19

Sentimiento de culpa

ofía se abalanzó sobre la verja metálica que delimitaba el recinto. Logró derribarla con un estruendo terrible, y, por la fuerza del impulso, cayó al suelo. Se levantó al instante, y siguió corriendo sin detenerse en ningún momento, ni siquiera para recobrar el aliento. Se adentró en el camino, en una dirección tomada al azar, y dejó que sus piernas avanzaran por inercia. No tenía ni idea de dónde iba, lo importante era alejarse lo máximo posible. La luz de la luna era tenue, y la calle no estaba iluminada. No veía nada, solo los faros de los coches, que de vez en cuando la cegaban. Un par de veces la sobresaltó el sonido de una bocina. No entendía nada. Al final, se desplomó. Con una mano seguía apretando el fruto, con la otra se apoyaba al asfalto. No podía más.

«Lidia, ¿dónde estás, Lidia?».

Ahora necesitaba las alas de su amiga, y, sobre todo, necesitaba su decisión, su seguridad, incluso sus broncas.

El chirrido de neumáticos en el asfalto la hizo volver en sí. Vio los faros acercarse.

—Estoy muerta —pensó, pero estaba tan exhausta que ni siquiera era capaz de sentir miedo. Solo captó la ironía que suponía haber escapado de la terrible chica rubia para acabar atropellada, bajo las ruedas de un coche. Pero el choque no llegó, los frenos funcionaron como es debido y el conductor la esquivó justo a tiempo. El coche dio un frenazo en diagonal en la calzada. El silencio que siguió era irreal.

Se abrió la puerta del coche, y un hombre salió al exterior, gritando. Sofía no entendió lo que decía.

—¿Te has vuelto loca o qué? ¿No ves que podía haberte matado?

El hombre se acercó, y la expresión de su rostro fue cambiando paulatinamente. Su furia se desvaneció y dio paso a la preocupación.

—Vivo en el lago, por favor, acompáñeme hasta allí…

—¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?

Sofía ya no podía distinguir los rasgos de su cara, y las palabras le llegaban confusas, fragmentadas.

—Por favor, lléveme a la casa del lago…

Tuvo la sensación de que lo decía infinidad de veces, como a una cantinela, mientras él le pedía que lo repitiera, porque no lograba entenderla. Al fin, la cogió en brazos y la metió en el coche. Sofía apretó el fruto entre las manos. Su calor le transmitió un poco de fuerza.

—Al lago, por favor —repitió una vez más, y lentamente se fue quedando dormida.

Olor a desinfectante y batas blancas. Preguntas, conversaciones. Sofía no podía articular palabra, estaba demasiado cansada para relacionarse con el mundo exterior. Tenía la sensación de que lo veía todo a través de un cristal. Allí estaba el profesor, mirándola y abrazándola, muy preocupado. Luego más médicos, fármacos que le quemaban la piel, e incluso un policía que la observaba con compasión y le echó una mirada severa a su tutor. Sofía no lograba entender qué estaba ocurriendo, solo repetía el nombre de Lidia, quería saber dónde estaba, pero no recibió ninguna respuesta.

El mundo volvió a la normalidad a la mañana siguiente, cuando despertó en su cama. Era un espléndido día de invierno, y el sol asomaba prepotente a través de la ventana. Todos los músculos de su cuerpo clamaban venganza. El solo hecho de incorporarse en la almohada le provocaba punzadas intolerables en los brazos. Se sentía débil, a pesar de haber dormido mucho, por lo menos eso parecía por la altura del sol en el cielo.

Trató de levantarse, pero casi no podía mantener el equilibrio. Se arrastró como pudo hacia la puerta, y en ese preciso instante entró Thomas, y la sujetó por las axilas.

—¿Adónde cree que va? ¡Tiene que descansar!

Sofía intentó oponer resistencia, pero el mayordomo la llevó de vuelta a la cama y la arropó bien.

—¿Dónde está el profesor?

—Lo siento, no está en casa —contestó Thomas, sin levantar la mirada.

Sofía tuvo un horrible presentimiento.

—¿Y Lidia? ¿Cuándo ha vuelto?

El mayordomo siguió alisándole las sábanas, y fingió que no la oía.

Sofía se recostó sobre la almohada, exhausta.

—Tienes que decírmelo, te lo suplico…

Él levantó los ojos y suspiró.

