Sexta regla del fútbol americano:
Tiempo muerto: cada equipo tiene tres oportunidades de detener el reloj en cada mitad del partido.
Dos semanas más tarde, cuando Mac llevaba ya dos horas acostado y arrepintiéndose —otra vez— de haber salido con Kelly, sonó el teléfono. La cita había resultado ser un completo desastre. Kelly era guapísima y se pasó toda la noche hablando de ella o halagándolo a él. Dos temas de conversación que a él le resultaban mortalmente aburridos. Sin embargo, era joven, ambiciosa, segura de sí misma y completamente egoísta, y siempre le había dejado claro que quería acostarse con él. Al principio de la noche, Mac no había tenido ninguna intención de terminarla con ella, pero a pesar de los días que habían pasado, no dejaba de revivir el rostro de Susan con el pelo mojado y esa triste lágrima deslizándose por su mejilla.
¿Por qué diablos no podía dejar de pensar en eso? ¿Por qué era incapaz de recordar el color del vestido que le había quitado a Kelly y podría describir con los ojos cerrados el aspecto que tenía Susan esa mañana en su apartamento?
Mac había perfeccionado el arte de olvidar a Susan instantes después de verla. Joder, si incluso había ocasiones en las que habían coincidido en algún lugar y conseguía olvidarse de que la prometida de su mejor amigo también estaba presente.
Ya no estaban prometidos.
Y ahora él no podía dejar de pensar en esa lágrima. Y por culpa de esa lágrima, Mac decidió que lo mejor que podía hacer era acostarse con Kelly.
Una de las peores ideas que había tenido en su vida.
Consiguió dejar el pabellón bien alto, como dirían los compañeros de su equipo, pero sólo porque cuando Kelly apagó las luces de su dormitorio su melena rubia pasó a ser morena, su piel blanca a tener un perenne bronceado, sus ojos azules se volvieron castaños, y Mac no le dejó que lo besara y le tapó la boca para no oírla suspirar.
A Kelly le pareció muy erótico.
A él le resultó patético y lamentable. Y algo de lo que no se sentía para nada orgulloso.
¿Desde cuándo le gustaba Susan? Desde nunca.
Desde siempre.
Durante las fatídicas horas que había pasado con Kelly la imaginación de Mac decidió que prefería besar a la chica de ojos tristes que le había cerrado una puerta en las narices antes que a la rubia espectacular que tenía en los brazos. Y dado que Susan no estaba, no besó a Kelly, y se marchó del fabuloso apartamento de la rubia en cuanto le fue posible.
Antes, cuando Susana era la prometida de su mejor amigo, Mac conseguía contener esos impulsos, ese nudo que sentía en el estómago, la presión que le oprimía el pecho. Pero desde que Tim había anulado la boda y se había ido a París para recuperar a Amanda, la mente de Mac, y otras partes de su cuerpo, se negaban a seguirle el juego.
Ya ni siquiera se creía esas excusas que se decía a sí mismo sobre que lo que le sucedía con Susan era algo temporal fruto de su extraño estado de ánimo.
El teléfono siguió sonando y Mac se planteó no contestar, pero entonces vio que era Tim y lo cogió. Tal vez oyendo la voz de Tim lograría sentirse mal por pensar en Susan y dejaría de hacerlo.
—¡Ya era hora! —riñó a su amigo y no pudo evitar que le sudasen las palmas de las manos como cuando se sentía culpable.
—Sí, lo sé, tendría que haber llamado antes —contestó Tim con voz cansada.
—¿Qué tal las cosas? ¿Has visto a Amanda?
—Sí, la he visto —le dijo Tim críptico.
—¿Y a Jeremy?
—A él también.
—¿Y?
—Digamos que Amanda no se ha alegrado demasiado de verme. Y Jeremy… —hizo una pausa—, Jeremy ni siquiera sabe que existo. Amanda puso mi nombre en el certificado de nacimiento, pero él no sabe que soy su padre.
—¿Y quién cree que eres?
—Un tipo al que odia su madre.
—Uf, vaya, lo siento amigo.
