Capítulo 10

Décima regla del fútbol americano:

El objetivo del equipo defensivo consiste en impedir que el equipo rival avance hacia la zona de anotación derribando al suelo al jugador atacante que tiene el balón o impidiendo o desviando el pase al que va a recibirlo.

Susana salió de la casa de Mac y entró en el taxi que la había llevado hasta allí. A pesar de la locura que acababa de cometer, al menos había tenido el tino de pedirle al conductor que la esperase. Cuando bajó de su apartamento con la caja vacía de bombones su intención era ir a ver a MacMurray (no Kev) para decirle que no hacía falta que fingiese que se preocupaba por ella y que no quería volver a verlo nunca más. Durante el trayecto, también se dijo que así le demostraría a Pamela, y a sí misma, que eso de que se sentía atraída por él era una completa y absoluta estupidez.

Pero entonces llegó a su destino y MacMurray le abrió la puerta en pijama y despeinado.

Y de repente sólo podía pensar en lo guapo que estaba. En la cantidad de veces que lo había visto colgado de una supermodelo sin dos dedos de frente. Y en que él la había llamado frígida y fría demasiadas veces. La mente de Susan, sin duda inundada de tequila, empezó a preguntarse cosas tan absurdas como qué sabor tendría su piel o si sus piernas serían tan fuertes como aparentaba. Y lo había llamado Kev. ¿De dónde diablos había salido eso?

«No le eches la culpa al tequila. Estabas prácticamente sobria y lo sabes».

De acuerdo.

En su defensa, lo que sí podía decir era que los besos de Mac tendrían que estar prohibidos. Ella nunca antes había perdido la capacidad de razonar de esa manera. Cada vez que los labios de él la tocaban, todas sus neuronas desaparecían en combate y se convertía en una mujer desesperada por seguir sintiendo esas caricias. Susana se miró las manos y vio que estaban temblando y, sentada en la parte trasera del taxi, recordó cómo había enredado los dedos en el pelo de Mac. Juntó las rodillas para contener también el temblor de las piernas, y entonces recordó que minutos atrás le había rodeado la cintura con ellas.

—¿Qué he hecho? —farfulló.

—¿Disculpe, señorita? No la he oído bien —dijo el conductor.

—No, nada.

El hombre asintió y siguió conduciendo, probablemente convencido de que llevaba a una lunática en el taxi.

Susan miró a través de la ventana e intentó dejar la mente en blanco. ¿Qué le había pasado? Ella nunca había reaccionado así, se había comportado como si estuviese en celo. Aunque quisiera negárselo, algo que no iba a hacer, había sido ella la que había instigado el primer beso. Dios, si prácticamente le había ordenado que la besara. Y había sido ella la que había metido las manos en sus pantalones para desnudarlo. El deseo la había vuelto atrevida, mucho más que eso. Ni siquiera el tequila podía justificar lo que había sentido; la imparable necesidad de tocarlo, de sentirlo dentro de ella. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el asiento del taxi. No le había importado no estar en una cama, ni que él la golpease contra la puerta de madera, ni que se le arrugase el vestido, o que él le hubiese arrancado la ropa interior. Lo único que le había importado eran esos besos, esas caricias, la sangre corriéndole por las venas quemándola por dentro, el deseo de sentirse poseída allí mismo y de hacerle perder el control.

Era la primera vez que sentía todo eso.

Y lo había sentido por Kev MacMurray, un hombre al que llevaba odiando más de un año.

¿Era posible que ese odio se debiese a la fuerte atracción que evidentemente sentía hacia él? ¿De verdad se había comportado igual que una niña pequeña que se dedica a insultar al chico que de verdad le gusta? ¿Tan poco cariño sentía por Tim que apenas un mes después de romper con él se había lanzado a los brazos de su mejor amigo?

