15

Una brújula

ofía y Lidia no anduvieron durante mucho tiempo. El problema eran las botas. Lidia fue la primera en quitárselas; las dejó en el suelo.

—Pero las necesitamos para volver al submarino —comentó Sofía.

—Y los cascos también. Pero aquí nadie nos los robará, ¿no crees? Lo recogeremos todo cuando hayamos terminado.

Sofía suspiró, y también se quitó las botas. Con todo, andar sobre las rocas únicamente con los calcetines no era mucho mejor que llevar las botas de tortura. Ya que estaban, decidieron quitarse los trajes: moverse con esa ropa se hacía cada vez más complicado, cuando lo que necesitaban era ser ágiles. Avanzaban seguras, conscientes de que ambas sabían exactamente adonde ir. Una voz interior las guiaba, como si conocieran el lugar perfectamente. La llanura empezó a descender rápido, hundiéndose en una especie de pozo con las paredes empinadas. Al final vieron lo que parecía ser un templo en ruinas: varias columnas dispuestas en círculo, muy blancas, aunque llenas de grietas y agujeros, sujetaban un tímpano circular cubierto de tejas rojizas.

Lidia se detuvo, perpleja.

—No recuerdo este lugar…

Sofía tragó saliva.

—Yo sí —dijo en un murmullo—. Lo erigieron cuando los dragones ya habían desaparecido y Thuban estaba muerto. Fue Lung quien lo hizo.

Se preguntó por qué ella recordaba ese lugar y su compañera no. Quizá en su interior, además de los recuerdos de Thuban, habitaban los recuerdos de Lung y los de muchos de sus antepasados, quienes conservaron en su alma la fuerza del dragón.

—Hay algo en el templo… tengo una sensación muy rara —comentó Lidia—. Noto como un influjo maléfico.

—Estamos encima de Nidhoggr —dijo Sofía, y Lidia la miró con asombro—. Thuban lo encerró aquí abajo… muy abajo, naturalmente —se apresuró a añadir—. Y el santuario indica el lugar donde el dragón preparó el hechizo para encerrar a su enemigo. Ahí tuvo lugar el último combate.

Tenía la garganta seca. Los recuerdos de Thuban y Lung le invadían la mente, y le llenaban el corazón de sentimientos oscuros, que le confundían las ideas. Sentía las piernas pesadas, y empezó a marearse. El enemigo, al que había percibido durante la lucha con el chico, estaba allí abajo. Los separaban kilómetros de roca, pero podía sentir su presencia.

Lidia fue la primera en bajar.

—¿Tú no bajas?

Sofía miró la pared empinada. No tenía idea de dónde poner los pies.

—Nunca he escalado… —contestó, insegura.

—Haz lo que yo haga y ve detrás de mí. Si tienes dificultades, te echaré una mano.

Así lo hicieron. Sofía intentaba mantener los ojos fijos en la pared de roca que tenía enfrente. El desnivel no era elevado, pero aun así tenía vértigo.

Al cabo de un rato, sintió la roca blanda como el pan bajo sus dedos; temió que de un momento a otro cediera y la hiciera caer. La voz de Lidia la guiaba, explicándole cómo avanzar más segura.

—¡Falta poco! Estamos a punto de llegar.

Quizá fue la falsa sensación de estar a salvo. La mano derecha de Sofía se desvió unos pocos centímetros al intentar agarrarse, y se dejó llevar por el terror. Como en una pesadilla, la otra mano también resbaló, y se encontró colgada en el vacío con la sensación devastadora de que iba a caerse, arrastrando consigo a Lidia. Ni siquiera se dio cuenta, pero lo de arriba se convirtió en lo de abajo, se mareó y, al cabo de un instante, estaba en el suelo, con la cabeza dolorida por el impacto con la piedra. Estaba aturdida y no entendía nada. Solo vio a Lidia, quien se levantó tambaleándose y comprobó los efectos del golpe. Afortunadamente, ya habían llegado a la base de la pared, y el salto no fue muy aparatoso.