—No es culpa tuya. En fin, llamaba para preguntarte si has visto a Susan.
—Sí. —Mierda, y bastó con responder a eso para que se acordase de ella.
—La he llamado, pero no me ha cogido el teléfono —le explicó Tim entonces—. Supongo que era de esperar, pero me preocupo por ella y quería asegurarme de que está bien.
—Está bien, es una mujer muy fuerte —contestó Mac sorprendiéndose a sí mismo.
—No tanto como todo el mundo cree.
—Si de verdad le tienes tanto cariño como parece —dijo Mac sin analizar demasiado por qué de repente estaba tan furioso—, ¿por qué no vuelves?
—A Susan le tengo mucho cariño. De verdad —añadió al oír el bufido de su amigo—, pero jamás habríamos sido felices juntos. Apenas he hablado cinco minutos con Amanda y lo único que hizo fue insultarme, pero cuando la vi comprendí que no la he olvidado. Fui un iluso al pensar que podría… y Susan se merece un hombre que sólo piense en ella.
Mac apretó el teléfono al notar que se le cerraba la garganta.
—Bueno —carraspeó en busca de su voz—, seguro que algún día encontrará al señor Pantalones de Acero —se burló para ver si así recuperaba la normalidad.
—Tengo que irme —lo informó Tim—, he averiguado donde hace la compra Amanda y voy a perseguirla. Te llamaré dentro de unos días. Cuida de Susan, por favor. Se lo pediría a mis padres, pero ellos todavía están furiosos conmigo por haberme ido y no creo que a ella le apetezca verlos.
Mac no tenía ninguna duda de que el senador Delany estaba furioso con su hijo mayor.
—Está bien, no te preocupes —aceptó resignado—, e intenta no comportarte como un acosador, ¿quieres?
—Lo intentaré, te lo prometo.
Mac sonrió y dudó que su amigo fuese capaz de mantener su promesa. Iba a despedirse y colgar, pero entonces pensó en algo.
—Tim, una cosa…
—¿Qué? ¿Vas a decirme que si me meten en una cárcel francesa vas a dejar que me pudra aquí?
—No —tomó aire—. ¿Le contaste a Susana que te ibas a París y que tienes un hijo? —Mac llevaba días dándole vueltas a las distintas conversaciones que había mantenido con Susan y no había logrado averiguar hasta dónde conocía ella la situación de su exprometido.
—No —dijo Tim y suspiró—, me pareció muy cruel e innecesario.
Mac notó que su amigo mentía. Conocía a Tim desde los diez años y sabía perfectamente cuando el otro hombre le estaba ocultando algo.
De repente recordó el texto del comunicado que había leído horas atrás y ató cabos. Y se puso furioso.
—Eres un cerdo egoísta —insultó al que era como su hermano—. No se lo dijiste porque no quieres que tenga mala opinión de ti. Si Tim tenía una debilidad era que necesitaba caerle bien a todo el mundo, era incluso enfermizo, y Mac sospechaba que eso tenía mucho que ver con la discusión que llevo a Amanda a abandonarlo.
—¿Qué querías que hiciera, Mac? —Tim no negó nada.
—Decirle la verdad, capullo.
—Le dije que no podía casarme con ella —se escudó.
—El comunicado oficial decía «El señor Tim Delany y la señorita Susan Lobato Paterson han decidido posponer su enlace matrimonial». Te has cubierto las espaldas, Tim.
—No es cierto, lo del comunicado es sólo una formalidad. Y lo hice para que la prensa no asediara a Susan.
—Mira, Tim, voy a creerme esa estupidez porque somos amigos, pero tienes que contarle toda la verdad a Susana.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? No se merece dudar de sí misma. La has dejado plantada públicamente dos meses antes de la boda, seguro que cree que es culpa suya. Tienes que decirle que nunca tuvo la menor posibilidad de ocupar el lugar que había dejado Amanda, y menos ahora que sabes que tienes un hijo con ella.
—¿Por qué?
—¿Me estás provocando adrede? Acabo de explicarte por qué.
