22

Thuban

ofía la reconoció enseguida, y se le encogió el corazón. El abrigo morado que llevaba por la tarde estaba chamuscado y manchado de sangre. Tenía la piel inusualmente pálida, pero era ella, sin lugar a dudas.

—¡Lidia!

La chica no contestó, y sus ojos permanecieron cerrados. Sofía no quería pensar en lo peor, pero tenía un mal presentimiento.

—He cumplido el trato. Dame el fruto.

—Pero… ¿qué le has hecho?

Sofía dejó de temer a la muerte, dejó de sentir el hielo que aquella villa esparcía a su alrededor. La visión de su amiga en esas condiciones lo había borrado todo.

—Se encuentra bien.

—¡Demuéstramelo! —Sofía se apretó la piedra contra el pecho, cubriéndola con ambas manos—. Demuéstramelo o no te lo daré.

Nida le clavó una mirada gélida.

—Solo está dormida. No le hemos tocado ni un pelo.

Sofía no se movió ni un milímetro.

—Está bien, sube y compruébalo tú misma. Dejaré que la veas de cerca, pero luego tienes que darme lo que quiero.

Nida la precedía, caminando con agilidad entre tablas de madera y fragmentos de pared. Sofía la miró con la garganta seca, sin moverse de su sitio.

—¿Qué, no quieres ir? —Nida se volvió con una sonrisa cruel. Seguro que se había enterado de lo de su vértigo.

No había otra opción. Lidia no podía moverse por sí misma, tenía que ir hasta allí a rescatarla.

Sofía avanzó unos pasos, titubeando. La tabla parecía sólida, pero estaba colgada a dos metros de altura. Abajo, solo las paredes y el escorzo de un suelo de mosaico. Empezó a marearse, y su estómago se quejaba. Cerró los ojos y levantó la cabeza. No debía mirar abajo bajo ningún concepto.

Pensó en las modelos, que siempre andan mirando hacia delante, y pensó en los funámbulos, que colocan los pies uno tras otro sobre la cuerda. Lidia lo habría hecho con facilidad.

—Si pudiera verme, se burlaría de mí, como hizo cuando lo del elefante.

Con esos pensamientos tontos intentó distraerse, mientras el espacio que la separaba de la escalera parecía dilatarse, alargarse hasta volverse infinito. No llegaría nunca. Sintió que su tobillo no la aguantaba más, gritó. Cayó de bruces, con las manos aferradas al trozo de muro que estaba pisando. Suspiró, desesperada.

Oyó de lejos la carcajada maligna de Nida.

—Quizá ya no estés tan segura de querer comprobar el estado de tu amiga, ¿eh? Si me entregas el fruto ahora, no tendrás que enfrentarte a todo esto…

Sofía apretó los dientes. Se sentía humillada y muy enfadada, y aquella rabia consiguió vencer las náuseas y el pánico al vacío. Se levantó, y echó un último vistazo al abismo que se abría bajo sus pies. Solo eran unos pocos metros de vacío, pero a ella le parecían kilómetros. Mantuvo la cabeza erguida, inspiró y luego echó a correr. La viga se tambaleaba, y la suela de sus botas era cada vez más resbaladiza.

—¡Yo puedo! ¡Lo conseguiré!

Se cayó en el último metro. Un ladrillo del muro se desprendió, y el pie derecho lo siguió. Instintivamente, Sofía dio un brinco. Sintió el vacío bajo los pies, y el estómago flotándole en la barriga. Durante medio segundo voló, y recordó sus sueños, la ciudad blanca y esa sensación maravillosa que experimentaba cada vez. Cayó de mala manera sobre la escalera, y se golpeó un muslo en el borde de un peldaño. Resbaló medio metro, pero logró agarrarse a la barandilla lateral. Se paró. No se lo podía creer. Bajo el trasero sentía el frío del mármol. Había llegado al otro lado, sana y salva. Lanzó un largo suspiro de alivio.

—Es toda tuya —dijo Nida, con voz meliflua. Cuando Sofía levantó los ojos, la chica rubia la miraba riendo, señalando a Lidia. Estaba arriba, y de cerca aún la vio más pálida. Sofía se incorporó, y subió de dos en dos los peldaños.

Su amiga estaba apoyada en una columna, sentada. Por los agujeros del jersey y del pantalón se entreveían fragmentos de piel quemada. Estaba viva. Su pecho, aunque levemente, subía y bajaba. Sí, al menos estaba viva. Sofía sonrió entre lágrimas.

—Ahora nos vamos a ir, y todo esto acabará, ya verás…

—Antes de nada, dame el fruto —la interrumpió Nida, con una sonrisa feroz.

