17
Misión secreta
idia hablaba rápido, con mucho entusiasmo.
—He visto dónde se encuentran las ruinas y el entorno que las rodea, y, en fin, ¡ya sé cómo podemos llegar hasta allí! Sé dónde está el fruto —acabó, jadeando.
El profesor la miraba masajeándose lentamente la barbilla. No parecía agitado, más bien mostraba esa calma que constituía su rasgo distintivo. Al final de aquellas palabras confusas, se ajustó las gafas con solemnidad.
—¿Qué hiciste, interrogaste a los recuerdos de lo que viste cuando llevabas puesto el colgante? —le preguntó.
Lidia asintió.
—Pensé que la Gema podía ayudarme a entender mejor las visiones, a interpretarlas, y así fue.
—Entonces iremos lo antes posible —concluyó él.
—Tenemos que ir enseguida —dijo Lidia, tajante—. Si yo lo he descubierto, también pueden hacerlo nuestros enemigos. Cuanto más esperemos, más ventaja le damos a Nidhoggr.
El rostro del profesor reflejó inquietud.
—Lo sé, tienes razón, pero ya hemos hablado de esto. ¿Adónde queréis ir, en vuestro estado? No podéis luchar.
—Pero, si nos damos prisa, si vamos allí a hurtadillas antes que ellos… —empezó a decir Sofía, impulsada por la voluntad de enmendar su error.
El profesor sacudió la cabeza.
—No quiero arriesgarme. En cualquier caso, Lidia, tú misma dices que has averiguado dónde está el fruto gracias a la Gema, ¿no es cierto? Nidhoggr no confía en ninguno de los poderes del Árbol del Mundo, y, por lo tanto, lo más probable es que tarde mucho más que nosotros en encontrar el lugar. Además, como te he comentado, el colgante nos ha brindado una información que solo tú, con los recuerdos de Rastaban, podías interpretar correctamente.
Lidia estaba muy alterada. Era la primera vez que Sofía la veía en evidente desacuerdo con el profesor.
—Usted solo baraja hipótesis basadas en la esperanza de que nuestros enemigos sean menos listos de lo que suponíamos. ¡No podemos subestimarlos! Sofía tiene razón; si nos damos prisa, nadie nos verá, y llegaremos antes que ellos. No habrá ningún peligro.
Schlafen se levantó, con la mirada muy seria.
—Aún no se te ha curado la pierna, y Sofía está demasiado débil. En cambio, el Subyugado no está herido, y aunque lo estuviera, no sentiría ni fatiga ni cansancio, porque los implantes lo vuelven sobrehumano. En cuanto salgáis de aquí, os oirá y os vigilará, y, aunque no sepa dónde se encuentra el fruto, solo tendrá que seguiros. No podemos evitar el conflicto, por eso tenemos que estar preparados.
—Es un error —refunfuñó Lidia—. Esperar es un error colosal.
El profesor apretó la mandíbula.
—No, eres tú quien se equivoca, y de todas formas no te corresponde a ti decidir. Thuban es nuestro guía, y hasta que no disponga de todos sus poderes, yo decido por él. Así pues, lo siento, pero como mínimo hasta pasado mañana no vamos a hacer nada. Y es mi última palabra.
No les dedicó ni tan siquiera una sonrisa. Con el rostro tenso, se dio la vuelta y se fue a su habitación, mientras Lidia apretaba los puños tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
Sofía reflexionó acerca de las palabras de su amiga durante toda la tarde. Compartía todo lo que había dicho, y ella también era partidaria de actuar. ¿Qué podía pasar? No se encontrarían con el Subyugado, y, en caso contrario, huirían. No tenían nada que perder, en cambio quedarse allí era un riesgo muy grande. Si Nidhoggr conseguía el fruto, sería una auténtica tragedia, aunque el profesor no parecía entenderlo. Y si eso ocurría, Sofía sabía que nunca se lo perdonaría.
