18
Una lucha desesperada
n cuanto Lidia y Sofía cruzaron la brecha abierta en la pared, se encontraron frente a un camino largo y estrecho excavado en la roca. Las dos tuvieron que agacharse para poder avanzar.
Según caminaban, la luz ante ellas era cada vez más intensa. Aquel brillo no parecía nada tranquilizador, y Sofía intentó concentrarse en lo que la rodeaba para distraerse. El túnel en el que se habían metido parecía excavado de forma natural en la roca, y las paredes eran lisas y húmedas, casi resbaladizas. Sin embargo, algo no cuadraba, porque el musgo que las cubría poco a poco fue reemplazado por hierba y flores. Al cabo de poco tiempo, no quedaba ni un centímetro libre. No tenía ningún sentido. Sofía no podía creer que, sin luz, pudiera crecer una vegetación tan exuberante y multicolor. El verde suave se alternaba con las tonalidades vivas de las flores carnosas que descendían de las paredes, y ese entorno absurdo empezó a inquietarla. Lidia también estaba nerviosa; Sofía la oía jadear justo delante de ella, y no era una buena señal. El espacio se redujo más, produciéndole una sensación de claustrofobia, y cuando el túnel, al fin, se abrió de nuevo y les permitió avanzar en posición erguida, ambas respiraron aliviadas. Sofía se levantó, masajeándose el hombro. Le dolía. Para quedarse más tranquila, inspeccionó su herida, y vio un cerco rojizo en la piel. El corazón empezó a latirle con más fuerza.
El profesor tenía razón. Todavía estaban demasiado débiles. Lidia, muy pensativa, también se masajeaba la pierna en el punto en que recibió el golpe.
Anduvieron en silencio, rodeadas por el aroma dulce de los ciclaminos y las prímulas. De pronto, el espacio se abrió en una cueva semejante al paraíso terrenal. En el centro, había un árbol enorme y robusto, cubierto de hojas muy verdes. A sus pies, grandes margaritas perfumadas brotaban del alto césped. Era un lugar maravilloso, iluminado por una tenue luz rosada que recordaba la gema de Rastaban. Sofía se abandonó al puro placer de contemplar aquel resplandor. El lugar le resultaba familiar y le transmitía serenidad. Con solo mirarlo, desaparecieron sus miedos y sus dudas, y se le apaciguó el corazón, lo cual le recordaba las imágenes de Thuban surcando los cielos de Draconia.
Lidia la despertó de su ensoñación. La asió bruscamente por un brazo y tiró de ella, hasta derribarla en el suelo.
—Están aquí —murmuró.
Sofía siguió la dirección de su mirada.
El chico estaba en un rincón, inmóvil. Las enormes alas metálicas vibraban en el aire, como si las sacudiera un temblor leve. En el lugar donde sus garras tocaban la tierra, el césped se secaba, creando alrededor un halo amarillento. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Por donde él pasaba, siempre dejaba atrás matorrales secos, ramas mustias, flores marchitas. Parecía llevar consigo la muerte. Todas esas señales atestiguaban que el Subyugado había hurgado en todas partes para encontrar el fruto, ensañándose con aquella tierra paradisíaca. Con suma cautela, las chicas se escondieron tras un peñasco para observar mejor la escena. Había alguien más con él: una chica rubia con un perfil perfecto. Era guapa, parecía una mujer hecha y derecha con esa falda corta que dejaba al descubierto sus piernas esbeltas. Llevaba una cazadora de cuero negra, y en su apariencia había algo encantador y al mismo tiempo terrible, que hizo estremecer a Sofía. Su sombra se recortaba en el suelo, oscura como un agujero negro, mientras buscaba ansiosa entre las matas, arrancando flores que enseguida caían, mustias. Sofía la miró, horrorizada. Su figura exhalaba una maldad sin parangón. El mal en sí mismo, el mal por el mal y nada más. Algo que le producía vértigo.
Nidhoggr.
Sofía lo sentía palpitar dentro del cuerpo de la chica, y su fuerza era apabullante. Sin darse cuenta, retrocedió.