¿Y él? ¿Qué sentía él al respecto de todo eso? Susan tenía muy poca experiencia con los hombres, menos de la que creía a juzgar por lo que había pasado esa noche. ¿Mac besaba así a todas las mujeres con las que estaba? ¿A todas les susurraba y las tocaba como a ella? Cerró los puños y se dijo que no tenía ningún derecho a sentirse celosa del pasado, presente o futuro de Kev MacMurray. Ellos dos no eran nada.

O eran algo demasiado complicado que ahora no se veía capaz de definir.

Susan nunca había experimentado tanto placer sexual con nadie, pero por lo que ella sabía, quizá él sí. Quizá para Mac ese tipo de situaciones eran de lo más normal. Clavó las uñas en el asiento de cuero negro del taxi. No, era imposible que él besara así a las demás. Ella no se había imaginado los temblores que lo habían sacudido, ni tampoco el gemido gutural que se había escapado de sus labios al terminar.

Ni el modo en que la había mirado antes de que ella saliera corriendo.

Daba igual, se dijo, jamás volvería verlo.

«¿Por qué no?», le susurraron las hormonas de su cuerpo.

No volvería a verlo porque no quería que él se riese de ella y porque no quería plantearse demasiado en serio la posibilidad de haberse pasado el último año de su vida enamorada (sin saberlo) del mejor amigo de su prometido. Era ridículo.

Además, incluso en el improbable caso de que sintiese algo por ella, aunque sólo fuese curiosidad, ella jamás podría confiar en un hombre como él.

Mac llevaba treinta minutos plantado frente a la puerta de su casa. No podía dejar de mirarla, igual que tampoco podía dejar de ver el rostro de Susan al irse.

¿Qué diablos había sucedido?

Si aquel encuentro se hubiese producido con cualquier otra mujer, Mac diría que acababa de echar el mejor polvo de toda su vida. Pero la mujer que le había hecho perder el control, la mujer que lo había excitado con sus besos y con su pasión, y que lo había convertido en un animal en celo incapaz de comportarse, no había sido otra que Susana Lobato.

Susana, ex Pantalones de Acero (jamás podría volver a llamarla con ese nombre), la mujer cuyos comentarios llevaban meses amargándole la vida, la mujer que había estado a punto de convertirse en la esposa de su mejor amigo. La mujer con la que él, sin ser consciente, llevaba meses obsesionado. La mujer que se había negado a tocar y que ahora quedaría para siempre grabada en la yema de sus dedos.

Respiró hondo y sintió como si Susan volviese a deslizarse dentro de su cuerpo.

Antes, cuando Susan recitó todas las cosas que sabía de él, como por ejemplo que era zurdo pero que comía con la derecha, Mac se dio cuenta de que él sabía la misma cantidad de detalles absurdos e íntimos de ella (o más): su actriz preferida era Meg Ryan y, aunque odiaba a Keira Knigthley, tenía una obsesión con Orgullo y Perjuicio. Siempre pedía café solo, excepto cuando estaba muy cansada, entonces pedía infusión de menta. Su familia vivía en Miami y ella siempre llamaba a sus padres los miércoles. Apenas tenía relación con sus hermanos y su mejor amiga era Pam. No se mordía las uñas, pero cuando estaba nerviosa se tocaba el anillo que llevaba en la mano derecha y lo hacía girar en el dedo. Era pésima con el móvil y siempre tenía frío.

Mac no sabía por qué Susana había decidido cambiarse el nombre por el de Susan, pero sabía que no era un detalle sin importancia. Y sabía que ella nunca le había contado a Tim el motivo.

Él necesitaba saber eso casi tanto como necesitaba volver a besarla.

Volver a perderse dentro de ella.

Lo había llamado Kev. Antes de besarlo lo había llamado por su nombre; lo había mirado a los ojos y durante un segundo no le había ocultado nada. Se lo había dado todo y lo había llamado por su nombre.

Y cuando terminaron se lo arrebató y volvió a llamarlo Mac.

