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En otro viaje hacia el oeste, Bold y Psin encuentran una tierra vacía; Temur está molesto, y el capítulo tiene un final tormentoso.

Mono nunca muere. Continúa regresando para ayudarnos en tiempos difíciles, tal como socorrió a Tripitaka durante los peligros del primer viaje hacia el oeste, para llevar a China el budismo de la India.

Ahora había adquirido la forma de un pequeño mongol llamado Bold Bardash, caballero del ejército de Temur el Cojo. Hijo de un vendedor de sal tibetano y de una espiritual posadera mongol; por lo tanto viajero desde antes de nacer, para arriba, para abajo, para atrás y para adelante, sobre montañas y ríos, cruzando desiertos y estepas, atravesando siempre el corazón del mundo. En la época de nuestra historia ya era viejo: rostro cuadrado, nariz torcida, cabellos grises trenzados y una barba de cuatro pelos. Sabía que ésta sería la última campaña de Temur y se preguntaba si también sería la suya.

Un día, cabalgando al frente del ejército, un pequeño grupo de soldados pasó por unas oscuras colinas al anochecer. Bold empezaba a inquietarse con tanto silencio. Por supuesto, en realidad no todo era sigilo; los bosques siempre resultaban ruidosos comparados con la estepa. Más adelante había un gran río que derramaba sus sonidos en el viento que agitaba los árboles; pero faltaba algo. Tal vez el cantar de los pájaros, o algún otro sonido que Bold no podía terminar de descifrar. Los caballos se reían disimuladamente cuando los hombres los animaban con las rodillas. El clima estaba cambiando y eso no ayudaba, las largas colas de las yeguas trazaban líneas anaranjadas en la parte más alta del cielo, ráfagas de viento, humedad en el aire; una tormenta se acercaba desde el oeste. Bajo el inmenso cielo de la estepa hubiera sido evidente. Aquí en las colinas boscosas el cielo no se dejaba ver tanto, y los vientos eran cambiantes, pero aun así los indicios eran claros.

Cabalgan por campos que no han sido cosechados.

La cebada caída sobre sí misma,

los manzanos con manzanas secas en las ramas,

o negras en el suelo.

No hay huellas de carros ni de cascos ni de pies

en la tierra del camino. El sol se pone;

la luna, casi llena, desfigurada allí en lo alto.

Los buhos sobre los campos. Una ráfaga repentina:

qué grande parece el mundo en el viento.

Los caballos están tensos, Mono también.

Llegaron a un puente vacío y lo cruzaron; los cascos resonaban en los tablones. Ahora se encontraban con algunas construcciones de madera techadas de paja. Pero no había fuegos ni luces de antorchas. Continuaron avanzando. Aparecieron más construcciones entre los árboles, pero todavía no se veía a nadie. La tierra oscura estaba vacía.

Psin los apremió para que siguieran marchando, y a los costados del cada vez más ancho camino todavía aparecían más construcciones. Luego el camino que se alejó de las colinas y los condujo hasta una planicie; delante de ellos se irguió una ciudad negra y silenciosa. No había luces, ni voces; tan sólo el viento, que hacía rozar las ramas entre sí sobre los rizos de la inmensa y negra corriente del río. La ciudad estaba vacía.

Por supuesto que renacemos muchas veces. Llenamos nuestros cuerpos como el aire llena las burbujas, y cuando las burbujas estallan entramos directos en el Bardo, y erramos hasta que un soplido nos lleva hacia una nueva vida, de regreso a algún lugar del mundo. Generalmente, esta certeza le resultaba bastante reconfortante a Bold cuando tropezaba exhausto sobre los campos después de la batalla, la tierra cubierta de cuerpos rotos que parecen sacos vacíos.

Pero llegar a un pueblo en el que no ha habido batalla alguna y encontrar que todo el mundo ha muerto es algo muy diferente. Gente muerta desde hacía mucho tiempo; los cuerpos secos. Al crepúsculo y a la luz de la luna podían ver el brillo de los huesos expuestos, esparcidos por lobos y cuervos. Bold repitió para sí mismo el sutra del corazón: «La forma es vacío, el vacío es forma. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá. ¡Oh, qué Despertar! ¡Alabados seáis todos!».

Los caballos descansaban en las afueras del pueblo. Excepto por rumor del río, todo estaba en silencio. El ojo desviado de la luna brillaba sobre las piedras vestidas, allí en medio de todas las construcciones de madera. Una gran construcción de piedra, entre otras más pequeñas.