—No, ¿por qué te importa tanto?
«¿Cómo sabe Tim que me importa?».
—Es lo correcto —farfulló y cruzó los dedos para que su amigo no le preguntase nada más.
—Está bien —convino el otro derrotado—. Tienes razón —añadió—. La llamaré, pero ya te he dicho antes que no contesta a mis llamadas.
—Sigue intentándolo —le ordenó.
—Lo haré, si me aseguras que irás a verla un día de éstos.
—Iré, y tú llama cuando puedas, y procura estar de vuelta cuando empiece la nueva temporada. Al parecer volveré a ser el capitán del equipo.
Tim colgó riéndose, aliviado tras saber que su mejor amigo no abandonaba los Patriots, y Mac volvió a acostarse. El que se durmiese más tranquilo porque por fin tenía un motivo, una excusa, para ver a Susana, no tenía nada que ver. Si Tim no le contaba toda la verdad, pensó cambiando de postura en la cama, iba a tener que hacerlo él.
Susan no había vuelto a llorar desde la horrible y cruel visita de MacMurray. De hecho, estaba tan furiosa por haber derramado esa lágrima delante de él que se juró a sí misma que jamás volvería a llorar por un hombre. La rabia la llenó de vitalidad y cuando se sentó frente al ordenador fue capaz de escribir la sección del programa de esa noche de un tirón. El endeudamiento de España y los efectos que tenía en Europa y en Estados Unidos resultó ser la cura exacta para olvidarse por completo de Tim, de la boda y de MacMurray, al menos durante un rato, porque cuando llegó al plató de televisión y notó el modo en que todos la miraban, lo recordó perfectamente.
Tim había cumplido con su palabra y había mandado un comunicado a la prensa. Al menos esa promesa no la había roto, pensó sarcástica. Aunque el texto del comunicado no era el que ella esperaba:
«El señor Tim Delany y la señorita Susan Lobato Paterson han decidido posponer su enlace matrimonial».
El texto obviamente seguía y en él la «pareja» pedía disculpas a los invitados por las molestias ocasionadas y agradecía su comprensión. Tras otro párrafo lleno de palabras vacías se despedían pidiendo respeto a los medios de comunicación.
Susan no sabía qué pensar. ¿Por qué diablos había escrito eso Tim? ¿Por qué no había dicho directamente que anulaban la boda? Sí, esa táctica la utilizaba a menudo la gente famosa para ganar tiempo y esperar a que los medios se olvidasen del tema, pero a ella no le gustaba mentir.
Siguió caminando por el pasillo e intentó pensar en otra cosa, pero los ojos de sus compañeros no se lo permitieron.
La gente la miraba con lástima, algunos con disimulo y otros con no tanto, pero todos coincidían en apartarse de su paso. Era como si tuviesen miedo de hablarle, o de acercarse a ella por si se ponía a llorar como una histérica, así que se limitó a ignorarlos y caminó decidida hacia su despacho. No llevaba allí ni cinco minutos cuando apareció Joe, el director del programa y al parecer la única persona con agallas de toda la cadena.
—¿Es verdad lo de ese comunicado? —le preguntó directamente y en el mismo tono que si le hubiese pedido la hora.
—Sí.
—Y yo que creía que Tim era inteligente. En fin, ¿en tu sección de esta noche vas a mencionar las últimas elecciones? Porque había pensado… ¿Qué, por qué me miras así? —le preguntó al ver que lo miraba de un modo extraño—. ¿Acaso que creías que iba a darte fiesta?
—No, por supuesto que no —respondió Susan tras carraspear—. Gracias, Joe.
—De nada, y para que conste, no sé qué ha pasado entre Tim y tú, y no quiero saberlo, pero, en mi opinión, es un condenado idiota. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Ponte a trabajar.
Y Susan hizo exactamente eso.
Después de ese programa, cuando Susan salió de la cadena, fue asediada por todos los periodistas del corazón imaginables. Nada le habría gustado más que darles plantón y mandarlos a tomar viento, pero eso sólo serviría para empeorar las cosas, así que se detuvo frente a la puerta de la CBT y respondió a sus preguntas. O mejor dicho, las esquivó, porque al final no les dijo nada más que lo que aparecía en ese comunicado, que el señor Timothy Delany y ella habían decidido posponer la boda por el momento.
