Capítulo 4

Cuarta regla del fútbol americano:

Salida en falso: se produce cuando un jugador de la línea de ataque se mueve antes de que comience la jugada. Se castiga con cinco yardas de penalización para el equipo infractor.

Mac oyó un zumbido insistente y se maldijo por haber puesto el despertador. ¿Qué clase de idiota ponía el despertador después de recibir prácticamente una paliza en el campo de fútbol, beberse dos whiskeys y tres copas de vino y no cenar nada?

Él, al parecer. Levantó el brazo y buscó a intentas el maldito aparato para romperlo de un puñetazo. Dio con él y lo golpeó, pero el trasto infernal siguió sonando. Probablemente no le había dado al botón adecuado, resignado, encendió la luz y cuando consiguió abrir los ojos vio que el despertador estaba prácticamente destrozado. Y ese condenado zumbido seguía sin dejar de sonar.

El móvil.

Mac, que se había sentado para encontrar la lamparilla de noche, se desplomó de nuevo en la cama con los brazos completamente extendidos. Fuera quién fuese el imbécil que osaba llamarlo a esas horas en un día como aquél, podía irse al infierno. El timbre por fin se detuvo, el contestador grabaría la voz de la persona que tantas ganas tenía de perder su amistad y Mac se encargaría de mandarlo a paseo cuando se recuperase. En dos o tres días.

El móvil volvió a sonar.

—¡Joder!

Mac se incorporó y salió de la cama hecho una furia dispuesto a decirle exactamente lo que pensaba al periodista de turno, porque sólo una de esas alimañas se atrevería a llamarlo la mañana siguiente de haber perdido la Super Bowl.

—No voy a retirarme —gritó al descolgar.

—Me alegro.

—¿Tim?

—Sí, soy yo. Siento llamarte a estas horas, pero necesitaba hablar contigo antes de coger el vuelo a París.

¿Tim se iba a París? ¿En ese momento?

Mac parpadeó de nuevo y se apartó un segundo el móvil de la oreja para comprobar qué hora era.

—No me digas que te vas de viaje con Pantalones de Acero —sugirió sarcástico. Seguro que la cretina de Susan le había contado lo que había pasado frente al baño de L’Escalier y Tim la llevaba a París para tranquilizarla, pensó Mac. Aunque algo fallaba en su razonamiento, porque Pantalones de Acero jamás cogía vacaciones. Tim incluso le había contado que iban a aplazar la luna de miel durante unos meses. Y una parte de Mac sabía que Susan no le había contado a su amigo lo que había sucedido entre ellos dos en el restaurante. De hecho, estaba completamente seguro de ello.

¿Por qué?

La voz de su amigo lo alejó de sus pensamientos.

—No, y no la llames así. Susan es una gran persona y no se merece lo que le he hecho.

—¿De qué diablos estás hablando, Tim? —Mac se frotó la cara con la mano que tenía libre—. Son las cinco de la mañana y tengo resaca. Si me has llamado para decirme que le has puesto los cuernos a Pantalones de…, perdón, a Susan, y que vas a irte de viaje con tu ligue a París, deja que te diga que no hacía falta. Llámame cuando vuelvas y te reñiré por no haberte portado como un caballero. Y ahora relájate y disfruta.

—¡No le he puesto los cuernos a Susan! —exclamó Tim exasperado—. No exactamente.

—¿Qué quiere decir «no exactamente»? —Mac sujetó el teléfono con más fuerza. ¿Le había pasado algo a Susan? ¿Por qué diablos estaba preocupado?

—Amanda.

A Mac le bastó con oír ese nombre para buscar la silla más cercana y sentarse.

—¿Amanda? ¿Tu Amanda?

Tim soltó el aire despacio y de fondo se oyeron los altavoces del aeropuerto recordando las normas de seguridad a los pasajeros.

—Sí.

—Creía que hacía años que no la veías —dijo Marc completamente sobrio de repente.

—Once.

—¿Entonces? ¿Qué tiene que ver Amanda con todo esto y París?

—Hace unas semanas empecé a preparar los papeles para la boda con Susan —empezó Tim—, y el juzgado me denegó la licencia matrimonial porque según sus registros el señor Timothy Delany ya estaba casado.

—Joder, Tim, sólo será un error.

—No lo es.

—Joder.

—Amanda y yo nos casamos y luego —tragó saliva—, cuando discutimos y ella se fue, le mandé los papeles del divorcio.

—¿Nunca comprobaste si los había firmado?