Lidia le puso una mano helada en la muñeca.
—No tengas miedo —dijo, pero su voz temblaba. Ella debía de haber percibido lo mismo.
Luego vieron a la chica levantarse y patalear contra el suelo a causa de la frustración. Sobre su pecho, el colgante emitía una luz tenue, casi pálida, e indicaba muy vagamente el punto donde había que buscar.
De pronto, un grito de exaltación las asustó.
—¡Ahí, ahí! —La chica se agachó de golpe, con una sonrisa en los labios. Parecía una niña que acaba de encontrar un juguete perdido. Extendió los brazos, y por unos instantes sus dedos apretaron algo. Luego gritó y se puso las manos en el pecho: tenían quemaduras profundas. Pero lo que le llamó la atención a Sofía fue otra cosa. A la chica se le cayó algo al suelo, que rodó cerca del lugar donde Lidia y ella se escondían. Era una especie de globo de un color indescriptible, blanquecino y con distintos matices de rosa. En su interior parecía arremolinarse algo, una figura que de vez en cuando se coagulaba en algo amorfo y más claro, y luego se derretía dulcemente en una explosión de luz. Sofía sabía que era la cabeza de un dragón: Rastaban, la mente de la resistencia, la parte racional que aplacaba la impulsividad de Thuban. Por eso en el cielo estaba representado con la cabeza del Dragón, la segunda estrella más luminosa del grupo.
Al pensar en todo ello, sintió cómo el corazón se le llenaba de ternura. Rastaban era el amigo, el compañero, el primer dragón que había caído destrozado por los dientes de Nidhoggr. Sus ojos eran como aquel fruto, brillantes y repletos de sabiduría. La rabia creció lentamente sin que Sofía pudiera reaccionar. Los guivernos no podían destrozar aquella reliquia; por eso, cuando oyó el grito de la chica, sintió un regocijo íntimo. Vio claramente las escamas negras que brotaban de la piel enjuta, y sonrió. El poder de los frutos aún podía corroer el mal.
—Ahora es el momento —dijo Lidia entre dientes—. Yo la distraeré, y tú mientras ve por el fruto.
—Pero…
—¡Ahora!
Lidia salió de su escondite y extendió sus alas. Aunque estaban más debilitadas y eran más transparentes que antes, logró volar, y se abalanzó sobre la chica rubia. La cogió de sorpresa, y las dos cayeron en el suelo allí cerca, mientras el Subyugado se colocaba en posición de ataque. Sofía, al igual que la primera vez, se quedó de piedra, inmóvil. Contempló la escena sin poder mover ni un músculo, y, a cámara lenta, vio los cuerpos enlazados retorciéndose sobre la hierba.
«¡No, no!», gritó algo en su interior.
¡No podía acabar como la vez anterior, no había ido allí para eso!
De pronto, sus piernas se movieron. El enemigo podía atacarla de un momento a otro, y no podía permitirse tener miedo. Lo más importante era recuperar el fruto, que seguía brillando en el suelo. Era algo hermoso y cautivador, y se lanzó hacia él dando un salto, lo cual le provocó una punzada de dolor en el hombro herido. Sofía puso las manos encima del globo, y en un instante se sintió llena de energía y paz. Dos ojos de un verde azulado se encendieron en la oscuridad de su mente, donde tanto había buscado a Thuban.
—¡No!
Al oír aquel grito inhumano, se estremeció. La chica miraba hacia ella, con la cara desfigurada por el odio. Después del grito, un rayo de luz negra arrojó a Lidia contra el árbol. Sofía se quedó bloqueada unos instantes, mientras la chica se lanzaba sobre ella con las manos envueltas en rayos negros. No tuvo que pensarlo. Fue terriblemente natural, muy sencillo. La hierba creció sola, se enmarañó formando cuerdas largas y resistentes y se ciñó en torno a las manos de su enemiga, que se quedó atónita. Sofía aprovechó su momento de debilidad para huir por donde había venido.
