Segunda regla del fútbol americano:
Un quarterback sólo puede hacer tres cosas:
1. Correr con el balón.
2. Colocar el balón directamente en manos de un corredor.
3. Realizar un pase.
Mac fue el último en abandonar el estadio, aparte del personal de seguridad. La herida de la ceja había dejado de sangrarle, pero estaba seguro de que ya tenía otra cicatriz que añadir a la colección. Y el enorme dolor de cabeza que le había aparecido entre sien y sien no le dejaba pensar.
Por no mencionar las dos costillas que le oprimían el pecho por culpa de la embestida de uno de los linebrakers de los Giants.
Tenía motivos de sobra para no asistir a esa maldita cena y ningunas ganas, pero se vistió de todos modos. Se puso el traje negro, la camisa con gemelos, la corbata y los zapatos de cordones. El uniforme completo.
Mucho más incómodo que las protecciones que llevaba durante los partidos, o eso le parecía a él.
Antes de salir del vestidor se acercó una última vez al espejo y fingió que no se daba cuenta de lo magullado y cansado que estaba. Y mayor. Suspiró, se pasó las manos por el pelo negro y apretó la mandíbula con la misma determinación que lo hacía antes de empezar un partido. De nada serviría posponer lo inevitable.
Se colgó la bolsa en el hombro derecho y fue directamente al garaje de los jugadores, y cuando se montó en su coche mentiría si dijese que no estuvo tentado de irse a su casa, pero condujo hacia L’Escalier.
Los semáforos le fueron en contra, los encontró todos verdes. La ciudad de Boston no sintió compasión de él y las calles fueron abriéndole paso. Con cada segundo que pasaba esa maldita cena más le parecía una tortura. Tomó el último giro y comprendió que ya no podía escapar; un escuadrón de periodistas lo divisó en la distancia y empezaron a dispararse los flashes. Apretó los dedos alrededor del volante y condujo el último tramo.
En cuanto detuvo el vehículo, un Jaguar negro, un empleado del restaurante le abrió la puerta y cogió las llaves para aparcárselo, dejando a Mac en la entrada principal de L’Escalier infestada de micrófonos y teléfonos móviles.
—¡Mac, Mac! —gritó un reportero—. ¿Estás pensando en retirarte?
«Bastardo».
—¿Es cierto que has roto con Kassandra? —preguntó otro haciendo referencia a la modelo rusa con la que lo habían visto últimamente.
—¿Has firmado ya la renovación con los Patriots? Se rumorea que no van a renovarte y que incluso tienen a tu sustituto.
Maldita sea, él también había oído esos rumores, pero creía que era el único.
Mac no contestó ninguna pregunta. Hacía años que había aprendido la lección.
Cuando estaba empezando, era muy amable con la prensa, hasta que un periódico sensacionalista tergiversó sus declaraciones y terminó a puñetazo limpio con el periodista en cuestión. Tuvo que pagar una multa, una cámara nueva y hacer trabajos sociales, y todo porque un estúpido periodista decidió inventarse un titular a su costa.
Ahora Mac sólo respondía a las preguntas que le realizaban durante las ruedas de prensa oficiales, o si tenía la desgracia de que lo invitasen a algún programa de televisión. Y sólo hablaba de su trabajo, del fútbol y de los Patriots.
Entró en el restaurante e, ignorando a la gente que intentó saludarlo, fue directamente a la barra y pidió un whisky. El camarero se lo sirvió de inmediato. Mac se acercó el vaso de cristal al rostro y respiró hondo para dejar que el aroma de madera lo impregnase por dentro y lo reconfortase. Probablemente ésa era la única afición que compartía con su padre; la debilidad por los buenos whiskeys. Aunque se llevaban muy bien, Mac y su padre tenían muy poco en común. Al señor McMurray seguía sorprendiéndole que su hijo mayor hubiese elegido dedicarse al fútbol.
Dio un trago y saboreó la quemazón que le provocó el líquido al deslizarse por la garganta. Mac bebía muy poco, por eso cuando lo hacía seleccionaba con mucho esmero la bebida, y el camarero de L’Escalier sin duda había estado a la altura de las circunstancias.
Inhaló y suspiró.
