8
Una tarde en el circo
atatoskr se encontraba solo en el centro de la habitación oscura. Los débiles rayos de la pálida luna que brillaba esa noche atravesaban la ventana, vacía como la órbita de un cráneo, e iluminaban tenuemente el suelo. El lugar era una vieja fábrica abandonada, que había cerrado tras el fallecimiento del propietario. Poco a poco, se había ido llenando de malas hierbas, y con el tiempo la habían ocupado un sinfín de desesperados que no tenían otro lugar donde pasar la noche. Eran los sin techo, los desechos de la sociedad, los excluidos que la ciudad rechazaba y ocultaba ante los demás.
El chico aspiró la desesperación de aquel lugar. Los había visto dormir en la planta de abajo, envueltos en periódicos o tapados con cartones. El dolor que impregnaba esa fábrica lo hizo sentir como en casa. Y a su Señor también le gustaba.
Unos pasos ligeros interrumpieron el hilo de sus pensamientos.
—Tú siempre meditando, ¿eh, Ratatoskr?
Era la voz irónica y ligera de Nida.
Ratatoskr se volvió hacia ella. Bajo la clara luz de la luna, la palidez de la chica le confería una belleza oscura e indescifrable.
—¿Y bien? —la interrogó, dirigiéndole una mirada glacial.
—Tenemos que hablar con nuestro Señor. —La sonrisa desapareció de los labios femeninos.
El chico adoptó una expresión de enfado, y se pasó una mano por el pelo con evidente indignación.
—¿Has fallado?
—No tengo intención de contar dos veces la misma historia. Llamemos a nuestro Señor, y lo sabrás todo.
Ratatoskr resopló, luego cogió la mano de su compañera entre las suyas y cerró los ojos.
—Desde lo más hondo de tu prisión, te invocamos, oh, Eterna Serpiente, responde a nuestras súplicas —rezaron al unísono.
La oscuridad que los envolvía se hizo densa, y la luz de la luna dejó de reflejarse gradualmente en el suelo para dejar espacio a una nada viscosa. Muy pronto, Nida y Ratatoskr se sumergieron en la oscuridad total. Lentamente, la negritud coaguló en una mancha de contornos indefinidos, y dos pequeños puntos de luz brillaron en ese espacio sin tiempo ni forma. Eran ojos, dos ojos milenarios que ardían con una sed de odio implacable.
Los dos jóvenes temblaron ante aquel ser. Era su Padre, la criatura antigua y terrible que les había dado la vida. Ellos no eran más que una parte de su espíritu que, al separarse del ser inicial, había buscado cobijo en el mundo, tomando posesión de sus cuerpos. Dos siervos dotados de una voluntad independiente, pero siempre sometidos a su poder. Ambos agacharon sus cabezas en signo de respeto y obediencia.
Nidhoggr volvía a estar entre ellos.
—He hecho lo que me pedisteis —dijo Nida, rompiendo el silencio—. He ganado para vuestra causa un joven y lo he enviado en busca de la Durmiente.
Se oyó un prolongado gruñido complacido. La chica tragó saliva. Ahora venía lo peor. Su compañero la miraba expectante: sabía perfectamente, igual que ella, que cualquier mínimo error sería castigado con severidad. Nida no quería quedar mal delante de él; se había jurado que ella sería la elegida como favorita de su Amo y Señor.
—Nuestro siervo no la ha encontrado, mi Señor.
Percibió la cólera de Nidhoggr propagándose a su alrededor.
—¿Estás diciendo que has fallado?
—No, no, mi Señor, ¡lo juro! —exclamó Nida, levantando la cabeza—. Es solo que necesitamos más tiempo, tal vez la joven se haya refugiado en otro lugar…
Un rugido llenó el espacio, y Nida se llevó las manos a los oídos, presa del terror.
—Tú ya sabes que no tolero ningún retraso en el cumplimiento de mis órdenes. Recuerda que, del mismo modo que te he dado la vida, también puedo arrebatártela.
La joven asintió, temblorosa. Siguió un silencio largo e inquietante.
—Ya no percibo la presencia de la Durmiente.
—¿Creéis que está… en su poder? —intentó decir ella entre balbuceos.
—Reza para que no sea así —contestó su Señor con una voz tremebunda, que vibraba por la intensa rabia contenida—. Cuando aún pisaba esta tierra, los Guardianes tenían medios para ocultarme lo que más quería. Barreras, hechizos y otros trucos que los malditos dragones les habían enseñado. Pero una Durmiente no puede vivir oculta eternamente. Tú la encontrarás, tanto si está con ellos como si no.