—No ha vuelto. El señor salió a buscarla anoche. —Se anticipó a su gesto, le puso las manos sobre los hombros y le impidió levantarse—. Y me confió su salud, prohibiéndome explícitamente que la dejara levantarse.

Sofía intentó liberarse de su presión, pero no podía.

—¡Tú no lo entiendes, tú no has visto a esa mujer! ¡Tenemos que encontrar a Lidia, tenemos que salvarla!

Thomas mantuvo su presión con gran firmeza.

—¿Y qué piensa hacer? ¿No lo ve que no tiene fuerzas? No, usted tiene que quedarse aquí.

Sofía se vio obligada a desistir, y cuando se recostó de nuevo sobre la almohada, disfrutó de la suavidad de las plumas, un bálsamo para su espalda entumecida. De pronto, el sentimiento de culpa la desbordó. Ella estaba allí descansando mientras Lidia estaba quién sabe dónde. Y todo por su culpa. Fue ella quien la implicó en esa maldita aventura, fue ella quien la dejó sola en la cueva con la chica rubia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y rompió a llorar sin contención. Sintió las manos de Thomas sobre los hombros, percibió su afecto paternal, pero no fue capaz de hallar consuelo en ello. En realidad, no quería que nadie la consolara. Quería sufrir, así al menos pagaba un precio, aunque fuera mínimo comparado con el enorme sufrimiento que había causado y que seguía causando.

—Ánimo… estoy seguro de que volverán juntos, ya verá —dijo Thomas a media voz, pero Sofía no lo creía.

El profesor Schlafen volvió por la noche. Sofía oyó que abría la puerta, y a Thomas dándole la bienvenida. Intercambiaron unas pocas palabras en alemán, y ella pensó que, evidentemente, se estaban diciendo algo que no querían compartir con ella. Aguzó el oído, y comprobó que se oían los pasos de una sola persona.

«¡No está, no está!».

El corazón le latía a mil, enloquecido. No podía esperar más. Salió de la cama y, con gran dificultad, trató de arrastrarse hacia la puerta. Sin embargo, la puerta se abrió antes de que pudiera alcanzarla. Era el profesor, con el rostro tenso y el traje arrugado, él que siempre era tan elegante.

—¿Por qué demonios te has levantado? —dijo en tono fatigado.

Había una nota áspera en su voz que fue un duro golpe para Sofía. Pero no le hizo caso. Saber dónde estaba Lidia era mucho más importante.

—¿Y Lidia?

Él no contestó, pero se le acercó y la cogió delicadamente por los hombros. Su apretón transmitía vigor y afecto, como siempre, y fue un consuelo para Sofía. Pero él seguía sin contestarle.

La llevó a la cama y se sentó en el borde, junto a ella.

—Profe, por favor… ¿dónde está Lidia?

—La he buscado por todas partes. He ido al lugar donde luchasteis y he seguido el camino por el que fuisteis volando. Y nada de nada. No está.

Sofía apretó con violencia las sábanas. Un pensamiento terrible empezó a abrirse paso en su mente, un pensamiento que no podía tolerar y no quería aceptar. Sin embargo, seguía allí, y era maligno y persistente.

—¿Qué crees que le ha ocurrido? —preguntó con un hilo de voz.

—No lo sé —contestó él. Tenía la mirada vacía, sin expresión. Sofía nunca lo había visto así, y era terrible—. Por favor, no te levantes de la cama. Estás enferma, ya deberías haberte dado cuenta tú solita. Esta vez necesitas descansar, en serio.

—Pero Lidia…

—¿Acaso crees que no voy a seguir buscándola? ¿Crees que la abandonaré a su suerte?

Instintivamente, Sofía se acurrucó. La actitud del profesor, una actitud tan inusual en él, la humillaba y hacía que se sintiera mal.

—No, pero todo es culpa mía —susurró.

El profesor esbozó una sonrisa amarga.

—No lo es, ya lo sabes. O, en todo caso, no es solo culpa tuya. Para empezar, es culpa de las dos, por haberos lanzado juntas a una aventura así, y sobre todo es culpa mía, por no haber sido capaz de protegeros.

Aquellas palabras cayeron en la habitación como peñascos. Habría sido mejor si se hubiera enfadado, si la hubiera regañado, como siempre lo hacían en el orfanato, en lugar de mostrarle esa frialdad y ese desaliento. Le resultaba intolerable.

