9
La rival de Sofía
idia había llegado puntual. Sofía la vio acercarse cogida del brazo de Thomas por la rápida senda que conducía a la puerta de entrada. El mayordomo reía divertido, mientras ella hablaba con soltura. Sofía no quería dar crédito a sus ojos. El modoso Thomas nunca había mostrado tanta confianza con ella.
Cuando entraron en casa, empezó el calvario. Para empezar, Lidia estaba guapísima con el pelo recogido detrás de la nuca, en un moño adornado con una flor. Su actitud era amable y educada, pero al mismo tiempo desenvuelta, como si no sintiera timidez alguna en medio de extraños. Había traído un pastel hecho con sus propias manos para agradecerle al profesor la invitación. Sofía quedó sorprendida. Ella, desde que estaba en esa casa, no había hecho nada parecido. No era por falta de ganas, sino porque no sabía cocinar.
Cuando el profesor le enseñó la casa a la invitada, Sofía los siguió en silencio. Estaba claro que su tutor tenía una debilidad por esa chica. ¿Y cómo no iba a ser así? Lidia era perfecta: elegante y refinada tanto en el habla como en sus gestos, siempre la palabra adecuada para cada circunstancia. Sofía empezó a sentir que no podía soportarla.
—Bueno, creo que ha llegado el momento de dejaros un rato solas —dijo de repente el profesor—. Sofía, ¿por qué no le enseñas la biblioteca o la llevas al lago? Thomas os acompañará con mucho gusto.
Sofía abandonó sus pensamientos tétricos, asintió con vigor y empezó a activar su imaginación. ¿Qué podía hacer para que su invitada lo pasara bien? Ahora ella era la dueña de la casa. Un sudor frío le recorrió la espalda.
En cuanto el profesor salió de la habitación, Lidia se le adelantó.
—La biblioteca está por ahí, ¿verdad?
Para cuando Sofía esbozó un gesto de asentimiento, la chica ya había cruzado la puerta y se encontraba en la sala con el árbol en el centro. Se quedó inmóvil en el umbral, sorprendida.
—¡Es increíble! —exclamó, volviéndose hacia Sofía con los ojos brillantes.
—Sí —contestó ella, pero era inútil seguir. Lidia ya había cogido varios libros de las estanterías y los hojeaba con interés. Se pasó así como una hora, sin que Sofía pudiera hacer o decir nada. Aquella chica llevaba un fuego en su interior que no dejaba de arder: su curiosidad era tan voraz, que a menudo olvidaba no solo que era una invitada, sino que junto a ella había otra persona.
Cuando Thomas les llevó las tazas de chocolate con galletas, Sofía se sintió a salvo; al menos, podría sumergir su vergüenza en la taza.
—¿Tú no sabes nada de estos libros, no?
Sofía estaba empezando a relajarse y a pensar en sus cosas cuando llegó esa pregunta impertinente.
—Bueno, yo…
—Thomas me ha dicho que hace poco que vives aquí. Qué suerte haber cambiado ese piojoso orfanato por esto, ¿no crees?
Sofía sintió una puñalada de rabia, pero intentó hacer caso omiso frente a aquella manera de referirse al lugar en el que había transcurrido su infancia.
—Pues sí —fue su seca respuesta.
—Si yo viviera aquí, me pasaría el día entre estos libros, buscando los orígenes de antiguas leyendas y de los mitos: dragones, guivernos…
—¿Guivernos? —preguntó Sofía, con gran curiosidad.
—¿No sabes qué son? —repuso Lidia, con aires de superioridad.
Ella enrojeció hasta las cejas.
Lidia tomó aliento y adoptó un aire de marisabidilla:
—Son criaturas parecidas a los dragones, pero tienen dos patas en vez de cuatro. En realidad, son más bien como serpientes aladas. Tienen una cola venenosa en forma de garfio. En la tradición heráldica, son el símbolo de la peste, mientras que, en otras tradiciones, traen mala suerte y calamidades. Son animales muy desagradables.
