma muy hambriento. Vivió comiendo lo que iba encontrando, sin nombre ni amigos; al igual que en las más arduas campañas en la estepa, comenzó a encerrarse en sí mismo, convirtiéndose cada vez más y más en un animal, su mente se encogía como los cuernos de un caracol asustado. Durante horas y horas pensaba en poco más que no fuera el sutra del corazón. La forma es vacío, el vacío es forma. No por nada había sido nombrado Sun Wu-kong, «Despierto al vacío», en una encarnación anterior. Mono en la vacuidad.

Llegó a una aldea que parecía intacta, bordeó sus límites. En un establo vacío encontró un arco sin cuerda y una aljaba de flechas, ambas cosas muy primitivas y mal hechas. Algo se movió afuera entre la hierba, entonces salió y llamó a una pequeña yegua negra. La atrajo con cebollas y no tardó en conseguir que se dejara montar.

Atravesó con ella un puente de piedra tendido sobre el gran río y cruzó lentamente los campos sembrados hacia el sur, arriba y abajo, arriba y abajo. Todas las aldeas estaban igualmente vacías, la comida que encontraba en ellas estaba podrida o comida a medias por los animales, pero ahora tenía la leche y la sangre de la yegua para subsistir, así que la cuestión no era tan urgente.

Aquí era otoño; Bold comenzó a vivir como los osos, comiendo bayas y miel, y conejos cazados con aquel ridículo arco. Probablemente había sido fabricado por un niño; no podía creer que alguien más grande pudiera hacer semejante cosa. Era una simple madera curva, tal vez de fresno, un poco tallada pero igualmente deformada; sin apoyo para la flecha, sin muesca, su cuerda era como la de izar una bandera de oración. Su antiguo arco había sido un laminado de cuerno, arce y tendón cubierto de cuero azul, de tirada suave y con fuerza suficiente para perforar una armadura a más de un li de distancia. Ahora está perdido, perdido para siempre, junto con el resto de sus escasas pertenencias; cuando disparaba esas flechas debiluchas con ese arco de rama y fallaba, sacudía la cabeza y se preguntaba si acaso valía la pena ir a buscar la flecha. No le extrañaba que aquella gente hubiera muerto.

En una pequeña aldea, cinco construcciones amontonadas sobre el vado de un riachuelo, la casa del jefe resultó tener una despensa cerrada, aún atiborrada de pastelillos de pescado condimentados con algo que Bold no pudo reconocer, y que le revolvió el estómago. Pero después de haber ingerido aquella extraña comida sintió que sus espíritus se animaban. En un establo encontró alforjas para la yegua, y las llenó con más comida seca. Siguió cabalgando, ahora más atento que antes a la tierra por la que estaba pasando.

Árboles de corteza blanca sostienen ramas negras,

pinos y cipreses aún verdes en la ladera.

Un pájaro rojo y otro azul posados juntos

en el mismo árbol. Ahora cualquier cosa es posible.

Cualquier cosa menos regresar a su vida anterior. No porque le guardara rencor a Temur; Bold hubiera hecho lo mismo de haber estado en su lugar. La peste era la peste, y no podía tratarse a la ligera. Y esta peste era evidentemente peor que muchas otras, puesto que había matado a todas las personas de la región. Entre los mongoles, la peste generalmente mataba a unos cuantos bebés, tal vez enfermaba a algunos adultos. Se mataba a todas las ratas y ratones que se encontraba, y si los bebés comenzaban a tener fiebre y a desarrollar granos, las madres los sacaban afuera para que vivieran o murieran junto al río. Se decía que las ciudades indias lo pasaban aún peor, la gente moría en multitudes. Pero nunca nada como esto. Era posible que otra cosa los hubiera matado.

Viajando a través de la tierra vacía.

Nubes y niebla, la luna pálida y fría.

El cielo, color escarcha, da frío mirarlo.

El viento perfora. Terror repentino.

Mil árboles braman en la desperdigada arboleda:

un mono solitario llora sobre una colina yerma.

Pero el terror lo atravesó y luego desapareció, como aluviones de lluvia, dejándole la mente tan vacía como la propia tierra. Todo era quietud. Se ha ido, se ha ido, se ha ido por completo.