—Al principio no —carraspeó—. Tú sabes perfectamente cómo estaba yo al principio, y luego supongo que me olvidé. Ahora ya no importa.

—Pues claro que importa, Tim, si no, no me habrías llamado a estas horas desde no sé qué aeropuerto. —Suspiró agotado y le hizo otra pregunta a su amigo—. ¿Por qué te vas a París? Cuéntame la versión resumida, por favor.

—Cuando recibí la denegación del juzgado decidí buscar a Amanda para pedirle que firmase los papeles, pero su familia, evidentemente, se negó a decirme dónde podía encontrarla.

—Evidentemente.

—Y contraté a un detective privado.

—¿Y?

—Amanda está en París.

—Genial, en Europa tienen de todo, y, no sé si te has enterado, pero están más civilizados que nosotros. Seguro que puedes mandarle un correo o contratar a un abogado desde aquí y pedirle que te firme los papeles.

—No es eso.

—Versión resumida, Tim.

—Amanda tiene un hijo de casi once años. Se llama Jeremy y es hijo mío.

—Joder, Tim, ¿cómo lo sabes? Podría no serlo.

—Lo es, las fechas encajan…

—Tim…

—Y en su partida de nacimiento figuro yo como padre. Ya sabes que Amanda odia mentir.

—Si tanto odia mentir, ¿por qué no te lo ha contado?

—Omitir no es lo mismo que mentir.

—Eso es cuestionable.

—No sé por qué no me lo ha contado y necesito saberlo. Por eso voy a París. Amanda es la chef de uno de los restaurantes más prestigiosos de la ciudad. Tengo que ir a verla.

—Y supongo que Susan ha roto contigo cuando se los has contado, seguro que ella no cometió ningún error en su juventud.

—No, Susan no es así —la defendió Tim—. Si se lo hubiese pedido, me habría acompañado. —Suspiró, y al oírlo Mac tuvo la sensación de que su amigo se avergonzaba de sí mismo—. No se lo he pedido, Mac. No he sido capaz. Ni siquiera le he contado toda la verdad. Lo único que le he dicho es que no puedo casarme con ella porque ya estoy casado y que me voy a París. No le he dado ninguna explicación, y ni siquiera se me ha pasado por la cabeza pedirle que me acompañase —una pausa— o que me esperase.

—Vaya. —Fue lo único que consiguió decir Mac. O al menos lo único que tenía sentido, porque tenía la mente llena de preguntas acerca de Susan; ¿cómo se había tomado la noticia?, ¿estaría llorando sola en su casa?—. Entonces, ¿qué necesitas que haga? Seguro que Susan lo tiene todo bajo control y puede posponer la boda hasta tu regreso —se obligó a decir.

—No voy a casarme con Susan, Mac. He roto con ella —aclaró Tim definitivamente y aunque el otro hombre no podía verlo, se frotó la mejilla que le había abofeteado su exprometida.

—Joder, no puedo creerme que vaya a decir esto, pero ¿no crees que tal vez te has precipitado?

—No. ¿Sabes que es lo primero que he pensado cuando he recibido el mensaje del detective privado diciéndome que tengo un hijo con Amanda?

—No.

—Que por fin tenía una excusa para ir tras ella y pedirle perdón. Sé que creerás que soy un cobarde y un miserable, pero en ese preciso instante ha sido como si todos los recuerdos de Amanda que llevo años suprimiendo se lanzasen encima de mí. Estábamos en el restaurante y he visto a Susan acercándose a mí, creo que volvía del baño, y me he dado cuenta de que nunca he sentido por ella nada parecido a lo que sigo sintiendo por Amanda. Y a Amanda hace once años que no la veo. —Tomó aire y dejó que Mac asimilase todo lo que le había confesado—. La boda está anulada y, probablemente, Susan no quiera volver a verme jamás en la vida.

«Ahora yo tampoco podré volver a verla».

¿De dónde había salido eso?

«Pero al menos no va a casarse con Tim». ¿Desde cuando le molestaba que Susan y Tim fueran a casarse? «Desde siempre». No, eso no era verdad. Lo único que le molestaba era que Tim se convertía en otra persona cuando estaba con ella. Ahora que lo pensaba, cuando Tim y Susan estaban juntos era como si los dos se apagasen, hacían tan buena pareja que resultaban incluso aburridos. Y se aburrían mutuamente. Mac recordaba perfectamente cómo era Tim con Amanda, lo contento y eufórico que estaba al principio. Lo destrozado que quedó al final.