Una frase empezó a rondarle por la cabeza con insistencia, y no dejaba de darle vueltas, sin poder ahuyentarla. Thuban es nuestro guía. Eso fue lo que dijo el profesor. Thuban era el dragón más poderoso, y vivía dentro de ella. De modo que le correspondía decidir a ella. Sofía tenía que asumir el mando por primera vez en su vida y tomar las riendas de la situación. La decisión le produjo escalofríos, y sintió miedo. Tomar esa resolución significaba enfrentarse al profesor, quien siempre la había ayudado y apoyado, e incluso le había dado un hogar. Pero ¿no merecía la pena hacerlo para conquistar el fruto?
Lo decidió instintivamente. Pensó que no estaba acostumbrada a actuar de forma tan imprudente, pero sabía que era lo que debía hacer. La decisión de aceptar a Thuban y su destino también implicaba realizar algo peligroso, como lo que estaba a punto de hacer.
Así pues, aquella tarde le preguntó a Lidia por su sueño, intentando disimular. Intentó aparentar que se trataba de una conversación banal, de una mera curiosidad. Dejó caer varias preguntas cuando hablaban delante de la Gema, mientras se curaban las heridas. Lidia la miró de forma más intensa de lo habitual cuando le describió el lugar.
—¿Por qué te interesa tanto?
Sofía intentó simular indiferencia, pero se ruborizó enseguida.
—Una simple curiosidad. Sabes, es… es algo que me hace sentir como una extraña.
Lidia le echó una mirada de reojo, y Sofía tuvo la impresión de que estaba sonriendo.
Luego, cuando su amiga se levantó, con la herida en la pierna sonrosada gracias a la acción de la Gema, ella se quedó inmóvil.
—¿Tú no vas a venir?
—Hoy no me encuentro bien, prefiero quedarme un ratito más.
Lidia la observó en silencio durante unos segundos.
—No te excedas, o acabarás debilitando la barrera.
Sofía se apresuró a negar con la cabeza, y con un suspiro de alivio la observó mientras se alejaba.
Eligió la noche. Era la opción más lógica. Después de la cena, fingió unos convincentes y sonoros bostezos, tras lo cual anunció al profesor y a Lidia que iba a acostarse. Y así lo hizo, solo que permaneció despierta, alerta. Esperó a que la casa estuviera en silencio, luego bajó sigilosamente la escalera.
No tenía las ideas muy claras. En verdad, era la primera vez que salía de la mansión sin el profesor o sin Thomas. Esa simple transgresión le producía un gran desasosiego. ¿Y si el chico estaba al acecho ahí fuera? ¿Y si hubiera algo peor esperándola?
En cualquier caso, ya lo tenía decidido, y no tenía sentido echarse atrás. Había que llegar hasta el final.
Los crujidos de la escalera bajo sus pies le parecían ensordecedores, e intentó moverse con paso muy ligero. Tardó algunos minutos, pero al fin logró alcanzar la puerta.
Cogió el abrigo colgado cerca de la puerta y se armó de valor. Ya no era momento de titubear. Pero, tan pronto apoyó la mano en el metal frío, sintió que le tapaban la boca. Sintió que le faltaba el aliento, pero la mano desconocida le impedía gritar. De pronto, los ojos de Lidia aparecieron en su campo visual. La amiga le hizo señal de que callara; luego, ágil y silenciosa como una gata, abrió la puerta y las dos salieron.
El aire era gélido, y el bosque se estremecía, como si temblara de frío. Las hojas secas en el suelo se levantaban en pequeños remolinos inquietos. Era como si la naturaleza planeara algo. Lidia soltó a Sofía y se puso frente a ella, con los brazos en jarras. Llevaba el abrigo de siempre, con una bufanda larga de lana de color púrpura. Y también un gorro. Evidentemente, se había abrigado para poder afrontar el frío de un largo paseo nocturno.
—¿Y ahora qué? —le dijo, reprimiendo una sonrisa.
Lidia la había pillado a dos centímetros de la puerta, antes de que pudiera empezar su aventura en solitario. Sofía pensó en inventarse alguna mentira piadosa, pero, en cuanto abrió la boca, Lidia la interrumpió.
