21
En casa del enemigo
l profesor la miró fijamente durante mucho rato. Le alisó el abrigo, le arregló la bufanda alrededor del cuello y la miró como si fuera la última vez que la veía.
—Profe, tengo que irme…
En esos momentos, Sofía no soportaba su amabilidad. Ya estaba bastante aterrorizada, y aquella actitud de despedida final le producía una angustia terrible.
—Sí, sí —dijo el profesor, tratando de ahuyentar sus temores. Y le puso en las manos un pequeño saco de terciopelo azul—. El fruto está aquí.
Ella apretó el cordón. La vida de Lidia estaba allí dentro.
Una ráfaga de viento hizo gemir a los árboles, al otro lado del gran portalón de toba. Sofía se sujetó la bufanda, y con la punta de los dedos rozó la cota que llevaba debajo del jersey.
Había sido idea del profesor.
—Durante los años que he pasado buscándote, he estudiado todo lo que Draconia dejó tras de sí —le había dicho en las mazmorras, mientras hurgaba en un enorme baúl. De pronto, sacó un objeto que recordaba un corpiño de cuero. Estaba raído, y era de un color impreciso entre el marrón y el negro, aunque en el centro del pecho había algo brillante, casi vivo, pensó Sofía.
—Es una reliquia muy antigua de Draconia que encontré en mi tierra. Tiene treinta mil años.
Ella la miró, incrédula. Sus recuerdos de historia le decían claramente que no existían objetos en piel u otro material orgánico tan antiguos.
—Es de escamas de dragón —le explicó el profesor, adelantándose a su pregunta.
—¿Me estás diciendo que para hacerlo tuvieron que sacrificar a un dragón?
—Los dragones mudan de piel dos veces en su vida —sonrió su tutor—. Cuando abandonan la piel vieja, se puede aprovechar para trabajarla. El pueblo de Lung lo hacía.
Sofía se sintió aliviada.
—Esta es una de sus manufacturas. ¿Lo ves? —El profesor señaló el punto luminoso en el centro.
Sofía se acercó para observarlo mejor. Parecía un pequeño talismán de cristal, en cuyo interior algo latía, como un corazón.
—Es un fragmento de hoja del Árbol del Mundo. Se secó cuando Nidhoggr royó las raíces de la planta, pero conserva intacto su poder.
Sofía miró fijamente al profesor; sentía gran curiosidad por saber cómo proseguía su historia.
—Crearon este corpiño para protegerse del poder de los guivernos, de modo que la prenda vio todas las batallas, y también sobrevivió al último combate.
Aquellas palabras le causaron un magma de sentimientos encontrados, una mezcla de alegría y dolor. No sabía explicarse por qué, pero en el fondo de su alma deseaba luchar con todas sus fuerzas.
—Ahora sus poderes han menguado considerablemente, pero hasta que el Árbol del Mundo esté completamente destruido, incluso esta pequeña hoja está ansiosa por recuperar sus frutos y volver a la vida.
—¿Eso significa que puedo llevarme el corpiño?
El profesor asintió.
—He meditado acerca de la historia del combate que Lidia y tú tuvisteis que afrontar, y he pensado que quizá este corpiño pueda resistir a las llamas negras de la chica de quien me hablaste. No puedo asegurarte que lo consigas, pero siempre es mejor que nada, ¿no?
Schlafen la ayudó a ponérselo, y a Sofía le pareció muy incómodo. En primer lugar, no era de su talla. Aquel corpiño estaba hecho para un adulto, no para el físico menudo de una chica como ella. Incluso apretando hasta lo inverosímil los cordones laterales, seguía quedándole ancho en los hombros y en las caderas. Además era largo, y no le permitía mucha libertad de movimiento. Cuando se miró al espejo, sacudió la cabeza. Parecía la caricatura grotesca de un escudero que, para interpretar el papel del héroe, le roba la armadura a su dueño. Pese a todo, lo sentía como algo suyo. Era un objeto que había pertenecido a sus antepasados, era como vestir un pedazo de historia. De su historia, y eso le infundió muchos ánimos.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo? —La voz del profesor cortó el hilo de sus pensamientos.
Había llegado el momento.
—No temas, no haré ninguna tontería —le prometió Sofía.
