11

Días turbulentos

l chico entró por la ventana. Una de sus alas chocó contra la pared, produciendo un gran chirrido. El golpe le hizo perder el equilibrio, cayó y rodó unos metros por el suelo.

El ruido obligó a Ratatoskr a abandonar su meditación. Dejó la postura del loto, y se dirigió al Subyugado que yacía en el suelo con un ala partida; respiraba con dificultad mientras intentaba ponerse de pie.

Ratatoskr se puso de cuclillas a su nivel. Contempló la herida y frunció el ceño.

—Qué desastre, ¿eh?

Nida estaba detrás de él, con los brazos cruzados. El chico no necesitó darse la vuelta para saber que en su rostro brillaba una sonrisa de triunfo. Se arregló el pelo con rabia, luego alargó la mano hacia la frente del chico, que se obstinaba a levantarse.

—Estate quieto, imbécil —murmuró. Cerró los ojos, y enseguida le leyó el pensamiento.

—Ha fallado, no hace falta que interrogue sus recuerdos —dijo Nida, con tono burlón.

—La Durmiente ha despertado.

Nida se puso tensa.

Era un terrible contratiempo. Nidhoggr iba a enfadarse mucho. Si querían evitar su ira, debían encontrar una solución de inmediato, y esta vez no podían fallar. Bastó una mirada y ambos entendieron qué debían hacer. Mientras Nida hurgaba en los bolsillos de su chaqueta, Ratatoskr desconectó el dispositivo apretando en el centro del aparato. En el rostro del chico apareció una mueca de dolor, su cuerpo se estremeció, como ocurre cuando alguien vuelve a la superficie tras haber pasado demasiado tiempo bajo el agua. Los ojos rojos se fueron transformando en un corriente y vulgar color castaño. Mattia había vuelto. Se abandonó en el suelo, exánime, con la mejilla apoyada contra el cemento. Al cabo de pocos segundos, lo recordó todo y volvió a sumirse en el terror. Intentó ponerse boca arriba, pero algo metálico lo inmovilizaba. Gritó, pero su voz se extinguió cuando una mano le cerró la boca. En su campo visual apareció el hada; nunca la había visto tan bella, con su cara de chiquilla y los ojos cristalinos. Lo miraba con una sonrisa casi amistosa.

—Chist… hay gente que está durmiendo, y nosotros no queremos despertarla, ¿no?

Los ojos de Mattia se humedecieron. No tenía ni idea de dónde se encontraba, ni de cómo había llegado hasta allí. Solo recordaba que había caído prisionero en la oscuridad, y que había estado sumergido en un hielo terrible durante largas horas.

—No podemos seguir así. Mira que dejarse ganar por una estúpida Durmiente que ha utilizado una milésima parte de sus poderes… —Nida sacudió la cabeza—. Pero yo soy un hada buena y te daré otra oportunidad.

Al abrir la palma de la mano, Mattia vio un extraño objeto que brillaba, más grande que el que le había dado la primera vez. Tenía más o menos la misma forma, pero el cuerpo era más robusto, y las patitas que sobresalían eran más numerosas. Parecía un insecto horroroso, pero era de metal. Intentó rebelarse, pero alguien lo mantenía sujeto con una rodilla entre los omóplatos.

—No te alteres. ¿No querías convertirte en un chico respetable? Con esto conseguirás todo lo que siempre has deseado. Pero ten mucho cuidado de no volver a decepcionarme, o dejaré de ser tan amable contigo. —Nida se acercó tanto a su oído, que Mattia pudo sentir el aliento caliente de su respiración—. Si fallas, solo te espera una cosa: la muerte.