—Tal vez deberías ir más al gimnasio —le dijo su amiga, masajeándose la espalda dolorida.

Mientras tanto, Sofía trataba de hacer un inventario de huesos rotos, porque le dolían todos, sin excepción.

—Disculpa, yo… —Se ruborizó.

Lidia le dio la mano.

—Anda, no te mortifiques tanto —dijo, molesta. Luego, con un dedo señaló un punto allí delante—. ¡Mira, ya hemos llegado!

El templo estaba realmente en ruinas. Parte de la cúpula se había derrumbado en mil pedazos, y su aspecto decadente inquietó a Sofía. Había algo más allá de los escombros, algo vivo que parecía acecharlas. Lidia cruzó la puerta sin problemas, y ella la siguió enseguida, para no quedarse atrás.

En el interior, reinaba una oscuridad densa. Las dos habían cogido las linternas que llevaban en los trajes. Sofía encendió la suya, y antes de que Lidia empezara a abrirse paso, la detuvo cogiéndola por un brazo.

—Aquí el suelo baja, ten cuidado —le susurró.

Qué raro. Ahora esos recuerdos le venían a la cabeza con una facilidad increíble.

Lidia enfocó la linterna hacia abajo. Era cierto. El suelo se transformó en una especie de remolino, y una espiral de piedra descendió hasta un punto situado en el centro exacto de la sala circular. Allí había algo.

—El fruto… —murmuró en un soplo.

Sofía pensó lo mismo, pero fue incapaz de alegrarse. Se sentía inquieta, como si el ruido que había oído en el exterior se le hubiera pegado en los oídos. Estaban en peligro, lo advertía con claridad, pero ¿qué era? Quizá solo fuera autosugestión, su acostumbrada capacidad para fantasear.

Lidia empezó a recorrer con cautela la espiral, avanzando decidida hacia el centro; Sofía hizo lo mismo. Tras unos pasos, llegaron al fondo. Las dos se arrodillaron al borde de una losa de piedra negra, de unos diez centímetros de ancho. Era brillante y estaba caliente, casi incandescente. Pero no había nada más.

Lidia miró en derredor buscando algo.

—¡Tiene que estar aquí! ¡Lo hemos sentido las dos!

Sofía no sabía qué decir. Sus recuerdos no la ayudaban. Lung construyó ese lugar, pero no recordaba ningún fruto allí. Pero entonces, ¿qué sentido tenía la visión?

—No está —dijo, afligida.

—¡Tiene que estar aquí! Si no, ¿por qué habló contigo la Gema?

De repente, Sofía se sintió vacía. Era cierto, habían bajado allí gracias a su visión. Ella se había fiado de lo que había visto, creyó que la Gema la había elegido a ella para revelarle dónde estaba el fruto. Evidentemente, se equivocó, y no entendió el mensaje.

Lidia seguía buscando, mientras que Sofía tenía la mirada fija en la piedra negra y lisa. Era todo lo que quedaba del sello de Thuban, su signo terrenal. En cierto sentido, podía decirse que esa piedra era lo único que todavía retenía a Nidhoggr en su prisión. Se estremeció.

Estaba muy cerca de su eterno enemigo, un enemigo cuyo rostro ni siquiera conocía, pero al que temía profundamente. De pronto, algo le llamó la atención. Una especie de pajita que brillaba mucho. La enfocó con la linterna. Aguzó la vista. Parecía una cadena dorada, atada a algo engastado en la piedra. Sin darse cuenta, acercó las manos para tocarla. El calor le hirió los dedos. Gritó.

Lidia acudió enseguida.

—¿Qué haces? ¡La piedra quema!

Sofía apretó los dientes e, ignorando el dolor, enfocó de nuevo la piedra con su linterna.