Luego se volvió. Delante de ella había un sendero estrecho flanqueado por viejos olivos. En el suelo, la luna iluminaba tenuemente las raíces de los árboles, que rompían la tierra y se disputaban el espacio libre. Más allá, medio escondida por el follaje, asomaba la silueta de la villa. De repente, Sofía sintió que todo su valor se evaporaba. Se le secó la boca, y el hecho de ver a su tutor mirándola tan confiado la aterrorizó. ¿Por qué él estaba tan seguro, si ella no lo estaba?
«Deja ya de lloriquear», pensó.
—Allá voy —dijo con un hilo de voz, y cruzó la verja sin volver la vista atrás.
El viento empezó a soplar cada vez más fuerte. El abrigo de Sofía se agitaba por todas partes, de nada servía sujetarlo con una mano. El camino subía, y con ese aire helado que le azotaba los ojos, era aún más difícil recorrerlo.
Aquella noche, todo tenía un aire lúgubre. El gemido del viento, los torbellinos de polvo y las hojas muertas que se levantaban del suelo, hasta la figura maciza de la villa que parecía acecharla. Pero ella sabía que solo se trataba de su imaginación. Era su miedo lo que distorsionaba los contornos de las cosas, junto a la clara sensación de que allí, en algún lugar, estaba Nidhoggr. No en carne y hueso, claro está, pero sí bajo otra forma. Su espíritu flotaba entre los árboles, vagaba en los salones vacíos y espiaba desde las ventanas abiertas. La estaba esperando, y aprovecharía cualquier error que ella cometiera. Buscó a Thuban en la profundidad de su alma, pero solo le contestó un silencio espeluznante. Nada. Estaba aterrorizada.
Llegó a duras penas a la plaza situada frente al portalón de metal. Estaba entornado, y solo dejaba entrever una rendija amenazadora de oscuridad.
Sofía no conocía aquel lugar. Era la primera vez que iba allí y no había oído hablar de él en su vida. El profesor le había dicho que era una de las villas más bonitas del sur de Roma, quizá no la más famosa, pero indudablemente la más peculiar.
—Es una especie de joya escondida, construida encima de los antiguos cimientos romanos. Dicen que allí abajo todavía hay una villa de esa época.
—¿Por qué la eligió Nidhoggr?
—No sabría decírtelo con seguridad, pero, en vista de que fue aquí donde luchaste en un pasado lejano, quizá se trate de un lugar que posee un significado especial para los Draconianos.
Sofía miró la puerta, esperando que le despertara algún recuerdo. Pero, por lo visto, aquella noche Thuban se hacía de rogar. Empujó una de las dos hojas, y el chirrido se mezcló con el silbido del viento que se filtraba por el resquicio de la puerta. Se le alborotó el pelo, y se le metió en la boca. Se apresuró a entrar y cerró el portalón.
Para su sorpresa, no se encontraba en un ambiente cerrado. Sí, efectivamente tenía un techo sobre la cabeza y una cancela de hierro a cada lado, pero ante ella se extendía un patio bastante amplio, rodeado de olmos. Al final de un sendero de piedra, estaba la verdadera entrada: un amplio zaguán de cristal que le recordaba las estaciones de trenes del siglo XIX que había visto en los libros del colegio. Arriba, un reloj marcaba las 11.59, una hora que, por alguna extraña razón, a Sofía se le antojó cargada de significado. Sus pasos retumbaban en el espacio, y de vez en cuando se veía obligada a volverse de lado para respirar. El viento era tan fuerte que le quitaba el aliento. Las ramas de los olmos crujían, mientras un cortejo de hojas secas bailaba en el aire.
En cuanto alcanzó la mitad del pasillo, el minutero llegó a las doce. Una campana tocó a intervalos regulares un sonido lúgubre. Sofía conocía ese sonido; en el orfanato había tenido ocasión de escucharlo, y las monjas le explicaron que se trataba de un tañido de muerte. El viento cesó de golpe, las hojas de repente cayeron al suelo, como si fueran de plomo, y una calma antinatural se apoderó de todo.
Sofía permaneció en el mismo sitio, helada. Todo estaba envuelto en una atmósfera irreal. No se oía ningún ruido, a excepción de los tañidos, y las ramas de los árboles parecían manos extendidas pidiendo ayuda. Miró el reloj con los ojos abiertos como platos, y comprendió que había caído en una trampa. Era imposible salir de allí. Moriría, y su muerte sería inútil. Había sido un error ir hasta allí.
