12
Secretos subterráneos
espués de haber discutido con Lidia, Sofía ya no estaba tan segura de querer rechazar su misión. La determinación de la chica y su mirada de desprecio le habían tocado la fibra sensible. Aunque fuera duro admitirlo, Lidia era un ejemplo para ella.
Por eso Sofía había esperado tantas veces frente a la puerta de la biblioteca. Quería pedirle disculpas al profesor, decirle que estaba dispuesta a cambiar, aunque se le hiciera imposible admitir que podía ser una de las últimas herederas de Lung. Tal vez le habían entregado un don tan grande a la persona menos adecuada por puro azar. Sabía muy bien que intentar buscar una respuesta a esa pregunta solo era un patético intento de retrasar aún más la decisión. Y sabía que Lidia, una chica de su edad y en su misma situación, no había dudado ni un segundo. ¿Qué le impedía a ella hacer lo mismo? ¿Acaso era el miedo? Pero Lidia también sentía miedo. ¿Quizá se sentía demasiado torpe e insignificante? Excusas. Solo excusas. La verdad era que alguien había reclamado su ayuda, y ella no podía echarse atrás sin sentirse un gusano. El profesor la necesitaba y, según él, todo el mundo la necesitaba. Cuando se había negado a implicarse, él no le había pedido que se fuera, sino todo lo contrario, le había rogado que se quedara, porque la quería. Eso era lo que había dicho, y no podía negarlo. Merecía la pena cambiar, con tal de experimentar otra vez en su vida la sensación de sentirse querida. El profesor se había sacrificado por ella, y no solo le había confesado lo mucho que ella le importaba, sino que se lo había demostrado. ¿No era ya hora de reaccionar?
Aquella tarde, Sofía decidió tomar la iniciativa. Estaba cansada de todas esas dudas, y era inútil retrasar aún más el encuentro. Por eso se detuvo frente al umbral y llamó a la puerta. La voz que le contestó desde el interior sonó baja y absorta. Con la mano temblorosa, asió el tirador, abrió y entró tímidamente. El profesor estaba inclinado sobre los libros, y pasaba las páginas de un tomo antiguo, que crujían por la presión de sus dedos.
—Hoy no quiero té, Thomas, prefiero no beber…
Levantó la mirada hacia el final de la frase y, cuando vio a Sofía, se quedó atónito; luego se le acercó y se sentó junto a ella en silencio. Sofía pensó que habría estado bien que él comprendiera lo que iba a decirle sin pronunciar palabra. Pero la expresión del profesor era seria, se había quitado las gafas y se masajeaba la nariz con el pulgar e índice. Parecía cansado.
—Supongo que quieres decirme que te vas, ¿no es así?
Al oír esas palabras, a Sofía le dio un vuelco el corazón.
—No te preocupes, lo imaginaba —sonrió él serenamente—. El oficio de padre no se puede aprender, y yo debería haberme limitado a desempeñar mi papel de Guardián, sin adentrarme en territorios que no me competen. —Se ajustó las gafas un par de veces, llevado por los nervios—. Te acompañaré al orfanato cuanto antes, intentaré inventarme una excusa creíble para no incomodarte. Mejor dicho, intentaré mover algún hilo para que alguien te adopte cuanto antes, porque de verdad te mereces una familia…
—Me quedo.
Le salió como un soplo ligero, y en cuanto terminó de pronunciar esas palabras, a Sofía le pareció como si se hubiera quitado un peso de encima. El profesor la miró, atónito.
—Y haré lo que debo hacer —añadió la chica, muy resuelta—. Lo he estado pensando, y no quiero huir. Tengo una misión que llevar a cabo, y si me ha tocado a mí, deber de haber un motivo, ¿no?
Schlafen la miró fijamente con sus ojos azules y cristalinos.
—No quiero obligarte. Hasta hace pocos días, para ti era una enorme carga, y no tengo intención de…
—Estoy segura de lo que digo —lo interrumpió Sofía.
«Tal vez», añadió una voz en su interior.
«Lo suficiente como para decidir», dijo otra voz.
—Es lo que quiero —insistió Sofía.
El profesor la cogió entre sus brazos y la apretó muy fuerte.
—Siempre estaré a tu lado, Sofía, nunca te dejaré sola y no permitiré que te ocurra nada malo.
Esta vez Sofía no rechazó el contacto físico; ahora, más que nunca, quería sentirlo cerca. Ella también le puso los brazos alrededor de su cuello y se abandonó a aquel abrazo. Juntos lograrían su propósito.