—¿Ves? —dijo, con el poco aliento que le quedaba—. Hay algo…

Lidia se acercó, y ella también vio la cadena dorada. La observó unos instantes, luego empezó a tocarse el jersey que llevaba puesto. Tiró de una manga, para que le tapara la mano por completo. Entonces se acercó a la piedra y agarró el colgante con la mano protegida. La manga empezó a echar humo de inmediato, pero ella aguantó, tirando con todas sus fuerzas. Al final, se oyó un fuerte clac, y Lidia se derrumbó. En sus manos tenía la cadena con el colgante transparente.

Lo estudiaron durante un buen rato. Ninguna de las dos recordaba nada al respecto; solamente era un colgante, y la piedra transparente parecía un simple cristal.

—A lo mejor es el fruto…

—Si lo fuera, lo reconoceríamos. ¿La Gema nos habló, no? Pues con los frutos será lo mismo.

Sofía consideró razonable la observación.

—¿Y si fuera una parte?

—No tengo ni idea. —Lidia se encogió de hombros—. Creo que la única solución es llevárselo al profesor; quizá él sepa más que nosotras.

De repente, Sofía se sintió aliviada frente a la perspectiva de poder reunirse con su tutor. Estaba cansada de tanta oscuridad, y el paso repentino del frío de la burbuja de aire al calor que emanaba la piedra la mareó. Y luego estaba la tensión que no la había abandonado desde que se encontraban allí abajo. De modo que asintió enérgicamente y se puso en pie.

En cuanto salieron, la situación dio un giro inesperado. Lidia llevaba en el cuello el colgante, y este se iluminó de repente, cegándolas. Después, la luz se concentró en un único rayo luminoso, que señalaba una dirección muy precisa.

—Qué diantre…

Sofía observaba la luz, embelesada. Era un haz increíblemente potente; el agua no lo debilitaba, y se veía incluso a gran distancia.

Lidia cerró los ojos.

—Veo algo.

Sofía sintió una puñalada de miedo. En un instante, todos sus presagios se concretaron.

—Veo un lugar en ruinas, muy parecido a este… y… ¡y el fruto! ¡El fruto, Sofía! ¡Este objeto es una especie de brújula!

—Tenemos que irnos —dijo Sofía con un hilo de voz.

—Parecen ruinas romanas… hay mucha hierba…

—Lidia, algo no cuadra… —Un sudor helado le impregnó la frente.

—¡Espera, maldita sea!

Luego todo cambió. Un inesperado movimiento de aire y un ruido metálico que Sofía conocía muy bien. Una sombra gravitaba sobre ellas; golpeó a Lidia y la tiró al suelo. El colgante se le cayó del cuello, quedó abandonado un poco más allá y, pese a todo, siguió brillando.

Sofía se sentía perdida. Vio a su compañera en el suelo, el destello del colgante entre las rocas y, sobre todo, lo vio a él. Era enorme, como si durante aquellos días en que había logrado evitarlo hubiera crecido. Su poder había aumentado desmesuradamente, lo percibía con total claridad. Era el chico, y al mismo tiempo ya no era él. Los ojos rojos eran los mismos, así como lo poco de su cara que podía entrever. El resto del cuerpo, en cambio, estaba cubierto de metal, como si un horrible robot se hubiera tragado la mitad. Sus dedos eran garras afiladas como cuchillas, sus piernas, un enredo de cables metálicos. Las alas eran inmensas, vibrantes. La miraba sin ninguna expresión, pero todo en él traslucía odio.

Sofía retrocedió, aterrorizada.

Lidia se incorporó apoyándose en los codos, y cuando su mirada se cruzó con la de la criatura, se quedó helada. Pero reaccionó enseguida.

—¡Sofía, el colgante! —gritó, preparándose para el ataque.