Durante un rato pensó que cruzaría toda la región de la peste, la dejaría atrás y volvería a encontrar gente. Pero entonces llegó a una dentada cadena de colinas negras, y vio una gran ciudad que se abría ante sus pies, más grande que cualquiera que hubiera visto jamás, sus tejados cubrían todo el fondo de un valle. Pero estaba desierta. No había humo, ni ruido, ni movimiento. En el centro de la ciudad otro templo gigante de piedra se abría bajo el cielo. Al verlo el terror lo invadió una vez más, y entró en el bosque para escapar de la imagen de tanta gente desaparecida como las hojas del otoño.

Intuía dónde podía llegar, por supuesto. Al sur de aquí, tarde o temprano llegaría a las tierras de los turcos otomanos que vivían en los países balcánicos. Tendría la oportunidad de hablar con ellos; regresaría al mundo, pero fuera del imperio de Temur. Entonces algo comenzaría para él, alguna forma de vida.

Así que cabalgó hacia el sur. Pero, aquí también, los únicos ocupantes de las aldeas eran esqueletos. Tuvo hambre y cada vez más hambre. Forzó más y más a la yegua, y bebió de su sangre.

Entonces una noche, bajo la oscuridad de la luna, de repente oyó aullidos y en un suspiro estuvo junto a los gruñidos de los lobos. Bold apenas tuvo tiempo para cortar la atadura de la yegua y trepar a un árbol. La mayoría de los lobos se marcharon detrás de la yegua, pero algunos se sentaron jadeando debajo del árbol. Bold se puso lo más cómodo que pudo y se preparó para esperar que se fueran. Cuando llegó la lluvia se escabulleron. Al amanecer se despertó por décima vez, bajó del árbol. Partió río abajo y se encontró con los restos de la yegua, sólo piel y cartílagos y algunos huesos dispersos. No pudo encontrar las alforjas por ninguna parte.

Continuó a pie.

Un día, demasiado débil para caminar, se sentó a esperar junto a un riachuelo, y le disparó a un ciervo con una de las pequeñas y debiluchas flechas, hizo un fuego y comió bien, tragando trozos de pernil asado. Durmió lejos del cadáver, esperando regresar a él. Los lobos no podían trepar árboles, pero los osos sí. Vio un zorro, y puesto que la zorra había sido el nafs de su esposa, hacía ya mucho tiempo, se sintió mejor. Por la mañana el sol lo reconfortó. El ciervo había sido devorado por un oso, al menos eso era lo que parecía, pero él ya se sentía más fuerte con toda aquella carne fresca en su interior, y siguió su camino.

Caminó hacia el sur durante varios días, siempre que podía por las crestas de las montañas, sobre colinas tanto desiertas de gente como de vegetación, el suelo bajo sus pies anegado hasta las piedras y bañado de blanco por los rayos del sol. Al alba buscó a la zorra por los valles, y bebió de los manantiales, y buscó sobras de comida en aldeas muertas. Estos restos eran cada vez más difíciles de encontrar, y durante un tiempo tuvo que conformarse con masticar la correa de cuero de un arreo, un viejo truco mongol de las arduas campañas en las estepas. Pero le parecía que en aquel entonces había funcionado mejor, en las llanuras infinitas tanto más fáciles de atravesar que estas tortuosas colinas bañadas de blanco.

Al final de un día, después de haberse acostumbrado hacía ya mucho tiempo a vivir solo en el mundo, rebuscando comida como el mismísimo Mono, entró en un pequeño bosquecillo de árboles para hacer un fuego, y se sorprendió al ver que ya había uno encendido, vigilado por un hombre vivo.

El hombre era pequeño, como Bold. Sus cabellos eran rojos como las hojas del arce, su frondosa barba del mismo color, su piel pálida y leonada como la de un perro. Al principio Bold estaba seguro de que el hombre estaba enfermo, y mantuvo cierta distancia. Pero los ojos del hombre, de color azul, eran claros; y él también tenía miedo, totalmente alerta y preparado para lo que fuera. Se miraron fijamente en silencio, a través de un pequeño claro en el medio del bosquecillo.

El hombre hizo un gesto y señaló el fuego. Bold asintió con la cabeza y se acercó al claro con cautela.

El hombre estaba cocinando dos pescados. Bold sacó de su abrigo un conejo que había matado aquella mañana, y lo despellejó y lo limpió con su cuchillo. El hombre lo observaba hambriento, asintiendo con la cabeza al ver cada movimiento familiar. Dio vuelta a los pescados que tenía sobre el fuego, e hizo sitio para el conejo entre las brasas. Bold lo espetó con un palo y lo puso al fuego.

