16
Convalecencia
ida mecía el colgante entre sus manos. El chico estaba de rodillas delante de ella, jadeando.
—Su cuerpo sufre los efectos de los implantes —comentó Ratatoskr, muy sereno—, no resistirá mucho.
Nida ni le contestó. Sabía muy bien que los humanos no aguantaban implantes tan potentes como ese, y que sus cuerpos tendían a deteriorarse rápidamente si entraban en contacto con poderes tan grandes. Todo eso no tenía ninguna importancia. Sabía que aquel chico viviría poco desde el día en que lo eligió, a orillas del Tíber. Y, si fallecía antes de llevar a cabo la misión, siempre podía buscar a otro.
—Quizá deberías dejarlo descansar un rato, o no estará lo bastante fuerte para sobrevivir al combate.
Nida, por fin, dejó de mirar el colgante. Lanzó un gruñido de aburrimiento, y miró con maldad a Ratatoskr.
—Es inútil que intentes minimizar mi éxito. He ganado, Ratatoskr, en todos los frentes, y nuestro Señor lo sabe.
A su compañero le rechinaron los dientes.
—Es una victoria nuestra, no tuya. Ideamos juntos la estrategia que había que seguir.
Nida hizo oscilar el colgante, dejando que la luz de la luna lo iluminara.
—Ya veremos qué dice nuestro Señor…
Ratatoskr tomó asiento, contrariado. Nida le había ordenado que siguiera a la Durmiente sin matarla, para robarle todo lo que pudiera encontrar. Tomó aquella decisión cuando entendió que era mejor esperar a que su presa saliera a descubierto, en vez de buscarla en vano. Era obvio que se ocultaba en un lugar al que ellos no podían acceder; por lo tanto, tenían que aprovechar la situación en su favor y actuar en el momento más oportuno. Por esa razón, dejó al siervo apostado en el lugar del último combate. Tarde o temprano, la Durmiente llegaría, él la percibiría y ellos intervendrían. Y él no había tomado parte en el asunto.
—¿Al menos sabes qué es? —preguntó Ratatoskr, señalando el colgante con la cabeza.
—Algo muy importante —dijo Nida, y dejó de balancearlo.
—¿Qué quieres decir?
Solo le respondió el silencio.
—O sea que no lo sabes —se burló Ratatoskr.
—Vi los recuerdos del chico. Emana una luz, debe de ser algo relacionado con el fruto. Además, ahora sabemos que hay dos Durmientes. La misión ha sido un éxito.
Ratatoskr no dejaba de pincharla.
—Ya, pero no sabes cómo funciona —insistió Ratatoskr, sin dejar de pincharla—, y ni siquiera sabes qué es.
Nida se levantó de golpe, enfurecida. Sus tacones resonaron sobre el suelo de cemento mientras avanzaba en dirección a la ventana. Apoyó las manos en el alféizar y se encorvó bajo la luz de la luna.
Ratatoskr la oyó musitar algo, y su sombra se extendió en el suelo como una mancha de tinta. Él también se levantó.
—¿¡No pensarás invocarlo tú sola?!
Hasta ese momento, siempre lo habían hecho juntos. Era normal, ya que compartían una esencia y una misión. Pero ahora era evidente que Nida quería celebrar la victoria sola y acaparar todo el mérito. La burbuja de oscuridad lo englobó rápidamente, disolviendo los contornos de todo cuanto lo rodeaba. De pronto, la oscuridad se tiñó del color rojo vivo de los ojos de Nidhoggr.
—¿Y bien?
Ratatoskr se agazapó en el suelo, con la frente pegada al cemento.
Nida, en cambio, solo estaba de rodillas, con la cabeza apenas agachada. Se sentía más fuerte debido a su victoria personal.
—Tengo buenas noticias para vos, mi Señor —dijo, con la voz exultante. Levantó la cabeza y le enseñó el colgante en la oscuridad.