Nida asintió con prontitud.
—Si no lo haces, conocerás mi venganza.
La chica abrió sus ojos de par en par, presa del miedo, pero no tuvo ni tan siquiera tiempo de formular una respuesta satisfactoria. Él la miró y ella sintió un agudo dolor que le recorría todos los miembros del cuerpo. Era como si algo comprimiera sus huesos hasta partirlos. Gritó con todas sus fuerzas. Luego cayó de rodillas, jadeando.
—Esto es una advertencia.
—Me lo merezco… —murmuró con el poco aliento que le quedaba—. Me lo merezco…
Nidhoggr no añadió nada más y se dirigió a Ratatoskr, quien bajó enseguida la mirada.
—Irás al orfanato e investigarás. Cuando descubras dónde se encuentra la chica, envía al siervo para que acabe con ella.
—No os fallaré, mi Señor —repuso el chico con decisión.
Al oír esas palabras, el rojo intenso de sus ojos se fue apagando. Ratatoskr y Nida volvían a estar solos en la fábrica abandonada. Ella se derrumbó en el suelo, exhausta. Se apretó el abdomen con las manos, pero el dolor le recorría todo el cuerpo. Su compañero se levantó sin preocuparse por su sufrimiento.
—Yo me voy. Hasta mañana por la tarde —dijo. Luego se inclinó hacia ella y añadió—: Espero que te haya servido de lección…
Le dirigió una sonrisa maligna y se fue. Nida lo observó mientras se alejaba, mordiéndose los labios hasta sangrar.
—Esta tarde, toca circo.
Así lo había sentenciado el profesor, con su habitual sonrisa en los labios. Sofía se había quedado sin palabras. Desde que se había mudado a aquella casa, no había hecho ni una sola salida al exterior. Por regla general, el profesor se pasaba el día en la biblioteca, ella leía en su habitación y Thomas ojeaba el periódico. Además, desde el ataque al orfanato, las cosas habían empeorado. Su tutor inventaba cada día nuevas excusas para que ella no fuera sola al lago; o salían juntos o no se salía. Los paseos en el bosque se habían convertido en una rareza. Al final, casi empezaba a echar de menos el orfanato. Quería ver a otra gente, pero Schlafen le había dicho que no había institutos cerca de allí.
—El más cercano se encuentra en Castel Gandolfo, y no hay medios de transporte rápidos hasta allí. Obligarte a que hagas cada mañana a pie una distancia así me parece cruel.
Y había añadido que no era ni tan siquiera necesario. Con él como profesor tenía suficiente; además, en un centro público no le enseñarían ciertas cosas que él consideraba imprescindibles para su formación. Por eso era mejor seguir de ese modo y, como máximo, si tal era su deseo, podía presentarse al examen de final de curso por libre, con lo cual legalizarían su situación. Sofía aceptaba estas explicaciones, aunque sin demasiada convicción. Le parecía como si él pretendiera mantenerla a salvo, como si algo o alguien fuera de aquellas paredes quisieran hacerle daño. ¿Y qué podía hacer? De todas formas, había sido una suerte que la adoptaran a su edad, y encima que lo hubiera hecho alguien que la trataba muy bien y hasta era simpático.
—¿Te ha sorprendido la idea del circo? —le preguntó su tutor, sonriendo.
—Bueno… un poco… es la primera tarde que salimos…
—¿Qué mejor ocasión que esta para estrenar tu vestido nuevo?
La joven aceptó pasivamente, más para poder salir que por otra cosa. No sabía ni tan siquiera que había llegado el circo. Lo cual no era de extrañar, porque iba muy poco al pueblo.
Habían montado la carpa en el amplio espacio situado frente al lago, una zona que había visto el primer día, al llegar a Albano. Tenía un aspecto más bien decadente. Las tiras amarillas y azules que la decoraban estaban desteñidas, y el circo no parecía muy grande. Sofía se entristeció.
—¿Es bonito, no? —sonrió el profesor.
Ella asintió para complacerlo. No entendía mucho de circos. Solo los había visto en la televisión, y lo que más le había llamado la atención era que los payasos le infundían una mezcla de antipatía y temor. Siempre había pensado que era una reacción típica de niños miedicas.
