Decimocuarta regla del fútbol americano:
Fuera de Juego: se señala cuando un jugador defensivo invade la línea de golpeo en el momento justo del comienzo de la jugada. Si el jugador logra retroceder a su posición inicial antes de que se produzca la jugada, no se considera falta.
Mac y Susan se despertaron a la mañana siguiente. Ella se quedó dormida enseguida y él, después de ir al baño para asearse, volvió a la cama y se tumbó a su lado. Cuando Mac abrió los ojos y la descubrió mirándolo durante un segundo sintió una opresión en el pecho, pero ésta se desvaneció cuando Susan le sonrió y se acercó a darle un beso. Volvieron a hacer el amor y cuando terminaron, él le pidió que se duchasen juntos. Era la opción más ecológica y Mac se preocupaba mucho por el medioambiente. Susana rechazó la invitación y cuando le dijo, sonrojada de los pies a la cabeza, que necesitaba un poco de tiempo para recuperarse, Mac dejó que se duchase sola… Después de llenarle el cuerpo de besos.
Y decretó que lo de la ducha tenían que intentarlo más adelante.
Ninguno de los dos mencionó la intensidad con la que habían hecho el amor toda la noche, era como si hubieran decidido dar una tregua a sus sentimientos.
Mac se duchó primero y fue a la cocina a preparar el desayuno, y allí fue donde Susan lo encontró media hora más tarde; colocando los platos en la mesa de la cocina y cantando una canción sin afinar ninguna nota. Nunca lo había visto tan feliz, tan relajado, y sintió una pizca de satisfacción al pensar que probablemente ella tenía algo que ver con ello.
—Te he cogido prestada una camiseta —le dijo al entrar en la cocina—, espero que no te importe.
Él se dio media vuelta y se quedó embobado mirándola. A Susan le gustaban mucho las reacciones de Mac, para nada estudiadas ni postizas. Tim nunca la había mirado con tanta sinceridad, claro que estaba segura de que ella tampoco lo había mirado como miraba a Mac. Pasara lo que pasase con él, Susan sabía que había tenido suerte de no casarse con Tim.
—Por supuesto que no —contestó él tras unos segundos. Colocó unas cuantas tostadas en un plato y dejó un bandeja de cerámica con la mantequilla al lado—. ¿Esta noche tienes que trabajar?
—No —contestó Susan acercándose a él—. Tengo el fin de semana libre —se atrevió a añadir.
—Perfecto. —Mac sonrió de oreja a oreja—. ¿Qué te parece si te quedas aquí? Podemos ir a tu casa a buscar lo que te haga falta, aunque si prefieres ir desnuda o utilizar mis camisetas, no me opondré —le dijo guiñándole un ojo.
—Gracias, qué detalle —le devolvió la sonrisa.
—De nada. Esta noche podría cocinar algo…
—¿Tú cocinas? —le preguntó levantado ambas cejas.
—Claro, mi madre es de Texas —contestó como si eso lo explicase todo.
—Me rindo. No tengo ni idea de quién eres, Kev MacMurray —señaló, pero al mismo tiempo se puso de puntillas para darle un beso en los labios—. Pero me gustas mucho.
—Tú a mí también, Susana Lobato.
Tras esa pequeña confesión, que distaba mucho de lo que ambos sentían realmente, pero al menos era un principio, Mac y Susana desayunaron y siguieron con su conversación.
—Anoche —dijo ella sonrojándose, aunque bebió un poco de café para disimular—, no vine a verte para… —movió las manos sin saber qué decir— para esto.
—Susana —se rió él con cariño—, no me importa para qué vinieras. Lo importante es que viniste, y que te has quedado.
—Ya, bueno —carraspeó haciéndose la ofendida por la risa de él, pero Mac se acercó para darle un beso, y entonces ella se olvidó del enfado—. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí —siguió—, vine a verte porque averigüé que eres el fundador de La mejor jugada.
Mac se atragantó con el café y le salió por la nariz.
Susan se levantó para darle unos golpecitos en la espalda.
—¿Estás bien?
—La próxima vez, avisa. ¿Cómo te has enterado?
—Trabajo en un programa de noticias. No soy periodista, pero algo he aprendido durante todos estos años. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
—¿Cuándo?
—Antes. —Tenía que aprender a contener esos sonrojos—. Ni yo misma recuerdo la cantidad de veces que te acusé de ser un playboy egoísta y sin cerebro, o de pensar sólo en ti. Podrías habérmelo dicho y tendría que haberme tragado mis palabras.