—¡Maldita seas! —gritó la joven, mientras los rayos negros alrededor de sus manos quemaban las lianas con una llamarada oscura. Dio un salto y se abalanzó sobre ella.
Sofía notó cómo el aire se movía a su espalda; estaba a punto de alcanzarla… Pero, cuando se volvió, vio a Lidia detrás de ella; su amiga jadeaba y tenía a la chica cogida por la cintura.
—¡Corre! —le gritó.
Pero Sofía no podía pensar, paralizada por la importancia de la decisión que tenía que tomar.
La chica gritó de nuevo, y una llama negra le envolvió por completo el cuerpo. Lidia gritó de dolor, pero no se dio por vencida; apretó aún más fuerte a la chica, mientras varias chispas alcanzaron a Sofía y le quemaron la piel y la ropa. La gema de Rastaban brillaba intensamente en su frente, y una cápsula luminosa encerró su cuerpo a modo de barrera. El rostro de la chica rubia se torció en una mueca de dolor, y luego las fuerzas la abandonaron y se desplomó.
Lidia había ganado tiempo.
—¡Vete! ¡Ahora! —le gritó a Sofía, mientras se preparaba para contraatacar. Llevaba el abrigo medio quemado, la herida de la pierna le volvía a sangrar y tenía quemaduras en la piel.
—¿Y tú…? —Sofía la miró fijamente con lágrimas en los ojos.
Antes de terminar la frase, vio con el rabillo del ojo un rayo detrás de ella. El chico estaba malherido en el suelo; Lidia lo había derribado al arrojarle un peñasco con el poder de su mente. El Subyugado intentó atacarla, pero su compañera la protegió.
—Pon a salvo el fruto. ¡RÁPIDO!
Entonces Sofía huyó apretando el fruto contra el pecho. Mantuvo los ojos cerrados para no ver qué estaba ocurriendo.
—¡Síguela! —dijo una voz, y, acto seguido, al oír el ruido metálico de las alas moviéndose en el vacío, comprendió que el Subyugado iba pisándole los talones.
Corrió con todas sus fuerzas, y se tiró al hoyo. Tal vez la brecha fuera demasiado estrecha para él, o tal vez lo consiguiera. En cualquier caso, el chico era imparable; Sofía oía claramente el chirrido de las alas contra la roca.
De pronto, resbaló, cayó al suelo y se golpeó con fuerza el mentón. Por un instante, lo vio todo negro, pero en ningún momento soltó el fruto. Lidia se estaba sacrificando con el fin de que aquel objeto no acabara en manos de los enemigos, y no pensaba dejarlo por nada al mundo. Se levantó con dificultad, se metió en la parte más estrecha del hoyo y avanzó gateando por la roca. El hombro le latía furiosamente, y las rodillas escocidas le quemaban. Se estaba mareando, pero no se detuvo, ni tan siquiera cuando la asustó un silbido rápido. Una de las cuchillas del muchacho le rozó una pierna, y a Sofía se le escapó un gemido. Miró hacia atrás. Los ojos rojos del Subyugado llenaban la galería subterránea y, por un instante, se sintió perdida. La criatura seguía adelante, aunque la roca le hería la membrana que unía sus alas, entre garra y garra.
¡Maldita sea! ¡La brecha estaba tan cerca! Sofía la veía brillar al final, a unos pocos pasos. Se armó de valor y siguió avanzando a gatas sobre la piedra, desesperada. El chico le apretaba un pie con fuerza, y empezó a tirar de ella hacia atrás, hacia él. Tenía el rostro muy pálido, jadeaba, la piel en torno a los implantes estaba roja y amoratada. Se encontraba mal, pero seguía obedeciendo a ciegas las órdenes de su dueña.
«¡No quiero morir!», se dijo Sofía, pataleando.