¿Posponer? ¿Por qué diablos había escrito Tim esa palabra? No podía dejar de darle vueltas al tema. ¿Por qué no había escrito «anular»? Oh, sí, él le había dicho que creía que lo mejor para todos sería decir que habían decidido tomarse un descanso. Así el escándalo sería menor. «¡Ja!». Para él sí, él estaba en París, pensó furiosa; gracias a un canal de noticias del corazón de la competencia, Susan había visto a Tim caminando por el aeropuerto Charles de Gaulle.
Cretino.
Ningún periodista con dos dedos de frente se creería que habían «pospuesto» la boda sin más. No eran tan idiotas. Tim tenía la teoría de que con el paso del tiempo la prensa se olvidaría de ellos y los dejarían en paz, pero esa noche a Susan las teorías le importaban un rábano, lo único que quería era irse a su casa y descansar… y decirles a esos periodistas que si querían saber algo más fueran a buscar a Tim junto al río Sena.
Evidentemente, y siguiendo fiel a su discreción de siempre, se mordió la lengua y aguantó el asalto hasta que se dieron por vencidos y la dejaron irse. Fue la primera vez en toda su carrera profesional que se planteó seriamente mandar a freír espárragos su promesa de no hablar nunca de su vida privada y gritar a los cuatro vientos que estaba furiosa con Tim y con el mundo entero. Y que lo único que quería era que la dejasen en paz.
Ver a Tim en Francia le había causado un extraño efecto, como si la ruptura se hiciera más real, y por fin Susana fue capaz de dar los pasos necesarios para eliminar cualquier rastro de Tim de su vida.
Fue una alivio, doloroso, pero un alivio.
Se pasó una mañana entera metiendo los pocos objetos personales que Tim se había dejado en su apartamento —un libro, un par de zapatillas deportivas y un pijama— en una caja. La cerró y la guardó en el suelo de su zapatero. En el lateral escribió con letras bien grandes: TIM, y se imaginó confeccionando una caja igual dentro de su mente y guardando dentro de ella todos los recuerdos. Ojalá fuera tan fácil. Susan no iba a hacer algo tan infantil como quemar las fotos, pero tras una copa de vino blanco pensó que no era tan mala idea y decidió intentarlo. Se quedó petrificada al comprobar que en su apartamento no tenía ni una foto de ella y de Tim juntos.
Realmente eran una pareja patética, aunque eso no justificaba que Tim se hubiese ido y hubiese anulado la boda sin más. Se conformó con borrar las pocas fotos que tenía de ellos dos en el móvil y se sirvió otra copa.
A la mañana siguiente, y con un poco de resaca, Susan decidió que empezaba una nueva etapa en su vida; la etapa definitiva. En el trabajo tuvo que soportar un par de miradas de condolencia y alguna que otra pregunta capciosa, pero sorprendentemente todo parecía haber vuelto a la normalidad con pasmosa facilidad.
¿No debería estar más triste, más hecha polvo? Tal vez, pero Tim estaba en París y lo suyo no tenía remedio, así que no tenía sentido darle más vueltas.
Sí, su vida había vuelto a su cauce.
Hasta que MacMurray se plantó una noche en el plató de televisión.
Como Mac sabía que llamarla no serviría de nada ni siquiera lo intentó, igual que tampoco se pasó por su apartamento; porque estaba convencido de que Susana habría dado instrucciones muy precisas al vigilante del edificio para que le prohibiese la entrada. Así que la única opción viable que le quedaba era ir a verla al trabajo. Nadie en la CBT, el canal de televisión donde trabajaba Susana, se atrevería a echarlo de allí. Causaría tal escándalo que ya podía imaginarse los titulares: «Una economista despechada impide la entrada en la CBT al capitán de los Patriots».