Quizá podría quedarse allí sentado, saludar a Mike y a la directiva de los Patriots, y desaparecer. Cerró los ojos y apoyó la copa de cristal en la frente para ver si así ahuyentaba el dolor de cabeza.
—Buenas noches, Mac.
Mierda. De todas las personas que no quería ver esa noche, la propietaria de esa voz ocupaba el primer puesto de la lista.
Susan Lobato.
Normalmente le gustaba discutir con la prometida de Tim, le resultaba divertido y estimulante, pero esa noche no.
Esa noche no.
La ignoró y bebió un poco más de whisky. Tenía los ojos cerrados, pero podía sentir la presencia de Susana a su derecha, a pocos centímetros de distancia.
—Es de buena educación contestar a una persona cuando te está hablando.
Sintió el tono de voz de Susan en la piel, notó cómo se le erizaba el vello de la nuca y le empezaba a arder el estómago. Si la prometida de Tim no se iba de allí de inmediato, los dos lo lamentarían, porque se giraría y le diría exactamente lo que pensaba de ella. Esa noche no estaba para tonterías. «Pero si pierdes las formas con ella, perderás a tu mejor amigo». Contó mentalmente hasta diez. No tendría que haber ido a esa maldita cena.
«Eres el capitán del equipo. Y tal vez este haya sido tu último partido».
Suspiró resignado y dejó la copa en la barra dispuesto a girarse y decirle a la señorita Pantalones de Acero que estaba cansado y dolorido, y que lo único que quería hacer era irse a su casa a descansar. Abrió los ojos y en aquel preciso instante una rubia impresionante se acercó por su izquierda y lo distrajo. Se giró hacia la rubia y obvió a Susan.
¿Por qué le sonaba tanto? ¿La conocía?
—Hola, Mac. —La rubia le pasó el dedo por encima de la corbata—. Creí que ibas a llamarme.
Mierda, sí, ahora se acordaba. Esa rubia se llamaba Tiffany o Jennifer, o algo por el estilo, y se la había presentado Quin, otro de los jugadores del equipo, en una cena unos meses atrás. Era tan espectacular como tonta y, para quitársela de encima, Mac le había dicho que la llamaría al cabo de unos días. Una completa estupidez.
Al parecer últimamente cometía muchas.
—Hola —saludó a la rubia e intentó impregnar esa palabra de tanta antipatía como le fue posible. No le quedaba suficiente paciencia como para lidiar con ella.
—Vaya, al parecer no todas somos invisibles. —El sarcasmo de Susan logró que Mac volviese a coger la copa y apretase los dedos mientras se imaginaba que era su cuello.
—No importa, te perdono —dijo la rubia, ignorando la presencia de Susan y poniéndole morritos a Mac—, si esta noche me compensas.
«Antes prefería que le arrancasen la piel a tiras», pensó Mac.
—Me temo, princesa, que esta noche no va a poder ser —le dijo esforzándose por sonar seductor. El comentario de Pantalones de Acero le había dado ánimos para flirtear—. ¿Qué te parece si te invito a cenar mañana?
La rubia sonrió victoriosa y Susan se rió por su lado.
Mac apretó con más fuerza la copa casi vacía.
—Perfecto. Estoy impaciente. —Deslizó de nuevo el dedo por la corbata de Mac y se apartó con un movimiento muy estudiado y provocador.
—Te llamaré y pasaré a recogerte —siguió Mac intentado ignorar la presencia de Susan a pesar de que notaba los ojos de ella clavados en su espalda. ¿Por qué no se iba?
—Te estaré esperando. —Kelly, ¿se llamaba así?, se despidió guiñándole el ojo.
La rubia se fue de allí y Mac pensó en que necesitaba encontrar alguna excusa para dejarla plantada al día siguiente. Preferiría cenar con el equipo entero de los Giants y dejar que le restregasen haber ganado la Super Bowl por las narices antes que cenar con la señorita implantes de plástico.
—Princesa —farfulló Susan en voz baja justo antes de beber un poco de champán—. No sabes cómo se llama —afirmó.
«Basta».
Ésa fue la gota que colmó el vaso.
Había perdido la Super Bowl contra los Giants, le dolía todo el cuerpo, prácticamente le habían gritado a la cara que era demasiado mayor para seguir jugando y había descubierto que una rubia despampanante no conseguía excitarlo ni lo más mínimo. Escuchar los comentarios sarcásticos de una remilgada estirada como Pantalones de Acero era lo último que estaba dispuesto a hacer. Engulló el whisky y se dio media vuelta.