Al oír esa descripción, Sofía sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Había algo familiar en ese relato. El aire impertinente de Lidia la ayudó a superar ese momento de desconcierto.
—¿Cómo es que sabes tantas cosas?
—Mi abuela me contaba siempre estas historias, la del Árbol del Mundo y las otras leyendas… cosas de pueblo, en fin, de tradición popular. Me las contaba para que me durmiera, en lugar de los típicos cuentos. A mí me encantaban, y por las noches siempre soñaba con una blanca ciudad voladora.
Sofía se quedó petrificada, con las manos congeladas alrededor de la taza que iba a llevarse a los labios.
—¿Una… ciudad voladora?
—Sí, era otra historia de mi abuela. Al parecer, existe una ciudad que, hace miles de años, se despegó de la tierra, y ahora vaga por los cielos. Nadie sabe dónde está, pero un día volverá a aparecer en todo su esplendor. Entonces los hombres volverán a vivir en paz con la naturaleza.
Sofía dejó con cuidado la taza en la mesa.
—¿Y tú sueñas a menudo con esa ciudad?
—¿Qué hay de extraño? —respondió Lidia—. Es un sueño como otro cualquiera.
Sofía se quedó callada. Se preguntó en qué libro se hablaba de aquella leyenda… tenía que encontrarlo.
—¡Anda, vamos fuera a dar un paseo!
Sofía volvió en sí. Miró el enorme reloj de péndulo que había en un rincón. Dentro de poco iba a oscurecer.
—Es tarde, el profesor no nos dejará salir solas, ni siquiera si nos acompaña Thomas.
—¿Es una broma? —replicó Lidia, con los ojos como platos—. Pero ¿por qué?
—No lo sé, creo que tiene que ver el hecho de que, hace unos días, asaltaron el orfanato en el que yo vivía. Desde entonces, no quiere que salga al anochecer. No sé, a lo mejor tiene miedo de que me pase algo…
—Vaya… —Lidia apoyó la barbilla sobre las manos cruzadas—. ¿Y un paseo por el jardín?
—No sé…
—Eres demasiado obediente, Sofía —dijo Lidia en tono pícaro—. Anda, ven.
La condujo al piso de arriba y le pidió que la llevara a su habitación. Cuando entró, se sintió confundida. Sofía se preguntó si tendría algo que ver con los sueños que al parecer compartían, pero Lidia enseguida volvió en sí. Fue hacia la ventana y la abrió.
—Voy a ver si hay moros en la costa. Si no hay problema, te aviso y me sigues.
Sofía no daba crédito a sus ojos; de pronto, vio cómo Lidia saltaba la pequeña cornisa y comprendió la gravedad de la situación.
—¡No creo que sea buena idea! —le gritó.
Pero Lidia ya había saltado.
Sofía corrió hacia los postigos, pero tuvo que detenerse a unos pocos centímetros. Empezaron a zumbarle los oídos y la cabeza le daba vueltas. No iba a hacerlo, era imposible, no podía.
Lidia se asomó desde el tejado y la miró de arriba abajo, como si fuera la cosa más normal del mundo. Había subido a la buhardilla, y ahora estaba colgada de la cornisa de la ventana.
—No es difícil, tú también puedes lograrlo, si…
Se detuvo y miró a Sofía, con una mezcla de curiosidad y preocupación. Estaba blanca como el papel.
—Pero ¿qué te pasa?
—El profesor no quiere… —murmuró Sofía con un hilo de voz.
—¡Y qué más da! Además, no estás saliendo sola. Mejor dicho, sigues estando en casa, lo único es que estás en el tejado.
—Yo… —susurró Sofía, y retrocedió varios pasos.
Lidia se puso seria. Se irguió, dio un salto y entró de nuevo en la habitación.