A él no le molestaba que sus amigos o sus compañeros lo llamasen Mac. Empezaron a hacerlo en la universidad cuando en un partido de la liga universitaria un comentarista le llamó «Huracán Mac». El apodo cuajó y se le pegó como una garrapata. Al principio le pareció raro, pero a estas alturas ya estaba acostumbrado. Los periodistas le llamaban Mac, los jugadores le llamaban Mac.

Sus padres y sus hermanos lo llamaban Kev.

Susana lo había llamado Kev.

Respiró hondo y al hacerlo inhaló el perfume de Susan, que todavía seguía flotando en el aire. O quizá se lo imaginó. ¿Qué diablos había hecho? Se había echado encima de ella como un animal salvaje y le había hecho el amor de pie, contra la puerta y sin desnudarse. Eso era lo que había hecho y por mucho que lo intentase, y no estaba seguro de que quisiese hacerlo, jamás se arrepentiría. De hecho, si por arte de magia Susan volviese a aparecer ahora mismo en su casa, haría exactamente lo mismo.

Y más, mucho más.

Pero por el modo en que ella lo había mirado al irse, sabía que era imposible. Susan no volvería.

De lo único que se arrepentía era de no haberla besado hasta que le doliesen los labios, de no haberla desnudado y de no haberle cubierto el cuerpo con caricias y susurros.

De no haberle pedido que lo besara y lo tocase.

Era la primera vez que se sentía vivo cuando otra persona lo tocaba. La primera.

Cuando Mac descubrió el sexo se sintió estafado. Sí, su cuerpo reaccionó como el de cualquier adolescente, pero en su mente, en sus entrañas, sintió que algo, o alguien, le había engañado. En esa época evidentemente no le dio ninguna importancia y el pensamiento desapareció al instante de su cabeza. Pero esa sensación de vacío volvió con el paso del tiempo. Él reaccionaba físicamente siempre que estaba con una mujer que le gustaba, pero era una reacción que no le penetraba la piel. Dentro de él existía una parte que nunca sentía nada.

Siempre se había imaginado que era culpa suya, que carecía de algo, como cuando alguien tiene el sentido del olfato limitado o una ceguera. En una ocasión incluso intentó explicárselo a su hermano y cuando éste lo miró perplejo, Mac comparó lo que sentía a llevar guantes; sabes lo que tocas, puedes sentir la forma y el peso del objeto, pero no su tacto ni los detalles más elaborados. Harrison se rió, y por suerte para Mac estaba tan borracho que se olvidó de la conversación.

Ahora sabía que él no era el problema. El problema era que hasta ahora no lo había tocado Susan.

Levantó las manos y se frotó la cara. Daría cualquier cosa por poder volver atrás en el tiempo y quitarle como mínimo el vestido. Al menos así sabría qué aspecto tenía desnuda, claro que entonces le resultaría imposible quitársela de la cabeza.

«Ya no puedes».

Dios, tendría que haberlo impedido. Tendría que haberse apartado de ella y haberla obligado a hablar, a pensarlo mejor. Pero cuando notó los labios de ella encima de su cuerpo, dejó de pensar. Sus manos querían arrancarle la piel y meterse dentro de ella. Los labios de Susan eran los únicos que le habían enloquecido de esa manera, sus besos, ese temblor que le recorría el labio inferior justo antes de besarlo era la respuesta más sensual que le había dado nunca una mujer. Los gemidos que salían de su garganta podrían hacerle eyacular en menos de un segundo. Y cuando entró dentro de ella… Tenía que dejar de pensar en eso o iba a tener problemas.

¿Por qué había ido Susan a su casa a las tres de la madrugada? ¿Qué era eso que le había dicho que quería comprobar?

¿Ella también se había estado preguntando qué sucedía exactamente entre ellos dos?

Si seguía allí plantado iba a terminaría enloqueciendo o derribando la puerta. Suspiró, giró sobre sus talones y caminó hacia el dormitorio. Por mucho que lo desease, Susan no volvería a aparecer.