Aquel pensamiento desesperado ocupaba por completo su mente, y de pronto sintió su corazón repleto de valentía. Algo quemaba en su frente, y el espacio se iluminó intensamente con una luz. Ahora lo sentía. Thuban. Ni siquiera tuvo que recordar el hechizo. Ramas elásticas como una telaraña brotaron de las paredes desnudas de la galería, y colocaron una red tupida entre ella y el Subyugado, inmovilizándolo. Él intentó abrirse paso con el otro brazo. Sofía oía el sonido de sus garras cada vez más cerca. El pie le dolía tremendamente. Gritó de nuevo, y alargó la mano hacia la lengua metálica que lo apretaba. La tocó, y la punta se marchitó rápidamente, transformándose en una especie de rama seca. Le bastó con tirar de ella para romperla y liberarse. Volvió a arrastrarse tan rápido como podía. En cuanto llegó a la parte más alta, se levantó y salió corriendo, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. Cojeaba y estaba agotada. No veía bien, y el miedo volvía a apoderarse de ella. Al final, llegó hasta la brecha de la pared; dio un brinco hacia el otro lado y cayó con gran estrépito en el suelo blanco y negro. El corazón seguía latiéndole muy rápido, y tuvo que detenerse un minuto para descansar.
Detrás de ella oía el ruido metálico de las cuchillas, aunque los golpes eran cada vez más débiles y lejanos.
—¡Maldita sea! ¡Levántate de una vez!
Se puso en pie con dificultad y siguió huyendo. Trató de recordar el recorrido de ida, pero en realidad cruzó las puertas al azar. Se perdió un par de veces y tuvo que volver atrás; lentamente, los frescos fueron perdiendo color, y las paredes se veían cada vez más desnudas. Estaba cerca de la salida.
—¡Estoy llegando! —decía en voz alta para darse ánimos, pero, según se acercaba a la salida, no hacía más que recordar la imagen de Lidia herida y exhausta.
«Logrará escapar. Solo me está dando tiempo para que le gane terreno a la chica rubia. Nos veremos en casa, o en un lugar seguro».
El hielo de la noche la embistió con crueldad. Había salido. La media luna parecía un cuchillo desenvainado, las estrellas brillaban despiadadas en la oscuridad. Era un paisaje muy conocido, pero de repente le pareció extraño. No había nada tranquilizador en ese cielo. Pensó que no había terminado, que debía correr lo máximo posible para alejarse de allí, y que ya descansaría cuando el fruto estuviera en un lugar seguro. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y bajó la cuesta que Lidia y ella habían recorrido poco antes.
Dentro de la cueva, Nida se levantó y, con un gesto de desdén, se alisó la ropa. Desde luego, tenía delante a una Draconiana, eso estaba claro, pero no esperaba que fuese tan fuerte. Si fracasaba, su Señor no estaría nada contento. Por otra parte, en esos momentos el fruto se estaba alejando por la galería, y el Subyugado, que debía de estar exhausto, nunca lograría devolvérselo. Tenía que darse prisa.
Lidia estaba ante ella, con el Ojo de la Mente brillando en su frente, cegándola. Aquella chica aún no controlaba plenamente sus poderes; debía de haber despertado hacía poco, lo cual también explicaba que sus alas no se hubieran desarrollado por completo.
—Aparta, no me interesas —le dijo, tajante.
Lidia sonrió. Le dolía todo, pero no tenía importancia. Lo importante era que el fruto saliera de allí y que pudiera llevárselo al profesor.
—Pues vas a tener que interesarte por mí, porque solo saldrás de aquí si me derrotas.
Nida esbozó una sonrisa sarcástica. Obviamente, la chica no tenía idea de lo que estaba diciendo.
El golpe llegó repentino, pero no fue suficiente. Un peñasco se desprendió de la pared de la cueva y la alcanzó en la nuca. Un golpe mortal para un humano, pero no para ella. El peñasco se resquebrajó contra una llamarada negra que Nida había invocado y que le rodeaba.
—Retírate —gruñó.
Lidia no paraba de sonreír. Sus alas iban perdiendo consistencia paulatinamente. Después de aquel ataque, Nida lo entendió. Rastaban. Tenía delante a la Durmiente que albergaba en su interior a Rastaban.
—No temas, fue el primero al que derrotó. Lo destrozó con sus colmillos; Thuban estaba delante, pero no pudo hacer nada. Tienes que detenerla antes de que lo recuerde todo; si no lo haces, sus poderes despertarán por completo.
