13
La visión
ofía se desplomó sobre la cama, aún vestida. Estaba a punto de amanecer, y había estado en pie toda la noche. Los oídos le pitaban ligeramente, pero el profesor le había dicho que era uno de los efectos colaterales que la Gema tenía sobre todos los Draconianos. Era normal y no había de qué preocuparse. Se puso boca arriba y contempló el techo. No era nada fácil. Ya hacía dos semanas que se entrenaba, y tenía la impresión de encontrarse siempre en el mismo punto, o, como mucho, de progresar a paso de tortuga. Al ver la Gema, se había sentido llena de confianza y había decidido implicarse totalmente. Sin embargo, los resultados de ese día no eran demasiado alentadores.
El profesor había intentado que sintiera la presencia de Thuban, para poderlo percibir en los momentos de peligro. Al principio, creyó que solo le hacía falta un poco de concentración, como había ocurrido el día en que abrió la puerta, pero no fue así. Una cosa era recibir la inspiración de Thuban sin buscarla, otra muy distinta era hacer que se manifestara de forma intencionada. Tenía que analizar a fondo su alma, y eso la dejaba exhausta.
La primera vez que lo consiguió, había sido genial. Había advertido una especie de calor que se derramaba desde la frente por todo el cuerpo. En ese instante, una paz ilimitada y desconocida había colmado su espíritu, al mismo tiempo que percibía una intensa luz verde que acompañaba su camino de sabiduría interior. Luego, todo se había esfumado en un momento, y ella había vuelto a abrir los ojos.
—Tardo demasiado —le había dicho en tono desconsolado al profesor—. Si Thuban tiene que ayudarme en una batalla, seguro que moriré antes de conseguir invocar su espíritu.
—No te desanimes. Verás como tardarás cada vez menos tiempo, se convertirá en algo natural para ti. Cuando aprendiste a andar, también vacilabas e ibas despacio, ¿no?
Debía de ser eso. No obstante, Sofía no podía evitar pensar que, muy probablemente, Lidia había aprendido mucho más rápido que ella. Quién sabe qué sería capaz de hacer. ¿Disparar rayos por los ojos? ¿Volar? ¿Desencadenar grandes tormentas?
Además de los ejercicios de meditación, el profesor había empezado a entrenarla para la lucha pura y dura. El primer paso era ir al gimnasio.
Cuando se lo dijo, y le enseñó una pequeña habitación junto a la sala de la Gema, equipada con varias pesas y un par de colchonetas, a Sofía se le cayó el mundo encima. Los últimos recuerdos que tenía del gimnasio eran los de la hora de educación física en el orfanato; jugaban a voleibol, y ella era literalmente una negada.
—¿Es necesario? —preguntó, con una profunda aflicción en la mirada.
—Totalmente —contestó él—. Los enemigos llevan prótesis que multiplican por mil su fuerza y su agilidad. Tú también debes estar en forma. Tus poderes no son suficientes para salvarte.
De este modo, al cansancio mental se añadió el esfuerzo físico. Abdominales, saltar con la cuerda, correr. Sofía sentía cómo sudaba sin parar dentro del diminuto pantalón que ponía en evidencia sus piernas entradas en carne.
Y luego estaban los poderes. Tenía que aprender a usarlos con sus respectivas fórmulas.
—Cada Draconiano tiene un poder específico. Tú tienes el don de dar la vida, como ya has podido comprobar con las plantas y…
—¿Y cuál es el de Lidia? —preguntó Sofía, sin poder reprimirse.
—Telepatía y telequinesia.
Ya, estaba claro. Las facultades de Lidia estaban mucho mejor. A ella, en cambio, le habían tocado unos poderes de jardinero.
—No subestimes tu talento. Derrotaste al chico, ¿recuerdas? Y cuando domines tus poderes, podrás curar las heridas.
Eso ya le parecía más interesante.
La parte más difícil llegó cuando empezó a luchar y a utilizar sus poderes al mismo tiempo. Si se concentraba demasiado, bajaba la guardia y el profesor la golpeaba; si se defendía con todas sus fuerzas, no conseguía atacar. Por otra parte, a diferencia de lo ocurrido aquella fatídica tarde, no le salían de las manos muros, ni telarañas hechas con lianas, sino unas hojas diminutas e inofensivas.
—Soy una inútil.
—Pero ¿qué dices? —protestó Schlafen, contrariado—. Esto no es nada fácil. Ya verás como, dentro de poco, lo conseguirás.
Después empezó lo peor.
—A partir de mañana, te entrenarás con Lidia.