Miró la puerta por donde había entrado. Tenía que cruzarla y marcharse.
«Tranquilízate. Total, ya sabías donde te metías. Ya has decidido, y Thuban está contigo. Estás aquí, y ahora tienes que seguir», se dijo.
Se dio la vuelta, e intentó adoptar una actitud firme. Recorrió el patio, esforzándose por no correr, contando a cada paso el número de los tañidos. El corazón le latía a mil por hora, no sabía de dónde procedía ese sonido, no le pareció ver ningún campanario en la villa. Sin embargo, esas campanas ahogaban el ruido de sus pasos. Por el rabillo del ojo, entrevió unas sombras alargándose gradualmente en el patio, pero llegó a su destino antes de que el miedo se apoderara de ella. Puso la mano en el pomo y tiró. Nada. La puerta no se movió ni un milímetro. Estaba cerrada, y Sofía se sintió perdida.
«¡No, no!».
Tiró de nuevo, aterrorizada. Quizá debía quedarse allí delante, esperando a que alguien fuera a buscarla. Quizá la agarrarían por la espalda y la matarían sin que tuviera el tiempo de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Solo faltaba un tañido, ¿qué ocurriría después?
Se volvió. Vio por casualidad una brecha lateral, un pequeño arco que conducía hacia el patio exterior y, sin dudarlo, corrió hacia esa única salida. Era mejor afrontar las sombras. Cuando el último tañido retumbó en el zaguán, ella ya había salido hacia la oscuridad de la noche.
Apretó el paso, siguiendo su instinto. Ni siquiera miró por dónde corría, y solo se detuvo cuando se quedó sin aliento. Se encontraba en un corredor flanqueado por setos, en un jardín de estilo italiano. El profesor le había dicho que en una parte de la villa se celebraban congresos. Sin duda, se encontraba en aquella zona. Todo aquel orden, aquella perfección, en lugar de aliviarla le transmitían una sensación de hielo. La luna iluminaba la parte superior de los setos, cubiertos por una fina capa de polvo. De día, debía de ser un lugar precioso, pero ahora parecía casi abandonado y extraño. A su izquierda había unos soportales, separados del exterior por un muro alto de piedra. Sofía lo miró con nostalgia. Tenía un aire definitivo. Más que proteger la villa, lo que hacía era atraparla a ella.
Dio unos pasos hacia adelante, y observó en la oscuridad para tratar de averiguar adónde ir. Esta vez no había más puertas, y tardó un rato en ver, al fondo del patio, una construcción semicircular que le recordaba los bastidores de un teatro. Dos escalinatas conducían a un pretil superior con una galería de toba. Se acercó lentamente; los pies chirriaban contra las piedras del adoquinado. La hiedra trepaba por doquier, virulenta, y se esparcía incluso por el suelo de mosaico blanco y negro. No necesitaba mirar con más atención para saber qué representaba el dibujo. Lo veía claramente, como si siempre hubiera estado ante sus ojos: era un guiverno.
Entonces levantó la mirada hacia el pretil, y por fin lo vio. Nidhoggr estaba allí, en toda su magnitud, esperándola. El cuerpo inmenso de serpiente estaba tendido a lo largo de la galería, las alas extendidas contra la pared, las largas garras clavadas en la piedra. Era negro y brillante, y sus escamas vibraban bajo la luz de la luna. Su figura emanaba una sensación de poder absoluto, y Sofía se quedó anonadada. Era espantoso, pero en su corazón sintió igualmente una pizca de nostalgia. El horror de volver a ver a su enemigo acérrimo se mezclaba con un placer extraño, como ocurre cuando alguien vuelve a ver a un viejo amigo. Nidhoggr clavó sus ojos milenarios en los suyos, y abrió sus fauces en una mueca roja como la sangre.
—Por fin estás aquí…
Su rugido azotó el aire. Sofía gritó, y se tapó los oídos con las manos; se arrodilló sobre las piedras, hiriéndose la piel.
—¡No puedo hacerlo, no puedo! ¡Es demasiado para mí!