La bóveda situada sobre ella empezó a desmoronarse, y la gema que Lidia tenía en la frente brilló, cegándola. La roca cayó encima de Nida, que quedó sepultada entre peñascos cada vez más pesados. La chica estaba al límite de sus fuerzas, pero intentaba hacer todo cuanto estaba en su mano. No solo su cuerpo estaba exhausto, sino también su mente. Pese a todo, continuó, hasta que en la cueva se hizo el silencio.
Lidia jadeaba, luego percibió un sonido estridente pero muy bajo. Un primer guijarro se desprendió del montón de peñascos, luego otro, y otro. Finalmente, en un estallido de llamas negras, Nida emergió de las rocas, terrible, con cara desfigurada por una mueca inhumana.
—¿De veras creías que sería suficiente? —dijo, y lanzó una carcajada aguda.
Lidia intentó despegar el vuelo, trató de arrancar unas ramas del árbol que había en la gruta, pero la luz de su frente comenzó a perder intensidad.
Nida avanzó hacia ella, implacable.
—Estás acabada —murmuró.
Se limitó a alzar una mano, y, por un instante, miró a Lidia a los ojos. El tiempo pareció detenerse. Unas llamas negras envolvieron su brazo; poco a poco ganaron intensidad, y su color se transformó en un violeta intenso. Lidia, aterrorizada, abrió los ojos como platos.
Nida abrió la palma de la mano, y las llamas se extendieron por todas partes, arrasándolo todo. Lidia se vio arrollada y se dobló sobre sí misma, convencida de que iba a tener que luchar contra el insoportable calor del fuego. Pero las llamas no quemaban. Estaban heladas. Lo que sintió fue un frío mortal, terrible, que de la piel pasó a los huesos, y de allí llegó hasta el cerebro y la dejó sin fuerzas. Las alas diáfanas que salían de sus hombros empezaron a arder, y por un instante pareció un demonio envuelto en fuego. Gritó de dolor, suplicó que aquello acabara pronto, deseó perder el conocimiento. Pero Nida no se detuvo. Esperó a que sus alas se quemaran totalmente, a que el Ojo de la Mente se apagara por completo. Solo entonces cerró la palma de su mano.
Lidia se desplomó, y en la gruta se hizo el silencio. En el aire flotaba un olor acre a putrefacción, y todo lo magnífico que había antes allí dentro ya no existía.
Los tacones de Nida resonaron en la roca mientras se acercaba a su víctima, que yacía inconsciente. La observó unos momentos. Derrotarla había sido fácil, tal como le habían sugerido los recuerdos de Nidhoggr. Miró su rostro agotado, luego hizo una mueca. No se demoró más, y tomó el camino por el que hacía poco habían entrado la Durmiente y el Subyugado.
Nida lo encontró atrapado en la red de ramas que había creado Sofía. Intentaba liberarse, pero evidentemente estaba agotado. De la chica, ni rastro. Tuvo un arrebato de ira. Esta vez su Señor la castigaría, no le cabía duda. Gritó de rabia, pensando en la cara que pondría Ratatoskr, en la manera servil con que se postraría ante él. Había sido idea suya continuar la misión sola, quería que su Señor solo tuviera ojos para ella. Quería ver a su compañero arrastrarse bajo sus pies otra vez, pero nunca se había planteado que pudiera acabar así. De pronto, se acordó de la chica en la cueva. Fue como una iluminación.
Nida se repuso, y sus labios esbozaron una plácida sonrisa. Se acercó al Subyugado, y con un dedo rozó la telaraña de ramas. Tardó unos segundos en incendiarla. El chico se desplomó en el suelo. Dentro de poco estaría muerto, pero le quedaba energía suficiente para llevar a cabo una última misión. Nida le levantó la cara y le sopló en el rostro. Por un instante, sus ojos parecieron reanimarse, y soltaron unos rayos rojos. Asintió, y luego se arrastró hacia fuera mientras su ama regresaba a la cueva.