Cuando la carne estuvo asada, comieron en silencio, sentados sobre dos troncos en los lados opuestos del fuego. Los dos miraban fijamente las llamas, observándose de reojo sólo ocasionalmente, tímidos después de haber pasado tanto tiempo solos. Después de todo lo ocurrido, no era muy obvio lo que uno podía decirle a otro ser humano.

Finalmente el hombre habló, al principio entrecortado, y luego de corrido. A veces utilizaba una palabra que a Bold le resultaba familiar, pero no tan familiar como sus movimientos alrededor del fuego, y por mucho que lo intentara, Bold no podía entender nada de lo que el hombre decía.

Él mismo intentó decir algunas frases simples, sintiendo la rareza de las palabras en su boca, como guijarros. El otro hombre escuchaba atentamente, sus ojos azules destellaban a la luz del fuego, como apartados de la sucia palidez de la piel de su delgado rostro, pero no mostraba signo alguno de comprensión; ni mongol, ni tibetano, ni chino, ni turco, ni árabe, ni chagatai, ni cualquier otro de los saludos extranjeros que Bold había aprendido durante los años en que había atravesado la estepa.

Al finalizar el discurso de Bold el rostro del hombre se desfiguró en un espasmo, y lloró. Luego, secándose los ojos, dejando grandes rayas blancas sobre su sucio rostro, se puso de pie frente a Bold y dijo algo, gesticulando mucho. Señaló a Bold con el dedo, como si estuviera enfadado, luego dio un paso hacia atrás y se sentó sobre su tronco, y comenzó a imitar el movimiento que se hace cuando se rema una barca, o al menos eso fue lo que Bold conjeturó. Remó de espaldas, como los pescadores del mar Caspio. Hizo los movimientos que se hacen para pescar, luego los que se hacen para atrapar a los peces, para limpiarlos, para cocinarlos, para dárselos de comer a los niños pequeños. A través de sus gestos evocó a toda la gente a la que había alimentado, a sus hijos, a su esposa, a la gente con la que había vivido.

Luego alzó su rostro y observó las brasas y lloró otra vez. Levantó la precaria camisa que le cubría el cuerpo y señaló sus brazos y antebrazos, y entonces cerró el puño. Bold asintió con la cabeza, sintió cómo el estómago se le encogía cuando el hombre describió con gestos la enfermedad y la muerte de todos los niños, echándose al suelo y gimiendo como un perro. Luego la esposa, luego todo el resto. Todos menos este hombre, que caminaba alrededor del fuego señalando las hojas que cubrían el suelo, salmodiando palabras, tal vez nombres. Para Bold todo estaba muy claro.

Luego el hombre quemó su aldea muerta, todo tan claro en gestos, y también haciendo gestos se fue de allí remando. Remó sobre su tronco durante mucho tiempo, tanto que Bold pensó que se había olvidado de la historia; pero entonces se detuvo de golpe y retrocedió con su barca. Bajó a tierra, mirando a su alrededor y aparentando estar sorprendido. Luego comenzó a caminar. Caminó alrededor del fuego más de diez veces, simuló comer hierbas y palos, aullando como un lobo, encogiéndose debajo de su tronco, caminando un poco más, incluso remando otra vez. Dijo las mismas cosas una y otra vez:

Dea, dea, dea, dea.

Las gritó a las trémulas estrellas que brillaban sobre ellos a través del tejido de ramas.

Bold asintió con la cabeza. Conocía la historia. El hombre estaba gimiendo, con un suave gruñido, como un animal, golpeando la tierra con un palo. Sus ojos eran tan rojos como los de cualquier lobo a la luz del fuego. Bold comió un poco más de conejo, luego ofreció el palo al hombre, quien se lo arrebató y comió hambriento. Permanecieron allí sentados observando el fuego. Bold se sentía tanto acompañado como solo. Miró al otro hombre, que se había comido sus dos pescados, y ahora daba cabezadas. El hombre se puso de pie bruscamente, murmuró algo, se acurrucó cerca del fuego y se quedó dormido. Con dificultad, Bold avivó el fuego, se acomodó en el otro lado, e intentó hacer lo mismo. Cuando se despertó, el fuego había muerto y el hombre se había marchado. Era un amanecer frío, empapado de rocío, y las huellas del hombre bajaban por la pradera hasta una gran curva en un riachuelo; allí desaparecían. No había señal alguna de hacia dónde había ido el hombre.