—Sí, y probablemente no habrías vuelto a hablarme jamás. —Mac bebió un poco más de café antes de continuar—. En cierta manera, nuestras discusiones, nuestros insultos, eran nuestra manera de tirarnos los tejos.
—¿De verdad lo crees?
Mac se encogió de hombros.
—Prefiero creer eso a creer que soy tan idiota que no me había dado cuenta de que el motivo por el que no podía soportarte era porque te deseaba.
—Ah, bueno, si es por eso. —Una parte de ella se sintió muy halagada de que Mac le hubiese confesado sin más que la deseaba o, mejor dicho, que llevaba tiempo deseándola, pero otra se preguntó si era eso lo único que sentía por ella. El modo en que le había hecho el amor toda la noche hablaba de algo más, aunque tal vez fuesen imaginaciones suyas. Si fuese una mujer más valiente quizá sería capaz de preguntárselo, pero no lo era y siguió con el tema de antes—: ¿Por qué insistes en mantener el anonimato en la fundación?
—Porque no lo hago por la fama o para que la gente crea que soy buena persona. Lo único que me importa son los niños de esos barrios a los que ayudamos, ellos saben quién soy y saben que pueden contar conmigo y con los recursos de la fundación. Los demás pueden pensar de mí lo que quieran.
Susan se quedó mirándolo largo rato, hasta que dejó la tostada que tenía en la mano en el plato, se levantó y se acercó a él para besarlo. Al terminar el beso se apartó y le dijo:
—Eres un hombre excelente, Kev MacMurray, y te pido perdón por haber pensado lo contrario.
A él le costó encontrar la voz.
—Gracias, pero no lo soy tanto. Más de la mitad de los insultos que me lanzabas son verdad, Susan. Y me porté como un cretino contigo. Además de llamarte todas esas cosas, le dije a Tim que no se casase contigo. ¿Qué clase de persona hace eso? —le preguntó preocupado de verdad—. Antes creía que lo hacía porque era muy buen amigo y porque no quería que Tim cometiese un error, pero ahora creo que lo estaba haciendo por mí.
—Tim y yo habríamos cometido un error si nos hubiésemos casado.
—Lo sé, pero no sé si yo lo decía por eso o porque en mi subconsciente te quería para mí.
Susan comprendía perfectamente lo que Mac estaba intentado decirle y respetó su sinceridad.
—Eso ya no importa, ¿no crees?
Él entrelazó los dedos de una mano con los de ella.
—Quiero contarle a Tim que estamos juntos —le dijo mirándola a los ojos—. Quiero que lo sepa todo el mundo, Susana.
Susan tomó aliento y apretó los dedos de Mac antes de contestar.
—De acuerdo, se lo contaremos cuando vuelva —accedió ella ansiosa por dar el tema por zanjado.
—Tim me llama de vez en cuando —insistió él—. No sé cuándo volverá.
—¿No crees que deberíamos decírselo en persona?
Mac la miró e igual que la noche anterior la encontró nerviosa. «Tienes que ser paciente», le recordó una voz en su interior. Tim y ella iban a casarse, era normal que no quisiese decírselo por teléfono.
—De acuerdo —aceptó—, se lo diremos cuando vuelva. —Le soltó la mano y terminaron de desayunar.
Iba a encontrar el modo de quedarse para siempre con esa mujer.
Ese fin de semana no sólo fue el primero que pasaron juntos, sino que también marcó el funcionamiento de su relación. Sí, tenían una relación; no sabían como llamarla, pero tenían una relación. Durante la semana, se quedaban en el apartamento que Susan tenía en la ciudad. El primer lunes, Mac apareció sin avisar a la una de la madrugada y la riñó porque por su culpa ya no podía dormir en su casa si ella no estaba. Susan sintió mariposas en el estómago y lo rodeó por el cuello para besarlo y quitarle el mal humor. Él interpretó el gesto como «hazme el amor encima de la mesa del comedor» y una hora más tarde los dos se quedaron dormidos en la cama.
Los fines de semana los pasaban en la casa de Mac.