Psin ordenó a sus hombres que se cubrieran el rostro para evitar tener contacto con nada, que se quedaran sobre sus caballos y que evitaran que sus caballos tocaran con los cascos cualquier cosa que no fuera el suelo. Cabalgaron lentamente atravesando calles estrechas, flanqueadas por construcciones de madera de dos o tres plantas, apoyándose unos en otros como en las ciudades chinas. Los caballos estaban intranquilos pero no se negaron a avanzar.

Llegaron a una plaza central pavimentada que estaba cerca del río y se detuvieron frente a la enorme construcción de piedra. Era inmensa. Muchos habitantes del pueblo habían ido a morir aquí. Su lamasería, sin duda, pero sin techo, abierta al cielo; era una obra inacabada. Como si estas personas hubieran recurrido a la religión únicamente en sus últimos días; pero demasiado tarde; aquel sitio era una tumba de huesos. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá. Todo estaba inmóvil; a Bold se le ocurrió que el pasaje de la montaña por el que habían elegido cabalgar tal vez no había sido el correcto, el que conducía a aquel otro oeste, a la tierra de los muertos. Por un instante recordó algo, una visión momentánea de otra vida; un pueblo mucho más pequeño que éste, una aldea aniquilada por algún terrible torrente que había enviado a todos juntos al bardo. Horas en una habitación esperando la muerte; ésa era la razón por la que tan a menudo sentía que reconocía a la gente que se encontraba. Sus existencias eran un destino compartido.

—Peste —dijo Psin—. Salgamos de aquí.

Cuando miró a Bold, sus ojos se iluminaron y su rostro estaba duro; parecía uno de los guardias de piedra de las tumbas imperiales.

Bold se estremeció.

—Me pregunto por qué no se habrán ido —dijo.

—Tal vez no había adónde ir.

La peste había atacado la India hacía unos años. Los mongoles generalmente no la contraían; sólo caía un bebé de vez en cuando. Los turcos y los indios eran más susceptibles; por supuesto Temur los tenía a todos en su ejército: persas, turcos, mongoles, tibetanos, indios, tajikos, árabes, georgianos. La peste podía matar a cualquiera de ellos, o a todos. Si es que era eso verdaderamente lo que había derribado a aquella gente. No había manera alguna de estar seguro.

—Regresemos para contarles —dijo Psin.

Los demás asintieron con la cabeza, complacidos de que la decisión fuera de Psin. Temur les había dicho que exploraran la llanura magiar y lo que hubiera detrás de ella, cuatro días de cabalgata hacia el oeste. No le gustaba que los destacamentos exploradores regresaran sin obedecer sus órdenes, así estuvieran formados por su qa'uchin más antiguo. Pero Psin podía enfrentarse a él.

Volvieron a cabalgar una vez más a la luz de la luna y acamparon brevemente cuando los caballos estuvieron cansados. Se pusieron en marcha al amanecer y atravesaron una vez más el amplio paso entre las montañas que los primeros exploradores habían dado en llamar la Puerta Morava. No vieron humo en ninguna de las aldeas o chozas por las que pasaron. Espoleaban a sus monturas para que galoparan tanto como pudieran, cabalgaron sin parar todo aquel día.

Mientras bajaban por la larga ladera oriental de la montaña, de regreso hacia la estepa, una enorme muralla de nubes se elevó en la mitad occidental del cielo.

Como la manta negra de Kali sobre ellos,

La Diosa de la Muerte los persigue fuera de su tierra.

La parte oculta, sólida y negra, ondulada,

Colas de cerdos negros y anzuelos haciendo remolinos en el aire.

Un presagio tan sombrío que los caballos inclinan la cabeza,

Los hombres ya no pueden verse unos a otros.

Se acercaron al gran campamento de Temur, y la negra nube de la tormenta cubrió el resto del día, provocando una oscuridad como la de la noche. A Bold se le erizaron los pelos. Cayeron algunas gotas muy grandes, y los truenos se acercaron desde el oeste como gigantes ruedas de hierro. Se acurrucaron sobre la silla y acicatearon a los caballos para que siguieran avanzando, reacios a regresar con semejante tormenta, con semejantes noticias. Temur lo tomaría como un presagio, tal como lo habían hecho ellos. Temur decía a menudo que todo su éxito se lo debía a un asura que lo visitaba y le daba consejos. Bold había presenciado una de aquellas visitas; había visto a Temur hablando con un ser invisible y luego decirle a la gente lo que estaban pensando y qué iba a sucederles. Una nube tan negra sólo podía ser una señal. El mal en el oeste. Algo malo había sucedido allí, algo aún peor que la peste, tal vez; el plan de Temur de conquistar a los magiares y a los francos tendría que ser abandonado: había sido derrotado por la mismísima diosa de las calaveras. Resultaba difícil imaginarlo aceptando una prioridad como ésa, pero allí estaban, bajo una tormenta como la que nadie había visto antes, y todos los magiares estaban muertos.