Se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo.

No sabía la respuesta a ninguna de esas preguntas, ni a muchas más: ¿Por qué lo había besado? ¿Por qué se había ido diciéndole que no quería verlo más? ¿Qué había significado aquella noche para ella? ¿Estaba intentando vengarse de Tim acostándose con su mejor amigo?

¡Oh, mierda!

Se había acostado con la prometida de su mejor amigo. «Exprometida —le dijo una voz en su mente— y Tim nunca ha tenido a Susana de esta manera», añadió la misma voz, aunque Mac no sabía si creerla.

¿Qué pasaría cuando volviese Tim? Mac tenía que contárselo antes de que volviese, tenía que decirle lo que había sucedido con Susana. Él no era de la clase de hombre que se acuesta con la esposa o la prometida de sus amigos. Pero ¿y si Tim quería volver con Susana? ¿Y si Susana quería volver con Tim?

Sintió nauseas y tuvo que apretar la mandíbula y respirar por la nariz para hacerlas retroceder.

No, eso no iba a suceder jamás. Tim estaba decidido a recuperar a Amanda, y Susan… Bueno, Mac no tenía ni idea de qué quería Susan, pero en sus entrañas estaba convencido de que si se hubiese planteado la posibilidad de volver con Tim, no habría sido capaz de besarlo como lo había besado. Ni de prácticamente desnudarlo y exigirle que la besara y la tocase. Ella se había ido de allí diciéndole que no quería verlo más, cierto, pero también había sido ella la que había tirado de sus pantalones y la que lo había pegado contra su cuerpo, haciéndolo enloquecer de deseo. Y de momento tenía que conformarse con eso.

A la mañana siguiente, o mejor dicho, a la tarde siguiente, Susan llegó a la conclusión de que había cometido la mayor locura de toda su vida al ir a ver a Mac en plena noche.

Asumió toda la culpa de lo que había sucedido; él, al fin y al cabo era un hombre y sólo había reaccionado del modo más natural y previsible posible. Lo que había sucedido entre los dos, la sangre quemándole las venas, los besos húmedos y ardientes, el sudor, la piel que buscaba la del otro… eso era el resultado de dos botellas de tequila, mucha frustración y toda la rabia que los dos llevaban meses conteniendo.

Él no la soportaba y ella a él tampoco… y al final los dos habían estallado del modo más inusual e impensable, pero lógico en cierto modo.

Lo que tenía que hacer ahora era comportarse como una mujer adulta y decirle que lamentaba el incidente y que esperaba que todo volviese a la normalidad entre los dos. Es decir, que siguiesen ignorándose durante el resto de sus vidas.

Una mujer adulta lo llamaría y lo invitaría a tomar una copa o un café y entonces le diría con mucha sofisticación cómo estaban las cosas. Susan se consideraba una mujer adulta, a veces incluso demasiado, pero al parecer Mac tenía el poder de hacerla retroceder hasta la adolescencia porque al final fue incapaz de llamarlo y optó por escribirle un mensaje: «Lo siento. Ha sido culpa mía. No volverá a repetirse. Adiós, Susana».

Le dio a la tecla de enviar y volvió a dejar el móvil encima de la cocina, que era donde estaba bebiéndose un café a pesar de que ya era hora de comer. Probablemente se pasó más de media hora mirando fijamente el dichoso aparato a la espera de recibir una respuesta de Mac. Y cuando esa media hora de silencio se convirtió en una y luego en dos y después en tres, Susan dio por hecho que él no iba a contestar. Tal vez para Mac lo que había pasado entre los dos había sido tan insignificante que ni siquiera se merecía un mensaje de vuelta.

¿Cómo era posible?

¿La había besado como si la necesitase para respirar y ahora era incapaz de contestarle un simple mensaje?