—¿Tienes miedo? Ya te sujeto yo, es más fácil que la otra tarde, te lo prometo.
Sofía se apoyó en el escritorio.
—Cierra la ventana, te lo pido por favor…
—Vale, vale, tranquila.
Lidia obedeció, sin quitarle los ojos de encima.
Cuando vio la ventana cerrada, Sofía consiguió al fin normalizar su respiración.
—¡Ya lo tengo! —Lidia la apuntó con un dedo inquisidor—. Ahora lo veo, está clarísimo. ¡Tienes vértigo!
Sofía bajó la cabeza, mientras una desagradable sensación de calor le recorría la cara desde las orejas.
—Eso también explica lo del elefante. Era demasiado alto para ti…
Lidia se echó a reír con malicia.
—No es culpa mía —replicó Sofía, resentida.
—Claro que no. Pero eres un poco tiquismiquis, ¿no?
Seguía tomándole el pelo, mientras Sofía permanecía inmóvil delante de ella, sin saber qué decir. Le habría gustado encontrar la manera de hacerla callar. Era normal tener un punto débil, todo el mundo lo tenía. Pero en ese momento no se le ocurría nada.
—Te aseguro que estar suspendida en el aire es la cosa más bonita del mundo —insistió Lidia, y los ojos le hacían chiribitas—. Y ver el vacío bajo tus pies, bueno… es una experiencia increíble. Es como volar, como ser un pájaro.
—Me da miedo caerme —dijo Sofía, simplemente, mientras sentía un intenso sudor frío.
—Caerse es volar. El problema no es caerse, sino saber aterrizar —replicó Lidia, con aires de gran experta—. De todas formas, no temas, no tienes que venir conmigo al tejado si no quieres. Aquí no hay nadie que pueda reírse de ti como en el circo.
Sofía sintió cómo la invadía la rabia.
—Tal vez no fuera tu intención —prosiguió Lidia—, pero estuviste genial. Tendrías que hacer de payaso.
Aparentemente, lo decía en serio, y esto irritó aún más a Sofía.
—Es mejor que volvamos al piso de abajo —dijo.
—Era broma —replicó Lidia—. No te puedes ofender por cualquier cosa, hay que tomarse la vida con más ligereza.
Sofía esbozó una sonrisa poco convencida.
—De todas formas, preferiría volver a la biblioteca.
—Como quieras —repuso Lidia, encogiéndose de hombros.
Durante la cena, el profesor le preguntó cómo había ido. Sofía no sabía si era mejor decirle la verdad o mentir. Al final, decidió no robarle su entusiasmo confesándole que Lidia se había mostrado demasiado segura de sí misma, que detestaba la forma en que le tomaba el pelo y que aún le molestaba más que se comportara como si estuviera en su casa. Ah, y tampoco soportaba su manera de cautivar a todo el mundo haciéndose la ingenua.
—Bueno, no ha estado mal —contestó, mirando hacia otro lado.
El profesor estudió su actitud, para entender qué querían decir exactamente esas palabras.
—Es huérfana como tú.
A Sofía le pareció curioso. No imaginaba que alguien como Lidia, a quien todo le salía bien, pudiera tener una historia parecida a la suya.
—Se ha criado con su abuela, una vidente que leía las cartas. A su muerte, Lidia se quedó sola. El circo es su única familia.
Sofía miró el plato. De repente, se sintió cruel por haberla encontrado tan antipática. A fin de cuentas, parecían compartir muchas cosas.
—¿Te gustaría que volviera a venir?
¿Volver a verla saltando por la ventana y colgándose de la cornisa como un mono? ¿O verla cogida del brazo de Thomas, o toqueteando los libros de la biblioteca? No, gracias. Entonces vio la mirada esperanzada del profesor.
—Puede que de vez en cuando… —le concedió.
—Tenéis mucho en común, querida Sofía, créeme —sonrió él—. Estoy seguro de que haréis muy buenas migas.