Siguió un silencio denso y abstraído; luego una risotada sutil, de garganta, apenas esbozada. La oscuridad se llenó de ese sonido burbujeante y los dos siervos lo interpretaron como una buena señal.
—Mi pequeña Nidafjoll, mi hija inepta y aun así tan devota, hice bien en castigarte. Por fin te has esforzado al máximo…
—Vuestras palabras me halagan, mi Señor —repuso ella con falsa modestia.
Nidhoggr estaba satisfecho, y transmitió su complacencia al cuerpo de la chica, cargándolo de energía renovada. Ratatoskr observaba en silencio, excluido de aquel intercambio de poder.
—Me has dado algo muy valioso —dijo Nidhoggr, y la satisfacción brilló en sus ojos de fuego—, tan valioso que, de momento, podemos dejar de ocuparnos de las Durmientes.
Luego se volvió hacia Ratatoskr, y el joven sintió que se le helaban los huesos.
—Sois dos porque conozco vuestra ineptitud, y confiaba en que juntos compensaríais vuestras carencias. ¿Tú, Ratatoskr, dónde estabas mientras Nida se afanaba para traerme lo que yo deseaba?
El chico bajó la cabeza, en señal de contrición.
—El plan fue idea de los dos, mi Señor.
El dolor lo destrozó al instante. Cayó al suelo, temblando.
—No me mientas, puedo leerte la mente.
—Mi Señor…
El dolor era intolerable. Nida observaba la escena, saboreando su venganza.
—Te di la vida para que me sirvieras. No hagas que me arrepienta de haberlo hecho.
El silencio cayó grávido en la oscuridad. Ratatoskr respiró hondo, intentando reponerse.
—Con esto en la mano, pronto tendremos el fruto de Rastaban. Y, cuando lo tengamos, podremos aplastar a nuestros enemigos. Esa es tu misión, Nidafjoll, no me falles. Que el castigo de tu compañero te sirva de ejemplo.
La mueca sarcástica se convirtió en una carcajada, y el espacio se llenó de chispas rojas.
Las náuseas despertaron a Sofía. Notaba el estómago revuelto, y se inclinó hacia un lado al sentir una arcada. Cuando abrió los ojos, solo vio la suave moqueta color granate. No entendía dónde estaba. El último recuerdo era bastante confuso, y estaba relacionado con un fuerte olor de metal.
—¡No, no! ¡Incorpórate!
Dos manos la cogieron delicadamente por los hombros y la obligaron a apoyar la espalda en unas almohadas mullidas. Una punzada de dolor en el hombro la dejó clavada en la cama. A Sofía se le escapó un gemido.
—Tranquila, tienes un buen corte, eso es todo.
Ante ella estaba el profesor, con los ojos cansados y la cara demacrada. Detrás, Thomas, con una bandeja. Reconoció el mármol brillante: estaba en su habitación. Aquella visión la alivió por un momento, luego volvió el dolor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz ronca.
—El Subyugado te hirió —suspiró el profesor—, o, por lo menos, eso es lo que me ha contado Lidia. Yo no estaba allí, ya lo sabes.
Se pasó una mano sobre la cara. Parecía exhausto.
Lentamente, afloraron los recuerdos. Primero el chico, después Lidia luchando y por último su huida desesperada.
—¿Cómo está? —murmuró Sofía.
—Tiene muchas contusiones y un corte en una pierna, pero se encuentra mejor que tú. Fue ella quien te salvó. Según parece, al Subyugado solo le interesaba el colgante, porque en cuanto os derrotó se marchó. Lidia te arrastró malherida hasta donde dejasteis los cascos, y me avisó, con lo cual pude poneros a salvo. Ahora está abajo, estudiando.
La cabeza de serpiente manchada de sangre, pensó Sofía. Miró las mantas y acarició las suaves sábanas de algodón cubiertas por un edredón rojo. A medida que iba recordando, una sensación de derrota invadió su corazón. Había perdido de un modo rotundo. Recordaba muy bien al chico que apretaba el colgante antes de herirla.
