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El principio de todo

ofía abrió de par en par la ventana de su habitación, para contemplar el ocaso de fuego; el cielo estaba rosa y rojo, un color tan intenso que teñía las nubes almidonadas que miraban al oeste. El aire era frío, pero olía bien. Era olor a hielo e invierno, su estación favorita. Sentía el corazón henchido de una alegría plácida y serena.

—¿Estás segura?

Sofía se volvió. Lidia estaba detrás de ella. Se había recuperado por completo de la batalla. El profesor sacrificó otra gota de Resina Dorada y le extrajo los implantes de uno en uno. No fue un trabajo muy largo.

—Tu poder ya ha hecho gran parte del trabajo —le había dicho a Sofía con una sonrisa.

—Más bien el poder de Thuban —había puntualizado ella, ruborizándose.

Miró a Lidia con una sonrisa. Era tan fantástico volver a estar a su lado…

—Sí, estoy segura —asintió.

Se asomó, inclinando hacia fuera buena parte del tronco. Aspiró el aire, dejó que el viento le enmarañara el pelo. Con los ojos cerrados, recordó sus sueños, el viento dulce de Draconia. Titubeó un instante, luego se echó hacia atrás.

—Tú primero —le dijo a Lidia, y se sonrojó un poco.

Su amiga le sonrió, con aire burlón.

—Tan miedica como siempre…

Lanzó un suspiro exagerado, simulando una exasperación que no sentía, y luego saltó por la ventana. Sofía oyó sus pasos ágiles en el tejado, y, por último, su voz, amortiguada por las paredes.

—Ya está. Ahora te toca a ti.

Se acercó lentamente a la ventana y disfrutó del panorama que se extendía ante sus ojos. Venus brillaba justo frente a ella, entre el cielo y la tierra, mientras que las cimas negras de los árboles desnudos salpicaban el horizonte.

Suspiró, cerró los ojos, y buscó en su interior el valor para hacerlo. Ahora sabía exactamente dónde encontrarlo.

El viento la embistió, dulce y suave. Quizá fuera el poniente, que soplaba hasta allí procedente del mar, llevándole el aroma de la sal y la arena. Había sobrevolado Roma, su orfanato y Giovanna, que a esas horas ya debía de estar muy ocupada en la cocina. Quizá el poniente le llevaba un rastro de su olor.

Con mucha calma, levantó las manos de los postigos, se volvió hacia la ventana y colocó los pies donde debía. Abrió los ojos y saboreó el vértigo. Estaba segura de que llegaría, y también de que se le retorcería el estómago. Era un enemigo al que conocía muy bien, y que tal vez no la abandonaría nunca. Pero ahora sabía cómo enfrentarse a él.

Lo apartó en un rincón de la barriga y apretó los dientes. Trepó con cautela, mientras el corazón le latía enloquecido en el pecho.

«Todo va bien, no pasa nada. Será fantástico cuando estés ahí arriba, ya lo sabes», se repetía, sin dejar de subir. Hizo caso omiso de la sensación de vacío, del terror a la caída, incluso de los crujidos de las tejas bajo la suela de sus zapatos.

Le pareció que tardaba una eternidad en subir, y, cuando vio asomar la mano de Lidia agarrándola por un brazo, pensó que ya era hora.

Recorrió los últimos metros gracias a su ayuda, luego se sentó a horcajadas sobre el marco de la ventana. Solo entonces comenzó a respirar algo más tranquila.

—¡Muy bien! El año que viene te llevaré conmigo al trapecio —exclamó Lidia, aplaudiendo.

—Mejor que vayamos paso a paso —dijo Sofía, ruborizándose.

—Por eso he dicho el año que viene —insistió su amiga, guiñándole el ojo.

Sofía levantó la cabeza. El panorama era fantástico, tal como Lidia le había dicho la primera vez. Se veía gran parte del lago, enmarcado por una corona de árboles aún dormidos en el frío invernal. Era todo tan amplio, tan ilimitado que sintió cómo se le ensanchaba el corazón.

Habían llegado al final. Y al mismo tiempo al principio.

El profesor había encerrado el primer fruto en una habitación secreta, situada en las mazmorras.

—Mientras tengamos la Gema, aquí estará a salvo.

Sofía le echó un último vistazo, antes de que la puerta se cerrara para siempre ante su luz cálida y tranquilizadora.

—Aquel chico… ¿Profe, oíste sus palabras? —preguntó bajando la mirada.

—Desgraciadamente, es cierto —suspiró el profesor—. Tarde o temprano, aquí tampoco estaremos a salvo. Los poderes de Nidhoggr crecerán día tras día, es inevitable. El sello no va a durar para siempre.

—¿Quieres decir que la batalla final no se podrá evitar? ¿Que tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a él?

Schlafen asintió, muy serio.

