14

Bajo el lago

ofía pasó todo el día siguiente sumida en la angustia. Ante la idea de bucear en el lago por la noche, se estremecía de frío y temor. El lago era fascinante, pero solo en la superficie. Quién sabe, tal vez bajo el agua hubiera peces enormes o bosques enteros de esas algas rojas que se entreveían en la orilla. El fondo debía de ser profundo, porque el desnivel era muy pronunciado. La idea de tener que sumergirse para buscar piedras no era nada agradable.

No solo era su primera vez, sino que tampoco podría contar con el profesor, que solo las acompañaría un trecho. Dijo que únicamente podían ver los frutos las personas especiales, y que los Guardianes no tenían ese poder; de hecho, él ya había sondeado el fondo del lago sin encontrar nada.

Además, estaba seguro de que, cuando estuvieran allá abajo, el fruto del Árbol del Mundo las protegería. Pero a Sofía solo le preocupaba no quedarse a oscuras.

Llegó la gran noche, y cenaron todos juntos en silencio absoluto. Por precaución, el profesor decidió salir hacia las doce. Durante la espera, Lidia, Sofía y él se reunieron en la biblioteca e intentaron pensar en otra cosa. Naturalmente, Sofía estaba muy nerviosa y le sudaban las manos. No paraba de mirar fijamente por la ventana, y observaba las manchas de luz que la luna llena proyectaba entre las ramas. Entretanto, el reloj de péndulo marcaba con un sonido lúgubre el paso de los minutos.

De pronto, el ruido seco de un libro al cerrarse.

—Ya ha llegado la hora.

Bajaron otra vez a las mazmorras, pero esta vez recorrieron caminos que ni Lidia ni Sofía conocían.

—La casa tiene un acceso particular al lago, que nos ahorrará cruzar la playa —explicó el profesor—. Desde allí nos será más fácil sumergirnos con nuestro equipo.

Después de un largo peregrinar por habitaciones y pasillos en los que a las dos chicas les costaba orientarse, acabaron en una sala amplia, que daba a una enorme puerta de metal cerrada con una manivela circular. Allí los esperaba Thomas, que los saludó con una reverencia. Junto a él, tres escafandras. Sofía solo las había visto en las películas. Creía que se sumergirían con trajes de submarinismo normales, y aquel espectáculo la cogió por sorpresa.

—¡Uau! ¡Son escafandras! —exclamó Lidia con entusiasmo, abalanzándose sobre esos artilugios que a Sofía le parecían piezas bélicas antediluvianas.

—Exacto. Reliquias familiares —dijo el profesor.

Eran brillantes y parecían nuevas, recién salidas de la fábrica. Tenían ese aire típicamente retro que mostraban todas las pertenencias del profesor.

Sofía tragó saliva. No estaba completamente segura de poder fiarse de las escafandras.

—¿El submarino está listo?

—Sí, señor, todo está preparado.

—¿El submarino? —dijo Sofía, y se volvió.

Lidia preguntó lo mismo.

El profesor asintió, impasible. Se ajustó las gafas, adoptó una actitud pedagógica y explicó:

—Un viejo medio de transporte que compré hace muchos años. Thomas y yo lo reparamos y ahora funciona bien. Hasta ahora, nunca lo hemos utilizado, pero os aseguro que esos trastos se fabricaron para que duraran mucho, como todas las cosas antiguas.

Sofía se sentía aún menos segura de lo que estaba a punto de hacer.

Se pusieron los trajes encima de la ropa.

—No aíslan mucho del frío, es mejor llevar más capas abajo —dijo el profesor.

Los trajes eran realmente horribles. El tejido era demasiado rígido y el forro era de goma. Sofía se sintió momificada, y advirtió que el solo hecho de doblar los brazos le suponía un esfuerzo tremendo. Fue un alivio ver que Lidia y el profesor sufrían las mismas dificultades, aunque lo aparentaran mucho menos que ella. Además, las mangas se ceñían en torno a las muñecas con gomas muy apretadas. Evidentemente, servían para que no entrara el agua, aunque se preguntó si no acabarían también cortando la circulación de la sangre. Enseguida se le empezaron a dormir los dedos. Vio a los otros dos cogiendo el casco y se agachó para hacer lo mismo. Se quedó paralizada. Pesaba muchísimo.