No, Susana no tendría más remedio que hablar con él. Quizá ella no fuese exactamente como él creía, pero estaba dispuesto a jugarse su mano derecha a que no querría montar un escándalo en público.
Mac era zurdo.
Mac era un hombre metódico al que le encantaba planear cualquier cosa hasta el último detalle, desde una cena hasta una inversión pasando por la construcción de una casa; probablemente por eso era el mejor capitán que habían tenido nunca los Patriots. Dado que Susan aparecía sólo en las noticias de la noche, Mac llegó a la conclusión de que ella no iba a la cadena hasta media tarde y que, por tanto, lo mejor sería llegar a mitad del programa, cuando ya estuviese en el plató, y esperar a que terminase. Si tenía cámaras grabándola no podría gritarle ni echarlo de allí sin escucharlo.
Sí, era un buen plan. Hasta que ella lo vio.
En cuanto Mac entró en el plató, después de saludar a un par de comentaristas deportivos que se cruzaron con él por el pasillo, lo fulminó con la mirada. Notó el preciso instante en que los ojos de ella se posaron sobre los de él porque se puso a sudar de repente. Lo disimuló, evidentemente, y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
Susana apretó el bolígrafo que sujetaba en la mano y éste terminó en el suelo. Mac le guiñó un ojo y ella tuvo que repetir una frase porque perdió el hilo.
Mac sabía que en cuanto terminase el programa era hombre muerto y que, probablemente, lo más sensato que podía hacer era dejar de provocarla, pero no pudo evitarlo; se quedó allí de pie y siguió mirándola como si fuesen dos grandes amigos y su visita no tuviese nada de especial.
Tampoco pudo evitar pensar que era preciosa.
Sonó la bocina que marcaba el final del programa y Susan, junto con el resto de presentadores se pusieron en pie y se apartaron de la mesa. Mac la siguió con la mirada y vio que los de ella echaban chispas, literalmente.
¿Se le ponían los ojos verdes cuando se ponía furiosa? Él siempre había dado por hecho que adquirirían un tono negro, e intentó imaginarse en qué otras circunstancias le cambiaban de color. Y sí, en su mente seguía llamándola Susana, aunque hoy debería llamarla Susan, si quería salir de allí con todas las extremidades intactas y pegadas al cuerpo.
—Buenas noches, Susan —la saludó cuando la tuvo cerca.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella furiosa, pero en voz baja.
—He venido a traerte esto. —Sacó la caja de bombones rellenos de menta que le había comprado de camino y que hasta ahora había ocultado detrás de la espalda.
«Eres un mentiroso. Has tenido que desviarte tres kilómetros para comprárselos».
Susan se quedó atónita y sin habla.
—Son bombones de chocolate negro y menta —le explicó Mac al ver que ella no decía ni hacía nada. Él se había quedado sujetando la caja en el aire.
—Ven a mi despacho —farfulló y se puso a andar sin esperarlo.
Mac no tuvo más remedio que seguirla hasta el final de un pasillo. Susan se detuvo ante un puerta, la abrió y la sujetó para que Mac entrase. Después entró ella y cerró de un portazo. Una vez a solas, guardaron silencio.
Pasaron varios segundos. Él creía poder oír la respiración de ella, ¿o era la suya? No podían quedarse allí sin hacer nada con esa tensión flotando en el aire, uno de los dos tenía que ser el primero en reaccionar.
Mac se dio media vuelta y encontró a Susana apoyada en la pared, mirándolo más confusa que antes.
—Te dejaré aquí los bombones —dijo Mac cuando consiguió tragar saliva. Miró a ambos lados y optó por dejar la caja envuelta con un lazo naranja encima de la mesa repleta de papeles desordenados. ¿Desordenados? ¿Susana no era una adicta al orden?
Maldita sea, qué equivocado estaba y qué loco lo estaba volviendo esa mujer.
—¿Por qué me has comprado bombones? —le preguntó ella ajena a lo que sucedía en la mente de él.
Mac se encogió de hombros, no era que no quisiera contestarle, era que no sabía cómo.