Nunca le había visto sentir esa clase de emoción por Susan. Mac siempre había dado por hecho que el cambio se debía a la edad, a la madurez que se les suponía que tenían ahora, pero quizá fuera algo más profundo y complejo.

O mucho más sencillo: quizá Tim nunca se había enamorado de Susan como lo había estado de Amanda. Como seguía estándolo a juzgar por los acontecimientos.

—¿Cuándo volverás de París? —preguntó entonces Mac a Tim al comprender lo que iba a hacer su mejor amigo.

—No lo sé, todo depende de Amanda. No he comprado billete de vuelta.

—¿Y el equipo? —Tim no podía abandonar ahora a los Patriots—. Volverás a tiempo para la próxima temporada, ¿no?

—No lo sé —repitió con un suspiro—, y la verdad es que no me importa. Alégrate por mí, Mac, tú fuiste el único que me apoyó con Amanda.

Mac recordó lo estúpidos que habían sido tanto él como Tim cuando tenían veinte años, y también recordó lo feliz que había sido su amigo con Amanda.

—Me alegro por ti, Tim —le dijo sincero. «Y te envidio. Tú tienes algo por lo que luchar».

—Voy a pedirte un favor, Mac, y no puedes decirme que no.

—De acuerdo. —La presión que había sentido en el pecho durante la cena en L’Escalier reapareció multiplicada por cien.

—Ve a ver a Susan y asegúrate de que está bien. No es tan fuerte como aparenta.

—Lo dudo, Tim, pero iré a verla. «Ella no querrá verme». Tú llámame desde París.

—Claro. Gracias, Mac. Tengo que irme, están anunciando mi vuelo.

—Llámame, y no me obligues a ir a buscarte a Francia.

Mac ya no recibió respuesta de su amigo y colgó el móvil. Se quedó sentado en esa silla durante largo rato con la mente en blanco de lo abrumado que estaba. Tim era un par de años más joven que él y acababa de convertirse en padre de un niño de once años. Amanda, la chica de la que se había enamorado locamente y con la que se había casado a escondidas cuando prácticamente eran unos niños, seguía siendo su esposa. Una esposa que, a juzgar por los recientes descubrimientos del propio Tim, no quería saber nada de él. Y ahora Tim acababa de anular su inminente boda con Susan y se había ido a París sin fecha prevista de retorno.

Vaya manera de empezar las vacaciones.

Se levantó de la silla y volvió a la cama. Lo mejor sería que durmiese un rato. Con algo de suerte quizá cuando despertase descubriría que todo había sido un sueño, una broma pesada de su subconsciente. Apagó de nuevo la luz y cerró los ojos. Y lo último que pensó antes de quedarse dormido fue que Susan iba a tener que enfrentarse sola al escándalo de ser abandonada por uno de los «solteros» más cotizados de Boston un par de meses antes de la boda. Y que no se lo merecía.

Mac volvió a despertarse seis horas más tarde y durante un segundo pensó que quizá se había imaginado la conversación con Tim, pero cuando vio el mensaje que le había mandado su amigo con el teléfono y la dirección de Susan supo que no tenía tanta suerte.

A Mac no le hacía falta ninguna de esa información.

Aunque probablemente Tim no lo sabía, casi un año atrás, cuando él y Susan se conocieron, Mac la acompañó una noche a su casa, y el teléfono también lo tenía más o menos desde entonces. Dejó el móvil en la mesilla de noche y fue a ducharse. La herida de la ceja se le había infectado y tenía el torso y la espalda doloridos y amoratados. El agua caliente ayudó, y se quedó en la ducha hasta que notó que empezaba a enfriarse. Salió y se afeitó sin fijarse demasiado en su aspecto; no quería volver a sentirse mayor. De nuevo en su dormitorio, se puso unos vaqueros, una camiseta y un jersey de lana negro, y se dirigió a la cocina. Se sirvió un café y se tomó un antibiótico para contener la infección, y después se obligó a comer unas tostadas porque no quería que la medicación le diese una patada en el estómago. A esas alturas sólo le faltaba que se le hiciera una úlcera. Con el tema del desayuno ya resuelto, volvió a su dormitorio en busca del reloj y del móvil, y llamó a Susan antes de que cambiase de opinión. Cuanto más rápido, menos le dolería, se dijo; como arrancar una tirita.

El teléfono de Susan sonó y sonó, pero ella no le contestó y al final saltó el contestador. Mac colgó sin dejar un mensaje, nunca le había gustado hablar con esas máquinas.

Volvió a llamar.