—Quizá sea una locura que vayamos las dos, pero es una idiotez que vayas sola. ¿De veras querías cumplir la misión sola?
No hacía falta mentir.
—Si no fuera por mi culpa, ahora tendríamos el colgante, por eso he pensado que tenía que ir yo a arreglar las cosas, sin implicarte a ti.
Lidia la miró de arriba abajo, ahogando una risita sarcástica.
—¿Y cómo pensabas llegar hasta las ruinas?
—Cuando fui con el profesor, cogimos un autocar. Puede que haya una línea nocturna…
—No, no hay autocares a estas horas.
Sofía se encogió de hombros. No se le había ocurrido. Todo era inútil, su heroico intento estaba destinado al fracaso. Se metió las manos en el bolsillo.
—¿Se lo dirás al profesor?
Lidia se puso seria.
—Tal vez te falta un poco de organización, aunque la idea es buena. Pero no irás sola, iremos las dos.
Sofía se sintió aliviada y angustiada a un tiempo.
—¡No hace falta que me acompañes! Lo haré más rápido yo sola.
—No sabes cómo llegar hasta allí —replicó Lidia—. Además, es probable que los enemigos nos esperen. Tú te encuentras fatal, las dos juntas formamos a duras penas un guerrero sano. Es mejor sumar fuerzas. Y no tienes ningún medio de transporte.
Sofía asintió confusa.
—Bueno, por eso estoy aquí…
Lidia cerró los ojos. En el lunar de su frente brilló de pronto una luz rosada y cálida. Tras unos pocos segundos, en su espalda empezó a materializarse algo. Unas alas transparentes y diáfanas, como las alas que Sofía vio en sus recuerdos de la época dorada de Draconia. Sus contornos estaban difuminados, como si se tratara de un bosquejo, y su textura tenía algo raro, como si fueran de goma.
Lidia abrió los ojos. Tenía la frente empapada de sudor y el rostro pálido. Sofía se preocupó al verla tan cansada.
—¿Te encuentras bien?
Ella no contestó.
—¿Qué te parece? Ocurrió anoche, después de estar junto a la Gema para curarme la herida. Me salieron por casualidad, casi sin querer. ¡Es Rastaban, Sofía, son las alas de Rastaban!
Sofía las miró, extasiada. Por un instante, se dijo que tal vez el profesor tenía razón, y que a lo mejor estaban demasiado débiles. Algo la empujaba a cruzar de nuevo la puerta, tenía que ser sensata y hacerle caso.
—¿Qué pasa? ¿Por qué pones esa cara? —exclamó Lidia.
—Oye, ¿y si nos estamos equivocando? —le dijo con total sinceridad—. Estás pálida y cansada, tal vez seamos demasiado frágiles.
Lidia sacudió la cabeza con fuerza.
—¿Tú qué te crees, que no he tomado mis precauciones? No fuiste la única en pasar más tiempo de lo necesario cerca de la Gema… Yo también me quedé más de lo debido y te juro que me siento fuerte, casi sana. Además, ya está decidido, no tiene sentido desistir.
Sofía pensó en la barrera alrededor de la casa, que debía de estar mucho más débil después de lo que habían hecho. Toda la determinación que había sentido hasta hacía unos minutos estaba desapareciendo. Y sin embargo, era cierto que ya no podía echarse atrás. Lidia se mostró inflexible.
Había algo terriblemente equivocado en aquel asunto, Sofía lo comprendió mientras se encogía a causa del frío. Pese a todo, asintió.
—No podemos desistir, y a estas alturas tenemos que darnos prisa.
Lidia le ciñó la cintura.
—Sujétame fuerte, ¿eh? —le susurró. Tenía la garganta seca. Ese simple gesto fue suficiente para despertar su vértigo.
—Estoy segura de que volaré rápido. Tardaré un instante —dijo Lidia, con una sonrisa presuntuosa.
Sofía fijó su mirada en la gema rosada que brillaba en el centro de su frente. Vio a Lidia cerrar los ojos y concentrarse, percibió la tensión de sus músculos bajo la presión de sus brazos, contó las gotas de sudor en su frente. Cuando comprendió que se estaban alzando, sintió que se desmayaba.