Thomas acudió en su ayuda.

—Dentro del agua no pesa tanto —la tranquilizó, y se lo puso en las manos.

Sofía lo asió con fuerza y lo apretó contra el pecho para que no se le cayera.

—Bueno, me parece que ya estamos —anunció el profesor, muy satisfecho—. Thomas, te concedo el honor…

El mayordomo se acercó a la gran manivela que bloqueaba la enorme escotilla y la abrió. Tenía la frente empapada de sudor, y el rostro acalorado por el esfuerzo. Después de las dos primeras vueltas, empezó a costarle menos; al final, la puerta se abrió con un chirrido.

El profesor fue el primero en entrar. Lidia, que parecía muy emocionada por la aventura nocturna, lo siguió enseguida, mientras que Sofía fue la última en entrar, y lo hizo con gran temor. Con todo, tras cruzar el umbral, se quedó sin palabras. En la sala había un pequeño submarino de bronce. Brillaba como una patena. Medía tres metros de alto y seis de largo, y se asemejaba vagamente a un pez. Un par de aletas asomaban por los lados, junto a una pequeña cresta en la parte más alta. La cola, en realidad, era una hélice, en la que destacaban unos hermosos reflejos cobrizos. Los ojos, tan grandes que resultaban graciosos, no eran más que dos grandes ojos de buey que permitían mirar al exterior. El espacio interior parecía reducido, pero cabían cuatro asientos de cuero y una gran maquinaria que ocupaba toda la parte trasera.

—¡Es maravilloso! —exclamó Lidia, acariciando con la yema de los dedos la superficie del submarino.

El profesor recibió el cumplido con gran satisfacción.

—Estaba hecho una ruina cuando Thomas y yo lo compramos, y nos ha costado mucho repararlo, pero la verdad es que ha quedado muy bien.

Sofía no pudo evitar asentir. Era bonito, sí, pero también terrible.

Con algunas dificultades, logró entrar por el portalón lateral y, una vez dentro, dejó en el suelo el casco, aliviada. Vio un par de botas de metal que parecían muy pesadas cerca de los asientos. Al pensar que las botas formaban parte del equipo, se sintió peor aún. Intentó no pensar en ello, y decidió mirar a su alrededor para familiarizarse con aquel barco tan extraño. Apenas había espacio suficiente para moverse, y, sin embargo, la perspectiva era excelente. Los ojos de buey permitían mirar por doquier, y eso al menos era un punto a favor. En caso de que hubiera peligro —y seguro que lo habría— se darían cuenta enseguida.

Sofía se alegró al ver que el profesor y Lidia elegían los asientos delanteros. Ella prefería quedarse en segunda fila, que era el único sitio donde había un poco de holgura. El mayordomo preparó las últimas cosas, se despidió con una sonrisa y cerró el portalón con un estruendo siniestro.

—¿Listas para salir? —dijo el profesor, volviéndose.

Sofía sintió cómo la invadía el terror. Se le congelaron las manos, y empezaron a castañetearle los dientes.

—Perfecto, dentro de poco entraremos en el agua —anunció Schlafen.

Las luces se apagaron de golpe, y el submarino quedó sumido en la oscuridad. A Sofía le dio un vuelco el corazón, y se le secó la garganta. De pronto, con un clic tranquilizador, una luz cálida iluminó el habitáculo.

—Ahora solo faltan los faros —dijo el profesor, pero el pesado chirrido de una puerta metálica al abrirse ahogó su voz.

Se encendieron las luces, y Sofía vio girar la rueda inmensa de la escotilla. Poco a poco, el agua empezó a filtrarse por las juntas, y se coló por el suelo con un ruido suave y burbujeante. El flujo era cada vez más intenso, y el agua blancuzca del lago empezó a subir hasta los ojos de buey.

—Te veo muy pálida, Sofía —observó Lidia, con una sonrisa maliciosa—. No me digas que te mareas…

Ella sacudió la cabeza, sin decir una palabra.

—No te preocupes —dijo el profesor, volviéndose hacia Sofía—, las primeras veces es normal tener un poco de miedo.