Aquella noche, Sofía no pudo pegar ojo. Pensaba una y otra vez en la tarde, volvía a ver a Lidia y la cara del profesor mientras hablaba con ella. Le gustaba, estaba más que claro. Tal vez por eso insistía tanto en que fueran buenas amigas. Si congeniaban, Lidia iría a menudo a su casa.
Los mármoles blancos de su habitación brillaban a la luz de la luna, y Sofía se preguntó qué diablos hacía allí. El piojoso orfanato era su hogar. El profesor había cometido un gran error, y tal vez empezaba a darse cuenta. A lo mejor estaba pensando en devolverla y en adoptar en su lugar a aquella chica tan inteligente y adorable. Ella sí que era especial. Había salido como un rayo de la ventana, y estaba dispuesta a desobedecer con tal de salir a dar un paseo. Porque no había nada que temer en el bosque. No había ningún secreto, solo un laberinto silvestre de plantas, que por la noche no iban a transformarse en criaturas amenazadoras.
Sofía se levantó. Necesitaba estar junto al lago, lo presentía. Mirar el reflejo de la luna en sus aguas plácidas, y tal vez sentir cómo el frío del invierno se le metía en los huesos. Sí, eso era lo que necesitaba.
Cuando puso los pies descalzos en el suelo, se sintió exactamente como el último día que había pasado en el orfanato. Al contrario de lo que pudiera parecer, nada había cambiado desde entonces, porque ella no había cambiado. Bajó la escalera con calma, intentando controlar el crujido de los peldaños de madera bajo sus pies. Hacían un ruido infernal, o eso le parecía a ella. Pensó que Lidia habría sido mucho más sigilosa, con su elegancia felina. Probablemente, habría utilizado un tronco para descender…
El abrigo aún estaba junto a la puerta. Sofía se lo puso encima del pijama y se calzó un par de botas. Luego apoyó la mano en el tirador y dudó un instante. Al profesor no le habría gustado.
«Y qué más da».
Había dicho Lidia.
«Pero el bosque estará oscuro, y el lago…».
Sacudió la cabeza con convicción. No eran más que tonterías.
Abrió la puerta, y el aire helado la embistió. Tembló, y se apretó el abrigo contra el pecho. Era una noche de luna llena, y el bosque parecía una masa negra y compacta bajo el cielo terso.
«El camino es corto, solo tengo que correr un poco».
No perdió más tiempo. Cerró con delicadeza la puerta de entrada y se lanzó a la carrera en el bosque, haciendo el máximo ruido posible para no oír cualquier otro ruido sospechoso o desconocido. Se deslizó varios metros hasta aterrizar sobre la alfombra de hojas secas, a orillas del lago.
Allí estaba. Un espejo oscuro partido en dos mitades por el reflejo de la luna. El agua estaba tranquila y el cielo, estrellado. Orión, las Pléyades en lo alto, veladas. Sofía se quedó sentada; las palmas de las manos, sobre el suelo, y su abrigo empezaban a coger humedad.
Suspiró, se llevó las rodillas al pecho, y fijó su mirada en aquel panorama melancólico. No sabía exactamente por qué, pero se sentía triste. Se sentía como si hubiera fallado en todo, como si la suerte que le había caído del cielo fuera inmerecida. Algún día, alguien se daría cuenta, y todo se desvanecería, se derretiría como la nieve bajo el sol. Estaba a punto de abandonarse al llanto, cuando vio una sombra a lo lejos. Capturó su atención porque volaba bajo y emanaba un extraño brillo. Forzó la vista para distinguir lo que era, y fue como si, de repente, el bosque hubiera mudado su semblante. Todo a su alrededor se pobló de ruidos siniestros y murmullos sombríos, y Sofía tuvo miedo. Estaba allí sola, fuera de los muros protectores de la mansión, y estaba haciendo algo prohibido. Instintivamente, se apartó de la orilla. Aquella figura lejana seguía acercándose y, poco a poco, la chica vislumbró un par de alas. Pero ¿qué pájaro podía ser ese? Se echó hacia atrás, el corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho. Estaba a punto de ocurrir algo horrible, lo presentía. Cuando el ser se detuvo en seco, a pocos metros de la orilla, Sofía sintió vértigo. La escena era tan absurda que la aturdió.