Lidia la sujetaba con firmeza por la cintura.
—No mires abajo —le susurró, y Sofía le hizo caso.
No fue un vuelo largo, aunque a Sofía le pareció eterno. Sentía el aire frío de la noche azotándole la cara, y era como en sus sueños. Con todo, no percibía aquella sensación de alivio que acompañaba todas sus aventuras nocturnas, sino únicamente un terror gélido. Debajo de ella había metros de vacío, y aún más abajo, árboles puntiagudos, ramas retorcidas y dura roca cortante.
Un par de veces, Lidia perdió el control, y Sofía no pudo evitar gritar.
—No te preocupes, todo va bien. Pero ¿podrías ponerte a régimen, no? —bromeó su amiga. Parecía exhausta. Sofía oía los golpes lentos y pesados de sus alas.
—¿Y si seguimos a pie? —sugirió, apartando su cara del pecho de Lidia.
—Ni hablar. Ya falta poco. Y, por si quieres saberlo, el panorama es fantástico.
Al cabo de un rato, aterrizaron cerca de una carretera aislada y desierta. Se encontraban al otro lado de una verja metálica que se sostenía de milagro. Lidia se agachó, e intentó recobrar el aliento.
—No tendríamos que haber volado —se lamentó Sofía, preocupada por su amiga.
—¿Quieres callarte de una vez? —la fulminó Lidia—. Si no me equivoco, ha sido idea tuya venir hasta aquí. Basta ya de quejas y hagamos lo que tenemos que hacer.
Sofía suspiró, angustiada. La noche estaba tomando un cariz que no le gustaba. Mientras Lidia recuperaba fuerzas, miró a su alrededor. Delante de ellas, apenas iluminado por la media luna, se extendía un campo que acababa en un pequeño cerro.
Lidia hurgó en sus bolsillos y le tendió una linterna a Sofía.
—Enciéndela, así podremos ver.
Treparon por el cerro hacia arriba. Tan pronto como llegaron a la cumbre, divisaron una especie de marquesina.
—Es allí —dijo Lidia, en voz baja—. De ahora en adelante, iremos en silencio, porque puede haber enemigos.
Avanzaron rápidamente hacia la marquesina, sin hacer ruido. De no haber sido todo tan dramático, casi habría parecido que jugaban a la guerra. A medida que avanzaban, la imagen de la marquesina se volvió más clara. Abajo, se entreveían unas ruinas recién excavadas que se hundían en el terreno: un muro hecho con ladrillos romboidales, las basas de unas columnas y, sobre todo, algo semejante a un pasillo bajo. Alrededor de las excavaciones había una barandilla metálica, y, cuando llegaron hasta allí, ambas se detuvieron un instante para mirar hacia abajo. Aquel lugar exhalaba algo misterioso, Sofía lo percibía con nitidez. Las ruinas, y especialmente aquel extraño pasillo, ocultaban algo. Aguzó la vista, intentando vislumbrar qué se escondía en esa oscuridad pastosa que envolvía el camino unos pocos metros más allá. De pronto, vio un resplandor, y se echó hacia atrás.
—¡Los enemigos, son los enemigos! —dijo en voz baja, y en un tono que rezumaba terror.
—Tranquila, debe de ser el fruto.
Sofía sacudió la cabeza enérgicamente.
—¡Es la luz de una linterna, son ellos!
Lidia la agarró por los hombros y clavó en sus ojos esa mirada suya decidida y perentoria que Sofía tanto admiraba.
—¿Y qué pasa si son ellos? Ahora ya estamos aquí, y tenemos una misión, así es que… ¡vamos!
Saltó la cerca en un santiamén, y esperó a Sofía entre los escombros. Esta se agachó y, con menos elegancia que su amiga, saltó y aterrizó con el trasero. Lidia le tendió una mano y la ayudó a levantarse. Estaban abajo. Desde aquella perspectiva, el pasillo aparentaba ser aún más tétrico de lo que parecía desde arriba. Se sumergía literalmente en la tierra, con su bóveda de cañón de un metro y medio de alto como máximo, y las paredes que parecían medir lo mismo. Al final, una luz tenue que se iba alejando.