No salían nunca, de lunes a viernes Susan salía del programa demasiado tarde para ir a cenar y él siempre la esperaba en el apartamento. Mac de verdad sabía cocinar, y si no, cocinaba ella o pedían comida a domicilio. Él se pasaba los días completamente centrado en la fundación; ahora que estaba con Susan, por fin podía concentrarse y las sugerencias que ella le hacía durante la cena o cuando desayunaban juntos le eran de mucha ayuda. Cada noche hacían el amor, a veces era rápido e intenso, como esa primera vez contra la puerta de su casa (Mac se estaba planteando la posibilidad de quitarla y convertirla en un monumento); otras veces lo hacían despacio y mirándose a los ojos mientras se entregaban el uno al otro. Mac no había vuelto a sacar el tema de Tim, pero cada vez que su amigo lo llamaba y le preguntaba por Susan, tenía que morderse la lengua para no contarle lo que estaba pasando. Quizá no tuviera sentido, pero una parte de él seguía teniendo celos de Tim, a pesar de que una noche Susan le había confesado que nunca había sentido por Tim lo que sentía estando con él. Mac quería exigirle a Tim que dejase de preocuparse por Susan, que ahora ella le pertenecía y que estaba decidido a cuidar de ella, pero se obligó a respetar la decisión de Susan y mantuvo el silencio.
El sábado y el domingo no abandonaban la casa de Mac porque apenas salían de la cama. Tanto él como ella tenían miedo de que aquello no fuese real; habían pasado de odiarse a no poder quitarse las manos de encima. Y desde que se acostaban no habían discutido ni una sola vez. Sí, habían tenido sus pequeños roces, pero bastaba con él le diese un beso, o con que ella lo tocase, para que los dos se olvidasen del motivo que había ocasionado la riña.
En una palabra, eran felices. Y los dos, aunque no lo decían al otro, tenían miedo de que el mundo se entrometiese entre ellos y lo echase a perder.
El mundo se entrometió unos días más tarde.
Era miércoles y Mac se había pasado la tarde en las oficinas de su agente deportivo repasando los detalles de su contrato para la inminente nueva temporada de fútbol. A Susan todavía no le había contado que aunque los Patriots le ofreciesen un contrato por varios años iba a retirarse después de la siguiente temporada. Tenía treinta y cinco años y estaba en el mejor momento de su vida; ya le había dedicado muchos años al fútbol, ahora quería dedicárselos a la mujer que amaba y a sí mismo. Se quedó petrificado en la silla de cuero del despacho de su agente. Amaba a Susana, completa, definitiva e irremediablemente. La espalda se le empapó de sudor.
—¿Estás bien, Mac? —le preguntó su agente.
—Sí, por supuesto —contestó, y fingió leer otra hoja. «Sólo que acabo de descubrir que estoy enamorado de la exprometida de mi mejor amigo y no sé si ella siente lo mismo por mí». Susan tenía que sentir lo mismo, ella ya le había confesado que le gustaba, y también le había dicho que en la cama nunca había sentido con nadie lo que sentía estando con él. Eso tenía que significar que lo amaba, ¿no?
«No necesariamente».
Los entrenamientos empezaban en dos semanas, y Tim le había confirmado que volvería a tiempo, tanto si lo acompañaban Amanda y Jeremy como si no. Ahora que él había encontrado la felicidad, o que podía rozarla con los dedos, Mac deseaba lo mismo para su amigo, y estaba convencido de que si Tim volvía solo, no tardaría en abandonar el equipo para mudarse a París. Tim no iba a permitir que Amanda se le escurriese de entre los dedos por segunda vez, y menos ahora que sabía que tenían un hijo en común.
Tras despedirse de su agente, un hombre imponente que gritaba demasiado, Mac se fijó en la hora que era y vio que Susan estaba a punto de salir del trabajo. Él ya estaba en la calle, y uno de sus restaurantes preferidos se encontraba a escasos metros de donde estaba. Mac era cliente habitual, y una celebridad, así que aunque se presentasen sin reserva, seguro que les darían mesa. Sin dudarlo ni un segundo, sacó el móvil del bolsillo y la llamó.
—Hola, soy yo —le dijo cuando ella le contestó tras el primer timbre. Sonrió al recordar por un instante que antes Susan dejaba que sus llamadas fuesen al contestador.
—Hola, tú, ¿sucede algo? ¿Quieres que me pare a buscar alguna cosa antes de que vaya a casa?
Mac sintió un agradable calor en el pecho al oír la palabra casa y al comprobar que Susan daba por hecho que él estaba incluido en esa definición.
—No, precisamente te llamaba para decirte que no estoy en casa. Acabo de salir de las oficinas de mi agente y he pensado que hoy podríamos cenar fuera.
—¿Ah, sí?
Ella sonaba algo insegura, pero pensó que tal vez eran imaginaciones suyas.
—Estoy a pocos metros del Paper Moon.
—No tendrán mesa, hay que reservar con meses de antelación.
—Lo sé, pero no sé si sabes que tu novio es el capitán de los Patriots.