—Lo siento, lo tiene él.
—Deja de decir tonterías —protestó su tutor—. Lidia me ha contado cómo te abalanzaste sobre el Subyugado intentando defender el colgante con todas tus fuerzas.
—No pude invocar a Thuban, ni siquiera conseguí pronunciar las palabras del hechizo. Me quedé un montón de rato mirando cómo Lidia luchaba por las dos.
Las lágrimas le resbalaban sin contención por las mejillas. Estaba desesperada. Lidia estaba herida y habían perdido el colgante, y todo era culpa suya.
—¡No lo digas ni en broma! —Su tutor la miró con los ojos húmedos—. Me equivoqué yo. Tú hiciste todo lo que pudiste. Tuviste valor para marcharte, aunque no estabas preparada para una misión de tal envergadura.
—Pero Lidia sí.
Sofía la recordó combatiendo como una fiera. Una escena épica, a la que aún no daba crédito. Hasta ese momento, solo había visto en los cómics a personas que hacían volar los objetos.
Apoyó la cabeza en el respaldo de la cama, e intentó calmarse.
—Solo es una batalla, y además es la primera. No está todo perdido —dijo el profesor con convicción.
Sofía lo miró de reojo. Esta vez su amabilidad sosegada no la ayudaba a sentirse mejor.
La cuchilla del Subyugado le había traspasado la carne del hombro. Fue un milagro que no le partiera el hueso. Además, el profesor le explicó que el metal de los implantes era tóxico para los Draconianos. Ahora entendía por qué se encontraba tan mal.
—¿Y el colgante, para qué era? —preguntó Sofía.
Todavía estaba en la cama, pero ahora sentada, porque se encontraba un poquito mejor. El profesor estaba a su lado, y Lidia se sentó sobre el colchón, con la muleta al alcance de la mano. Se habían reunido para comentar con detalle la situación. Sofía había insistido en hacerlo lo antes posible; juró que se encontraba bien y que podía aguantar una conversación que podía resultar larga y deprimente.
El profesor cogió el libro que llevaba consigo. Lo abrió por una página que incluía un dibujo. Era una imagen del colgante asombrosamente pormenorizada, con unos colores espléndidos. Sofía lo reconoció enseguida. La escena en que el chico lo cogió con una de sus cuchillas se le había grabado en la mente de forma indeleble.
—Es la Estrella Fulgente, una antigua manufactura realizada con la savia del Árbol del Mundo. Lo crearon hace unos tres mil años unos Draconianos. En aquel entonces, creían que Nidhoggr despertaría pronto, pero ninguno de los Draconianos consiguió percibir los frutos. De modo que utilizaron una de las reliquias del árbol para construir algo que los ayudara en la búsqueda. Tomaron resina seca y construyeron este objeto, con la esperanza de que les indicara dónde estaban los frutos. Pero nunca llegaron a usarlo, ya que, poco después de fabricarlo, el sello empezó a ceder, y los Draconianos utilizaron el colgante para reforzarlo. Por eso estaba clavado en la roca.
—¿Quieres decir que al sacarlo hemos debilitado el sello que mantiene encerrado a Nidhoggr? —exclamó Sofía, preocupada.
—No, los hechos han ocurrido a la inversa —replicó el profesor—. Como Nidhoggr ha empezado a despertar, el sello estaba tan debilitado que pudisteis quebrar la piedra.
—Entonces lo que vio Lidia…
El profesor asintió con tono grave.
—La piedra hizo lo correcto: le señaló a Lidia el lugar donde está guardado el fruto de Rastaban.
Las piezas empezaban a encajar en la mente de Sofía.
—¿Pero solo lo podemos usar los Draconianos, verdad? O sea, en las manos equivocadas es un estúpido colgante, como cualquier otro.