Al fin, el portalón cedió. Se abrió y el agua entró de golpe, inundando completamente el espacio. De pronto, el submarino chocó contra el muro, se levantó del suelo y comenzó a flotar. A consecuencia del rebote, acabaron contra una de las paredes, y el ruido del golpe retumbó largamente en el habitáculo.

Sofía gritó.

—¡Va todo bien! ¡Va todo bien! —se apresuró a decir el profesor, manejando frenéticamente una serie de palancas situadas detrás del timón.

Incluso Lidia palideció, y se agarró de forma convulsa al asiento de cuero.

Un zumbido, otro par de balanceos, y el submarino encontró el camino. Salió despacio, y llegó al lago. Lidia suspiró, y se arrellanó en el asiento; Sofía se quedó pegada al respaldo, incapaz de moverse. Fuera, el agua era negra como el carbón. Los faros la iluminaron durante un rato, hasta que, un par de metros más allá, los engulló la oscuridad. En ese foco de luz, se distinguían las algas rojas flotando lúgubremente en la corriente. La luz hacía refulgir todo lo que flotaba en el agua. Sofía pensó que aquello era peor de lo que había imaginado. Era un paisaje lunar, absurdo, extraño. Tenía el estómago encogido, y le silbaban los oídos. Era como si nada fuera real.

—Creo que es mejor rastrear el lago de forma sistemática, a menos que Sofía pueda sugerirnos hacia dónde tenemos que dirigirnos.

Ella ni siquiera oyó lo que dijo el profesor.

—¿Sofía?

—¿Eh? —respondió, con un sobresalto.

—¿Me has oído?

Sacudió la cabeza, confusa, y su tutor la miró.

—Va todo bien, intenta tranquilizarte.

Sofía cerró los ojos por un instante. Cuando volvió a abrirlos, un pez muy gordo, con las aletas amarillas, se deslizó ante el submarino. En breve, ella también estaría ahí fuera, y nadie podría protegerla.

—Está bien —dijo con un hilo de voz.

—A ver, ¿tienes idea de adónde debemos ir? No sé, a lo mejor hay algún detalle en tu visión que podría indicarnos el camino. ¿Sientes algo ahora?

Sofía parpadeó dos veces, tratando de concentrarse.

—He visto el centro de la ciudad, estaba allí. Luego… no sé… supongo que tenemos que ir hacia el centro del lago…

—Vamos —asintió el profesor.

El zumbido aumentó, el submarino salió con más velocidad y se sumergió.

Poco después, las algas rojas desaparecieron y, en su lugar, extrañas formas vegetales, parecidas a ramitas de abeto, poblaron la pendiente del lago. Tenían un color realmente poco atractivo, entre el marrón y el granate, y a veces entre sus filamentos se entreveían pececillos evanescentes que nadaban muy tranquilos. La luz parecía molestarles y, cuando los faros se cruzaban en su camino, se desviaban, nerviosos.

Sofía se entretenía con lo que veía, y aún más pensando en lo que se vería obligada a hacer en breve. Por otra parte, sentía que sus pensamientos empezaban a volar lejos de allí, no sabía muy bien hacia dónde.

—Aquí.

Lo dijo instintivamente, sin reflexionar. Ni siquiera se dio cuenta de que Lidia había dicho lo mismo. El profesor apagó los motores, y se escuchó un clang procedente del fondo del submarino. El ancla, evidentemente.

En el exterior, vieron una especie de burbuja azulada. Era inmensa, al menos debía de tener cien metros de diámetro, y contenía algo que no se veía bien.

—¿Estáis seguras? —preguntó el profesor.

—¿Es que usted no ve la burbuja? —dijo Lidia, incrédula.

El profesor sonrió con amargura.

—Vosotras sois Draconianas, yo un simple Guardián. Hay misterios a los que no tengo acceso.

A Sofía le dio un vuelco el corazón. Así pues, allí estaba el límite. El profesor las había acompañado hasta ese momento, pero no podía ir más allá.

—Parece un envoltorio transparente, y dentro hay algo… —explicó Lidia, achicando los ojos para ver mejor.

El profesor asintió.

—Tenéis que salir.

—Pero ¿tú nos acompañarás, verdad? —Sofía ya sabía la respuesta, pero no pudo evitar preguntárselo.