Se separó de él regalándole una sonrisa llena de terribles presagios. Luego se puso de pie, y Mattia sintió su fría mordedura en el cuello. Sabía perfectamente qué venía ahora, y no quería. Intentó liberarse de nuevo, pero no pudo hacer nada. Sintió cómo los diminutos dientes de metal le atravesaban la carne, luego todo se sumió en la oscuridad. Nida y Ratatoskr observaron impasibles la transformación. El artilugio pareció cobrar vida, las patitas empezaron a agitarse, recorriendo rápidamente la columna vertebral del chico. En cuanto la columna estuvo cubierta, un metal líquido le envolvió el tórax, y desde allí se extendió por brazos y piernas, hasta alcanzar la cabeza. Al fin, se solidificó, como si se tratara de una armadura densa e impenetrable, cuyas partes estaban unidas por placas sólidas y finas junturas. Los ojos se le volvieron a poner rojos. Por último, el Subyugado se arrodilló ante sus amos.

Nida tomó la iniciativa y le dio las órdenes pertinentes.

—La Durmiente ha despertado y, dentro de poco, irá en busca de los frutos del Árbol del Mundo. Síguela, descubre dónde están y apodérate de ellos antes de que lo haga la Durmiente.

La criatura se limitó a asentir, luego extendió sus inmensas alas y emprendió el vuelo a través de la ventana. Nida suspiró.

—Ya sabes qué nos pasará si fallamos —murmuró Ratatoskr, con la expresión rígida y contraída de quien teme un duro castigo.

—La Durmiente aún no tiene pleno control sobre sus poderes. Tenemos ventaja —replicó ella con tono seguro—. Esta vez, el plan no fallará.

Cuando Sofía despertó, el sol ya inundaba de luz su habitación. El mármol blanco resplandecía, y había en el aire un dulce aroma a chocolate. Durante unos instantes, se acurrucó en ese dulce estado entre el sueño y la vigilia, pero en cuanto recordó lo ocurrido el día anterior, los colores espléndidos de aquella mañana se tiñeron de un gris monótono. Nidhoggr, su destino y todas las cosas absurdas que le había contado el profesor se agolparon en su mente como una horrible pesadilla.

—¡Buenos días!

Sofía dirigió su mirada hacia el lugar de donde venía esa voz jovial. Su tutor se encontraba de pie junto a su cama, con una bandeja en las manos: en un lado había un cuenco repleto de galletas, en el otro, una taza humeante.

Ella esbozó una sonrisa, aún medio dormida. Tal vez todo había sido un sueño.

—Buenos días —contestó, incorporándose.

El profesor sonreía como todas las mañanas, como si no hubiera pasado nada. Apoyó la bandeja en su regazo.

—Thomas me ha asegurado que esta mañana el chocolate está riquísimo.

Sofía miró la taza humeante, pero se notó el estómago revuelto. De todas formas, la cogió y se la acercó a los labios.

Schlafen la observó con aprobación.

—Muy bien. Después del ataque de ayer en el lago, necesitas reponer fuerzas.

Sofía se sintió paralizada. ¿Por qué lo había mencionado? Todo era tan perfecto hasta ese momento.

—¿Y bien? ¿Qué te ocurre? Anda, bebe —la exhortó él.

Sofía apartó la taza.

—No me apetece… —contestó en tono resentido.

—¿Es por algo que he dicho o hecho? —preguntó el profesor.

Realmente no lo entendía, pensó Sofía. Y eso que a ella le parecía obvio. ¿Cómo podía ser que no se diera cuenta de que le estaba pidiendo un esfuerzo enorme? Para ella, enfrentarse a esa realidad absurda significaba admitir que su querido profesor no la había salvado del orfanato porque le gustara ella, sino porque tenía la obligación de hacerlo, porque ella tenía ese maldito don. Para demostrar su desaprobación, se sumió en un obstinado silencio.

—Entiendo que estés desconcertada —suspiró el profesor—; a mí también me habría gustado que las cosas fueran de otra manera, pero, lamentablemente, la situación se ha agravado sin que haya podido hacer nada para evitarlo.