Sofía le entregó el pequeño saco de terciopelo y cruzó los dedos. Ahora venía la parte más difícil.

La chica agarró el cordón y, con suma cautela, rozó el terciopelo. Sofía no se sorprendió; recordaba bien el efecto que el fruto tuvo sobre ella la noche en que intentó robarlo.

Tenía una expresión abstraída y concentrada, y desató muy despacio los cordones de la bolsa. Cuando la abrió, en su rostro se dibujó inmediatamente una expresión de triunfo. El interior de la bolsa irradiaba una luz rosada, cálida y viva, inconfundible. Cerró el saco, muy serena, y se lo colgó del brazo.

—Has sido sensata, de modo que tendrás lo que quieres. Un trato es un trato.

Chasqueó los dedos, y esbozó una sonrisa meliflua. Sofía oyó un tañido de campana, y, de repente, los sonidos del exterior volvieron todos a la vez. El viento hizo gemir la puerta de la sala, y entró a través de las ventanas destrozadas.

—Pasadlo bien —murmuró Nida, y Sofía la vio levantarse del suelo, envuelta en un sudario de llamas negras que cubrían todo su cuerpo, a excepción de la bolsa con el fruto. La vio dirigirse hacia la ventana, terrible como las brujas que aparecían en los libros que había leído, y, cuando estaba a punto de dar un suspiro de alivio definitivo, advirtió una presión firme y helada en el cuello. Algo la tiró al suelo y la arrastró varios metros, hasta que sintió bajo la cabeza el borde del primer peldaño de la larga escalera. Le costó mucho volverse, y lo que vio la dejó helada.

La mano que la inmovilizaba era de Lidia. Estaba congelada. Le aplastaba el esternón con una rodilla, y tenía los ojos totalmente rojos.

—No… —murmuró Sofía—. ¡No!

Ante su mirada atónita, el cuerpo de su amiga se cubrió de un metal brillante, comprimiendo el pecho en un exoesqueleto grueso. En los brazos aparecieron aquellas cabezas de serpiente que Sofía había aprendido a temer, y unas alas inmensas de murciélago se abrieron en su espalda. Eran alas metálicas, llenas de vetas afiladas y tensadas por una membrana fina y semitransparente.

—¡Lidia, no!

No la oyó. Lidia aún estaba ahí, en algún rincón de aquella masa de carne y metal, solo que estaba oculta en un rincón, incapaz de oponer resistencia. Ya no era ella. Su rostro no tenía ninguna expresión. Ahora solo obedecía a la voluntad de matar.

—¡Lidia, soy yo, reacciona!

Pero su amiga le apretó el cuello con más fuerza. Sofía empezó a ahogarse.

Lidia levantó un brazo, cruel, y Sofía, como si de una pesadilla se tratara, vio la boca de la serpiente abriéndose lentamente. Sabía lo que iba a ocurrir en breve, pero era incapaz de moverse. Lo único que podía hacer era murmurar el nombre de su amiga, sin tenerle miedo a la muerte. El asombro y el horror ante lo que ocurría lo superaban todo. La lengua la amenazó rápido, implacable, y Sofía cerró los ojos por un simple reflejo instintivo, aguardando su fin.

Para su sorpresa, la presión en su garganta se aflojó de repente, y un rayo de luz la cegó. Algo caliente palpitaba en su frente.

Abrió los ojos incrédula, y vio a Lidia lejos, en el suelo. Ella, en cambio, estaba libre, y había salido indemne. A su alrededor, una barrera verde y diáfana.

No te rindas.

No tenía ni idea de dónde procedía aquella voz. Tal vez de algún lugar en su interior. Era cálida y tranquilizadora.

Lidia se incorporó lentamente, y sus alas se extendieron de nuevo en el aire. Surcaron el viento sin dejarse dominar. Sus ojos faltos de expresión la miraban fijamente, deseándole la muerte.

Sofía se arrastró hacia atrás, y cayó sobre el peldaño de abajo.

—¡Lidia, te lo suplico… reacciona! ¡Escúchame! ¡Estoy aquí para salvarte, tenemos que volver a casa! ¡Te lo suplico!

No puede oírte, y lo sabes.

La lengua de la serpiente se adelantó de nuevo, y otra luz estalló en la sala. Sofía se tiró de lado, y fue rodando hasta el final de la escalera. Cuando se levantó, le dolían todos los huesos.

Tienes que neutralizarla y llevarla con el Guardián. Es la única solución.