Los timbres volvieron a repetirse y saltó de nuevo el contestador.

Mac volvió a colgar y llamó otra vez.

A la tercera va la vencida.

A pesar del dicho, Mac estaba convencido de que esa tercera llamada iba a acabar igual que las dos anteriores, pero la voz de Susan le demostró que se equivocaba.

—No vuelvas a llamarme. Ya tienes lo que querías.

Susan le colgó.

Mac se quedó perplejo mirando el teléfono y volvió a llamar. Y esta vez Susan debió de darle a algún botón porque oyó la señal de comunicar. Mac colgó ofendido el aparato y lo dejó con un golpe seco encima de la mesa del comedor. Si hubiese tenido delante a la propietaria del otro aparato la habría zarandeado hasta que lo escuchase.

La muy terca y estirada ni siquiera le había dejado hablar. No, la señorita Pantalones de Acero lo había juzgado sin escucharlo, como siempre, y le había colgado.

«¿Y de qué te extrañas? Su asunción es de lo más lógica», le dijo la voz de su conciencia. Tal vez, discutió él, pero Susan ni siquiera le había dado la oportunidad de explicarse. «¿Y cómo sabía que era yo? Porque tú también le diste tu número».

Bueno, él ya había cumplido con su obligación, le había prometido a Tim que llamaría a Susan y la había llamado; no tenía la culpa de que ella no le hubiese dejado hablar. Era el primer día de sus vacaciones e iba a disfrutarlas. Lo primero que haría sería pasarse por el gimnasio y reservar un masaje de dos horas como mínimo. Después iría a comer y por la tarde volvería a casa y se centraría en su proyecto, y por la noche… por la noche saldría con Kelly. Sí, sería un día perfecto. Decidido, fue a su dormitorio y cogió la bolsa del gimnasio, pero minutos más tarde, sentado tras el volante del coche, su conciencia lo obligó a cambiar de planes.

—Mierda —farfulló.

Giró hacia la izquierda en la siguiente calle y se dirigió a casa de Susan.

Después de que Tim la dejase en su casa, Susan se pasó dos horas sentada en la cama completamente aturdida, incapaz de llorar ni de sentir nada. Su futuro acababa de desmoronarse y una parte de ella seguía negándose a creerlo, otra quería matar a Tim por haberle ocultado su pasado, y otra, una parte que Susan siempre intentaba negar que tenía, su lado romántico, le decía que era mejor así, que Tim tenía que estar con la mujer que amaba.

Y era evidente que esa mujer no era ella.

Fue esa frase, llegar a esa conclusión, la que consiguió que las lágrimas empezasen a caer como un torrente por su rostro.

Tim no la amaba.

Ella se había convencido de que lo suyo no era una gran pasión porque, sencillamente, los dos eran personas inteligentes que sabían dominar sus instintos; pero la cruda realidad era que Tim no la amaba. Amaba a una tal Amanda con la que, al parecer, había cometido la locura de casarse de joven. Con ella, con la lista y fiable Susan Lobato, no había hecho tal estupidez. ¡Si llevaban meses planeando la boda, ella se tomaba la píldora y él nunca se olvidaba de ponerse un condón cuando estaban juntos! La mayor locura que habían cometido juntos había sido quedarse dormidos encima de la cama con la ropa y los zapatos puestos después de salir a bailar una noche.

Una noche.

Susan miró furiosa la lámpara de la mesilla de noche porque allí era donde Tim solía dejar sus cosas cuando iba a verla y la lanzó contra la pared. Con ella Tim nunca se olvidaba de nada, nunca hacía nada espontáneo, y a ella le gustaba, ¿no? Ella quería que las cosas fuesen así. O eso creía hasta esa noche. Lloró hasta quedarse dormida y soñó que Tim volvía al cabo de unos días y le pedía perdón de rodillas. Pero, al parecer, ni siquiera era capaz de controlar sus propios sueños porque cuando el Tim imaginario estaba de rodillas suplicándole que lo perdonase y diciéndole que quería casarse con ella, las manos de otro hombre la rodeaban por la cintura desde la espalda y tiraban de ella como si no estuviese dispuesto a dejarla escapar. Y antes de que ella pudiese ver el rostro del desconocido este la besaba. Y era el mejor beso del mundo. Un beso que no podía compararse a ninguno de los que le había dado Tim ni ningún otro. Un beso que hizo que Susan se aferrase al pecho del extraño decidida a tirarle de la ropa que llevaba.

Pero entonces sonó el teléfono móvil y la despertó.