Mejor, eso era precisamente lo que ella quería, que las cosas volvieran a ser como antes. Mac (ya no era Kev) por fin volvía a comportarse como el energúmeno de siempre. Ahora ella tenía que volver a creer que la pasión y el sexo no tenían ninguna importancia en su vida.

Mac estuvo a punto de lanzar el móvil contra la pared del salón, pero se contuvo, aunque lo apretó con tanta fuerza que notó que la pantalla crujía entre sus dedos. Si Susan estuviese delante de él le demostraría exactamente la «culpa» que había tenido en lo de anoche.

Maldita fuese, cualquiera diría que había tenido que forzarlo. ¡Si no había tardado ni cinco minutos en terminar y apenas la había desnudado!

¿Y qué era exactamente lo que sentía? ¿Haberlo besado, habérselo tirado, haberse ido? A él siempre le había fascinado el modo de pensar de Susan —sí, ahora que había decidido reconocer lo que de verdad sentía por ella, ya no se molestaba en negarlo—, pero ahora mismo la cogería por el cuello y… la besaría hasta que dejase de pensar.

Y el «no volverá a repetirse», joder, parecía que estuviese disculpándose por haber llegado tarde al trabajo o por haber infringido el límite de velocidad. Una persona no se disculpa por haberle dado a otra el mejor orgasmo de toda su vida. Ni hablar.

Soltó el móvil y lo dejó encima del sofá en el que se había sentado para pensar qué iba a decirle a Susan cuando la llamase. El problema era que había tardado tanto en dar con la frase exacta (que al final iba a ser un «Hola, soy yo, ¿te apetece ir a cenar conmigo esta noche?») que ella se le había adelantado y le había mandado ese estúpido e impersonal mensaje cortando por lo sano y de raíz cualquier posible relación entre los dos.

Maldita fuese.

¿Qué podía decirle ahora?

Hasta que leyó ese mensaje, Mac creía que a Susan le había gustado tanto como a él lo de anoche. En su mente había justificado su abrupta partida diciendo que, probablemente, se había sentido abrumada por la intensidad del encuentro —al fin y al cabo habían hecho el amor de pie contra la puerta sin desnudarse—, pero que cuando durmiese un rato se tranquilizaría y vería las cosas con más calma.

Se había imaginado que la llamaría y que volverían a verse más tarde… y que se pasarían horas en la cama.

Qué estúpido había sido. A Susana no le abrumaba nada, sencillamente se arrepentía de haberse acostado con él y no quería volver a verlo. Él tendría que entenderlo mejor que nadie, en su juventud había hecho algo similar unas cuantas ocasiones; despedirse abruptamente de una mujer después de tener sexo con ella. Era justo incluso que le sucediese lo mismo precisamente con Susana.

Pero a pesar de la lógica, o de lo que pudiese decirle su cerebro, Mac no podía dejar de recordar cómo lo había besado, y seguía convencido de que en esos besos había algo más que atracción.

No eran imaginaciones suyas.

No lo eran.

Y sí, él tampoco sabía exactamente qué estaba sucediendo entre ellos, pero quería averiguarlo. Sus entrañas se retorcían sólo con pensar en la posibilidad de no intentarlo.

Sonó el móvil y tenía tantas ganas de que fuese ella que contestó sin mirar.

—¿Sí?

—Vaya rapidez —le dijo Tim desde el otro lado—. ¿Acaso estabas pegado el teléfono?

Mac tuvo que tragar saliva para encontrar la voz.

—Sí.

—¿Te pasa algo?

—No, que va —carraspeó.

«Dile que te has acostado con Susana. Díselo».

—Te noto raro —insistió Tim.

—¿Qué tal van las cosas con Amanda? —le preguntó Mac para dejar de ser el centro de atención.

—Un poco mejor.

—¿En serio? —«Gracias a Dios. No quiere volver con Susana.»—. Me alegro mucho, Tim.