Pasaron los días, y Bold siguió su camino hacia el sur. Pasaron largas horas durante las que no pensaba absolutamente en nada, tan sólo exploraba la tierra en busca de comida y el cielo para conocer el clima, murmurando una o dos palabras una y otra vez. Despierto al vacío. Un día llegó a una aldea construida alrededor de un manantial.

Viejos templos dispersos por el lugar,

redondas columnas rotas que apuntan al cielo.

Todo en medio de un inmenso silencio.

¿Qué hizo enfadar tanto a estos dioses

para castigar así a su gente? ¿Qué harían

con una alma solitaria que deambula

después de que el mundo ha acabado?

Blancos tambores de mármol caídos aquí y allí:

un pájaro pía en el aire vacío.

No le interesaba entrar ilegítimamente para examinar nada, y entonces rodeó los templos.

Om mane padme hum, om mane padme hummmm —murmuraba, de repente consciente de que ahora a menudo hablaba solo en voz alta, sin darse cuenta nunca de ello, como si ignorara a un viejo compañero que siempre dice las mismas cosas.

Continuó rumbo al sur y al este, aunque había olvidado por qué. Entró en las casas al borde del camino en busca de comida seca. Caminó por los caminos desiertos. Era una tierra vieja. Nudosos olivos, negros y pesados con sus frutos incomibles, se burlaban de él. Ninguna persona comía de su propio esfuerzo, nadie. Cada vez tenía más hambre, y la comida se convirtió en su único objetivo, día tras día. Pasó por más ruinas de mármol y rebuscó en los caseríos por los que pasaba. Una vez encontró un inmenso vaso de arcilla lleno de aceite de oliva, y se quedó allí cuatro días hasta bebérselo todo. Luego la caza se volvió más abundante. Vio a la zorra más de una vez. Algunos buenos disparos con su ridículo arco lo mantuvieron alejado del hambre. Cada noche hacía más grandes sus fuegos, y una o dos veces se preguntó qué habría sido de aquel hombre al que había conocido. ¿Acaso el haber encontrado a Bold le habría hecho darse cuenta de que estaría solo, sin importar qué pasara o a quién encontrara, y se habría matado para reunirse nuevamente con su jati? ¿O tal vez simplemente había resbalado mientras bebía? ¿O se había metido en el riachuelo para evitar que Bold lo siguiera? No había manera de saberlo, pero aquel encuentro acudía a Bold una y otra vez, en especial la claridad con la que había podido entenderle.

Los valles se extendían hacia el sur y hacia el este. Podía sentir la forma de los viajes en su mente, y descubrió que no podía recordar lo suficiente su recorrido en las últimas semanas como para estar seguro de dónde se encontraba, con relación a la Puerta Morava, o al kanato de la Horda de Oro. Desde el mar Negro habían cabalgado hacia el oeste durante aproximadamente diez días, ¿no es cierto? Era como tratar de recordar cosas de una vida anterior.

Sin embargo, parecía posible que estuviese acercándose al imperio bizantino, yendo hacia Constantinopla desde el norte y el oeste. Agotado junto a su hoguera nocturna, se preguntaba si Constantinopla estaría también muerta. Se preguntaba si Mongolia estaría muerta, si tal vez todos los habitantes del mundo estarían muertos. El viento susurraba a través de los arbustos como las voces de un fantasma, y cayó en un intranquilo sueño, despertándose varias veces durante la noche para observar las estrellas y echarle más ramas al fuego. Tenía frío.

Se despertó una vez más, y allí estaba el fantasma de Temur, de pie al otro lado del fuego, la luz de las llamas danzaba sobre su impresionante rostro. Sus ojos eran negros como la obsidiana; Bold podía ver dos estrellas brillando en ellos.

—Así que —dijo Temur pesarosamente— te has escapado.

—Sí —susurró Bold.

—¿Qué sucede? ¿Acaso no quieres salir de caza otra vez?

Esto era algo que ya le había dicho antes a Bold. Al final se había puesto tan débil que había tenido que ser llevado en una litera, pero nunca pensó en detenerse. El último invierno había estado pensando en si debía ir o no hacia el este en primavera, para luchar contra China, o hacia el oeste, para combatir contra los francos. Durante un inmenso festín sopesó las ventajas de cada movimiento, y en determinado momento miró a Bold, y algo en el rostro de Bold hizo que el kan se lanzara contra él con su poderosa voz, todavía fuerte a pesar de su enfermedad.