Y se quedó petrificado.
Susan Pantalones de Acero llevaba la espalda completamente al descubierto y un precioso y eterno collar de perlas le resbalaba por la piel. Al parecer mientras él se terminaba la copa ella se había dado media vuelta y ahora Mac lo único que veía era la larga e interminable columna vertebral de Susan. Desnuda. Con perlas rosadas que le acariciaban las pecas y parecían desprender calor. Llevaba el pelo recogido como de costumbre, pero en la nuca se le había soltado un mechón que le acariciaba los hombros. Tenía una peca justo al lado de la sexta vertebra y el vestido era tan escotado que incluso se insinuaba el nacimiento de las nalgas.
Mac tragó saliva y apretó los dientes. No podía respirar. ¿Qué diablos le estaba pasando? Ésa era Susan, la mujer más odiosa sobre la faz de la tierra, y la prometida de su mejor amigo. ¿Qué hacía vestida de esa manera? Se giró de nuevo hacia la barra, al menos así no la vería, y notó que estaba excitado. Ah, no, eso sí que no. Eso era una reacción tardía a la rubia o al whisky. O a cualquier otra cosa.
—Sírvame otro whisky —le pidió al camarero. Y entonces vio que éste caminaba hacia Susan con una americana de mujer en la mano.
—Lo siento mucho, señorita Lobato —farfulló nervioso el chico entregándole la prenda de ropa—. No sé qué me ha pasado, nunca se me había caído así una copa. Lo lamento muchísimo, la mancha casi ha desaparecido del todo, pero insisto en que me mande la factura de la tintorería.
Mac observó la escena con atención, convencido de que Pantalones de Acero exigiría hablar con el superior del camarero y de que cuando éste apareciese le pediría la cabeza del joven en bandeja de plata.
—No diga tonterías. —Fue lo que le dijo Susan sonriendo al camarero para intentar tranquilizarlo. Y dejando a Mac completamente atónito—. Podría haberle sucedido a cualquiera. No se preocupe lo más mínimo, de verdad. —Le cogió la americana y le sonrió otra vez.
Mac tardó varios segundos en darse cuenta de que por fin podía volver a respirar y cuando el aire le llenó los pulmones dedujo que se debía a que Susan se había cubierto la espalda y volvía a parecer la de siempre. Ahora las perlas colgaban por delante, encima del vestido, y no en la piel desnuda, convirtiéndola en la mujer más sensual que había visto nunca.
Menos mal.
—¿Podría servirme el whisky si ya se ha cansado de mirar a la señorita? —La pregunta le sonó mal incluso a él, pero esa noche se estaba volviendo más rara cada segundo que pasaba y tenía que hacer algo para recuperar cierta sensación de normalidad.
—Por supuesto, señor MacMurray. —El joven asintió avergonzado y se apresuró a servirle la copa.
—No hacía falta que fueses tan maleducado —le reprendió Susan girándose hacia él cuando el camarero se alejó unos metros—. A ese chico ya le ha reñido su superior una vez esta noche.
Mac suspiró y no tuvo más remedio que ceder un poco. Levantó la mano que tenía apoyada en la barra y se frotó la frente unos segundos con los dedos.
El dolor de cabeza había adquirido proporciones épicas.
—Yo tampoco he tenido muy buena noche que digamos —se defendió en voz baja.
—Pero tú te irás a dormir a tu lujosa cabaña y mañana saldrás con esa rubia de antes y te gastarás más de lo que ese chico ganará en un mes.
—¿Y eso es culpa mía? —Él no era ningún esnob. Y aunque él y Susan siempre discutían, nunca se atacaban directamente ni trataba temas personales.
Mac no sabía que ella tuviera tan mal concepto de él realmente. Y le molestó comprobar que era así.
—Tampoco es culpa de ese chico —insistió Susan—. Haber nacido en una familia rica y ser jugador de fútbol no te da derecho a tratar al resto del mundo como si fuésemos tus sirvientes.