La chica no contestó; se limitó a mirar fijamente las galletas. Eran las que hacía Thomas. Hasta el día anterior, al verlas siempre se conmovía un poco. Le parecía increíble que en aquella casa hubiera alguien que la considerara tan importante como para prepararle el desayuno cada mañana.

—Como quieras —dijo su tutor—. Te espero en la biblioteca. Tenemos mucho que estudiar.

—No voy a ir.

Al escuchar esas palabras, Schlafen se volvió hacia ella con expresión severa.

—Sofía, la situación es grave, no sé si te das cuenta. Los poderes de Nidhoggr se están reforzando muy deprisa, y tú aún no sabes cómo utilizar los tuyos. Estás en peligro, ¿lo entiendes?

Ella apretó los puños. No quería entenderlo.

—Hoy no —insistió, cabizbaja—. Hoy no voy a ir.

—Está bien —repuso Schlafen, tras un instante de silencio. Luego replicó con amargura—: Tienes razón, es pronto, y es normal que estés enfadada conmigo. —Se levantó para dirigirse a la puerta—. Pero, hasta que no hayas aprendido a defenderte, me veo obligado a prohibirte que salgas de la casa. Tenemos una barrera que nos hace invisibles frente al enemigo, pero solo funciona en el perímetro de esta casa. El lago y todos los espacios que quedan al otro lado de la verja no están protegidos. Allí no estarías a salvo.

Sofía estaba más enfadada que nunca. Aquello era una especie de chantaje, y estuvo a punto de decírselo.

—No quiero encerrarte aquí dentro, es solo por tu bien —se justificó el profesor, como si intuyera lo que ella estaba pensando—. Si quieres salir, díselo a Thomas; él te acompañará donde quieras ir.

Se fue sin mirarla y sin añadir nada más. La puerta se cerró tras él, y Sofía se sintió terriblemente sola. El chocolate la llamaba desde la bandeja. Pero beberlo no habría hecho que todo volviera a su sitio. Todo había cambiado. Apoyó la bandeja encima de la mesilla de noche y se escondió bajo las sábanas.

A lo largo de toda la semana siguiente, Schlafen siguió llevándole el desayuno a la cama. Cada día había galletas diferentes, a menudo acompañadas por una flor; un día hasta le llevó un par de cruasanes calientes. Generalmente entraba con una sonrisa, le daba los buenos días y se sentaba junto a ella. Pero Sofía perseveraba en su mutismo. Cada vez, antes de marcharse, le preguntaba si iba a ir a la biblioteca, pero ella seguía negándose.

El lunes siguiente, fue Thomas quien le llevó la bandeja. Sofía se sintió casi aliviada. A esas alturas, ver a su tutor la entristecía. No porque él hubiera cambiado en el trato con ella; era Sofía la que lo veía todo desde otra perspectiva. Le había contado esa absurda historia en la que ahora se hallaba atrapada, y mirarlo significaba volver a sumirse en la pesadilla. ¿Por qué no le decía que todo era mentira? Incluso habría preferido que le dijera que estaba loca. Sí, que lo había inventado todo, que el monstruo a orillas del lago había sido una pura y simple alucinación. Para los locos siempre cabe la esperanza de una buena terapia, ¿no? En cambio, si es la realidad la que ha dejado de ser real, ¿qué esperanza queda?

Además, estaba decepcionada por el falso cariño que Schlafen le había mostrado. Ahora que sabía la verdad, ya no se sentía en su casa. Empezó a preguntarse si debía marcharse. Claro que, según él, los enemigos estaban a la vuelta de la esquina; ¿y por qué no decirles que aquella historia ni le iba ni le venía? ¿Que, aunque fuera cierta, quería ignorarla y que no sabía qué hacer con sus supuestos poderes?