Fue como si se hubiera levantado un viento helado, como si los glaciares hubiesen invadido la habitación. No, no, no. No quería hacerlo.
—Preferiría seguir contigo, profe…
—Como ya habrás comprobado, yo carezco de poderes. A lo sumo, puedo atacarte con la espada de madera de entrenamiento, pero tú vas a tener que luchar con seres dotados de poderes como los tuyos. Por eso tienes que entrenarte con Lidia. Además, tenéis que aprender a trabajar en equipo, solo así seréis capaces de vencer.
Así pues, una tarde, Lidia y Sofía bajaron juntas al laberinto, un lugar que Lidia ya conocía muy bien.
Luego, supervisadas por el profesor, se pusieron una frente a otra.
—Creo que podemos empezar invocando a los dragones.
Lidia tardó medio segundo. Cerró los ojos y algo brillante empezó a parpadear en su frente, hasta que apareció una espléndida piedra rosa. Rastaban, su dragón, había respondido a su llamada. Sofía tardó una hora, como de costumbre. Cuanto más intentaba concentrarse, menos lo conseguía.
—Tranquila, simplemente tienes que estar tranquila —le decía su tutor.
Era fácil decirlo, imposible hacerlo. Notaba cómo Lidia clavaba en ella su mirada impertinente, y sentía que no estaba a la altura. Luego también estaba el profesor: quería quedar bien con él, demostrarle que no se había equivocado al elegirla.
—¿Quieres que me vaya a ese rincón? ¿Quieres quedarte sola? —le preguntó de repente Lidia, en tono comprensivo.
—¡No! —exclamó Sofía, con fuerza—. Puedo hacerlo.
Y, efectivamente, lo hizo. Pero la lucha fue catastrófica. Sofía intentó atacar con una serie de lianas para inmovilizar a Lidia, pero solo le salieron cuatro hilos de hierba frágiles como pajitas. En cambio, a su rival le bastó con un simple parpadeo, y un paño que había sobre una silla acabó en la cara de Sofía. Mientras esta intentaba despejarse la vista, la otra ya había tenido tiempo de echársele encima y tirarla al suelo.
Sofía enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Bueno, ten en cuenta que mi preparación física es superior a la tuya —comentó Lidia, apiadándose de ella—. Además, me entreno desde hace más tiempo.
Pero sus palabras no consolaron a Sofía.
Las cosas siguieron igual un par de días más. Después, una tarde, las chicas habían decidido entrenarse a solas.
—La presencia del profesor te distrae —sentenció Lidia.
—No, pero ¿qué dices?
—Lo que ocurre es que siempre estás pensando en quedar bien delante de él, en demostrarle lo bien que lo haces. Y así te pones nerviosa y te bloqueas.
Sofía se sorprendió de lo aguda que podía llegar a ser aquella chica.
—Para mí es importante no decepcionarlo, y no creo que sea nada malo —respondió con orgullo.
Lidia le dedicó una sonrisa comprensiva, y, por primera vez desde que se conocían, Sofía se sintió consolada. Sí, empezaban a entenderse.
—No temas, ahora solo estamos tú y yo. Todo irá mejor.
Pero no fue mejor. Sofía invocaba lianas, pero nunca eran suficientes. Lidia le ganaba fácilmente haciendo volar los objetos. Además, pegaba grandes saltos, y era tan rápida, ágil y hermosa que… que… era perfecta, ¡maldita sea!
—No te desanimes —le dijo frente a la puerta, antes de irse—. A mí, al principio, también me costó lo mío.
Sofía asintió, pero solo para ser amable. Entonces Lidia le cogió la cara entre sus manos, obligándola a mirarla a los ojos.
—Sofía, ¿recuerdas lo que te dije cuando estábamos en el tejado?
¿Y cómo iba a olvidarlo?
—Pues bien, me gustaría creer que, al menos en parte, mis palabras te convencieron, y por eso sigues aquí y no en el orfanato. Lo que te dije entonces vale para siempre. Tú no eres inferior a mí. En tu interior habita el dragón más poderoso, ¿entiendes? En un futuro, tú serás la guía. Y tienes que creerlo. El profesor y yo vemos en ti muchas cosas, pero tú no eres capaz de ver nada.
Al oír esas palabras, a Sofía estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. No sabía exactamente por qué, pero se sentía fatal, pequeña e inútil.
—Al menos, trata de creer un poco en ti. ¿Qué me dices, lo intentarás?
Le habría gustado decir que sí, porque, obviamente, era lo que había que decir en ese momento. Pero no podía. No tenía fuerzas. Por eso se encogió de hombros, y Lidia se sintió francamente decepcionada.