—¿Adónde? ¿A un lugar que ni siquiera puedo ver? Además, alguien tiene que quedarse aquí a bombear aire para vosotras.

Lidia ya estaba lista. Se levantó ágilmente del asiento y se sentó en el suelo, dispuesta a calzarse las pesadas botas. Sofía la miró. ¿Cómo diantre lograba sentirse siempre tan segura? Le dirigió una mirada suplicante al profesor, pero él no la captó.

—¿No te preparas? —le dijo.

Sofía se levantó e hizo como Lidia. Sudó la gota gorda para calzarse aquellas botas absurdas, y cuando se puso el casco sintió que se ahogaba.

El profesor les colocó a las dos detrás de la cabeza un tubo lleno de aire, conectado a la maquinaria que se encontraba en el fondo del submarino.

—Esto os dará todo el oxígeno que vais a necesitar. Si queréis, podemos comunicarnos. He instalado un micrófono en los cascos, que también os servirá para hablar entre vosotras. No lo olvidéis, yo estaré pendiente de vosotras. Si hay peligro, tenéis que tirar dos veces de la cuerda que lleváis atada a la cintura, un tirón corto y otro largo, y os sacaré del agua.

De pronto, se puso muy serio. Luego se agachó y asió un tirador situado en el suelo. Se abrió una escotilla de un metro de ancho, justo lo suficiente para pasar con la escafandra puesta. El agua se agitó en los bordes. Un ruido tranquilizador en cualquier otra ocasión que, en aquella circunstancia específica, le heló la sangre en las venas a Sofía.

—Yo voy delante, a ti te veo muy pálida —decidió Lidia, en un tono algo burlón.

Sofía no protestó adrede, y la dejó pasar delante.

Lidia se deslizó hacia abajo. El agua se la tragó con un ruido sordo. Sofía observó cómo iba bajando el tubo para el aire, desenrollándose de una gran manivela.

El profesor le puso las manos en los hombros.

—No tengas miedo, yo estoy aquí. Recuerda todo lo que has aprendido, y no olvides nunca la fuerza de Thuban. Él lucha contigo.

Sofía asintió, luego se sentó con las piernas en el agua. El frío del lago traspasó de inmediato el traje. Afortunadamente, debajo llevaba un pantalón grueso.

—Y ten cuidado —murmuró al final su tutor.

Ella lo miró con los ojos húmedos, y asintió. Bajó la mirada hacia los pies, que flotaban en el agua, y luego se deslizó. El lago la engulló enseguida, arrastrándola hacia abajo con fuerza. Oyó el ruido del tubo al desenrollarse y empezó a respirar hondo, con ansiedad.

—Tranquilízate, ya verás como todo sale bien —le susurró la voz del profesor, lejana y un poco ronca.

Como si fuera tan fácil. Por lo que podía ver, se estaba sumergiendo en la nada. La luz del submarino era cada vez más débil y la oscuridad avanzaba, inexorable. Por suerte, llevaba una linterna atada a la cintura, con una cuerda lo bastante larga para que pudiera cogerla con la mano. Con movimientos torpes, la agarró y, tras un par de intentos fallidos, logró encenderla. La burbuja estaba cerca. La veía, abajo: una especie de embrión gigante del que salía el tubo de Lidia como un cordón umbilical. Ella ya debía de estar allí dentro.

La burbuja se acercó, y Sofía empezó a respirar más hondo. Tocó la superficie con los pies. Fue un instante. Una fuerza la succionó hacia abajo y empezó a caer. Gritó con todo el aire de sus pulmones, hasta que algo detuvo su caída.

—¿Sofía, todo bien? ¡Sofía! —A la voz del profesor se sumó enseguida otra voz más débil.

—Yo te sujeto. —Era Lidia.

—¡Sofía! —gritaba el profesor, desesperado.

—Estoy… estoy bien, estoy viva —dijo ella, con voz temblorosa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó su tutor.

—Estamos en una burbuja de aire bajo el agua, profesor —respondió Lidia—. Sofía estaba cayendo, pero ahora está en mis brazos. ¡Y yo estoy volando!

Era cierto. Sofía estaba en los brazos de Lidia, que planeaba dulcemente hacia abajo.

El profesor suspiró.

—¿Te han salido las alas de Rastaban?