—¿Qué sucede, Bold? ¿Acaso no quieres salir de caza otra vez? —le había dicho.

—Siempre, gran kan —había respondido Bold aquella vez—. Estuve allí cuando conquistamos Ferghana, Khorasan, Sistan, Khrezm y Monghulistan. Muy bien puedo ir una vez más.

Temur había reído su risa furiosa. ¿Pero esta vez adónde vas, Bold? ¿Adónde vas?

Bold sabía bien lo que hacía y se encogió de hombros.

—A mí me da lo mismo, gran kan. ¿Por qué no tiráis una moneda? —respondió.

Por lo cual recibió otra risa, y un sitio cálido en el establo aquel invierno, y un buen caballo para la campaña. Había viajado hacia el oeste durante la primavera de 784.

Ahora el fantasma de Temur, tan sólido como cualquier hombre, le echaba a Bold una mirada asesina llena de reproches desde el otro lado del fuego.

—Tiré la moneda tal como tú me lo sugeriste, Bold. Pero debe de haber caído del lado equivocado.

—Tal vez China hubiese sido peor —dijo Bold.

—¿Cómo podría haber sido peor? —preguntó furioso Temur—. ¿Haber muerto por un relámpago? ¿Cómo podría haber sido? Tú hiciste aquello, Bold; tú y Psin. Trajisteis la maldición del Oeste con vosotros. Nunca deberíais haber regresado. Y yo debería haberme ido a China.

—Tal vez.

Bold no sabía cómo tratar con él. Los fantasmas enfadados necesitan tanto ser desafiados como apaciguados. Pero aquellos ojos negro azabache, que brillaban a la luz de las estrellas…

De repente Temur tosió. Se llevó una mano a la boca, y escupió algo rojo. Lo observó, y luego se lo enseñó a Bold para que lo viera: un huevo rojo.

—Esto es tuyo —dijo, y le arrojó el huevo a Bold por encima de las llamas.

Bold se retorció para cogerlo y se despertó. Gimió. Estaba claro que el fantasma de Temur no estaba contento. Deambulando entre los mundos, visitando a sus antiguos soldados como cualquier otro preta… en cierto sentido era patético, pero Bold no podía sacarse de encima el miedo. El espíritu de Temur era un gran poder, no importaba en qué esfera estuviera. Su mano podía estirarse y entrar en este mundo y cogerle un pie a Bold en cualquier momento.

Durante todo aquel día Bold anduvo hacia el sur envuelto en una neblina de recuerdos, viendo apenas la tierra que se abría ante él. La última vez que Temur lo había visitado en el establo había sido difícil, dado que el kan ya no podía cabalgar. Había mirado a una robusta yegua negra como quien mira a una mujer, y le acarició la ijada y le dijo a Bold:

—El primer caballo que robé en mi vida era igual a éste. Comencé siendo pobre y la vida era muy dura. Dios me dio una señal. Pero cualquiera hubiera pensado que Él me dejaría cabalgar hasta el final.

Y había mirado a Bold con aquella mirada suya tan penetrante, un ojo apenas más alto y más grande que el otro, igual que en el sueño. Aunque en vida sus ojos habían sido marrones.

El hambre mantenía a Bold ocupado con la caza. Temur, a pesar de ser un fantasma hambriento, ya no tenía que preocuparse por la comida, pero Bold sí. Todas las presas corrían hacia el sur, hacia los valles. Un día, en lo alto de una montaña, vio agua, un metal brillante en la distancia. Un enorme lago, o el mar. Unos caminos antiguos lo llevaron hacia otro grupo de montañas, hacia otra ciudad.

Una vez más, no había nadie con vida. Todo estaba inmóvil y en silencio. Bold deambuló por calles vacías, entre construcciones vacías, sintiendo que unas manos frías de pretas bajaban por su espalda.

En la colina central de la ciudad se erguía un bosquecillo de templos blancos, como huesos blanqueados por el sol. Al verlos, Bold decidió que había encontrado la capital de aquella tierra muerta. Había caminado por pueblos periféricos de toscas piedras hasta templos de capitales de suave mármol blanco, y nadie había sobrevivido. Una neblina blanca le impidió ver, y la atravesó tropezando por las calles polvorientas, cuesta arriba hasta llegar a la colina del templo, para presentar su caso ante los dioses del lugar.