Sofía no fue capaz de decir nada. Lo observó mientras salía de la habitación, con la espalda encorvada de angustia. La puerta se cerró tras él con un ruido triste.

Unos días más tarde, Sofía empezó a pasar horas y horas delante de la Gema, para curarse más deprisa. Thomas la cuidaba con perseverancia, procurando que no dejara nada en el plato, aunque ella tuviera el estómago cerrado.

El profesor casi nunca estaba. Salía pronto por la mañana y regresaba a horas imprevisibles, casi siempre por la noche. Sofía ya no lo reconocía: trajes arrugados, sin afeitar y despeinado. Adelgazaba y se consumía a causa de aquella búsqueda infructuosa. Casi nunca iba a verla a su habitación, como máximo le preguntaba por su salud a Thomas.

Por un lado, se alegraba de que sus encuentros fueran tan escasos. No tenía ganas de verlo. No ahora que se hallaba en aquel estado, y todo por su culpa. No podía aguantar su frialdad ni el espectáculo de su sufrimiento. El profesor, hasta entonces, había sido para ella un punto de referencia, la persona que siempre estaba presente, independientemente de las circunstancias, el único que siempre tenía una respuesta y una solución para cada problema. Evidentemente, había cometido un error. Él era un hombre como los demás, y, al igual que los demás, se equivocaba y sufría.

Así, Sofía se consumía en su propio dolor. Por la noche, antes de dormirse, lloraba, y cuando iba a curarse delante de la Gema, miraba con angustia la habitación vacía. Había estado allí con Lidia. Si cerraba los ojos, podía ver uno a uno todos los ejercicios que hacían durante los movimientos. Con despiadada claridad, la memoria volvía a presentarle los momentos que pasaron juntas. Como lo que se dijeron aquella vez, tras volver de la misión, gracias a lo cual encontraron el colgante. Se habían sentido amigas, y Lidia le apretó la mano. Pensándolo bien, allí empezó todo. Aquel día fue el principio del fin.

Una noche bajó a cenar al comedor. Fue Thomas quien se lo permitió.

—No le sienta bien quedarse siempre sola y, si no se levanta, no recuperará fuerzas. Baje a comer algo, por favor.

Al cruzar la puerta del comedor en bata, comprendió que el profesor no tenía nada que ver con aquella decisión. En cuanto la vio, alzó los ojos, muy sorprendido, y después le lanzó una mirada al mayordomo. Él hizo como si nada.

Sofía retrocedió, pero Thomas le apartó una silla y le indicó que se sentara. Sirvió todos los platos juntos, rápidamente; luego salió de la habitación y se esfumó. El profesor y Sofía se quedaron a solas, cara a cara.

Ella se concentró en el plato. Salchichas y patatas. Un poco de ensalada aparte y, de postre, un flan. Sentía el estómago vacío. ¿Cómo podía tener hambre estando Lidia tan lejos, víctima de quién sabe qué terrible destino?

—Anda, come algo; si no, no te vas a recuperar.

Sofía se sobresaltó. Durante aquellos días de silencio había olvidado su voz. Obedeció como una autómata. Cogió el cuchillo y el tenedor y empezó a cortar la salchicha. El ruido de los cubiertos en el plato la puso triste. En la mesa nunca había reinado un silencio como aquel. Por lo menos, no tan cargado de cosas no dichas.

La primera lágrima le cayó en el plato, redonda y perfecta. Sofía vio que el profesor soltaba el tenedor y la miraba. Con todo, la distancia entre ambos no disminuyó. Sorbió con la nariz, y otra lágrima más salpicó el plato. Entonces oyó que la silla se movía sobre la moqueta roja y que unos pasos aterciopelados avanzaban hacia ella. El profesor la abrazó fuerte, y Sofía comprendió cuánto lo había echado de menos. Apoyó la cabeza en el hueco de su hombro, y lloró lentamente, como los adultos. Y de adultos era el consuelo que él le brindó.

—No está muerta, si no, ya se habrían ocupado de que la encontráramos… Está en alguna parte, a lo mejor en manos del enemigo, pero está viva.

Se separó de ella y la miró a los ojos. En su mirada volvía a haber decisión. Luego se ajustó las gafas en la nariz, y Sofía se sintió animada. Hacía días que no se lo veía hacer.