Probablemente, todo se habría solucionado, y habría podido volver al orfanato. Enemigos como los que el profesor había descrito solo podían ser el fruto de una obsesión por mundos antiguos e historias sin importancia. Al fin y al cabo, era perfectamente factible que le hubiera contado una sarta de mentiras para tranquilizarla. O mejor dicho, para hacerla sentir como quería ser, es decir, especial. Que adoptara a Lidia, quien sí parecía creerse todas esas mentiras. Y ella regresaría al orfanato y, dentro de unos años, empezaría a trabajar con Giovanna. Sería una vida aburrida y sin ambiciones, sí, pero al menos estaría rodeada de gente que la aceptaba tal y como era, sin imponerle absurdas responsabilidades. Otros salvarían el mundo. Ella habría seguido viviendo en la realidad que conocía, una realidad sin monstruos ni dragones. Una realidad gris, pero segura.

No tenía más que decírselo al profesor Schlafen.

En los días siguientes, la casa se llenó de un extraño silencio. El profesor iba y venía de su estudio a la biblioteca y Sofía lo evitaba siempre que podía. Durante el almuerzo y la cena, mantenía los ojos clavados en el plato, y pasaba el resto del tiempo en su habitación, mirando el lago desde la ventana. Lo echaba de menos, pero no le apetecía pedirle a Thomas que la acompañara. Necesitaba su espacio de soledad, no un guardaespaldas que vigilara todos sus pasos. Se puso a estudiar. No era capaz de admitirlo, ni siquiera frente a sí misma, pero, en el fondo, se sentía atraída por aquella historia. Más que nada, deseaba comprender su sentido profundo. Se decía que solo era interés por disfrutar de la lectura de libros de fantasía, sus preferidos, pero no era cierto. Lo que ocurría, en realidad, era que su destino había empezado a envolverla sin remedio en su inexorable red. Empezó a ir a la biblioteca cuando el profesor no estaba. El problema era que resultaba imposible encontrar los libros que trataban de lo que le interesaba. Por ello, al final, decidió elegir los volúmenes al azar, sobre todo los de historia.

Cada tarde, cuando oía los pasos del profesor en el pasillo, frente a su habitación, pensaba que era el momento de salir para decirle que iba a marcharse y despedirse de él, pero algo la frenaba.

Luego, un día llegó Lidia. En cuanto la vio del brazo de Thomas, Sofía sintió unos celos irrefrenables. La situación ya era lo suficientemente complicada sin que esa engreída se entrometiera. Cuando descubrió que no venía por ella, Sofía aún se sintió peor. Desde lo alto de la escalera, espió al profesor mientras la recibía en casa con una sonrisa, antes de acompañarla a la biblioteca. Tras un intenso silencio de dos horas, Lidia salió de la sala con una expresión de sorpresa en su rostro. No se despidió de nadie, ni siquiera del profesor, y el único ruido que se oyó fue el golpe enérgico de la puerta.

Desde aquel día, acudió a la casa todas las tardes. Llegaba con una expresión de preocupación en la cara, concentrada en quién sabe qué pensamientos; luego se encerraba en la biblioteca para salir al cabo de largas horas. Nunca se quedaba a cenar ni iba a saludarla. A Sofía empezó a picarle la curiosidad. ¿A qué se debían sus visitas? ¿Qué se decían el profesor y ella? Una cosa estaba clara, había tenido buen ojo: el profesor sentía verdadera devoción por ella y quería que viviera en casa. Lidia era el tipo de hija que deseaba, y no alguien como ella, a quien había adoptado solo por necesidad. A Lidia, en cambio, la había elegido.

Sofía se sentía cada vez más melancólica. Miraba los árboles descoloridos en invierno y casi deseaba subir al tejado para disfrutar plenamente de ese panorama tan conmovedor.

De pronto, una tarde, el profesor decidió romper el silencio.

—He estado reflexionando, Sofía, y ahora te entiendo. Perdona si he tardado tanto.

Había una sinceridad terrible en esas palabras, terrible y triste. Pero ella no levantó la mirada.

—Aún eres muy joven y yo te he cargado con una responsabilidad demasiado grande. No es justo que no tengas otra alternativa. Lung, tu antepasado, la tuvo, y tú también debes tenerla.