—No. —Esta vez respondió Lidia—. El objeto también tiene poderes cuando está en manos de personas normales.
—De todas formas, Nidhoggr y los suyos no son personas normales —añadió el profesor.
—¡Pero son los malos! ¿Acaso el colgante no capta su maldad?
—Sofía, los guivernos como Nidhoggr tienen mucho en común con los dragones. No son tan diferentes.
—¿Y ahora? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Ahora hay que encontrar el fruto lo antes posible —contestó Lidia, muy resuelta—. Nuestros enemigos saben dónde está, e irán a buscarlo enseguida. Tenemos que anticiparnos.
—De acuerdo. Estoy lista.
Su seguridad chocó con la mirada del profesor.
—Ahora no podéis hacerlo. Estáis heridas y tenéis que curaros. ¿Cómo podríais enfrentaros al enemigo? —dijo, y miró al suelo, desconsolado—. Podría ir yo, pero ni siquiera tengo fuerzas para oponerme a los seguidores de Nidhoggr. Lo único que podemos hacer es esperar.
Sofía apretó la manta en los puños. Lo que debía hacer era despertar a Thuban. Ya lo hizo durante el entrenamiento. De no haberse quedado paralizada frente el enemigo, todo habría sido diferente; ahora el colgante estaría en sus manos, y podrían conseguir el fruto sin problemas. Sintió una rabia infinita.
—La Gema nos ayudará a reducir el tiempo —dijo el profesor.
—Podemos estar expuestas a su poder curativo durante unas horas al día —explicó Lidia, para aclarar la frase del tutor—. No demasiado, o su fuerza no será suficiente para mantener la barrera. Yo ya estuve allí, y tú también, cuando perdiste el conocimiento.
El peso que Sofía tenía en el estómago disminuyó ligeramente.
—¿Y cuánto tardaremos con este método?
—Dos o tres días.
Se desmoronó de nuevo. Era demasiado. Tres días de inactividad, mirando las mantas y esperando.
—Y si los enemigos encuentran el fruto, ¿qué pasará?
—Sofía, no tiene sentido preocuparse. En cualquier caso, no podemos hacer nada. Además, las visiones de la piedra son confusas, probablemente son recuerdos que solo tienen los Draconianos… Quizá eso suponga una ventaja para nosotros.
Era una esperanza débil, pero era lo único que tenían. Sofía se recostó en las almohadas. Estaba cansada, pero aún estaba más enfadada. No podía perdonarse.
—Ahora es mejor que descanséis —dijo el profesor, con una sonrisa leve pero sincera, y se puso en pie—. Ya veréis, todo irá bien. Más tarde pasaremos a buscarte, Sofía, y te llevaremos abajo.
Ella asintió y los vio marcharse en silencio. Lidia cojeaba, pero, por su expresión, estaba claro que no se había rendido.
La Gema tenía un efecto raro sobre las heridas. Parecía calentarlas. Sofía contemplaba asombrada el agujero en su hombro. Nunca había visto una herida así. La primera vez que la vio, se mareó. Ahora había superado esa etapa y la observaba como si no le perteneciera, como si fuera algo ajeno a su cuerpo. La Gema la iluminaba, y la piel se calentaba allí donde el poder de la reliquia la rozaba. Era una sensación agradable y peculiar, irreal. Lástima que no existiera algo parecido para las heridas del alma.
Sofía seguía atormentándose. Las horas parecían no pasar nunca, y cada una acercaba un paso más los enemigos a la victoria.
Lidia estaba a su lado, inmóvil, con su enorme corte en la pierna expuesto a los influjos de la Gema. En muchos puntos ya había cicatrizado, y todo lo que quedaba de la herida era una marca blanquecina. Su amiga no hablaba. Mantenía los ojos cerrados y disfrutaba de aquel poder.
No le había dicho nada desde la aventura del lago. Solo hablaron durante aquella especie de reunión en su habitación. Sofía se preguntaba si estaría enfadada con ella, si la consideraba responsable de lo ocurrido. La miraba sin atreverse a preguntarle nada.