Sobre la sagrada meseta tres templos pequeños rodeaban a uno más grande, una belleza rectangular con hileras dobles de suaves columnas por los cuatro lados; las columnas sostenían un techo reluciente de tejas de mármol. Debajo del alero había figuras talladas que luchaban, marchaban, volaban y gesticulaban, en un gran cuadro viviente de piedra que retrataba a la gente ausente o a sus dioses. Bold se sentó sobre el tambor de mármol de una columna caída hacía ya mucho tiempo y observó la escultura de piedra; allí vio el mundo que se había perdido.

Finalmente se acercó al templo y entró en él rezando en voz alta. A diferencia de los grandes templos de piedra del norte, éste no había sido un sitio de reunión para los feligreses en su final; dentro no había ningún esqueleto. De hecho parecía haber sido abandonado hacía muchos años. Colgaban murciélagos de las alfardas, y la oscuridad estaba cortada por rayos de sol que se filtraban por tejas rotas. Al final del templo había un altar que parecía haber sido construido descuidadamente. Sobre él ardía una única vela en un bote de aceite. La última oración de aquella gente, vacilando inclusive después de su muerte.

Bold no tenía nada que ofrecer a modo de sacrificio, y el gran templo blanco se erguía silencioso sobre él.

—¡Se han ido, se han ido, se han ido al más allá, se han ido por completo al más allá! ¡Oh, qué despertar! ¡Alabados seáis todos!

Sus palabras resonaron en forma de eco hasta perderse en el vacío.

Salió tropezando a la claridad de la tarde; al mirar hacia el sur vio el destello del mar. Iría al sur. Aquí no había nada que lo retuviese; la gente y también sus dioses habían muerto.

Una extensa bahía recortada entre dos colinas. Salvo algunas barcas de remo, el puerto en la punta de la bahía estaba vacío. Algunas flotaban golpeadas por las olas, otras estaban con el fondo hacia arriba sobre la única playa que se extendía más allá del muelle. No se arriesgó a coger una barca, no sabía nada de navegación. Había visto Issyk Kul, el lago Qinghai, el mar de Aral, el Caspio y el Negro, pero nunca había subido a una barca, como no fueran los transbordadores que cruzaban los ríos. Y no quería empezar ahora.

No se ha visto ningún viajero en este largo camino,

no vuelven barcos de la lejanía durante la noche.

Nada se mueve en este puerto muerto.

En la playa recogió un poco de agua para beber —la escupió— era salada, como la del mar Negro, o como la de los manantiales de la cuenca del Tarim. Era extraño ver tanta agua desperdiciada. Había oído decir que un océano rodeaba el mundo. Tal vez se encontraba en el borde del mundo, en el borde occidental, o en el austral. Probablemente los árabes vivieran al sur de este mar. No lo sabía; y por primera vez en todo su viaje, tuvo la sensación de que no tenía la menor idea de dónde se encontraba.

Estaba dormido sobre la cálida arena de la playa, soñando con las estepas, intentando mantener a Temur alejado del sueño simplemente con la fuerza de su voluntad, cuando fue despertado de repente por unas fuertes manos, que le dieron vuelta y le ataron las piernas y los brazos detrás de la espalda. Lo cogieron de los pies y lo arrastraron.

—¿Qué tenemos aquí?

Eso, o algo parecido, dijo un hombre. Hablaba algo que podía ser turco; Bold no conocía muchas de las palabras, pero era una especie de turco, y generalmente podía entender la idea de lo que estaban diciendo. Parecían soldados o tal vez bandoleros, inmensos rufianes de manos fuertes, con pendientes de oro y sucias ropas de algodón. Al verlos lloró mientras sonreía tontamente; sintió que el rostro se le estiraba y los ojos le ardían. Ellos lo observaban con cautela.

—Un loco —se atrevió a decir uno.

Bold negó aquello con la cabeza.

—No… no he visto a nadie —dijo en turco ulu. La lengua parecía grande dentro de su boca, porque a pesar de tanto murmurar para sí mismo y para los dioses, se había olvidado de cómo hablar a la gente—. Creía que todos estaban muertos.

Señaló hacia el norte y hacia el oeste.

No parecían entenderle.

—Matadlo —dijo uno, tan despreciativo como Temur.