El profesor empezó a ritmo acelerado al día siguiente. Tenían que recuperar el tiempo perdido, por eso se impusieron un horario extenuante. Dedicaron horas y más horas a estudiar; después, a leer historias, leyendas, anécdotas sobre Nidhoggr y los guivernos, también sobre Thuban y otros dragones. Bien pronto, Sofía perdió el hilo. Había demasiada información que memorizar de golpe, y, con el paso de los días, cada vez se sentía más y más confundida.
Cuando el profesor le hacía preguntas, se sentía peor que en las clases del orfanato. Ahora no se trataba de sacar una mala nota; si no recordaba algo, podía poner en peligro su vida y la misión. Y eso era una responsabilidad mucho mayor.
—No te tienes que preocupar. Ha pasado todo muy deprisa, y ahora estamos obligados a seguir este ritmo, pero verás que, dentro de poco, las cosas irán mejor —le repetía constantemente su tutor para animarla.
Sofía asentía, aunque con poca convicción. Sabía que muy pronto tendría que empezar con el entrenamiento físico, y no tenía muchas esperanzas de aguantar. Estaba segura de que haría el ridículo: la gimnasia nunca había sido su fuerte.
Una tarde, el profesor la acompañó cogida de la mano hasta la biblioteca, y comprendió que aquel momento había llegado. Su tutor tenía una actitud misteriosa, y le señaló un punto preciso situado en la pata de la mesa que estaba junto al árbol.
—Esta casa es mucho más grande de lo que parece —le dijo, cuando, al presionar con un dedo sobre aquella extraña protuberancia escondida, todo el suelo que rodeaba el tronco se abrió, con un sonido suave, descubriendo una cavidad oscura en la que se entreveían varios peldaños.
Schlafen estudió la cara sorprendida de Sofía y sonrió con gesto de burla.
—Ven.
Bajaron por la escalera húmeda y tétrica. A Sofía le entraron escalofríos.
—No hay nada que temer. Es nuestro mundo, Sofía, lo que se abre bajo tierra, bajo el mundo de los hombres normales.
Cogió una antorcha que estaba colgada en la pared y la encendió con un eslabón y un pedernal escondidos en un hueco. El fuego iluminó con luz tenue los peldaños, que se perdían en un vacío cada vez más negro. El profesor se movía con pasos rápidos y seguros, como quien ha recorrido ese camino miles de veces. Sofía lo seguía de cerca, casi pegada a su espalda, con las manos adheridas a la pared. Los escalones eran resbaladizos, y ella hacía lo posible para no caerse.
—¿Aquí era donde venía con Lidia?
—Creo que ya es hora de que nos tuteemos, ¿no? —propuso Schlafen, volviéndose hacia ella—. Y sí, aquí es donde nos entrenamos.
Sofía sintió una punzada de celos. Entonces, no era la primera que visitaba ese lugar misterioso. Al final de la escalera se encontraron con un verdadero laberinto subterráneo, unas mazmorras como las que había imaginado leyendo sus libros favoritos. Verlo en vivo era otra cosa, y le produjo una sensación extraña. El lugar en el que se encontraban era claustrofóbico. El techo era bajo y el ambiente, tétrico. El musgo había colonizado las paredes de piedra, hasta llegar a los capiteles que sostenían las bóvedas de cañón. En todas partes había frisos de dragones de varias formas y tamaños.
—Escucha bien lo que te voy a decir —dijo el profesor, volviéndose hacia ella—. Aquí se encuentra la fuente de mis poderes como Guardián, que es además lo único que mantiene en pie la barrera que impide a nuestros enemigos encontrarnos y detectar nuestra presencia. Aunque alguien lograra entrar, no podrían descubrirnos. Por ello se construyó este laberinto tan complicado y lleno de trampas. En caso de que te perdieras, incluso para mí sería difícil dar contigo. De modo que quédate junto a mí y haz lo que yo haga.
Sofía asintió.
El profesor empezó a avanzar con paso rápido. Sofía lo siguió, aún incrédula frente a lo que veían sus ojos. La idea de perderse allí abajo la aterrorizaba. Recorrieron decenas de pasillos idénticos, que solo se diferenciaban por la disposición de las telarañas en los rincones. De vez en cuando, distinguían alguna araña negra frente a la luz. Sofía se aferró a la parte de atrás del chaleco del profesor. De repente, él se detuvo y se volvió con una expresión muy seria en el rostro.