El profesor le compró una nube enorme de algodón, y Sofía sumergió en ella la cara.
—¿Por qué no le haces una foto al elefante? —le preguntó de pronto.
A Sofía se le heló la sangre. Animal, grande y desconocido: tres palabras que la inquietaban. Lanzó una mirada hacia donde estaba el animal. Había una cola de niños acompañados de padres con cara de aburrimiento y un elefante con aire abatido y resignado. No habría sabido explicar el porqué, pero estaba segura de que ese elefante era viejo y estaba bastante harto de tener que prestarse a ese estúpido jueguecito. Al lado del animal, una joven con un traje brillante y larga melena negra ayudaba a los niños a subir, y los vigilaba para que no se hicieran daño.
Sofía la miró. No, tenía claro que no deseaba hacerlo.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Y por qué no?
Sofía se preguntó si era oportuno ser sincera y decir que tenía miedo y que, además, se habría sentido ridícula haciendo algo que, evidentemente, solo gustaba a los menores de seis años.
—Yo… no sé… no…
No fue capaz de decir otra cosa, porque el profesor ya la había arrastrado hacia la cola.
—En serio, profesor —intentó protestar—, no me siento a gusto, aquí solo hay niños pequeños.
—Por favor, Sofía, no tengo ni una foto tuya… ¡esta sería original!
Ya, muy original… ella haciendo el payaso entre las orejas de un elefante. Habría sido original, pero no era exactamente la imagen que quería dejar de ella para la posteridad. Fueron necesarios algunos minutos de espera. A Sofía le dio tiempo de observar cuidadosamente al animal y a la chica, pasando con la mirada de uno a otra. El elefante parecía tranquilo, y ella era guapísima. Delgada y con una figura atlética, tenía un pelo extraordinariamente brillante, negro y lleno de matices, que le llegaba hasta media espalda. Sin embargo, lo que le llamó más la atención fue el lunar que tenía entre las cejas. Era de color rojo oscuro, con forma oval, exactamente igual y en el mismo sitio que el suyo. Así pues, las unía una extraña coincidencia.
—El siguiente.
Tenía una voz bella y armoniosa, por no hablar de su sonrisa de manual. De pronto, cuando sus ojos vieron a Sofía y al profesor, en su mirada surgió una nota de desconcierto. Sin duda, debía de preguntarse cómo podía una chica de trece años querer hacerse una foto montada en el elefante.
—Pasen —dijo en un tono exageradamente afectado, y añadió con evidente ironía—: ¿Quién va a posar para la foto?
—Sofía —contestó el profesor con una sonrisa, mientras la empujaba hacia adelante. La sujetaba por los hombros, como si exhibiera un trofeo digno de orgullo—. ¿Y tú cómo te llamas?
La joven hizo una elegante reverencia.
—Lidia, para servirle. Ven, Sofía…
Le tendió una mano. Ella vaciló al agarrarla. Le lanzó una mirada de desasosiego al elefante, y el animal correspondió con una expresión de hastío.
—¿Es peligroso? —preguntó con un hilo de voz.
Lidia rio abiertamente.
—Es muy bueno, ya lo verás. Pon el pie en la banqueta y luego agárrate a la cuerda.
Sofía observó la banqueta: no era más que un inestable taburete de madera prensada. Pero en ese momento ya no podía echarse atrás.
Lo hizo lo mejor que pudo, a pesar de sentirse absurda en esa situación. Intentó subir sobre el lomo del animal, pero no lo logró.
—Tienes que tirar de la cuerda con los brazos. —La voz de Lidia iba adquiriendo un tono cada vez más cómico.
—Es lo que intento…
La multitud de padres y niños que esperaba su turno empezó a concentrarse en la escena. A Sofía le hervía la sangre en las orejas. Seguro que estaban bien rojas.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Lidia, en tono burlón.
—Yo…
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sofía notó algo sólido bajo sus pies y una energía poderosa que la empujaba hacia arriba. Gritó, ahogando un coro de risitas que casi no oía. El elefante la había ayudado a subir con su trompa, pero el resultado no fue el esperado. Sofía aterrizó con el estómago sobre el lomo del animal y el trasero hacia arriba. Abrió los ojos un instante y vio un grupo de desconocidos que se reían a carcajada limpia. Los cerró enseguida; la cara le hervía de rabia.
—Bueno, ya casi lo hemos conseguido, ¿no? —dijo Lidia, dirigiéndose al público.