—Viva, ¿me entiendes? ¡Viva!

—Perdóname —murmuró Sofía, y sorbió de nuevo con la nariz—. Ha sido culpa mía, de verdad. Me sentía culpable porque fallé la última vez, y quería arreglarlo a toda costa. Por eso quería ir sola. No quería que nadie me acompañara, y para evitarlo decidí salir por la noche.

—Lo sé —dijo él con la voz rota, y la miró a los ojos.

Sofía tragó saliva. Tenía que contarle toda la verdad, desahogarse.

—Pero ella me descubrió y quiso acompañarme. ¡Y yo sabía que nos estábamos equivocando, que aquello acabaría mal, pero no quise detenerme! Creíamos que ya era demasiado tarde, de modo que nos fuimos.

No podía continuar. Bajó los ojos, avergonzada, con el sentimiento de culpa quemándole el pecho.

El profesor le acarició el pelo y la miró con ternura, como hacía siempre. Sofía se sintió reconfortada.

—Por favor, no estés enfadado conmigo —le pidió al fin.

—No estoy enfadado —dijo él, agotado, con una mirada amarga—. O, en todo caso, no me he enfadado por lo que tú crees. Sí, cometiste un error, pero ya te lo he dicho, la culpa no es toda tuya; y, aunque lo fuera, el castigo que estás soportando es desmesurado. No, Sofía, no estoy enfadado porque no me hiciste caso, ni porque considere que la responsabilidad de lo ocurrido es tuya. No. Lo que pasa es que estoy disgustado.

Lo dijo con un aire de sufrimiento tan grande que para Sofía fue como si le hubiera dado una bofetada.

—Estoy disgustado porque no confiaste en mí, porque creíste que te prohibí algo no por tu bien, sino para interponerme en tu camino. Siento que he fracasado en mi deber, porque, además de no protegeros a ti y a Lidia, nunca he sido capaz de hacerte entender lo importante que eres para mí. Yo no soy solo el Guardián, yo soy la persona que ha decidido criarte, que ha decidido ocupar el lugar de tus padres. Sin embargo, no he sabido enseñarte lo que es correcto y lo que no lo es, no he conseguido transmitirte esa lección tan simple.

La observaba con la misma mirada vacía que tenía durante los días de silencio, y Sofía entendió perfectamente cómo se sentía y cuán profundamente lo había herido. Le habría gustado volver atrás, borrar aquella noche de pesadilla y todos los días oscuros que la siguieron. Pero no podía. Y esta era la lección más profunda que había aprendido de aquella historia tan terrible: nuestros actos, incluso los más insignificantes, siempre acarrean consecuencias. Y cada decisión tiene un precio, a veces muy caro.

Trató de no embrollarse por culpa del llanto.

—No se trata de falta de confianza en ti, profe. Quizá tú seas la única persona en el mundo en quien confío. Es… —Era difícil, terriblemente difícil y doloroso—. Es falta de confianza en mí misma. Es que yo no creo en mí, y tampoco en Thuban. Por eso me fui y cometí semejante imprudencia.

El profesor permaneció en silencio, pero con la mirada muy atenta.

—Lo sé —dijo al cabo de un rato—. Aun así, he visto el lugar del combate y los restos de la batalla. ¿Usaste a Thuban, verdad? Luchaste como una fiera y has salvado el fruto, ¿te das cuenta?

—¿Pero, de qué sirvió? —preguntó Sofía—. Luché contra el chico, y descubrí cómo usar el poder de Thuban, pero no ha servido para nada. Lidia ha desaparecido, y fui yo quien la dejó en manos del enemigo. Fue todo inútil, como siempre.

Trató de secarle las lágrimas de los ojos, pero no pudo. Eran demasiadas, y las mejillas ya estaban empapadas.

—La vida nunca es como nos gustaría, Sofía. Por cada logro, hay algo que se pierde. Pero incluso el dolor es útil para crecer y aprender qué hacer la próxima vez. No es verdad, no fue inútil.

Le sonrió, y Sofía se derritió. No merecía su perdón ni su comprensión. Era más de lo que podía esperar. Hundió la cara en su pecho y lloró, pero con el corazón más ligero.

En ese instante, Thomas entró jadeando con la noticia.