Ni en sueños conseguía lo que quería.

No se le ocurrió no contestar; podían llamarla de la cadena en cualquier momento, o incluso podía ser Tim, que la llamaba arrepentido. Fue a por el móvil, que había dejado conectado en la entrada y cuando vio el nombre que aparecía en la pantalla se quedó perpleja: Kev MacMurray.

Se quedó confusa durante unos segundos, casi se había olvidado de que se llamaba Kev. Nadie lo llamaba así nunca.

—¿Pero qué diablos está haciendo? —se dijo a sí misma en voz alta al comprender por qué la llamaba. Seguro que Tim había llamado a su mejor amigo para contarle que se iba a París y MacMurray llamaba para regodearse.

La llamada fue a parar al contestador y Susan soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo. El muy cretino volvió a llamar en cuestión de segundos. Susan miró el móvil como si fuese una serpiente envenenada y ni siquiera lo tocó. El contestador volvió a entrar en acción y Susan dio por concluida su agonía.

El muy cretino volvió a llamar.

—No va a parar —farfulló, recordando lo terco que siempre había sido MacMurray, y descolgó—: No vuelvas a llamarme. Ya tienes lo que querías.

Y colgó.

Y MacMurray entendió el mensaje y no volvió a llamarla.

Susan suspiró aliviada y observó con detenimiento el móvil para asegurarse de que no había ningún mensaje de Tim escondido en alguna parte.

¿De verdad quería que Tim la llamase y le pidiese perdón? ¿Ahora que sabía que él no estaba enamorado de ella? Oh, sí, Tim había sido muy sensible y se había comportado como todo un caballero. En la limusina, cuando empezó a hablar, lo primero que le dijo fue que ella no tenía la culpa de nada. El tópico «no eres tú, soy yo», jamás le había parecido tan ofensivo. Él asumió toda la culpa, cierto, pero también le dejó claro que se iba y que ella no podía hacer ni decir nada para hacer que cambiara de opinión. Porque por ella no sentía una pasión irrefrenable.

Eso no se lo había dicho, pero a ella le había resultado muy fácil deducirlo.

Tim iba a echarlo todo por la borda, no sólo su relación, sino también probablemente su carrera, porque quería recuperar a una mujer que le había ocultado que no se había divorciado de él. Y si eso no demostraba que la pasión era una completa sandez, Susan no sabía qué lo haría. Ella tenía razón, se dijo a sí misma, la pasión y las historias de amores imposibles sólo servían para dar dolor de cabeza.

«Y para pasarte la noche llorando cuando hoy tienes que ir a trabajar».

No, ella estaba en lo cierto, la vida no era como en las películas ni como en los culebrones. Ella era una mujer lista e inteligente que sabía lo que quería. Tenía un buen trabajo y pronto conseguiría su propio programa, y algún día conocería a un hombre sensato con el que compartir su vida y formar una familia. Y si nunca hacía el amor bajo la lluvia, mucho mejor, a ella no le gustaba pasar frío. Y seguro que se resfriaría.

Tenía que ducharse, desayunar y preparar el programa de esa noche, pero antes tenía que llamar a sus padres. No sabía cuánto tardaría la prensa en enterarse de que ella y Tim no iban a casarse, aunque estaba segura de que no demasiado, y no quería que sus padres recibiesen así la noticia. Respiró hondo y marcó el número de su madre.

—Hola, Susana, cariño.

—Hola, mamá.

—¿Qué te pasa?

—¿Sólo he dicho «hola, mamá» y ya sabes que me pasa algo? —le preguntó atónita.

—Normalmente me llamas Lisa.

A Susana le dio un ligero vuelco el estómago y se sintió culpable como le sucedía siempre que algo le recordaba lo mal que se lo había hecho pasar a Lisa al principio.

—Además, tú siempre llamas los domingos por la tarde y los miércoles por la mañana. Hoy es sábado —explicó Lisa sin más.

—¿Y por eso crees que me pasa algo? Tal vez sólo me apetece hablar contigo.

—¿Por eso me llamas, porque te apetece hablar conmigo? —le dijo su madre (esa mujer se había ganado ese título a pulso) con una sonrisa que Susan no podía ver, pero sí oír.

—No. Bueno… sí.

—¿Por cuál te decides, Susan?

El tono en que le habló Lisa le recordó a cuando era una adolescente difícil e insistía en plantarle cara a la mujer que se había casado con su padre y había cometido la osadía de intentar ayudarla. Era un milagro que Lisa no sólo se hubiese quedado, sino que además se hubiese atrevido a darle dos hermanos.