—Entonces, ¿todo esto no ha servido de nada? Encontrar el fruto, luchar, tanto sufrimiento… ¿no ha alejado ni un día ese momento?

El profesor la miró a los ojos.

—El hecho de que el combate sea inevitable no significa que todo sea inútil. Sin los frutos, el Árbol del Mundo no puede resucitar y, sin él, Nidhoggr ganará seguro. Sofía, tú has hecho algo extraordinario en estos días: has recuperado el primer fruto, has salvado a tu amiga y has encontrado tu fuerza. ¿Te parece poco?

Sofía intentó sonreír, aunque con resultados pésimos. No podía creer que solo fuera el principio, que esos días tan difíciles, llenos de miedo y dolor, fueran a repetirse una y otra vez, en un ciclo que solo podía desembocar en algo tan terrible como la guerra.

El profesor la miró con tristeza, pero luego esbozó su habitual sonrisa.

—Has ganado tu batalla, Sofía. Quizá no te des cuenta de ello, pero yo estoy orgulloso de ti.

Las palabras de su tutor la habían tranquilizado, y le habían transmitido la sensación de calor que experimentaba siempre que estaba a su lado. Si el profesor seguía confiando en ella, no había batalla o desafío que no pudiera afrontar.

Ahora, cuando se enfrentaba a su miedo al vacío con una especie de arrogancia tímida, Sofía pensó de nuevo en esas palabras. Creyó entenderlas mejor, mientras procuraba alejar los vértigos y el mareo. Su lucha no acababa nunca. Y no se trataba únicamente de luchar contra Nidhoggr. Sí, claro, él era lo que más la asustaba. Era una sombra que se recortaba sobre sus días, que pintaba su vida de un color muy oscuro. Al final, siempre estaba él, tal como lo había entrevisto en la villa, enorme y terrible.

Pensaba en él a cada instante, era inevitable. Pero la lucha no consistía únicamente en eso. También era la infinita batalla contra sí misma y sus miedos, una guerra sin tregua. En la villa, había logrado vencer el terror, pero sabía que solo fue un primer paso. Ahora, sentada en el tejado, intentaba luchar contra el vacío y el miedo a caerse. Un pasito más en su camino, aquel camino que no terminaría nunca. Sabía que su debilidad seguiría acechándola, solapada e insinuante, y que siempre sería la mejor aliada de Nidhoggr. Cada vez tendría que superarse más, y la victoria nunca sería definitiva.

Suspiró, mientras seguía con la mirada los cambios de color del cielo. Nunca se había dado cuenta de ello, pero cuando el sol se oculta, el cielo cambia deprisa, demasiado aprisa. Los reflejos coloreados casi habían desaparecido, y la luz se estaba volviendo de un color morado. La magia que la había dejado boquiabierta al subir ahí arriba ya se estaba desvaneciendo, al igual que las nubes, cada vez más etéreas e indefinidas. Pensó que detrás de todo ello había una explicación, una explicación amarga e inevitable.

—¿Qué? ¿Te gusta estar aquí?

Sofía salió de su ensimismamiento y apretó con fuerza la mano de Lidia.

—Sí, es bonito.

—Pues, por tu voz, no lo parece.

Buscó las palabras adecuadas.

—Pensaba en nosotras y en la batalla.

—No deberías hacerlo. Estamos en una fase de tregua, acabamos de vencer y tendríamos que disfrutar por la victoria. Pensaremos en la guerra cuando llegue el momento.

Sofía pensó que Lidia siempre estaba en lo cierto. Realmente, era más madura que ella.

—Sí, tal vez tengas razón —dijo, un poco triste. Se apoyó con ambas manos en el tejado—. Y ahora acompáñame abajo, creo que mi prueba de valentía ya ha durado demasiado.

Le dio una arcada, pero logró detenerla justo a tiempo.

Lidia estalló en una carcajada estrepitosa.

—Pero… si solo te has quedado dos minutos.

—Lidia… no te hagas de rogar…

—¿Quieres que baje yo primero?

Sofía le dirigió una mirada de súplica.

—¡Blandengue! —dijo entre dientes Lidia, riéndose.

Sofía se puso colorada, pero también rio; primero muy flojo, luego cada vez más fuerte.

Sí, ya habría tiempo para las batallas, y también para la nostalgia. Ya no era la chiquilla inepta del orfanato, era una especie de heroína, una heroína nada heroica y muy insegura. No era el destino que ella habría elegido, pero nadie elige qué le depara el futuro. Ahora tenía que disfrutar del cariño del profesor y de la amistad de Lidia, dos cosas que nunca había tenido antes y que deseaba saborear plenamente. Echó una última ojeada al horizonte. Por un instante, no hubo vértigos ni mareo, solo la sensación maravillosa de perderse en el infinito.

—Ánimo, pon los pies aquí.

Sofía se echó en brazos de Lidia, y, sonriendo, descendió del tejado junto con su guía.