Cuando alzó la mirada, Nidhoggr ya no estaba. Una visión, debía de haber sido una visión. Probablemente causada por el propio Nidhoggr. Sin duda, él controlaba aquel lugar. El tiempo inmóvil, su aparición en la galería y los tañidos de la campana. Todo debía de ser obra suya.
Sofía miró la oscuridad, todavía inquieta. Una figura en el centro de la balaustrada apareció lentamente bajo la luz de la luna. Era la chica. Llevaba su chaqueta de cuero de siempre y una minifalda ajustada. Calzaba unos zapatos negros con tacones de aguja. Bajo el reflejo lunar, su pelo rubio brillaba de tal manera que parecía estar rodeado por una aureola. Sonreía, y Sofía se sintió minúscula ante su mirada triunfal. Apoyó las palmas de las manos en el suelo, apretó el cordón de saco de terciopelo, se armó de valor y se incorporó. Se le escaparon unas lágrimas, pero se las secó enseguida con el dorso de la mano; luego avanzó con paso rápido.
La chica rubia se quedó en su sitio, esperándola, sin quitarle de encima su mirada gélida. Cuando Sofía se le acercó, se movió, y bajó lentamente de la balaustrada. Avanzaba de forma elegante y hierática, y Sofía comprendió cómo fue capaz de hechizar a Mattia. Incluso a ella le costaba percibir cuánta maldad ocultaba bajo su apariencia. Debía tener cuidado, o corría el peligro de acabar como él.
—Nidafjoll —dijo la joven, con una sonrisa. Luego le dio una mano, cordial.
Sofía no lo entendía. Se apretó contra el pecho el saco con el fruto.
—Pero puedes llamarme Nida —añadió la chica, con una sonrisa irónica, inclinándose hacia ella.
Su sonrisa era tan abierta, parecía tan sincera y creíble… Sofía estaba horrorizada.
—Solo me estaba presentando —siguió Nida, encogiéndose de hombros—. Estás tan asustada que ni siquiera te has dado cuenta.
Sofía se mordió el labio, con rabia. Su miedo era tan fuerte que incluso ella podía advertirlo.
—Yo lo sé todo sobre ti. Sé dónde naciste, dónde has vivido, incluso sé dónde vives ahora, aunque no puedo acercarme, por culpa de esa maldita barrera… En cambio, tú no sabes nada de mí. Lo decía por educación, yo soy una persona muy amable.
—Tú eres Nidhoggr —murmuró Sofía.
Nida estalló en carcajadas, llevándose una mano delante de la boca, en un gesto que, a buen seguro, un chico debía de encontrar irresistible.
—¿De veras lo crees? ¿Y en tu interior vive Thuban? —Se permitió una última carcajada burlona—. No, mi Señor nunca se ha rebajado a hacer lo que hacen los dragones. Él no se ha humillado metiéndose en el cuerpo de los humanos, ni se ha camuflado como ellos. Su esencia todavía está bajo tierra, intacta, encarnada en el mismo cuerpo que tenía hace treinta mil años, cuando te mató, Thuban.
Sofía se estremeció, sintiendo una vez más en la carne cada una de las heridas que causaron la muerte de Thuban aquel día terrible.
—Pero, en cierto sentido, es verdad, yo soy él. Soy su hija, para ser exactos. Su Esencia Inmensa no cabía en el sello que tú le impusiste, y, pasado un tiempo, encontró resquicios para salir. Yo soy su manifestación en este mundo, soy lo que ha logrado escapar del sello. Soy su Mensajera, su Esclava y su Heraldo.
Sofía captó la chispa de satisfacción que brilló en los ojos de su interlocutora. Trató de no asustarse, aunque las piernas le temblaban tanto que le costaba sostenerse en pie.
—¿Dónde está Lidia? —preguntó intentando aparentar una actitud segura.
—¿Dónde está el fruto? —sonrió Nida.
—No te lo daré hasta que vea a Lidia.
—No estás en condiciones de negociar. —La chica hizo una mueca de desdén—. Podría matarte, registrar tu cadáver y llevarme el fruto.
—No puedes tocarme —replicó Sofía con voz temblorosa, sintiendo escalofríos.
—¿Ah, no?
Nida alargó un brazo con el dedo extendido, y Sofía cerró los ojos, esperando con toda su alma que el corpiño que le apretaba las caderas funcionara.