Susana tardó unos segundos en responder y Mac se negó a creer que era porque había utilizado la palabra «novio». A él, personalmente, le parecía un termino demasiado infantil para definir la relación que tenía con Susana, le gustaba mucho más la palabra marido o pareja, pero la había elegido porque no quería presionarla.
Y porque tenía miedo de que ella lo negase.
—De acuerdo —accedió ella sin hacer ninguna mención a lo otro—. Nos vemos allí dentro de media hora.
—Allí estaré.
Colgó antes de caer en la tentación de añadir un «te quiero» o cualquier otra frase que pudiese espantarla. Mac se guardó el móvil y le dio rabia sentirse tan inseguro. Él quería ser comprensivo, pero al mismo tiempo no podía quitarse de encima la sensación de que mientras él se había entregado por completo, ella seguía manteniendo algo de distancia. «Son imaginaciones tuyas —se dijo—. Hace demasiadas semanas que duermes poco y te estás volviendo paranoico. Susana está contigo, así que relájate».
Sacudió la cabeza y caminó con paso decidido hacia el restaurante. Llegó al Paper Moon y el propietario salió a saludarlo. Tras una breve conversación de cortesía el hombre le aseguró que tendría una mesa lista en cuestión de minutos y lo invitó a tomarse una copa en la barra mientras esperaba. Mac aceptó la invitación y se sentó en un taburete para esperar a Susan. Pidió un whisky, una especie de guiño a esa noche semanas atrás cuando vio la con aquel vestido que dejaba la espalda al aire, y lo bebió despacio.
—Hombre, Mac, no esperaba verte aquí —lo saludó Quin efusivo cogiéndolo por sorpresa—. Hace semanas que no sé nada de ti.
El compañero de equipo de Mac le dio un abrazo.
—He estado ocupado —contestó Mac—. ¿Y, tú? ¿No te ibas de viaje con Patricia?
—Sí, volvimos hace unos días. —En aquel preciso instante apareció la esposa de Quin—. Patricia, cariño, Mac está aquí.
—Hola, Mac —le dio un beso en la mejilla—, ¿has venido a cenar solo?
—No, estoy esperando a…
—Mira quién está aquí —la frase de Quin impidió que Mac terminase lo que iba a decir—, qué casualidad encontrarte aquí, Susan. —Quin se acercó a Susan que acababa de cruzar la puerta de la entrada y añadió—: Me enteré de lo de Tim. No sabes cuánto lo siento.
Mac se puso en pie decidido a dejar las cosas claras, pero las siguientes palabras de Susan lo dejaron sin habla.
—No te preocupes, Quin. Me alegro de volver a verte, y a ti también MacMurray.
¿Lo estaba saludando como si las cosas no hubiesen cambiado entre ellos? ¿Por qué? Tragó saliva y asintió.
—¿Estás bien, Susan? —le preguntó Patricia mirándola a la cara—. Estás un poco pálida.
—Sí, sólo estoy cansada.
—¿Has quedado aquí con alguien? —Patricia siguió hablando con ella.
—No, os he visto pasar y he entrado a saludaros.
Mac iba a ponerse a gritar en cualquier momento y la miró a los ojos para advertírselo. Él había accedido a no contárselo a Tim hasta que éste volviese de París, pero no a convertir su relación en un sucio secreto.
Y así era como se sentía ahora, como si lo que estaban haciendo estuviera mal. Y no pudo soportarlo.
—¿Y tú, Mac, estás esperando a alguien?
—Eso creía —dijo entre dientes—, pero al parecer me he equivocado —añadió sin dejar de mirar a Susan.
—¿Por qué no os quedáis a cenar con nosotros? —los invitó Patricia.
—No, yo…
—Vamos, Susan, tengo ganas de hablar contigo —insistió Patricia—, y seguro que Mac y Quin sabrán distraerse hablando del equipo.
—¿Qué me dices, Mac, te quedas?
Él esperó a que Susan dijese algo. ¿De verdad iba a fingir que no eran nada?
—No sé, Patricia, no quiero molestar. Y la verdad es que estoy cansada.
Sí, iba a seguir fingiendo. Mac dudaba entre largarse de allí en aquel preciso instante o ponerse a beber como un cosaco.
—Tú no molestas, cielo —le dijo Quin—, y la verdad es que me gustaría hablar con Mac. Quedaos a cenar, vamos, no os hagáis de rogar.
—De acuerdo —accedió Susan.
—Por mí perfecto —dijo Mac dejando la copa en la barra después de vaciarla.