—Yo no hago eso. Además, tu prometido tiene mucho más dinero que yo. Y no me vengas con juicios morales, señorita Bolso de más de tres mil dólares. —Cogió la copa que casi por arte de magia había aparecido en la barra y bebió un poco. Él sabía perfectamente que Susan no estaba con Tim por su dinero y que se había ganado su buena reputación como periodista, pero estaba dolido. Y harto.
Y furioso, tanto que sin darse cuenta se levantó del taburete y se acercó a Susana.
—Mi bolso no vale tres mil dólares —sentenció ella entre dientes.
Se miraron a los ojos y a Mac le pareció que los de ella estaban distintos, que brillaban de un modo especial. ¿Qué había puesto allí ese brillo? ¿Tim? Notó una horrible presión en el pecho y cerró el puño que mantenía encima de la barra. ¿Susan siempre había tenido esa peca en lo alto del pómulo derecho?
«Deja de mirarla, Mac».
¿Por qué la miraba de esa manera? Sí, ellos dos siempre habían discutido, pero en el fondo Mac siempre había creído que su relación tenía cierta gracia. ¿Relación? Sacudió la cabeza.
—Mac, me alegro de que hayas llegado —los interrumpió Tim dándole una palmada en la espalda—. Estamos sentados en la misma mesa —anunció ajeno a la tensión que vibraba entre su amigo y su prometida—. ¿Me permites que te acompañe, cariño? —Le tendió el brazo a Susan, que aceptó gustosa.
Tim no se dio cuenta de que Mac no le había dicho nada, ni de que en realidad era incapaz de hablar, y se alejó de allí con Susan.
Mac esperó a que la pareja hubiese entrado en el salón del restaurante para apartarse de la barra y respirar profundamente.
Esa noche sin duda iba de mal en peor.
Vació el whisky, el segundo, y se quedó allí hasta que ya no pudo seguir retrasándolo, y se dirigió resignado hacia la mesa.
Deseó con todas sus fuerzas que Susan le quedase lo más lejos posible; todavía le dolía respirar y no quería plantearse por qué.
Alguien respondió a sus plegarias. Gracias a Dios.
Mac pasó el resto de la velada sentado entre la esposa de Quin, una chica de lo más agradable, y la rubia de antes, que no lo era tanto, y que no se llamaba ni Tiffany ni Jennifer, sino Kelly. Al menos había acertado en algo.
La comida de L’Escalier fue deliciosa y la bebida generosa, así que Mac se dejó llevar y notó que poco a poco su cuerpo y su mente iban relajándose, gracias especialmente al alcohol y a la conversación completamente insulsa de la rubia. Por suerte, Susan volvía a parecerle la estirada de siempre y el efecto que le había causado antes había desaparecido por completo.
La cena llegó a su final y la mano de Kelly apareció repentinamente en su muslo por debajo del mantel. Él tardó un segundo en asimilar las intenciones de su compañera de mesa y cuando lo hizo comprobó que su cuerpo se negaba a reaccionar. Joder, estaba más cansado de lo que creía. Y si la rubia seguía levantando la mano hacia el interior de sus muslos, no tardaría en darse cuenta. Y esa sí que era una humillación que no estaba dispuesto a soportar esa noche.
—Un brindis —dijo cogiendo la copa mientras se ponía en pie—. Por los Giants, los jodidos cretinos que nos han robado la Super Bowl.
Tim lo miró y enarcó una ceja y Mac se limitó a encogerse de hombros y a mirar de reojo a Kelly.
—Por los Giants, unos jodidos cretinos —lo secundó Tim y acto seguido el resto de ocupantes de su mesa, y del salón, lo imitaron. Igual que Kelly, que no tuvo más remedio que apartar la mano de la entrepierna de Mac.
Suspiró aliviado, aunque la tranquilidad le duró poco porque notó que Pantalones de Acero lo fulminaba con la mirada. ¿Por qué? ¿Y por qué diablos no podía respirar de repente? Maldita sea. Susan y toda esa gente podían irse a la mierda. Literalmente.
Mac se puso en pie y se fue al baño para refrescarse un poco. Esa noche realmente estaba poniendo a prueba su paciencia, y si Molly, perdón, Kelly, lo seguía, no se hacía responsable de lo que pudiera decirle.