Advirtió la leve presión de aquel dedo, luego notó que lo retrajo de golpe. Cuando volvió a abrir los ojos, Nida ya no sonreía, y evidentemente estaba contrariada.
—Maldita sea —farfulló a media voz. Luego sacudió los hombros y recuperó el control—. No pasa nada, lo haremos como tú dices.
Se le acercó tanto que le rozó una oreja con los labios.
—Sígueme —le dijo. Luego le enseñó el camino.
Para Nida, las puertas cerradas no existían. Le bastaba con apoyar los dedos sobre cualquier cerrojo para abrirlo. De este modo, pasaron del patio hasta un pequeño jardín colgante. Daba a una amplia galería desde la que se podía contemplar toda Roma. A esa hora, se mostraba como una superficie ilimitada de luces temblorosas, y se extendía por todo el horizonte. En el jardín había varios árboles —entre otros, una magnolia enorme y una palmera muy alta— y una pequeña fuente. Pero el agua no brotaba. Permanecía inmóvil, como en una foto, aunque no congelada. Solo estaba estancada. Incluso se veían unas gotas suspendidas en el aire.
A partir de allí, empezaron a recorrer una serie de estancias ricamente decoradas, con frescos en el techo. En una habitación, Sofía vio dos cariátides débilmente iluminadas por la luna. Eran preciosas y, pese a la oscuridad, logró distinguir sus rasgos. Ahora que veía esas habitaciones, entendía las palabras del profesor. La villa era realmente una pequeña joya oculta, pero no quedó impresionada. Desde que la campana había dejado de tocar, el tiempo se mantenía inmóvil, al igual que toda aquella belleza. Era algo impersonal, estéril.
—Sabes, aquí vivía mi Señor —dijo Nida, mientras seguía acompañándola por las salas, que cada vez eran más pequeñas y reducidas—. Bajo los cimientos de esta villa está su morada, que en gran parte sigue intacta. Cuando tú lo encerraste bajo el sello, sus adeptos siguieron viviendo aquí, y durante muchos siglos el espíritu de mi Señor siguió impregnando estos muros, guiando la voluntad de sus discípulos. No siempre consiguió sus propósitos, y al final llegaron otros hombres que construyeron la villa que ahora ves: Villa Mondragón, un nombre que recuerda a nuestros enemigos; aunque, como puedes ver, las estatuas y ornamentos que construyeron los artesanos de la época solo representan a mi Señor.
Levantó el dedo hacia el dintel de una puerta, decorado con un bajorrelieve espléndido. El hocico y el cuerpo parecían los de un dragón, pero el animal no tenía patas delanteras. En su lugar, tenía alas de murciélago.
—Guivernos.
El sonido vibrante de aquella palabra se abrió paso hasta el corazón de Sofía y le heló la sangre.
—Quiero ver a Lidia. ¿Tú también querrás acabar rápido y tener el fruto, no?
Nida la miró de soslayo y rio.
—Ya falta poco.
Cruzaron una puerta, y el entorno cambió de forma radical. Nada de suelos brillantes, solo polvo y escombros por doquier. Probablemente, habían entrado en la parte de la villa cerrada al público. Las habitaciones estaban a oscuras, y las lámparas de cristal yacían en el suelo, hechas añicos. Los suelos estaban desnivelados. Entre las baldosas rotas brotaban pequeñas plantas, y la hiedra se introducía en las grietas de los muros. En el fondo, una sala en ruinas con las paredes desconchadas. Una amplia escalinata blanca llevaba hacia el piso de arriba. En la época de mayor esplendor, aquella habitación tuvo que ser maravillosa, pero ahora tenía un aire decadente y siniestro. En muchos puntos se entreveían los ladrillos, y faltaba el suelo. En su lugar, había un piso inferior lleno de ruinas romanas. Así pues, el profesor tenía razón, había una villa antigua allí abajo. Unas tablas de madera permitían cruzar de un lado a otro, pero lo más prudente era andar pegado a las paredes para no caerse.
Sofía empezaba a sentir náuseas. Los paredes de las ruinas medían al menos un par de metros de alto, y ella tenía que caminar por encima. Nida la miró, riendo.
—Quiero ver a Lidia —dijo Sofía, haciendo acopio de valor.
La chica mantuvo su sonrisa enigmática por unos instantes, luego le señaló un punto en lo alto de la escalera.