Sofía no sabía adónde quería ir a parar Schlafen.

—Es evidente que no quieres cargar con este peso, y yo lo acepto. Por eso, no temas, ya no te pediré nada. Estás en tu derecho de rechazar a Thuban y de llevar una vida normal.

La chica sintió que tenía el deber de colmar el silencio que siguió a esas palabras, pero no sabía qué decir. No esperaba que las cosas tomaran aquel cariz; había imaginado aquella escena de forma distinta.

—No eres la única Draconiana, y, aunque lo fueras, yo soy un Guardián, no soy del todo inútil. De todas formas, ya hay una persona que ha aceptado al dragón que habita en su interior. Tú ya no estás obligada a hacer nada, alguien ocupará tu lugar.

—¿Lidia? —preguntó Sofía sin poder reprimirse, alzando la cabeza hacia su tutor.

El profesor Schlafen se limitó a asentir.

Ahora sí, todas las piezas encajaban. Ahora entendía por qué había insistido tanto en que fueran amigas, ahora se explicaban todas sus alusiones y las asiduas visitas de aquellos días.

—¿Eso significa que… debo irme?

Puedo, era «puedo» el verbo que debería haber utilizado, pero, por algún motivo, lo había cambiado.

—¡No! —contestó rápidamente el profesor.

Su tono resuelto eliminó la tensión que reinaba en la estancia.

—No quiero que te vayas; además, el exterior es un peligro para ti, al menos tal y como están ahora mismo las cosas. —Hizo una breve pausa—. De todas formas… si deseas irte porque sientes que esta ya no es tu casa, encontraremos la manera. Eres libre, Sofía, sea cual sea el sentido que quieras darle a esta palabra.

Ella supo claramente qué respuesta debía dar, y eso le dio rabia. Las mil veces que había imaginado esa escena, cogía las maletas y salía por la puerta sin decir una palabra. Así es como había que hacerlo, pero dijo algo muy distinto:

—Lo tengo que pensar.

Schlafen palideció ligeramente.

—Como quieras —repuso Schlafen, pálido—. Tendré que aceptar mi fracaso.

Esas palabras le hicieron un daño terrible. Recordó la primera vez que se vieron y sintió cómo la invadía la nostalgia.

El profesor se disponía a dejar la habitación; en el último momento, se detuvo en el umbral. Sofía observó su espalda curvada.

—Solo deseo que sepas que te quiero. Tu presencia se me ha hecho indispensable. Por eso te ruego que te quedes.

Y salió.

La orilla del lago estaba húmeda y fría. Solo cinco minutos. Eran lo que había acordado con Thomas. Estaba detrás de ella y le sostenía un paraguas abierto sobre la cabeza. La lluvia caía fina y helada, encrespando ligeramente la superficie plateada del agua. A Sofía le habría gustado bañarse. Era justamente lo que necesitaba. En el fondo, deseaba ponerse enferma. Al fin y al cabo, se lo merecía. Así sus problemas habrían terminado. Hasta la tarde anterior a aquella conversación, sabía muy bien qué debía hacer: irse, sin demasiados remordimientos. Claro estaba, existía el obstáculo de los enemigos que la acechaban, pero al menos sabía qué quería. En cambio, desde que el profesor le había pedido que se quedara, todos esos proyectos se habían esfumado, ya no sabía nada de nada.

«Es un truco. Quiere que te quedes para que cumplas tu misión», le susurraba una vocecilla malvada.

«Es sincero. Te quiere de verdad. Además, nadie lo obliga a ser tan amable y cariñoso contigo; su deber como Guardián era únicamente contarte la verdad, no llevarte de excursión a Roma, ni tratarte con tanto afecto», murmuraba otra voz persuasiva.