—Ahora, sobre todo, tienes que poner los pies exactamente donde los ponga yo.
—¿Qué pasa si me equivoco? —preguntó Sofía con un hilo de voz y cara de preocupación.
El profesor se encogió de hombros, como si quisiera mostrarse indiferente.
—Se activa un mecanismo, el suelo se abre y caemos al vacío.
Volvió a darse la vuelta, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo, y siguió andando. Detrás de él, Sofía se había quedado paralizada. A diferencia de antes, el suelo no era de tierra, sino que ahora estaba cubierto de baldosas, algunas más oscuras que otras. Sofía las miró con horror.
—Ya verás como no es difícil… dos pasos a la derecha hasta llegar a la negra, luego recto hasta la blanca, luego tres a la izquierda hasta la negra… —decía el profesor mientras movía con agilidad sus piernas ligeras.
Sofía a duras penas lograba seguirlo con pasos desiguales e inciertos. Tenía la sensación de estar suspendida sobre un abismo, e intentaba no pensar en lo que habría podido ocurrir si resbalaba o ponía el pie en la baldosa equivocada.
Cuando por fin llegaron al otro lado, la chica lanzó un profundo suspiro de alivio, y se secó la frente llena de sudor.
—¿Está claro, no? —dijo el profesor, con una sonrisa.
Sofía lo miró, atónita.
—Perfecto… —prosiguió él, dándose la vuelta.
A poca distancia de ellos, había una enorme puerta forrada de terciopelo rojo. La chica la miró como quien ve un oasis en medio del desierto. Era la cosa más parecida al resto de la mansión que veía desde que habían descendido bajo tierra.
—Es aquí —anunció el profesor, emocionado.
Y extrajo del bolsillo del pantalón una llave dorada con un grabado muy complicado.
—Tú también vas a tener una —le dijo, sonriendo. Luego la metió en el ojo de la cerradura y dio cinco vueltas.
El ruido de los pasadores que, al rodar, desconectaban el sistema de seguridad resonó en todo el pasillo. Al final, la puerta se abrió unos milímetros.
—Esta es la parte más difícil —informó el profesor, y empujó con todas sus fuerzas.
Al principio, Sofía no lo entendió, porque la puerta no parecía más pesada que las que había en la casa. Luego, viendo cómo se movía poco a poco, vio el sólido refuerzo de acero, similar al que llevaban las cajas fuertes de los bancos. Detrás de aquella puerta debía de haber algo sumamente valioso.
Se deslizaron por la estrecha ranura y se encontraron en una habitación vacía. Ante ellos no había más que una mísera puerta de madera. Sofía miró al profesor con aire interrogativo.
—La última prueba que hay que superar —declaró él—. Esta puerta es capaz de reconocer a Draconianos y a Guardianes, y solo deja que pasen ellos. Para abrirla, se necesita una contraseña que solo conocemos nosotros.
Tras esas palabras, se hizo el silencio. Sofía aguardó en vano a que Schlafen pronunciara la contraseña, pero él se limitaba a mirarla fijamente, como si estuviera esperando algo, y de vez en cuando se ajustaba las gafas.
—¿Y bien? —le preguntó ella, en un susurro.
—Te toca a ti —dijo él, señalando la puerta.
—Pero yo no conozco la palabra…
—Claro que sí.
Schlafen sonrió, con aire enigmático.
—Es… es imposible. Hasta hace poco, ni siquiera sabía que era una Draconiana.
—La palabra proviene de tu interior, Thuban la conoce. Solo tienes que confiar en él.
Sofía intentó cerrar los ojos. Tal vez si lograba concentrarse… pero una nube de estúpidos pensamientos le invadió la mente. Al final, desistió.
—Lo lamento; no siento a Thuban, no lo percibo. Sé que está porque me lo ha dicho usted, bueno, porque me lo has dicho tú. Pero yo no lo he notado nunca.
—¿Estás segura?
Sofía se quedó escuchando un rato, intentó buscar de nuevo su corazón, pero el silencio era absoluto.
—Pues fue él quien te sugirió el nombre de tu enemigo cuando te enfrentaste a ese chico, y fue él quien guio tus manos cuando utilizaste la magia. Cuando necesitas ayuda, él acude, es así de simple. De modo que abandona tus miedos, y deja que él te ayude.