Delante de ella vio a un chico regordete, vestido con un pijama medio rasgado. Sus pies descalzos rozaban ligeramente el agua helada, pero él no parecía darse cuenta. Su rostro era impasible como el de un muerto, a excepción de los profundos ojos rojos, abiertos como platos. En su espalda, dos enormes alas metálicas se agitaban mecánicamente y lo mantenían suspendido en el aire, emitiendo un silbido bajo y constante. Sofía lo oía perfectamente porque a su alrededor se había hecho un silencio absoluto, como si el bosque estuviera aguardando algo.
—Te he encontrado —dijo él con voz inhumana.
Levantó un brazo hacia ella y cerró el puño. Al instante, lo cubrió una capa de metal en forma de cabeza de serpiente.
Sofía estaba paralizada por el miedo.
«¡Nidhoggr!», pensó de repente. No tenía ni idea de lo que significaba ese nombre, y tampoco se explicaba de qué abismo de su conciencia había surgido. Solo sabía que se hallaba ante el mal.
—¡Muere!
Una palabra fría como la hoja de un puñal brotó de los labios exangües del chico. De la boca de la serpiente salió una lengua metálica en dirección hacia ella. Sofía gritó, desesperada, pensando en el dolor que sentiría en breve. Pero no llegó. En su lugar, percibió un estruendo y un intenso calor en la frente.
Abrió los ojos, incrédula. Delante de ella surgió de la nada un muro de lianas. La hoja intentaba abrirse camino, pero no lo lograba. La mano derecha de Sofía estaba tendida y abierta hacia aquel nudo de lianas, y la notaba caliente, casi entumecida, mientras el lunar seguía parpadeando.
No podía pensar. Tenía miedo, un miedo terrible. ¿Quién diablos era aquel chico? ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué había adoptado ella esa posición de defensa? Cerró el puño, y las lianas desaparecieron, como si no hubieran existido nunca. De golpe, vio el rostro inexpresivo del chico, la terrible cabeza de serpiente aún inclinada hacia ella.
Echó a correr con toda la fuerza que tenía en las piernas. Tropezó, pero recuperó enseguida el equilibrio y siguió corriendo, empujada por un terror sin nombre. A su alrededor, percibía el silbido de la hoja que rajaba los troncos de los árboles. Era como si la hiriese a ella. Al final, cayó rendida por el sufrimiento. La lengua metálica le golpeó un brazo y el fuego vivo le penetró en la carne. Volvió a gritar, y las ramas de los árboles se alargaron, sus hojas se transformaron en dedos y envolvieron al agresor, inmovilizándolo en una telaraña.
Sofía estaba desconcertada. Las alas se movían convulsamente, para intentar liberarse, pero el chico seguía sin mostrar expresión alguna en su rostro, se limitaba a mirarla con sus ojos rojos.
—¡Socorro, socorro! —gritó ella, mientras las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas ardientes.
—¡Corre, deprisa! ¡Por aquí!
No sabía de quién era esa voz, pero la siguió. Se puso de pie con lágrimas en los ojos, sujetándose el brazo herido, y no se detuvo hasta que alguien la agarró con fuerza, envolviéndola en un abrazo cálido y seguro. Luego escuchó una leve vibración que la aturdió.
—Todo está bajo control, estás a salvo… la barrera está activa. Todo ha terminado.
Entre sollozos, Sofía distinguió el rostro tenso pero sonriente del profesor. Se abrazó a él y lloró a lágrima viva.