—Todos los cristianos han muerto —dijo otro.

—Matadlo, vamos. Las barcas están llenas.

—Traedlo —dijo el otro—. Los traficantes de esclavos pagarán por él. No hundirá la barca, con lo delgado que está.

Algo así. Lo arrastraron por la playa. Tenía que darse prisa para que la cuerda no le diera vuelta y lo pusiera de espaldas; el esfuerzo lo mareaba. No tenía muchas fuerzas. Los hombres olían a ajo y eso le daba aún más hambre, a pesar de que el olor era asqueroso. Pero si tenían la intención de venderlo como esclavo, tendrían que alimentarlo. Al pensarlo, se le hizo la boca agua de tal manera que babeaba como un perro, y también lloraba, la nariz le moqueaba; como tenía las manos atadas detrás de la espalda no podía limpiarse la cara.

—Está echando espuma por la boca como un caballo.

—Está enfermo.

—No está enfermo. Traedlo. Vamos. —Y ahora a Bold—: No tengas miedo. Allí donde te llevamos, hasta los esclavos viven mejor que vosotros, perros bárbaros.

Luego lo metieron a empujones en una barca que estaba en la playa, después la llevaron bruscamente hasta el agua, donde empezó a mecerse violentamente. Inmediatamente Bold se dio de bruces con el fondo de la barca.

—Ahí, esclavo. Sobre ese rollo de cuerda. ¡Siéntate!

Se sentó y los observó mientras trabajaban. Pasara lo que pasara, aquello era mejor que la tierra desierta. El solo hecho de ver hombres en movimiento, de escucharlos hablar, lo llenaba. Era como observar a los caballos al galope por la estepa. Hambriento, los miró mientras izaban una vela en el mástil; la barca se escoró a un lado de tal manera que Bold se tiró hacia el otro. Al ver aquello se rieron a carcajadas. Él sonrió avergonzado, señalando la gran vela latina.

—Para volcarnos no basta con este suspiro.

—Alá nos proteja del viento.

—Alá nos proteja.

Musulmanes.

—Alá nos proteja —dijo Bold cortésmente. Luego, en árabe—: En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo.

Durante los años que había pasado en el ejército de Temur había aprendido a ser tan musulmán como cualquiera. A Buda no le importaba lo que dijeras para ser cortés. Ahora no evitaría que fuera un esclavo, pero tal vez le permitiría ganarse un poco más de comida. Los hombres lo miraron con curiosidad. Vio que la tierra iba desapareciendo. Le desataron los brazos y le dieron un poco de carnero seco y de pan. Intentó masticar cien veces cada bocado. Aquellos sabores conocidos le traían a la mente toda su vida. Comió lo que le dieron, bebió agua fresca de una taza que le ofrecieron.

—Alabado sea Alá. Gracias en el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso.

Navegaron por una ancha bahía, hasta llegar a un mar aún más ancho. Por la noche se detuvieron detrás de unos promontorios, largaron el ancla y durmieron. Bold se acurrucó sobre el rollo de cuerda. Cada vez que se despertaba por la noche tenía que recordarse a sí mismo dónde se encontraba.

Cada mañana navegaban hacia el sur, siempre hacia el sur; un día atravesaron un largo estrecho hasta adentrarse en un mar abierto, con grandes olas. El balanceo de la barca era como el de un camello. Bold señaló hacia el oeste. Los hombres nombraron una tierra, pero Bold no entendió el nombre.

—Están todos muertos —dijeron los hombres.

El atardecer los sorprendió aún en mar abierta. Por primera vez navegaron toda la noche, siempre despiertos cuando Bold se despertaba, mirando las estrellas, sin hablarse. Durante tres días navegaron sin tierra alguna a la vista, y Bold se preguntaba cuánto tiempo más duraría aquello. Pero la cuarta mañana el cielo del sur apareció blanco, luego marrón.

Una neblina como la que surgió del Gobi.

Arena en el aire, arena y polvo fino. ¡Tierra!

Tierra muy baja. El mar y el cielo;

ambos se tiñen del mismo marrón

antes de alcanzar a ver una torre de piedra,

luego un gran rompeolas de piedra, delante de un puerto.

Feliz, uno de los marineros nombra el puerto.

—¡Alejandría!

Bold había oído ese nombre, aunque no sabía nada sobre esa ciudad. Y nosotros tampoco; pero para saber más, podéis leer el próximo capítulo.