Oyó el batir de las enormes alas metálicas que surcaban el aire, y pensó con dolor en las de Lidia, espléndidas y diáfanas. Las lágrimas encontraron su camino, y Sofía se echó a llorar. De pronto, una cuchilla se clavó muy cerca de ella. Su amiga volteaba arriba, en la sala, y la atacaba desde allí.

Sintió que las armas la rozaban; uno la alcanzó en la mejilla, pero, cada vez, la barrera se alzaba a su alrededor y la protegía.

Se puso las manos en la cabeza, incapaz de reaccionar. No quería hacerle daño.

—¡Basta ya, por favor!

Si quieres salvarla, tendrás que luchar.

—¡No puedo! Ella confió en mí, aquella noche me apretó la mano, es mi única amiga. ¡No quiero luchar contra ella! —gritó Sofía en la sala vacía, y el ruido de las cuchillas que se clavaban en la pared, a escasos centímetros de su cabeza, ahogó sus palabras.

Luego, en un instante de calma, Sofía aprovechó para levantarse rápido. Lidia la miró con sus ojos rojos, lista para volver a atacar.

—¿Recuerdas la noche que volamos? ¿Te acuerdas? —A Sofía le dolía la garganta de tanto gritar—. ¿Te acuerdas de la sala de la Gema, y de cuando me dijiste que confiabas en mí? ¿Y del tejado? ¿Te acuerdas, Lidia, lo recuerdas?

El golpe llegó fuerte y certero. La barrera verde se levantó, pero fue inútil, porque el suelo bajo los pies de Sofía se derrumbó. Notó el vacío debajo de ella. Durante un instante, fue como volar, luego tuvo la sensación de que pesaba muchísimo, demasiado para seguir colgando. La gravedad la arrojó hacia abajo. Gritó mientras caía, hasta que su cabeza encontró algo terriblemente duro, y todo se apagó.

Sofía.

Sofía

¡Sofía!

Todo estaba oscuro. Como si flotara en el vacío. O en el petróleo.

Despierta. No estás sola.

Sofía buscó su propio cuerpo, pero no lo encontró. Se preguntó si estaría muerta. De hecho, tenía que acabar así, ¿no?

Todavía hay esperanza, y lo sabes.

El negro se coloreó. Poco a poco, aparecieron en la lejanía dos llamitas azules. Tenían un color espléndido, que calentaba el corazón.

Así, perfecto. Muy bien.

Sofía no acababa de entender qué pasaba.

¿De veras no te lo imaginas? A estas alturas ya deberías conocerme.

«Thuban». El nombre le salió espontáneamente, de inmediato. Por una absurda intuición, supo que las dos llamitas que había entrevisto en la nada se estaban riendo. ¿Pero, cómo podían reírse dos luces?

Me río porque por fin hablamos. Además, aquí las cosas no funcionan como fuera.

«¿Fuera… dónde?».

Fuera de tu cabeza y de tu alma. El lugar en el que ahora te has desmayado, sobre el suelo de mosaico de una antigua villa romana, mientras tu enemigo da vueltas encima de ti y busca el mejor punto para darte el golpe de gracia.

«¿Quieres decir que estamos en mi cabeza?», se estremeció Sofía.

Exacto. Es donde siempre he estado.

Sofía se quedó anonadada. Mientras tanto, las luces azules iban adquiriendo consistencia, la consistencia clara y precisa de unos ojos milenarios.

«Entonces eres tú el dragón que se ha fusionado conmigo… mejor dicho, con Lung».

De la misma forma confusa y absurda que antes, Sofía supo que los ojos asentían.

Sí, yo soy Thuban.

«Pero, yo te he buscado muchas veces, y nunca te he encontrado. Nunca me hablaste, nunca me guiaste…».

Eras tú quien no me hacía caso. Yo siempre he estado a tu lado, protegiéndote con mis barreras y guiándote hacia el fruto. En el fondo del lago o delante de la Gema, yo estaba allí, ¿lo recuerdas?

Sofía no supo qué contestar. Lentamente, sus ojos se centraron en lo que parecía ser la enorme cabeza de un dragón verde. Era espléndida, y le resultaba familiar. Estaba segura de que la había visto antes, y se emocionó al volver a verla.

«Eres tan hermoso…».

El hocico pareció sonreír. Las fauces eran un arco de dientes afilados, pero ella no tuvo miedo.

Estás en peligro. Lidia quiere matarte.

Sofía sintió que la paz recién experimentada se derretía como nieve bajo el sol.

Si quieres salvarla, tienes que enfrentarte a ella.

«No puedo —dijo, muy convencida—. ¡Es mi amiga!».