—Hay alguien dentro —comentó Sofía, y se estremeció.
—No debemos hacer ruido —dijo su amiga, y se encaminó hacia allí.
Tan pronto como entraron en el pasillo, el olor a moho les llegó a la garganta. Había mucha humedad, ahí abajo. Las paredes, con los mismos ladrillos en forma de rombo del muro exterior, estaban cubiertas de liquen blanquecino y de musgo verde. De la bóveda goteaba agua. La oscuridad era tan densa que parecía tener textura. Sofía sintió una punzada en el estómago.
—Apaga la linterna y no hagas ruido —le dijo Lidia con un hilo de voz.
Ella ya había apagado la suya, pero estaban rodeadas de claridad. Sofía vio que se trataba de la gema de Rastaban. Brillaba tranquilizadora en la frente de su compañera, y emanaba una luz rosada y cálida que reconfortaba el corazón. Lidia era capaz de invocar a Rastaban cuando le apetecía, y solicitaba su ayuda cada vez que los necesitaba.
Prosiguieron en silencio. Más adelante, el suelo ya no estaba cubierto de simple tierra, sino de un mosaico formado por teselas blancas y negras, que componían el dibujo del cuerpo de una serpiente muy larga.
Sofía intentaba invocar a Thuban. Lo necesitaba, necesitaba la fuerza que era capaz de infundirle y la luz tranquilizadora de sus ojos. Además, sentía que tendrían que luchar. El tenue resplandor seguía bailando ante ellas al final del pasillo interminable, y ella presentía que eso conllevaría problemas. De modo que trataba de sumergirse en las profundidades de su yo, para adentrarse en la zona donde el dragón dormía. De vez en cuando, casi podía oírlo, pero siempre de un modo muy leve, o durante muy poco tiempo.
Más allá, el pasillo desembocaba en una amplia sala. Su planta era octogonal, y en cada lado había una puerta; eran idénticas, unas bocas abiertas hacia la negrura desconocida. Lidia eligió una, muy convencida. Al fondo, Sofía entrevió el resplandor que estaban siguiendo.
Acabaron en otra sala, esta vez cuadrangular. Tenía un par de puertas bastante bajas, y en el suelo seguía habiendo mosaico blanco y negro. Lidia cruzó una puerta, muy segura de sí misma, y siguió con la misma actitud en las numerosas habitaciones que siguieron. A medida que avanzaban, las paredes empezaron a cubrirse de fragmentos de pinturas al fresco. Primero descoloridas, rugosas y poco claras, luego cada vez más grandes y nítidas. Por lo que sabía, Sofía creía que pertenecían a la Antigüedad romana. Recordaba frescos parecidos en los libros de historia que había leído. Sin embargo, los temas eran muy curiosos. Nada de fieras en el Coliseo, escenas de la vida mercantil u hombres con toga, ni tampoco matronas con peinados complicados. Allí solo había paisajes y, sobre todo, dragones. Dragones de todos los colores, que volaban en el cielo. La paz de aquellas figuras quedaba interrumpida por dramáticos dibujos negros, que representaban enormes serpientes oscuras con los hocicos torcidos en muecas de odio. No hacía falta preguntarse qué eran; sin lugar a dudas, se trataba de guivernos.