Esa mujer era la viva imagen de la paciencia y la tenacidad. Y tenía amor para repartir a raudales. A veces Susan incluso creía que su madre había elegido desde el cielo a esa mujer para terminar el trabajo que ella había dejado inconcluso en la tierra.

—Tim y yo hemos anulado la boda —dijo la frase que estaba convencida que iba a utilizar Tim en el comunicado de prensa. Sí, era evidente que no estaban enamorados, pero nadie podría negar que lo conocía muy bien—. ¿Mamá?

—Oh, cariño, lo siento. —A pesar de los años, Lisa seguía emocionándose cuando oía esa palabra, y se le notaba en la voz—. ¿Habéis discutido? Seguro que sólo son los nervios de la boda y pronto se arreglarán las cosas, ya lo verás.

—No, mamá. No se arreglarán. —Susan suspiró—. Tim se ha ido a París a recuperar a la mujer con la que se casó hace no sé cuántos años y al parecer se le olvidó comentármelo.

—Oh, Dios mío.

—No puedes decírselo a nadie, Lisa. Se lo prometí a Tim. —Y Susan siempre cumplía sus promesas.

—No entiendo nada —sentenció la otra mujer—. No puedo creerme que Tim te haya sido infiel, Susan.

—Y no me lo ha sido, técnicamente. Él y esa mujer se conocieron hace años y ahora él ha decidido volver con ella. No puedo contarte nada más, lo siento.

—¿¡Cómo que no!? —estalló Lisa indignada—. Si ese cretino te ha dejado por otra meses antes de la boda, puede irse al infierno.

—Es complicado.

—¿¡Complicado!? Virgen santa, no, no lo es, Susan. Si tú le amas y él te ama, no es complicado. Hazme caso, yo me enamoré de un hombre que estaba empecinado en no volver a creer en el amor y que además tenía una hija que me odiaba.

—¿Y qué hiciste?

—A ella la maté y a él lo descuarticé, y meses después conocí a tu padre —bromeó.

Y Susan por fin comprobó que seguía teniendo la capacidad de sonreír.

—Lisa… —suspiró para contener las lágrimas que le habían aparecido en los ojos.

—Si amas a alguien de verdad no lo dejas escapar así como así.

—Supongo que ésa es la cuestión, mamá. —Una lágrima se resbaló por la mejilla de Susan y la otra mujer lo supo a pesar de que no podía verla—. Tim no me ama. Y yo a él tampoco.

—Oh, Susan, pequeña. Lo siento.

Susan se secó furiosa una segunda lágrima.

—En fin —suspiró y fingió que dejaba de llorar—; sólo te he llamado para decirte que la boda se anulaba y que no hacía falta que vinierais a Boston.

—Ya tenemos los billetes, así que papá y yo vamos a ir de todos modos.

—No hace falta. Estoy bien —afirmó con la voz que utilizaba en su programa de televisión.

—Vamos a ir, Susan. ¿Quieres hablar con papá? Está en el jardín, pero puedo avisarlo.

Susan sonrió al imaginarse al tosco de su padre podando los rosales.

—No, no hace falta. Cuéntaselo tú, ¿quieres? Yo llamaré dentro de unos días.

—El miércoles por la mañana —se burló Lisa—. Lo sé.

—Quizá me vuelva un poco loca y llame antes.

—Llama cuando quieras, cariño. ¿Quieres que llame también a tus hermanos?

—Sí, mamá, gracias.

—De nada. ¿De verdad no quieres que vaya? Puedo coger un avión esta misma tarde.

—No. —Suspiró y se convenció de que era verdad—. No vale la pena que te gastes el dinero en eso.

—No digas tonterías, Susan. Si quieres que vaya, voy. —Lisa la oyó vacilar y, propio de una mujer tan tenaz como ella, volvió a insistir—. Y no se hable más.

—No hace falta, mamá. De verdad. Tim me dijo que mandaría un breve comunicado oficial a la prensa, por eso te he llamado, porque quería avisarte.

—¿Y si Tim vuelve?

—No volverá —dijo, y comprendió que estaba convencida de ello sin saber ni cómo. Tim no iba a volver, al menos no para estar con ella.

—Está bien, cariño, como tú quieras. Llámame el miércoles, pero vete haciendo a la idea de que nos vemos dentro de unos meses. Tu padre y yo te echamos de menos, ¿sabes?

—Yo también, mamá —tragó saliva—. Tengo que colgar, todavía tengo que ducharme y… tengo que colgar. —Antes de ponerse a llorar.