Entró en el baño de caballeros y dio gracias a Dios por estar solo durante unos segundos. Se echó agua en la cara y también se empapó la nuca. Cerró el grifo y apoyó las manos en el lavabo y se miró al espejo. Tenía los ojeras muy marcadas y la cicatriz de la ceja tenía un color horrible, que anunciaba infección. Tendría que haber dejado que se la cosieran en el campo. Se la tocó suavemente con la yema de dos dedos e hizo una mueca de dolor. Sí, se le había infectado. Genial. Apretó la mandíbula y comprobó que le temblaba un poco. Estaba hecho una mierda. Había perdido la Super Bowl, la última de su carrera. No sabía si iban a renovarle. Peor, no sabía si quería seguir jugando. Una rubia de infarto le había dejado completamente indiferente.
Y no podía dejar de pensar en el lunar de la prometida de su mejor amigo.
Abrió de nuevo el grifo con movimientos mecánicos y volvió a echarse agua. Dejó que las gotas circulasen por la piel que le ardía de repente y esperó a que el ruido del líquido escapándose por el desagüe lo relajase. No sirvió de nada, y tarde o temprano alguien iría a buscarlo. Sacudió la cabeza y cerró el grifo. Después se incorporó y se secó con una de las toallas de cortesía.
Tenía que salir de allí.
Lanzó la toalla a la cesta habilitada para tal uso y se apartó del lavabo. Negándose a observar de nuevo su reflejo se acercó a la puerta.
Tomó aire unas cuantas veces y la abrió.
Y se encontró con la última persona que se habría imaginado.
«¿Por qué?».
Susan estaba de pie en el pasillo, apoyada discretamente contra la pared sin ocultar que lo estaba esperando.
—¿Te encuentras bien, MacMurray?
«No y no me preguntes por qué. Quédate aquí, cerca de mí, así puedo respirar».
¡Pero qué estaba diciendo!
—Vaya, debo de tener peor aspecto del que creía, si incluso Pantalones de Acero está preocupada por mí —contestó, sarcástico.
Susan apretó la mandíbula y no se dejó amedrentar.
—Apenas has comido nada y estás bebiendo como si no existiese un mañana —señaló ella jugando con el collar—. Ni siquiera has probado el pastel de chocolate.
—No tengo hambre —respondió él metiéndose las manos en los bolsillos para contener la tentación de deslizar los dedos por las perlas rosadas—. ¿No deberías estar vigilando a Tinman?
—Tim está bien. Tú no pareces estarlo tanto. Tendrías que irte a casa y dormir un poco. —Se acercó a él y le puso una mano en la frente—. Estás ardiendo.
A Mac de repente dejaron de funcionarle los pulmones y se le cerró la garganta. ¿Fiebre? A juzgar por la reacción de su cuerpo estaba a punto de tener un infarto. Notaba la mano de Susan quemándole la frente, el collar de ella rozándole la camisa. ¿Cómo era eso posible? Se apartó furioso.
—¿Tan desesperada estás por casarte con Tim que incluso estás dispuesta a fingir que somos amigos?
Susan cerró los dedos de la mano y giró levemente el rostro. Mac creyó ver que le temblaba el mentón y le brillaban los ojos, pero cuando ella volvió a mirarlo volvían a estar completamente nítidos.
—No estoy desesperada por casarme con Tim, pero te aseguro que nos casaremos en la fecha señalada. Lamento haberme interesado por ti, no volverá a suceder —le dijo como si fuese una señorita del siglo XVIII—. Espero que pases una buena noche, MacMurray.
—Eso haré, Susan. Seguro que a Kelly no le importará jugar a los médicos conmigo.
—Seguro —replicó ella por encima del hombro.
Susan se alejó de allí y Mac volvió a entrar en el baño para ver si echándose más agua recuperaba un poco la calma, pero terminó vomitando compulsivamente en uno de los baños. Al terminar, se refrescó e intentó recomponerse lo mejor que pudo, y clasificó mentalmente esa noche como la peor de su vida.
Minutos más tarde volvió al comedor y descubrió que Tim y Susan ya se habían ido, y dedujo que la señorita remilgada estaba impaciente por contarle a su prometido que su mejor amigo se había metido con ella. Joder, probablemente Tim lo llamaría para pedirle explicaciones, y él no tendría más remedio que disculparse con Pantalones de Acero. Resignado, se acercó a Quin y se despidió de él y del resto de sus compañeros, y se fue a casa.