Mientras recorría los pasillos, Sofía reconoció un entorno familiar, como si aquel lugar estuviera relacionado de alguna forma con Draconia. No tenía recuerdos de esa villa romana sepultada, pero podía sentir con cierta claridad que allí vivieron los Draconianos. Quién sabe si habían despertado o si esos frescos eran todo lo que quedaba de su vida pasada. No había ningún dibujo del Árbol del Mundo, ni referencia alguna a la mitología de los dragones tal como la aprendió del profesor. Quizá los que vivieron allí no conocían a Thuban y Nidhoggr, quizá ni siquiera conocían sus propios orígenes, y sus recuerdos llenos de dragones y ciudades blancas voladoras quedaron sin respuesta durante generaciones. Tal vez, durante todos esos años, se habían preguntado por qué razón, de vez en cuando, los invadía una sutil melancolía, pero, a pesar de todo, fueron incapaces de recordar su pasado, y por eso vivieron una existencia a medias, sin sentirse nunca en su casa en ningún lugar. Ahora bien, ¿el olvido era realmente una condena? ¿O quizá era una salvación? No tenían misiones que cumplir, ni poderes que despertar. Aquella gente no tuvo que enfrentarse a sus propias debilidades o límites, y vivió vidas normales y tranquilas, mecida por aquella leve turbación que, lejos de arruinar su existencia, le aportó cierto color. En eso pensaba Sofía mientras descendía bajo tierra y el miedo le congelaba las manos y los pies. Observó las paredes, y se preguntó cuántas personas antes que ella habían llevado en su corazón a Thuban sin llegar a enterarse. Habían tenido suerte. No se habían visto obligadas a buscar al dragón en las profundidades de su corazón, suplicándole que se mostrara, que manifestara sus poderes, como ahora hacía ella.
De pronto, cuando estaba a punto de saltar el enésimo hoyo, la mano de Lidia la detuvo.
Estaban en una habitación más grande que las demás, completamente cubierta de frescos. Sofía se quedó sin aliento, porque raras veces en su vida había visto algo tan extraordinariamente bello. Todas las tonalidades de la sala eran rojas, de un rojo increíblemente vivo, casi recién pintado, como si el artista hubiera acabado su obra en ese instante. Sobre el fondo escarlata, se recortaban unas figuras brillantes, pintadas con gran precisión. Unas mujeres bailaban envueltas en estrechas telas vistosas que formaban arabescos complejos, mientras sátiros de rostros ambiguos acompañaban con la música de sus instrumentos la lucha entre dragones y guivernos. Los cuerpos de los inmensos animales se retorcían en la furia de la batalla, enredándose entre sí con una violencia inaudita, mientras las escamas verdes y negras se alternaban, generando un ritmo frenético. A los pies de aquel carrusel de figuras, una tierra resplandeciente, cubierta de matorrales y árboles llenos de vida, salpicada por el agua cristalina de varios arroyos y bañada por las olas leves de un mar en bonanza.
Sofía contemplaba boquiabierta el maravilloso fresco, asombrada y atraída por la perfección de las figuras, cuando tuvo que volver bruscamente a la realidad.
En una de las paredes se abrió una brecha, lo suficientemente grande para que cupieran al menos dos personas. En el suelo, los fragmentos rojos del revoque que había caído al abrir la brecha parecían un charco de sangre. Alguien había roto la pared adrede, estropeando para siempre la armonía de la representación. Donde antaño ascendía al cielo un dragón, ahora solo había un rasgón negro que se abría como una herida. A Sofía la cegaron la cólera y el horror. El autor de la brecha no respetaba la inviolabilidad de lo sagrado; sin duda, se trataba de alguien que no se detenía ante nada con tal de conseguir sus objetivos. Era la huella inequívoca de Nidhoggr.
Lidia también estaba afectada, pero intentaba mantener la sangre fría, y la gema de Rastaban brillaba con más intensidad en su frente.
—Los enemigos —dijo con voz segura—. Han sido ellos. El fruto está allí detrás, lo siento. Se nos han adelantado.
Sofía apretó los puños. Era exactamente lo que temía. ¿Y ahora, qué?
«Ahora tengo que luchar», dijo para sus adentros, tratando de animarse. Thuban era una luz tenue al final de la oscuridad de su miedo.
Lidia la miró, buscando en sus ojos la misma determinación que la guiaba a ella. Solo fue una mirada, pero Sofía vio en ella infinidad de alusiones. De repente, la sintió cerca, y su proximidad le transmitía fuerza. Eran aliadas, compañeras, amigas. Se limitó a asentir, intentando borrar las dudas con la nueva sensación que recorría su cuerpo. Luego ambas se adentraron en la brecha.