—Claro, cariño. Adiós, y cuídate mucho.

Susan colgó y se apresuró hacia el baño para meterse bajo la ducha y poder decirse a sí misma que lo que tenía en el rostro era agua y no lágrimas.

Otra vez.

Más serena después de la ducha, Susan razonó el incidente —el llanto descontrolado bajo el agua— diciendo que últimamente había estado sometida a mucha presión y que el hecho de que necesitase desahogarse era lo más normal del mundo. No volvería a pasar. Ahora ya era la de siempre, afirmó en su mente con convicción tras mirarse en el espejo del baño por última vez antes de ir en albornoz hasta el dormitorio. Allí terminó de secarse y se vistió con unos pantalones de algodón negro para estar cómoda mientras escribía, una camiseta con unos erizos estampados y una chaqueta de lana también negra. Se dejó el pelo suelto y se preparó un café y unas tostadas con mantequilla.

Iba a enderezar el día y su vida entera, y comer algo dulce era un buen principio. Empezó a hacer planes y, justo cuando estaba iba a darle un mordisco a la segunda tostada, alguien llamó a la puerta.

¿Quién podía ser? Ella vivía en el séptimo piso de un elegante bloque de apartamentos con vistas a los jardines de Boston y casi nunca recibía visitas.

Cuando se mudó a la ciudad le costó mucho encontrar un lugar que le gustase, pero le bastó con entrar en ese apartamento para saber que iba a quedarse allí. Muy poca gente sabía donde vivía, por no mencionar que el portero del edificio no dejaría pasar a ningún desconocido sin llamarla antes por teléfono. Por lo tanto, eso significaba que sólo podía ser Pamela o Tim, aunque Tim tenía llave. «No, se corrigió mentalmente, no tiene. Me la devolvió en el coche». Tal vez había sucedido algo en la emisora. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta y cometió el error de abrir sin mirar antes por la mirilla.

Si lo hubiese hecho, se habría ahorrado un disgusto.

Y él no habría tenido tiempo de levantar el brazo y bloquear la puerta; ella se la habría cerrado en las narices.

—¿¡Qué diablos estás haciendo aquí!? —le preguntó furiosa, estrangulándolo con la mirada.

—Sé lo de Tim —le dijo MacMurray sujetando la puerta con una única mano.

—¡Por supuesto que lo sabes! —exclamó Susan con una risa burlona—. Y has venido a regodearte.

—No.

—¿No?

—No —asintió serio mirándola a los ojos—. No he venido a regodearme, Susana.

—Susan —le recordó.

—Está bien, Susan —accedió él, y el gesto, por ridículo y estúpido que pareciese hizo que los ojos de Susan se llenasen de lágrimas. Si el cretino de MacMurray estaba dispuesto a darle la razón, era señal de que tenía peor aspecto del que creía.

—Vete de aquí —farfulló intentando cerrar de nuevo la puerta—. Al menos ya no tendremos que vernos más, tu amigo ha escapado de mis garras —añadió sarcástica mientras se secaba la lágrima solitaria que le resbalaba por la mejilla.

Él siguió el recorrido de la gota con la mirada. De hecho, parecía tan confuso que en otras circunstancias Susan se habría reído.

—Susana —susurró él Mac casi sin darse cuenta.

—¿Qué pasa? —lo retó ella. De entre todas las personas del mundo que no quería que la viesen llorar, Kev MacMurray ocupaba el primer puesto de la lista—. ¿Acaso creías que era tan frígida que ni siquiera podía fabricar lágrimas?

Ella jamás había olvidado aquella conversación que oyó por accidente. Jamás había olvidado que Mac la había llamado frígida.

Mac se quedó mirándola como si la estuviese viendo por primera vez en la vida. Y tal vez fue eso lo que de verdad sucedió. Susan llevaba el pelo suelto y lo tenía un poco mojado, y tenía una mancha de mantequilla en el rostro, junto a la comisura de los labios. A juzgar por la hinchazón de sus ojos era evidente que había estado llorando. E iba vestida con unos pantalones negros para practicar yoga y una maltrecha camiseta con unos erizos. Estaba hecha un desastre, no se parecía en absoluto a la Susan que él solía ver en la tele (aunque le habría gustado negarlo, a veces —casi siempre— veía su sección) o en los actos sociales en que coincida con Tim.