—¿Te encuentras mejor? —le dijo, solo para romper el silencio.
Lidia se limitó a asentir, sin abrir los ojos.
Sofía suspiró. Estaba enfadada con ella, seguro.
—Lo siento mucho —se disculpó—. Sé que mi comportamiento fue un desastre.
Lidia abrió lentamente los ojos y los clavó sin piedad en los suyos. Era el tipo de mirada que Sofía esperaba, fría y acusadora.
—¿Crees que el mundo gira a tu alrededor?
Sofía no había previsto una reacción como aquella.
—¿Esperas que te regañe como si fuera tu madre, o que me enfade, o que te abrace y te diga que todo va bien, como hace el profesor?
—No… Solo quería que supieras que reconozco que es culpa mía.
La sombra de una repentina irritación cruzó los ojos de Lidia.
—La misma historia de siempre, Sofía, la misma. Estoy empezando a cansarme.
Sofía se encogió. Quizá el arrebato que esperaba estaba a punto de llegar.
—No estoy enfadada contigo —dijo Lidia, para su sorpresa.
—Pues deberías estarlo. Te dejé sola luchando, me quedé paralizada y…
Lidia levantó un dedo para hacerla callar.
—Tú disfrutas cuando te tratan mal. No sé por qué. No tengo ni idea de qué te ocurrió en los años pasados en el orfanato, pero casi parece que quieras que te digan que eres una inútil. Pero yo no me he enfadado porque hayamos perdido el colgante. Luchaste para evitarlo, y, además, tú y yo deberíamos ser un equipo, deberíamos apoyarnos cuando las cosas no funcionan y trabajar en pareja. En cambio, tú siempre te sitúas en un nivel inferior, y así te demuestras a ti misma y los demás que eres una inútil.
Sofía escondió la cabeza entre los brazos. No era la primera vez que le hablaban así, pero se sintió tan avergonzada como si lo fuera.
—Podías hacerlo, Sofía. El problema es que no quieres confiar en ti misma.
Sofía farfulló unas excusas con un susurro.
—Cállate —le dijo Lidia, muy seria—. No te aguanto cuando te portas así… Piensa solo una cosa: sin una sola arma, y sin el poder de Thuban, te enfrentaste con las manos desnudas con aquel chico. Lo intentaste. Y eso te exime de cualquier culpa. No huiste. Lo intentaste. Fue un acto de gran valentía.
Curiosamente, en aquellos momentos, el apoyo de Lidia valía más que cualquier otra cosa, casi más que el apoyo del profesor. Se trataba de la admiración de una persona a quien Sofía siempre había sentido muy lejana.
—Entonces deja ya de agobiarte con esos sentimientos de culpabilidad tan absurdos. Yo solo te culpo por tu maldita actitud derrotista. Pero no fue culpa tuya. Ahora ya pasó. Lo arreglaremos.
Sofía notó que, pese a su rígido autocontrol, se le había escapado una lágrima. Lentamente, se armó de valor, acercó su mano a la de Lidia y rozó sus largos dedos. Sus manos se enlazaron en un apretón firme y resuelto. Sofía sonrió, mientras otra lágrima seguía a la primera, y le bajaba por el cuello.
—Gracias —murmuró—. Te prometo que la próxima vez intentaré confiar más en mis fuerzas, te lo prometo.
Lidia la miró de reojo y sonrió, socarrona.
—Lo sé —dijo en un susurro—. Y sé dónde está el fruto —añadió en voz más alta.
Sofía levantó la cabeza de golpe.
—Antes, cuando me has interrumpido con tu charla, estaba dejando que la Gema me inspirara.
Sonrió de nuevo, y Sofía advirtió un atisbo de esperanza.
—¿Dónde? —preguntó.
—No muy lejos de aquí, en una villa romana —exclamó Lidia, triunfante.