—¿Y por qué has venido a verme? —Susan se apartó un poco de la puerta y fue hacia él. Ahora estaban tan cerca que Mac no podía dejar de mirar esa peca que últimamente lo tenía tan fascinado—. En el año y medio que hace que nos conocemos nunca has venido a verme. Quin vino a verme un día, cuando salió de un programa de entrevistas, pero tú nunca has mostrado el más mínimo interés por mi trabajo.
Esa última frase sonó a reproche.
—Eso no es verdad. —No lo era, Mac sintió la imperiosa necesidad de defenderse. A él siempre le había parecido que Susan tenía un don para explicar los complicados entresijos de la economía a la gente que como él era incapaz de entenderlos.
—Ah, bueno, sí, tienes razón. Ahora que me acuerdo en una fiesta me dijiste que mi sección era mejor que cualquier somnífero y que tendrían que prescribirla con receta. ¡Ah! Y también hubo una ocasión en la que me preguntaste por qué tenía que salir a diario. Tus palabras exactas fueron, si no me falla la memoria, que las noticias de economía eran como ir al dentista, con una vez al año era suficiente.
Susana entonces se apartó de él y se dirigió hacia la mesa donde Mac había dejado la caja de bombones. Tiró de la tarjeta de la pastelería que había debajo del lazo naranja: Chocolat Factory.
Su chocolate preferido.
Mientras Susan observaba absorta la tarjeta que tenía en la mano, Mac no podía dejar de pensar en lo que ella acababa de echarle en cara: sí, él había dicho esas cosas, pero la primera la dijo en un baile organizado por la familia de Tim donde ella apareció radiante y se negó a mirarlo durante horas.
Y la segunda se la dijo en una barbacoa organizada por otro jugador de los Patriots cuando Susana le preguntó si su acompañante tenía la edad legal para entrar en un casino.
«¡Mierda!».
Ahora sabía que se lo había dicho porque en aquel preciso instante tuvo que morderse la lengua para no decirle que hasta que ella se fijara en él saldría con todas las animadoras del condado.
Qué estúpido había sido. No sólo había dejado que su mejor amigo saliese con la única mujer que al parecer le importaba, sino que se las había ingeniado para quedar como un cretino delante de ella durante todo un año.
Era lógico que Susan lo odiase, se lo había ganado a pulso.
—Tal vez estuviese equivocado —reconoció tras tragar saliva de nuevo para aflojar el nudo que tenía en la garganta.
—¿¡Tal vez!? —suspiró exasperada—. ¿A qué viene esto ahora, MacMurray? —fijó los ojos en los de él y Mac fue incapaz de comprender cómo era posible que no se hubiese fijado antes en que eran verdes y en que parecían desprender fuego.
—No lo sé —dijo confuso pasándose las manos por el pelo. No podía respirar.
—¿No lo sabes? ¿Acaso no te has reído lo suficiente de mí? Te dije que no quería volver a verte y, a juzgar por tus comentarios durante el último año, habría jurado que tú te alegrarías de no volver a verme. —Dejó la tarjeta encima de la caja de bombones—. Yo quiero olvidarme de todo esto. —Movió las manos para señalarlo—. Quiero seguir con mi vida, así que, ¿por qué no sigues ignorándome como hasta ahora?
Él nunca la había ignorado. Susana lo había desquiciado, lo había puesto furioso, lo había exasperado, pero ella jamás lo había dejado indiferente. Ahora se daba cuenta, pero seguía sin entender por qué. Ninguna de las novias ni de las esposas de los otros jugadores o de sus amigos le había generado nunca una reacción tan visceral. Probablemente se debía a que Mac odiaba a los farsantes, y estaba convencido de que Susan lo era. Incluso ahora, en medio de la confusión que lo embargaba, tenía la sensación de que Susana no era del todo sincera. La cuestión era, ¿por qué le molestaba tanto? Mac estaba rodeado de gente hipócrita a la que toleraba sin ningún problema. ¿Por qué era distinto con Susan?
—Bien, me alegra ver que has recuperado tus malos modales y que sigues teniendo la capacidad de no escuchar mis preguntas —dijo Susana malinterpretando el silencio de Mac.