Sofía miró otra vez la puerta. La madera estaba carcomida, y el ojo de la cerradura era solo un agujero hecho de cualquier manera. Aquí y allá había astillas que interrumpían la superficie lisa. De pronto, un dibujo descolorido por el tiempo le llamó la atención. Parecía una jauría de perros que, vista en conjunto, formaba una cola de dragón. Sofía achicó los ojos para distinguir mejor las figuras. Estas cobraron sentido, como si los colores desteñidos volvieran a adquirir consistencia. De repente, creyó dar con el misterio. Le había venido a la cabeza algo así como un sonido al cual no lograba dar sentido. Adib. ¿Por qué no intentarlo?
—Dilo por la cerradura, en voz baja —le aconsejó el profesor, que estaba detrás de ella.
Sofía se agachó, puso las manos en forma de embudo y apoyó la boca en el ojo de la cerradura.
—Adib —dijo al fin, con un hilo de voz.
No ocurrió nada. La puerta se quedó como estaba, y Sofía, por un instante, se dijo que tal vez el profesor estaba equivocado, y que Thuban debía de estar en otro cuerpo. Ese fugaz pensamiento, por una parte la tranquilizaba; por otra, le producía cierta amargura. De repente, la puerta se abrió con un chirrido.
Era verdad. Todo era verdad. Y Thuban acababa de hablarle. Sofía sintió una mano en su espalda.
—Recuérdala, la necesitarás para entrar otras veces.
Sofía volvió la cabeza y se encontró con la mirada serena del profesor.
—Ya hemos llegado —dijo él.
Le dio un pequeño empujón en la espalda para animarla a entrar.
No se parecía en nada a las mazmorras. La sala que apareció ante ellos era amplia y luminosa. Al menos tenía diez metros de altura, y una amplia bóveda de cañón enteramente decorada con mármol. Se parecía mucho a la habitación de Sofía, y, por tanto, a la ciudad voladora de Draconia. La bóveda se sostenía gracias a numerosas columnas. En las paredes había hornacinas con varias estatuas de dragones, y solo en una de ellas se hallaba representado un hombre, o más bien un chico, con una mirada triste y orgullosa y una piedra preciosa en la frente. En el centro del gran espacio, había un objeto suspendido en el aire, una gran esfera de luz en cuyo interior brillaba algo.
—Es Lung —dijo el profesor, señalando la estatua—. Y ahí está nuestro tesoro más valioso.
Se dirigió hacia la esfera luminosa, llevando a Sofía de la mano. A cada paso, los contornos del objeto suspendido en el aire se iban definiendo. Se trataba de una ramita con una punta verde que irradiaba toda aquella luz.
Sofía entornó los párpados para que el reflejo no la cegara. Entonces vio en la punta de la rama un pequeño brote del que surgían varias hojas diminutas y nuevas. Sofía se quedó admirada, nunca había visto algo tan hermoso. Aunque se tratara tan solo de la rama de un árbol, sabía que era distinta a todas las demás. No tanto por la luz extraordinaria que emanaba, sino porque representaba una esperanza. La esperanza que sentía que le faltaba.
—Es el último brote del Árbol del Mundo —le explicó el profesor—. No hay otros. Lung lo recogió a la muerte de Thuban. En él hay parte de la vida del Árbol; el resto se encuentra en sus frutos perdidos, los frutos que tú y los otros Draconianos debéis encontrar. Los Guardianes hemos velado por él a lo largo de muchos siglos, y para nosotros siempre ha representado el origen de nuestra fe. Ver su brillo me ha ayudado mucho todos estos años, mientras te buscaba. Cuando estaba desanimado, a punto de tirar la toalla, bajaba aquí, y comprendía que no debía abandonar, porque sentía un poder que generaba nueva vida.
Sofía notó cómo las lágrimas le brotaban de los ojos. Entendía y compartía esas palabras como nunca antes había sido capaz de hacerlo.
—Es la Gema que protege esta casa. Su poder transmite energía a la barrera que oculta nuestra presencia para que Nidhoggr no pueda encontrarnos. Y también hace algo más: nadie que esté aliado con los guivernos puede cruzar el umbral. Aquí, junto a esta rama, es donde vamos a entrenar. Te ayudará a conectar mejor con tus poderes.
Sofía se volvió hacia el profesor. De repente, se sentía llena de energía, dispuesta a enfrentarse a cualquier sacrificio, todo con tal de salvar aquella resplandeciente o frágil esperanza que veía encarnada frente a sus ojos.
—¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo —sonrió el profesor.