Sofía, suspendida entre esos dos pensamientos, se dio cuenta de que, en realidad, estaba huyendo. Se había pasado trece años deseando ser distinta a los demás, quizá un poco especial, y ahora que lo era y que encima tenía el destino del mundo en sus manos, se acobardaba. ¿Por qué tenía que tener siempre miedo de todo?

—El tiempo se ha agotado, lo siento, no es prudente permanecer fuera.

Thomas lo dijo en un tono sinceramente cohibido. Sofía se puso de pie, y le lanzó una última mirada al lago.

—Ánimo —le dijo con una sonrisa el mayordomo—. Sé que no es fácil, pero, aunque no se lo crea, le aseguro que no está sola.

Delante de la puerta de casa, se encontraron a Lidia con el pelo mojado y sin paraguas. Llevaba un abrigo de color lila y su mirada resuelta indicaba que había elegido su camino.

—Te estaba esperando.

—¿A mí? —dijo Sofía, muy tensa.

—Sí. —Lidia la asió del brazo y la arrastró dentro de la casa—. Te la robo un rato —le dijo con voz firme a Thomas.

La condujo por la escalera sin darle siquiera tiempo para protestar; luego abrió la puerta de su habitación y se acercó a la ventana.

—¿Qué…?

De un solo golpe, abrió la ventana y puso una rodilla en el pequeño alféizar.

—Necesito hablar contigo a solas, aquí fuera estaremos más tranquilas.

Sofía sacudió con fuerza la cabeza mientras las náuseas empezaban a apoderarse de ella.

—No, no, ¡por favor! ¡No quiero!

—No me importa lo que quieras —dijo Lidia, en tono seco.

La arrastró hasta fuera, y el viento, aunque plácido y suave, envolvió a Sofía, dándole la sensación de estar suspendida en el vacío.

—¡Por favor, te lo suplico! —Sofía estaba a punto de echarse a llorar.

—Yo te sujeto, deja de protestar.

La apretó con los brazos alrededor del pecho y la hizo deslizarse hasta la parte del tejado situada junto al alféizar. Sofía sintió cómo sus botas resbalaban por las tejas medio sueltas y viscosas. Estaba aterrorizada, la cabeza le daba vueltas de un modo descontrolado, y aunque intentaba mantener los ojos cerrados, podía imaginar con toda claridad el panorama que había bajo sus pies.

El vacío.

—¡Déjame!

Lidia no se dignó contestar. La arrastró de los brazos hasta el pequeño tejado de la buhardilla, y allí la sentó. Sofía sintió el frío del barro, pero no tenía valor para mirar. Luego escuchó un ruido de pasos y el crujido de una tela. Se encontraba mal, la lluvia le chispeaba delicadamente sobre el pelo y las gotas le resbalaban por las mejillas, mezclándose con las lágrimas. Respiraba aceleradamente por el miedo, y al final se tapó la cara con las manos.

Sin preocuparse por las buenas maneras, Lidia le apartó las manos del rostro. Las náuseas se apoderaron de ella enseguida, y, con un acto reflejo, Sofía apretó aún más las rodillas contra el tejado. Cuando entreabrió los ojos, vio que ambas estaban sentadas en el saliente de la ventana de su habitación. Lidia estaba frente a ella, y ocupaba casi todo su campo visual. Tras su bellísimo rostro serio solo pudo vislumbrar un trozo de cielo plúmbeo, iluminado en la parte baja por los reflejos carmesíes de la puesta de sol. Apretó los labios e intentó controlar el mareo.

—No seas quejica. No puedes caerte. Mi cuerpo te lo impide.

—¿Por qué me haces esto? —protestó Sofía, sorbiendo con la nariz—. ¿Por qué me tratas tan mal? Desde que nos conocimos, no has hecho más que humillarme.

Una bofetada muy fuerte le golpeó la cara, dejándola sin aliento. Se fijó en la mirada furiosa de Lidia. Se había enfadado de verdad.

—¿Y tú por qué te haces esto? ¿Por qué quieres implicar al profesor en tu sentimiento de autocompasión?