—Bueno, de momento lo único que he conseguido es ir a cenar con ella y apenas me dirigió la palabra. Pero supongo que puede decirse que voy avanzando. Jeremy es otra cosa, creo que a él empiezo a gustarle.

Mac notó la alegría de su amigo y decidió que no era el momento de contarle que se había acostado con la mujer que había estado a punto de convertirse en su segunda esposa.

—Mándame una foto, si puedes. Me encantaría ver a mi sobrino, espero que se parezca a su madre —bromeó.

—La verdad es que se parece mucho a mí —le explicó Tim, y en su voz se palpó el amor que ya sentía hacia su hijo.

—Bueno, podría ser peor, supongo.

—¿Has visto a Susan?

—No —mintió—. ¿Por qué?

—Ayer me llamaron de la agencia de viajes para confirmarme que me ingresaban el importe de la luna de miel y pensé en ella.

—Creía que no ibais a iros de luna de miel —recordó Mac.

—Sí, pero unas semanas antes de la debacle convencí a Susan para que se tomase unos días. Íbamos a ir a Hawái. Esa chica trabaja demasiado —suspiró—. Supongo que, aunque me he dado cuenta de que no estoy enamorado de ella, le tengo mucho cariño. Y estoy preocupado por ella.

A Mac le habría gustado decirle que no hacía falta que se preocupase por Susan, que ya estaba él para hacerlo. Pero no lo hizo, y no por Tim, ni por él, sino porque Susan le había mandado ese maldito mensaje disculpándose por lo de anoche. Seguro que la primera vez que se acostó con Tim no le mandó ningún mensaje al cabo de unas horas diciéndole que se arrepentía. No, seguro que con Tim se quedó a pasar la noche y durmieron abrazados.

Le entraron ganas de dar un puñetazo a su amigo. Al mejor amigo que había tenido desde la infancia, una de las pocas personas que siempre habían estado a su lado.

No podía seguir así. Esa mujer iba a volverlo completamente loco. Ella tenía razón. Lo de la noche anterior no iba a volver a repetirse. Él no iba a permitirlo, bastante complicada tenía la vida como para que Susan jugase con su cabeza. Tenía que cortarlo de raíz, igual que había hecho ella.

—Susan está bien —dijo entre dientes—. Si me enterase de algo, te llamaría, pero ella tiene a sus amigos y a su familia. Y tú ahora ya no formas parte de ella.

«Y yo tampoco».

—Tienes razón, Mac. Supongo que me siento culpable.

Eso sí que podía entenderlo. Tim era muy buena persona, y seguro que le carcomía haber dejado a Susan de la manera en que lo había hecho. Respiró hondo y le dio cancha a su amigo.

—Quizá cuando vuelvas podréis volver a ser amigos —sugirió—. ¿Cuándo volverás, por cierto?

—Todavía no lo sé. Aún faltan varias semanas antes de que empiecen los entrenamientos, así que no he tomado ninguna decisión al respecto.

—Mantenme informado, Tinman.

—Eso haré, Mac. Cuídate.

Después de colgar, Mac se quedó mirando el maldito teléfono durante unos minutos.

O tal vez una hora.

Al cuerno. Él no era un cobarde. Jamás lo había sido. Siempre había intentado mantenerse fiel a sí mismo, para conseguir sus sueños sin dejarse arrastrar por los de su familia. E iba a seguir haciéndolo. Su mayor habilidad consistía en saltarse las reglas sin que nadie se enterase, en la vida, en el fútbol y ahora con Susan. Sí, nadie podría definir nunca su relación como «normal», pero no estaba dispuesto a perder la oportunidad de averiguar todo lo que podía hacerle sentir aquella mujer sólo porque se hubieran lanzado el uno encima del otro después de pasarse meses discutiendo.

Cogió el móvil y tecleó: «Ni hablar». Se lo mandó a Susan y lanzó el móvil contra la pared para asegurarse de que no recibía ningún estúpido mensaje más.