El Subyugado fue tan rápido como ella. Saltó hacia delante y empezó a volar, pero Lidia se interpuso en su camino y lo tiró al suelo. Rodaron unos metros, y luego la criatura arrojó lejos a la joven. La monstruosa criatura se levantó como si nada y dirigió hacia Lidia una de sus garras. Al instante, se le dibujó en el brazo una cabeza de serpiente, lista para atacar con su puntiaguda lengua de metal.

Sofía se asustó.

—¡No! —gritó, pero su compañera se apartó y logró esquivar el golpe.

—¡Sofía, ahora! ¡Date prisa! —gritó Lidia, fuera de sí. Agitó las manos, un peñasco salió volando por los aires y se estrelló con ímpetu contra su agresor. La extraña criatura cerró las alas para protegerse el cuerpo, y el peñasco se resquebrajó.

Sofía no podía moverse. Sabía exactamente cuáles eran las opciones que tenía en ese momento. Coger el colgante y huir, o bien quedarse allí y luchar, volver a llamar a Thuban y poner en práctica todo cuanto había aprendido. Pero le resultaba imposible. El miedo le paralizaba la mente; volvía a ser la misma chica tonta de siempre, carente de poder y de valor. Observaba aterrorizada a su amiga, que levantaba con el poder de su mente peñasco tras peñasco, con el fin de detener al chico que intentaba golpearla. La gema le brillaba en la frente, y, mientras combatía, tenía el cuerpo rodeado de luz. Todo era absurdo, increíble. ¿Cómo podía haber acabado en semejante pesadilla? Aquel no era su sitio, aún menos su destino.

De pronto, uno de los golpes de la criatura dio en el blanco, y Sofía vio un corte rojo en el brazo de Lidia. Entonces fue cuando reaccionó.

—¡Vete! —le gritó su amiga.

Sofía sintió sus piernas obedecerle. Se pusieron rectas casi en contra de su voluntad, mientras los dedos apretaban convulsamente el colgante. Luego echó a correr con todo el aliento que tenía en el cuerpo. No sabía exactamente adónde ir, pero tenía que llegar junto al profesor, y para hacerlo debía ponerse de nuevo el casco y decirle que fuera a buscarlas. Era una locura, pero también era lo único que se le ocurría en ese momento.

Estaba casi en el punto más elevado de la llanura, cuando, de pronto, le falló un tobillo. Sofía cayó larga y tendida, y se golpeó con fuerza la mandíbula en la roca. El mundo estalló en una infinidad de esquirlas negras, y el dolor la consumía. Se le cayó de las manos la cadena. Cuando se recuperó, vio al monstruo agachándose hacia el colgante y recogiéndolo con una de las repugnantes lenguas con las que había atacado a Lidia. Con la otra, ceñía el tobillo de la chica; cuando lo soltó, Sofía vio que estaba manchado de sangre.

—¡Lidia, no!

Intentó mirar a su alrededor para encontrar a su compañera, pero la mole del Subyugado le tapaba la vista. Debía recurrir a Thuban, pero tenía la mente en blanco. No recordaba nada. Totalmente desesperada, trató de alargar una mano hacia el enemigo, pero el lunar de su frente permanecía inerte. Entonces, sin tan siquiera saber qué estaba haciendo, se puso de pie, y gritó con una voz que no le pareció la suya. Corrió, y se abalanzó sobre el chico con todo su peso, sintiendo el hielo del metal bajo sus dedos. Las juntas del exoesqueleto la arañaron, pero ella no se inmutó. Extendió la mano hasta rozar el colgante.

—¡Casi lo tengo!

De pronto, el Subyugado abrió las alas, y Sofía se alejó de su objetivo. Cayó de espaldas, y se quedó sin aliento. Un dolor tremendo en un hombro la aturdió, y solo vio a su alrededor el rojo intenso de los ojos del chico. Nidhoggr se escondía tras aquella mirada. La miró con una mueca triunfante, y ella comprendió que tenía delante al mal en estado puro. Luego, una nada pastosa y fría lo engulló todo, y la envolvió el silencio.