Solo.
Al menos ahora que sabía que había pillado una gripe estomacal podía explicarse la extraña reacción que le había causado Susan esa noche.
Susan y Tim estaban en la limusina camino a la mansión familiar de él. Ninguno de los dos decía nada. Ella seguía esperando a que él hablase, y él seguía pensando y apretando el móvil entre los dedos.
Cuando Susan se alejó del pasillo, furiosa consigo misma por haber cedido a la tentación de ir a ver si MacMurray estaba bien, vio que Tim estaba mirando fijamente la pantalla de su teléfono.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella al llegar a su lado.
—Tengo que irme.
Ésa fue la única frase que salió de los labios de Tim, aunque ella no dejó de preguntarle si sus padres estaban bien o si le había sucedido algo a alguien de su familia. Él no dijo nada, sólo la miró y repitió que tenía que irse, así que Susan pidió que les llevasen sus abrigos y que avisasen al chófer. Se despidió de todo el mundo y Tim la siguió como un autómata por el restaurante.
Susan no tenía ni idea de qué era lo que había leído Tim en ese mensaje, pero fuera lo que fuese, era muy grave. Y la tenía muy preocupada. En cuanto entraron en la limusina, le dijo al conductor que los llevase al apartamento de Tim, pero su prometido la corrigió y le indicó que se dirigiese a la mansión familiar.
—¿Les ha sucedido algo a tus padres?
—No, a ellos no —contestó Tim, y volvió a dejar la mirada perdida. Con una mano sujetaba el móvil como si su vida dependiese de ello mientras abría y cerraba la otra en un intento por contener la tensión que le recorría el cuerpo. Igual que hacía en el campo de fútbol.
Susan se quedó unos minutos en silencio. Los padres de Tim vivían en una mansión que llevaba varias generaciones en la familia a una hora del centro de Boston. Ella había estado allí varias veces y siempre había tenido la sensación de estar visitando un museo. Los padres de Tim, el senador Delany y su esposa, eran un matrimonio muy a la vieja usanza, un poco fríos y distantes, pero siempre habían sido muy amables con ella.
—¿Quieres que te acompañe? —le preguntó a Tim—. Yo quiero acompañarte —añadió al ver que él no contestaba—, pero si lo prefieres, puedo quedarme en casa. Estamos cerca —señaló mirando la calle por la que acababa de girar el coche. Ella y Tim habían decidido esperar a la boda para irse a vivir juntos, aunque él solía pasar al menos una noche en su apartamento, y ella otra en el de él. A los dos les gustaba mantener cierta independencia. O eso se decía Susan a sí misma siempre que veía una película romántica y se fijaba en las diferencias entre esas historias de amor y la que ella estaba viviendo. Ella y Tim eran distintos, eran dos personas inteligentes que habían decidido compartir su vida. Se llevaban muy bien en la cama, el sexo era agradable y no tenía ninguna duda de que él le era fiel. A ella tampoco se le había pasado por la cabeza acostarse con otro.
¿Por qué estaba pensando en eso ahora?
Era obvio que Tim estaba preocupado, y allí estaba ella pensando en tonterías.
—¿Tim, sucede algo? —insistió. Y algo cambió en Tim.
—Pare el coche, por favor —ordenó de repente.
El conductor buscó un lugar donde aparcar y en cuanto lo encontró detuvo el vehículo.
—¿Qué pasa, Tim? Me estás asustando.
Tim apartó la mirada de la ventana, pero durante unos segundos sus ojos siguieron sin ver a Susan.
—¿Tim?
La voz de Susan lo hizo reaccionar o le recordó donde y con quien estaba, y sacudió la cabeza levemente con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, los fijó en los de Susan y tomó aire antes de hablar.
—Tenemos que anular la boda —declaró con absoluta firmeza y le cogió la mano a Susan, tocándola por primera vez desde que había recibido aquel mensaje en el móvil—. No puedo casarme contigo.
—¿Qué? —balbuceó ella—. ¿Por qué? —Entrelazó los dedos con los de él y notó que estaban helados.
—No puedo casarme contigo —repitió y soltó lentamente el aire antes de seguir—. No puedo casarme contigo porque ya estoy casado.