—No, no ha habido metamorfosis, pero puedo volar igualmente.

—Es Rastaban, es su poder.

A Sofía no le sorprendió que a ella no le hubiera pasado lo mismo. Todo iba como era de esperar. Apretó las manos alrededor del cuello de Lidia. El vértigo le atenazaba la boca del estómago. Cerró los ojos.

—Sofía, si sigues así me vas a estrangular —dijo su amiga, haciendo una mueca.

—Disculpa —murmuró Sofía, e intentó aflojar la presión.

El descenso le pareció eterno, aunque probablemente no duró más que unos minutos. Por el ruido leve de las botas de Lidia al tocar el suelo, comprendió que habían llegado. Apartó los dedos del cuello de su compañera y se irguió sobre sus piernas.

En torno a ellas había aire.

Lidia fue la primera en quitarse el casco. Inspiró a pleno pulmón.

—Aire —dijo, asombrada—. Anda, quítatelo tú también.

—Pero… así no podemos comunicarnos con el profesor —objetó Sofía.

—No pasa nada. Si algo sale mal, tenemos la cuerda.

Sofía cogió el casco entre las manos; le costó quitárselo. El aire fresco olía bien, era un olor que ella conocía muy bien; lo había percibido infinidad de veces en sus sueños. Era el aroma de Draconia.

Miró a su alrededor. Se encontraban en una especie de llanura rocosa, casi totalmente circular. Parecía como si estuvieran en tierra, de no haber sido por la capa brillante de agua que tenían sobre su cabeza. Sofía advirtió que una terrible nostalgia le invadía el pecho. Sabía, o mejor dicho, sentía, que aquel lugar, tiempo atrás, había sido su casa. Allí, antaño, había edificios enormes, y los callejones estaban llenos de vida; en cambio, ahora solo quedaban los recuerdos y un vacío sin tiempo.

El peso enorme de aquellos pensamientos que, en realidad, no eran del todo suyos, le humedeció los ojos. Eran los pensamientos de Thuban, y ahora ella veía esa tierra con sus ojos. Un chico corría por las calles estrechas, mientras los Guardianes, en el templo, custodiaban el secreto de la existencia alrededor de un árbol magnífico e inmenso. El resplandor de sus frutos en las ramas era conmovedor, el verde puro de sus brotes o gemas, impresionante. El chico llegaba al edificio de mármol blanco, se sentaba, y pasaba horas estudiando. Lung. Los vuelos en el cielo despejado y nítido, los días veraniegos de sol repletos de la belleza y vitalidad del Árbol del Mundo. Sin darse cuenta siquiera, Sofía se echó a llorar. A su lado, Lidia también se sentía conmovida.

—¿Recuerdas el esplendor del templo? Y los rituales alrededor del árbol… Luego llegó él, y todo se disolvió en una nube gris.

La voz que le hablaba no era la de Lidia, sino la de Rastaban. Y dentro de Sofía alguien respondió a esos recuerdos. Thuban estaba junto a ella, y con él recordó la muerte del amigo, sus alas rotas y las fauces abiertas, en busca de aire para el último aliento.

—No era un volcán —dijo Sofía—. En lugar del lago, estaba Draconia. Cuando salió volando por los aires, dejó un enorme cráter que, a lo largo de los siglos, se convirtió en el lago Albano.

Lidia asintió con tristeza, mirando a su alrededor. No soplaba viento, solo la calma de un lugar que había permanecido inalterado durante milenios, como si el tiempo pasado solo lo hubiera rozado, sin dejar ninguna huella.

Se secó las lágrimas de las mejillas.

—Ya es hora de irnos, tenemos que buscar el fruto.

De repente, Sofía reaccionó. Era cierto, tenían una misión. No había tiempo para entristecerse.

Dejaron los cascos en el suelo y se adentraron en la llanura erosionada. Las botas metálicas producían un sonido chirriante y sordo sobre la roca. Además, les costaba muchísimo levantarlas. Sofía se concentró durante unos instantes en ese sonido; luego, de pronto, se detuvo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Lidia.

Sofía no lo sabía. Una sensación rara, un ruido que desentonaba con los demás, algo indefinible.

—Nada. Vámonos.

Tras una roca, una sombra con los ojos rojos se movió rápido.