—Quiero seguir teniendo la esperanza de que un día lo intentarás.
Sofía notó cómo una lágrima le resbalaba por la mejilla. Se preguntó por qué el camino siempre tenía que ser tan empinado. ¿Por qué algunas cosas no podían simplemente ocurrir? ¿Por qué todos decían siempre que todo dependía de ella? Eso era lo que la asustaba. La responsabilidad era lo que le provocaba una total falta de voluntad.
Sintió sus piernas débiles y fatigadas y decidió irse a la cama. Antes de dormirse, pensó que prefería a Lidia antes, cuando le resultaba antipática. Ahora que había percibido su generosidad, aún se sentía más culpable por envidiarla como la envidiaba.
A lo largo de la primera fase del entrenamiento, Sofía no salió al exterior. Aún era demasiado débil y sus poderes no estaban del todo desarrollados. Si el chico alado hubiera regresado, no habría podido volver a derrotarlo. Por otro lado, Thomas decía que había notado unos extraños movimientos alrededor del lago, especialmente al caer la noche. Tal vez se tratara de enemigos al acecho, quién sabe. Sofía no creía que fuese cierto. En su opinión, no eran más que excusas para mantenerla encerrada.
Por ello, había intentado quejarse.
—¡Lidia sale y no le pasa nada!
La respuesta del profesor fue de lo más previsible.
—Lidia está más adelantada que tú, y podría defenderse. Además, ella sabe cómo ocultarle sus poderes al enemigo. Contigo prefiero ser prudente.
Sofía se dijo que eso podía ser un estímulo para mejorar. Cuanto antes lograra aprender, antes saldría al aire libre. Y, en efecto, el profesor le decía que iba haciendo progresos. Sin embargo, ella no tenía esa impresión.
Durante muchos días, solo vio el lago de lejos, o, como mucho, con Thomas a su lado. La orilla era el único lugar exterior del mundo que le permitían visitar. Ni Castel Gandolfo, ni Roma. Ni siquiera podía ir al circo de Lidia. Se sentía como en el orfanato. Segregada. Parecía que era la historia de su vida. No importaba hacia dónde soplaban los vientos del destino; ella siempre terminaba encerrada entre cuatro paredes.
¿Acaso no había estado siempre prisionera? Y si el día de mañana era lo suficientemente fuerte para viajar por el mundo, ¿no sería igualmente prisionera de su destino o de su misión? Sacudió la cabeza para alejar aquel pensamiento.
De pronto, una tarde, mientras se entrenaba con Lidia, como siempre, advirtió algo en la boca del estómago. Una sensación muy rara, como la que se experimenta cuando uno está emocionado. Se detuvo de golpe, con la mano aún tendida para llevar a cabo su acción inacabada.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó Lidia.
Sofía no supo qué contestar. Dirigió la mirada hacia la Gema. Tenía la impresión de que la estaba llamando.
—La Gema…
—¿La Gema? ¿Qué pasa con la Gema?
—¿No lo oyes? —Sofía miró a su compañera.
—¿Qué debería oír?
Sofía se levantó, y se acercó a la esfera de cristal. Era como responder a una llamada, a una voz sin palabras que, a pesar de todo, le estaba hablando. Y ella tenía que responder.
La Gema no brillaba como de costumbre. Parecía más bien que su luz emitiera débiles chispas intermitentes, de un color que iba pasando del amarillo ambarino al azul pálido.
—¿Qué le pasa? —preguntó Sofía.
—Está como siempre —repuso Lidia, desconcertada—, idéntica a las otras veces, yo no le veo nada raro…
A Sofía se le encogió el corazón.
—Pero ¿no ves cómo parpadea?
—Voy a llamar al profesor —dijo Lidia, que no quería perder tiempo.
Sofía se quedó embobada, sin hacer nada. ¿Cómo podía ser que Lidia no pudiera ver aquel fenómeno? La luz intermitente de la Gema empezó a hipnotizarla. El tiempo se quedó suspendido, y Sofía tuvo una visión. Draconia se recortaba sobre un cielo plomizo cargado de lluvia, para luego hundirse en las aguas del lago, cuyo fondo se fundió con los cimientos de la ciudad para dar origen a un cuerpo único. Las calles, antes desiertas, empezaron a poblarse, los dragones aparecieron en el cielo, rozando en su vuelo raso los torreones. Sofía voló con ellos, sin miedo; después se lanzó en picado hacia el centro de la ciudad, atravesó el palacio real y llegó bajo tierra, allí donde —lo sabía muy bien— latía un corazón secreto.