—Tim me llamó anoche —soltó él de repente.
Ella se calló un segundo y después de humedecerse los labios, gesto que lo hipnotizó por completo, le dijo:
—¿Cómo le va por París?
—Me dijo que te llamaría —dijo y suspiró—. Y me pidió que viniese a verte.
Susan se tensó al oír la primera parte de la explicación de Mac, pero cuando oyó la segunda volvió a sentirse tan humillada como aquel día en el coche con Tim y la rabia que había logrado contener desde entonces volvió a desbordarla. Y la sobrepasó.
—¿Pero quién os habéis creído que sois? Tim ha perdido cualquier derecho a interesarse por mí, y tú… —lo señaló con un dedo—, tú eres despreciable. Sólo has venido a verme porque tu amigo te lo ha pedido y probablemente para satisfacer tu morbo.
—No es verdad, yo también estoy preocupado por ti.
—¿Ah, sí? —le clavó el dedo en el torso—. Será por eso por lo que me has llamado tantas veces.
Mac le cogió la muñeca para apartarle la mano y al hacerlo se dio cuenta de que era la primera vez que la tocaba en mucho tiempo.
¿Cuándo había dejado de darle un beso para saludarla?
Ella le había puesto la mano en la frente aquel día en el restaurante cuando creyó que estaba enfermo y a veces seguía teniendo la sensación de que la piel le quemaba.
No tendría que haberla tocado. Ahora ya no podría olvidarse de su tacto.
A Susan se le aceleró el pulso y empezó a latirle el corazón desbocado. ¿O era el de Mac el que se había descontrolado?
—No me habrías cogido el teléfono —le dijo Mac entre dientes.
—Suéltame.
—No he venido porque me lo haya pedido Tim.
—¡Suéltame o llamaré a seguridad!
—¡Quería verte, pero no sabía cómo! —confesó como si le estuviesen arrancando cada palabra.
Susan, que había estado tirando del brazo, se quedó quieta de golpe. Tenía la cabeza agachada, pero la levantó despacio buscando los ojos de MacMurray.
—¿Pero qué clase de persona eres? ¿Qué pretendes conseguir con esto? Durante más de un año he sido la novia y la prometida de tu mejor amigo y tú apenas podías soportar mirarme, y ¿ahora pretendes que me crea que te preocupas por mí? No sé, quizá este truco te funcione con otras mujeres, por lo que yo sé estás dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de echar un polvo, pero yo no soy de ésas.
Mac pensó que iba a estallarle el pecho. El desprecio que sentía Susan por él poseía vida propia y estaba a punto de devorarlo. Ella no iba a darle la menor oportunidad, ni ahora ni nunca.
Y tal vez él no se la merecía. Y el dolor que esa posibilidad le causó lo revolvió por dentro y lo llevó a atacarla, a hacerle daño. Durante un segundo se dejó llevar por el egoísmo y decidió que él no iba a ser el único que saliera de allí sangrando. Iba a hacerle daño porque necesitaba que ella sintiera algo por él además de desprecio.
—¿Un polvo conmigo? —se burló con crueldad—. Pero si tú eres incapaz de acostarte con tu prometido en una piscina.
En cuanto Mac pronunció esa frase supo que había cometido un error. Meses atrás, una noche que jugaron fuera de casa, Tim bebió más de la cuenta después del partido y le confesó que Susan era incapaz de tener relaciones sexuales fuera de la cama, y que en una ocasión fueron de fin de semana a un hotel cuyas habitaciones disponían de pequeñas piscinas individuales y él le insinuó que quería hacerlo allí. Y ella lo miró y le dijo que no, que esa noche iba a llover y que lo mejor sería hacerlo en la cama.
—Lo siento —balbuceó él justo antes de que ella lo abofetease con la mano que tenía libre.
Mac le soltó la muñeca y se frotó la cara.
Susana se acercó a la puerta y la abrió de golpe sin importarle si alguien podía verlos u oírlos.
—Vete de aquí, MacMurray. Y esta vez, no vuelvas.