Sofía abrió los ojos como platos. ¿Qué mosca les había picado a todos?

—¿No ves que eres una miedica? ¿Que eso es lo único que te ocurre? Te da miedo subir aquí arriba, hablar conmigo, aceptar el cariño del profesor. No es más que miedo.

Sofía estaba sorprendida, pero también irritada. Mejor dicho, molesta. ¿Qué demonios sabía Lidia de cómo se sentía la gente como ella? ¿De cómo se siente alguien al ser ignorado o al ser el blanco de todas las burlas? ¿Qué sabía ella del miedo, de cómo llega a paralizarte, arrebatándote cada centímetro de tu vida?

—Tú no sabes nada de nada —murmuró.

—En eso te equivocas. Lo sé todo. De ti, de mí y de tu rechazo. Porque has decidido que no, ¿no es cierto? Has decidido no cumplir con tu deber.

—No se trata de mi deber —se ensombreció Sofía—. Es un deber impuesto por otros. Qué quieres que te diga, no siento a ese Thuban en mi interior. Yo creo que se ha esfumado. ¿Por qué iba a quedarse dentro de una miedica como yo?

—Veo que insistes en este victimismo de tres al cuarto —sentenció Lidia, con sincero desprecio—. No hay un porqué. Desciendes de Lung, y ese es el único porqué. Yo tampoco he elegido a Rastaban, pero él me ha escogido a mí y yo lo he aceptado. Yo también tengo miedo, ¿qué te crees?

—Tú nunca tienes miedo —murmuró Sofía—. ¿Cómo puede tener miedo alguien que hace las cosas que haces tú, que vuela…?

—Todo el mundo tiene miedo —la interrumpió Lidia con indignación—. ¿Crees que todos somos perfectos menos tú? Tengo miedo, mucho miedo, y todo lo que me ha contado el profesor me aterra, no lo entiendo, y también desearía huir, regresar a mi circo y seguir haciendo lo que siempre he hecho. Pero no puedo. Alguien me ha regalado un don, un don terrible: un germen, unos poderes que me asustan. Y no puedo deshacerme de ellos, tengo que darles un sentido. Por eso los usaré y haré lo que mis antepasados decidieron por mí.

Visto así, parecía fácil. Pero Sofía pensó que lo más seguro era que ella no llegara nunca a saber utilizarlos, que debía de haber un error, que no era la persona adecuada.

—No te necesito para hacer lo que debo hacer, y no he venido a convencerte para que me ayudes. Lo que ocurre es que me das rabia, una rabia tremenda. El profesor te quiere desde lo más profundo de su ser, has iluminado su soledad y para él eres especial.

—Tú no lo entiendes, no puedes entenderlo… —Sofía sacudió la cabeza.

—Eres tú quien no te entiendes a ti misma. Si prefieres seguir así, adelante, confórmate con vivir en el orfanato como un ratón en su jaula, eres libre de hacerlo. Pero quiero que sepas que no te falta nada, y que eres tú quien lo está rechazando todo: la posibilidad de hacer algo importante, algo útil, y el afecto de alguien que te quiere, que está renunciando a cumplir con sus obligaciones por ti. ¿Lo entiendes? El profesor no está cumpliendo con su obligación de Guardián, y es solo porque te quiere.

Sofía bajó la cabeza y dejó que las náuseas la dominaran por completo. Nunca se había sentido tan mal, y no era solo a causa del vértigo.

—Llévame abajo —pidió con un hilo de voz.

—Maldita miedica —susurró Lidia.

La apretó con sus brazos por la cintura y, con delicadeza, la ayudó a bajar del tejado, arrastrándola inerte hasta la ventana y luego hasta el interior de la habitación. Sofía se sentó en el suelo, cabizbaja, con la mirada fija en las baldosas.

—Ha tomado tu decisión —dijo Lidia, en tono frío, mientras se dirigía hacia la puerta—. Al menos debes asumir tus responsabilidades.