En este momento, no está en sus cabales. Te matará, Sofía, y cuando lo haga, Nidhoggr la matará a ella. Tu sacrificio será inútil.

«Tú no lo entiendes. Ya me costó golpear a Mattia, pero con Lidia es absolutamente imposible. ¿Y si le hago daño? ¿Y si la mato?».

Yo guiaré tu mano.

«Tú me has dejado sola demasiadas veces…». Se arrepintió al instante de aquella frase. Pero era cierto. En los momentos difíciles, siempre había estado sola.

Eres tú quien no me quiere a su lado. No confías en ti misma, y por eso tampoco confías en mí.

«Yo… yo no estoy hecha para esto. Siempre he sido una persona totalmente insignificante, y no sé hacer nada. No sacaba buenas notas en el colegio, y en el orfanato todo el mundo me tomaba el pelo. Nadie quiso adoptarme. ¿Por qué me has elegido a mí? ¿Por qué?».

Esperó la respuesta durante mucho rato. El cuerpo inmenso de Thuban se perfilaba lentamente en la oscuridad, cada vez más definido y espectacular.

Porque Lung me ha ofrecido su cuerpo, y tú desciendes de él.

«Pero, durante estos siglos, ha habido un montón de herederos, y nunca te mostraste ante ellos. ¡Ellos no han tenido que luchar, ni siquiera sabían que existías!».

En esa época, Nidhoggr aún estaba bajo el influjo de un sello muy potente. Pero ahora mi magia se ha debilitado, mientras que él está ganando vigor. No tenemos elección, ni tú ni yo.

«Soy la persona equivocada, tú también lo sabes. De haber podido, habrías preferido a alguien que no fuera yo».

Los ojos de Thuban se velaron de severidad. Tú obligas a los demás a decir cosas que no piensan, solo para que te confirmen que vales poco. Te gusta equivocarte, porque así puedes seguir creyendo que eres una inútil, y nadie podrá obligarte a que te arriesgues. Y lo cierto es que, así, lo único que haces es portarte como una cobarde.

Sofía encajó el golpe. Todo era cierto, pero una parte de ella todavía se resistía. «No todo el mundo ha nacido para hacerse el héroe».

Es cierto. Nadie lo es, pero cualquiera puede llegar a serlo. Y tú también. Solo que no quieres aceptarlo. Tienes un poder que ni tan siquiera imaginas, pero sigues manteniendo oculta tu fuerza, intentas ahogarla con mentiras absurdas. Tienes un espíritu puro, eres capaz de entregarte por una causa justa. Lo hiciste con Lidia. Lograste superar tus miedos con tal de llegar hasta aquí, y ahora tu corazón tampoco teme a la muerte.

Sofía habría querido mirar hacia otro lado, pero Thuban ocupaba todo el espacio a su alrededor. La verdad de sus palabras la mantenía clavada allí.

Eso es auténtica valentía, Sofía. Yo no podría tener una aliada mejor en esta guerra.

Tenía ganas de llorar. Porque estaba segura de que era mentira, aunque, por otra parte, sus palabras sonaban tan sinceras…

Yo puedo liberar todo tu poder, pero tienes que confiar en ti misma. Estás a punto de afrontar una prueba muy dura. Hace tiempo tuve que asistir impotente a la muerte de mi mejor amigo y a la destrucción de toda mi raza. Y ahora, dentro de Lidia, vive ese mismo amigo a quien vi morir sin poder hacer nada. Tendré que luchar contra él, como ahora tú lucharás contra ella. Yo sé qué significa el dolor. Créeme, guiaré tu mano y te ayudaré a encontrar bajo esa dura corteza de metal a tu querida amiga. Pero tenemos que hacerlo juntos.

Sofía solo quería que todo acabara lo antes posible, y aquel pensamiento le entristeció el corazón. Quería que toda esa pesadilla dejara de girar en torno a ella.

Durará poco, te lo prometo. La llevaremos a casa, y el Guardián lo solucionará todo, tal como hizo con Mattia. Luego volverá a reinar la calma.

Sofía percibió un atisbo de determinación en su pecho. «Júrame que no le haremos daño».

Thuban sonrió. Ella es Rastaban, mi mejor amigo. Nunca podría hacerle daño.

Sofía titubeó un instante más. «De acuerdo».

Thuban asintió en la oscuridad. Ya es hora de volver, Sofía.

Su cuerpo se desvaneció, sus colores se arremolinaron, y Sofía sintió que su propia conciencia desaparecía de nuevo, succionada hacia abajo, allí donde todo era frío y dolor.