El humo de los fuegos de los campamentos invadía el aire, como en un gran sacrificio, el aroma familiar y sin embargo distante, parecía llegar de un hogar al que habían abandonado para siempre. Psin miró a los hombres que lo rodeaban.

—Acampad aquí —ordenó. Pensó unos instantes—. Bold.

Bold sintió que el miedo lo atravesaba como si fuera una flecha.

—Ven.

Bold tragó saliva y asintió con la cabeza. No era valeroso, pero tenía el porte estoico de los qa'uchin, los guerreros más antiguos de Temur. Psin también sabría que Bold era consciente de que habían entrado en una esfera diferente, que todo lo que sucediera a partir de entonces sería extraño, algo predestinado y que estaba siendo vivido inexorablemente, un karma del que no podían escapar.

Sin duda, Psin también estaría recordando cierto incidente de su juventud, cuando ambos habían sido capturados por una tribu de cazadores taiga al norte del río Kama. Juntos habían protagonizado una huida muy exitosa, habían apuñalado al cabecilla de los cazadores y luego habían atravesado corriendo una hoguera en medio de la noche.

Sin desmontar, los dos hombres rodearon a los últimos guardias y atravesaron el campamento hasta llegar a la tienda del kan. Al norte y al oeste rayos y centellas enloquecían el aire negro. Ninguno de los hombres había visto en toda su vida semejante tormenta. Los escasos y pequeños pelos que cubrían los antebrazos de Bold estaban erizados, y él podía sentir el aire crepitando con fantasmas hambrientos, los pretas se reunían para ver a Temur cuando salía de su tienda de campaña. Había matado a tantos.

Los dos hombres desmontaron y se quedaron esperando. Los guardias salieron de la tienda, abrieron las pieles de la entrada hacia los lados, y se colocaron allí en posición de firmes, preparados y con los arcos alzados. Bold tenía la garganta demasiado seca y no podía tragar; parecía como si una luz azul resplandeciera dentro de la gran yurta del kan.

Temur apareció muy alto en el aire, sentado en la litera que sus cargadores ya se habían colocado sobre los hombros. Estaba pálido y sudaba, tenía los ojos blancos. Miró fijamente a Psin.

—¿Por qué habéis regresado?

—Kan, una peste ha atacado a los magiares. Están todos muertos.

Temur observaba a su poco estimado general.

—¿Por qué habéis regresado?

—Para informaros, kan.

La voz de Psin era firme; sus ojos se encontraron sin miedo con la feroz mirada de Temur. Pero Temur no estaba satisfecho. Bold tragó saliva; nada aquí era igual que aquella vez cuando él y Psin habían escapado de los cazadores, no había ni un solo rasgo de aquel esfuerzo que pudiera ser repetido. Solamente quedaba la idea de que habían podido hacerlo.

Algo se agitó dentro de Temur, Bold lo vio; ahora su asura estaba hablando a través de él, y esto parecía estar causándole mucho daño. Tal vez no era un asura, sino su nafs, el animal espiritual que vivía dentro de él. Dijo con voz áspera:

—¡No pueden escaparse con tanta facilidad! Sufrirán por esto; no importa cómo traten de escapar. —Agitó un brazo débilmente—. Regresad a vuestro campamento.

Luego les dijo a sus guardias con voz más serena:

—Llevaos a estos dos y matadlos junto con sus hombres; a sus caballos también. Haced una hoguera y quemadlo todo. Luego trasladad nuestro campamento a dos días a caballo de aquí, hacia el este.

Levantó la mano.

El mundo saltó en mil pedazos.

Un rayo había estallado entre ellos. Bold cayó sordo y de bruces al suelo. Cuando miró aturdido a su alrededor, vio que todos los demás que estaban allí habían sido derribados de la misma manera, que la tienda del kan estaba en llamas, la litera de Temur estaba volcada, sus cargadores por el suelo, el propio kan sobre una rodilla, con las manos en el pecho. Algunos de sus hombres acudieron a él. Una vez más un rayo cayó sobre ellos.

Bold se levantó a tientas y escapó. Miró por encima del hombro a través de verdes y latentes imágenes consecutivas, y vio cómo el nafs negro de Temur salía de su boca para adentrarse en la noche. Temur-i-Lang, Hierro el Cojo, abandonado por ambos, asura y nafs. El cuerpo vacío se derrumbó en el suelo, y la lluvia lo cubrió. Bold atravesó la oscuridad corriendo hacia el oeste. No sabemos qué camino siguió Psin, o qué le sucedió; pero en cuanto a Bold, podréis descubrirlo en el próximo capítulo.