«Sigue allí —le dijo una voz—. Y tú debes encontrarlo».
—¡Sofía! ¡Sofía!
Volvió en sí. Sin saber cómo, se encontró tendida en el suelo. Delante de ella estaban el profesor, con un aire claramente preocupado, y Lidia, con el rostro tenso y serio. Schlafen suspiró, ajustándose las gafas una y otra vez.
—¿Estás bien? —le preguntó cogiéndole la mano.
—Creo que sí —asintió ella débilmente. Luego dejó que la ayudaran a ponerse en pie—. ¿Cómo es que estaba en el suelo?
—No lo sabemos —respondió Lidia—. En cuanto me has hablado del parpadeo de la Gema, he corrido a avisar al profesor. Cuando hemos llegado, ya estabas en el suelo.
Sofía no lo entendía. Se volvió hacia la Gema. Brillaba con la luz amarilla de siempre, y ya no parpadeaba.
—Eres tú quien debe explicarnos lo que ha sucedido —añadió Lidia.
Ella miró a la cara del profesor. Estaba inquieto, y esperaba su respuesta. Lo contó todo exactamente como había sucedido. Dijo que no se había dado cuenta de que se había caído, habló de la visión y de las palabras que había oído. Mientras hablaba, el rostro del hombre se fue relajando cada vez más, hasta adoptar un aire de euforia reprimida.
Cuando Sofía terminó su relato, le dijo que se levantara.
—Creo que ya no hace falta que permanezcas más tiempo aquí. Ya estás preparada.
Sofía seguía sin entender al profesor y, a juzgar por su expresión, Lidia tampoco lo entendía. Su tutor se frotó las manos.
—Enhorabuena, Sofía, acabas de utilizar tus poderes para encontrar el primero de los frutos.
Schlafen se lo aclaró todo fuera de las mazmorras, mientras ambas saboreaban una taza de chocolate caliente. Sofía, aún afectada por lo ocurrido, bebía a pequeños sorbos. Por fin había logrado hacer algo útil. Y esta vez antes que Lidia. Le parecía increíble. De vez en cuando, miraba a su amiga, para ver si estaba tan sorprendida como ella. Pero Lidia estaba totalmente concentrada, como siempre. Escuchaba las palabras del profesor y no parecía estar asombrada.
—Es algo que pensaba enseñaros más adelante, cuando hubiera estado seguro de vuestros poderes. Pero tú, Sofía, te me has adelantado.
El profesor sonrió, y ella se puso roja como un tomate. Era la primera vez que experimentaba la sensación del éxito.
—Entonces… ¿la Gema sirve para eso? —le preguntó Lidia.
—También. El Árbol del Mundo hace siglos que va en busca de sus frutos. Los desea porque solo ellos pueden devolverle la vida que le han arrebatado, y, por otro lado, los frutos recuperan sus poderes solo cuando se encuentran en sus ramas. Lejos del Árbol no son más que piedras vulgares. La Gema percibe su presencia y puede ayudar a encontrarlos. A lo largo de siglos, los Draconianos han intentado comunicarse con la Gema de todas las maneras posibles, para localizar a los frutos, pero no ha habido manera. Sofía, tú has sido la primera que ha logrado entrar en contacto con nuestro único tesoro.
Sofía ocultó su timidez y su estupor dentro de la taza de chocolate. La había invadido una curiosa sensación de euforia, algo que no había experimentado nunca.
—Estaba seguro de que había llegado el momento. El poder de Nidhoggr está despertando, y con él los Durmientes, como vosotras. La batalla está cerca.
—El profesor suspiró.
—¿Y ahora qué? —dijo Sofía—. ¿Qué significa la visión que he tenido? ¿Que hay un fruto en el fondo del lago?
—Probablemente, sí.
El corazón se le aceleró, y notó la violencia de sus latidos en el pecho.
—¿Cómo vamos a llegar al fondo del lago? Necesitamos el equipo necesario; además, el lago es muy grande… —observó Lidia, con la intención de ponerse manos a la obra.
—Tengo todo lo que necesitamos —aseguró el profesor—. No os preocupéis, ahora que sabemos el lugar, lo más difícil ya está hecho.
—Entonces, ¿tendremos que… bucear? —preguntó Sofía.
Su tutor asintió con la cabeza.
Ella a duras penas se mantenía a flote, pensó Sofía con miedo, y nunca había buceado. Intentó mentalizarse. Tenía que mostrarse segura de sí misma.
—Lo haremos mañana por la noche —concluyó el profesor—. Tendremos más libertad de movimiento en la oscuridad.