La Susan que tenía delante era la misma que lo había esperado frente al servicio de L’Escalier. Era una mujer real, una mujer de carne y hueso a la que acababan de romperle el corazón y se estaba aferrando a su orgullo para no derrumbarse delante de él. Mac se quedó perplejo al comprobar que en aquel preciso instante y con aquel único gesto, Susan acababa de ganarse su respeto. El impacto logró incluso sacudirlo físicamente y apartó ligeramente la mano de la puerta. No sabía qué hacer.

—¿Y bien? —le dijo ella—. Ya me has visto llorar, misión cumplida. Pantalones de Acero, la reina del hielo, la mujer más frígida del mundo, o comoquiera que me hayas llamado últimamente, ya no se casará con tu mejor amigo. No tendremos que volver a vernos nunca más, MacMurray. Espero que algún día alguien te haga sentir la humillación que siento yo ahora. Hasta entonces, disfruta del momento y… —tragó saliva y apretó los dedos alrededor del picaporte—, y cuida de Tim.

Mac por fin reaccionó y volvió a levantar la mano. Le estaba temblando y la dirigió despacio hacia el rostro de ella. Habría podido tocarle la mejilla y capturar unas lágrimas, pero acercó el pulgar al labio de Susana y le limpió los restos de mantequilla.

Ella se quedó sin aliento; él notó el instante exacto en que ella volvió a respirar porque sintió el aire acariciándole la yema de los dedos. Pero a excepción de ese gesto Susana se mantuvo completamente inmóvil.

—Tú quieres a Tim de verdad —afirmó sorprendido como si nunca antes se le hubiese ocurrido plantearse esa opción. Tal vez él creyera que no hacían buena pareja o que Tim no estaba enamorado de ella como lo había estado de Amanda, pero jamás se le había pasado por la cabeza preguntarse qué sentía Susan.

Hasta aquel instante.

¿Estaba muy enamorada de Tim? ¿Le había roto el corazón de un modo irreparable?

La horrible presión que le cerraba el pecho a Mac se intensificó y apartó la mano con la que le había tocado la comisura del labio. Tenía la sensación de que la piel le quemaba y cerró los dedos para retenerla un poco más.

Jamás había sentido nada similar.

—Por supuesto que lo quiero, iba a casarme con él. —Tragó saliva y vio que Mac seguía en silencio—. Aunque no te preocupes, no voy a ir tras él.

—Lo siento, Susana. —La miró a los ojos y retiró el brazo de la puerta. «Iba a casarse con él. No va a ir tras él».

No lograba encontrarle sentido a ninguno de los pensamientos que se cruzaban por su mente. Seguía costándole respirar y no podía dejar de mirarla.

—¿El qué?

La pregunta de ella y la rabia con que la pronunció lo obligaron a reaccionar. ¿Qué era lo que sentía? ¿Que Tim la hubiese abandonado?

No, si era sincero consigo mismo, no lo sentía, aunque si ahora mismo tuviese a Tim delante probablemente le daría un puñetazo por haberla abandonado.

«Me estoy volviendo loco».

—Siento que Tim te haya hecho daño —dijo al fin.

Ella se quedó mirándolo perpleja. Y él no podía dejar de mirarla. A Susan le resbaló otra lágrima por la mejilla y al levantar la mano para secársela sus dedos se tropezaron con los de Mac que iba a hacer justo lo mismo.

Los dos sintieron la descarga que les recorrió la piel y abrieron los ojos atónitos para mirarse.

Y los dos reaccionaron al instante.

Susan cerró la puerta de golpe y Mac se quedó allí plantado durante varios minutos.

Tim era su mejor amigo y a Susan no la había soportado nunca. Siempre le había parecido engreída, fría, distante, seria en exceso, aburrida, frígida, gris. Y sin embargo la chica que le había abierto la puerta era de todo menos gris, y lo que había sentido cuando sus dedos se rozaron podría derretir uno de los polos. Nada tenía sentido. Tenía ganas de llamar a Tim y de insultarlo por haberle hecho tanto daño. Y al mismo tiempo sentía el impulso casi irrefrenable de echar la puerta abajo con una patada y abrazarla. Separó los dedos y apoyó las palmas en la puerta, quería capturar las lágrimas de Susan, secarlas con sus pulgares y susurrarle al oído que dejase de llorar.

Oh, Dios, estaba peor de lo que pensaba. Mac sacudió la cabeza y se obligó a retroceder sobre sus pasos y a llamar al ascensor. Entró, bajó al vestíbulo, se despidió del vigilante (que lo había dejado subir porque lo había reconocido y Mac le había firmado un autógrafo) y se fue al gimnasio.