—Déjame bajar —le imploró Sofía.
—Venga, va…
—Déjame bajar, te lo suplico…
Sofía sintió otra sacudida, y la trompa del animal se volvió a poner en acción.
—¡Quiero bajar!
—Vale, vale, como quieras —la tranquilizó Lidia.
Con una agilidad que Sofía no podía siquiera imaginar, la joven saltó sobre el lomo del animal y le puso el brazo alrededor de la cintura.
—Solo tienes que dejarte caer, yo te sostengo.
Sonreía con aire divertido, y Sofía se sintió como una estúpida. Se deslizó con cuidado, siguiendo las instrucciones, pero, al rozar el dorso del animal, se le subió el vestido, dejando al descubierto un trocito de las braguitas de topos que había tenido la brillante idea de ponerse. Otra carcajada, el golpe de gracia para su orgullo herido.
—¡Un aplauso para Sofía, que ha logrado salir con vida de esta aventura!
A la gente le faltó tiempo para estallar en aplausos.
—Vámonos —imploró la chica.
—Sí, tal vez sea mejor que entremos —asintió el profesor.
Lo hicieron en silencio, y del mismo modo sigiloso tomaron asiento.
—No pasa nada… solo ha sido un episodio divertido —le dijo él al cabo de un rato.
Sofía mantuvo la mirada clavada en el suelo.
—¿De veras te has enfadado? Lidia estaba bromeando.
—He quedado como una inútil…
—Oh, no creo que nadie haya pensado que eres una inútil.
Su tutor le dirigió una mirada sonriente y amable, pero no logró apaciguar sus ánimos. Sofía se sentía humillada, y también era culpa del profesor. Estaba claro que ella había puesto mucho de su parte, por ser tan patosa, pero él debería haberse dado cuenta y evitarle hacer ese ridículo tan espantoso.
Las luces se apagaron y el presentador hizo su entrada triunfal al son de las trompetas.
—Perdóname —le susurró al oído el profesor, y, por un momento, a ella se le olvidó el incidente.
Se trataba de un pequeño circo, más bien pobre, pero Sofía se lo pasó muy bien. Los payasos eran extraordinarios: eran capaces de hacer reír con una mueca. Y el único elefante, el mismo que había intentado montar, había nacido para los escenarios. Se mostraba obediente y simpático, y parecía incluso que se divirtiera. El mago cortó por la mitad a una mujer anciana y el malabarista sorprendió al público con un número con espadas.
Luego el foco se concentró en el techo. Sofía alzó la mirada. Ahí estaba ella, Lidia, con el mismo traje brillante, decorado con una nube de tul verde que le daba un aspecto de bailarina. Se hallaba suspendida a diez metros del suelo, y tenía entre las manos una gran tela blanca. Solo con mirarla, a Sofía le bajó por la espalda un sudor frío. Imaginó cómo debía de ser la sensación de estar suspendida allí arriba y contemplar el vacío desde las alturas. La cabeza empezó a darle vueltas. Instintivamente, apretó con fuerza la mano al profesor.
Un redoble de tambores anunció el principio del número. Lidia se dio un ligero impulso y simplemente voló. Su cuerpo diminuto volteaba con una elegancia extraordinaria, sujeto a esa tela con la única fuerza de sus manos. Parecía que la fuerza de la gravedad no existiera para ella. Su cuerpo era ligero como una pluma, el aire parecía ser su elemento.
A Sofía la cautivó aquella imagen; Lidia tenía su edad, pero hacía cosas increíbles. Al final, se enrolló en la tela, y casi llegó a tocar el techo de la carpa. Luego se dejó caer. Entre el público se alzó un murmullo de preocupación mientras Lidia caía con la tela, que se desenrollaba a la altura de su cintura. A un milímetro del suelo, cuando estaba a punto de aplastarse contra el escenario, agarró con fuerza la tela. Se posó en el suelo con delicadeza, sobre la punta del pie derecho, ligera como una pluma. El público estalló en una sonora ovación, a la que Lidia respondió con una profunda reverencia. El profesor estaba entre los que aplaudían con mayor entusiasmo.
—Extraordinaria, ¿no crees?
Sofía se limitó a asentir con la cabeza en silencio.
Una vez terminado el espectáculo, se acercaron a felicitar a la joven acróbata entre bastidores. A Sofía no le apetecía mucho. Ahora que la había visto volar, aún la avergonzaba más la escenita que había protagonizado antes del espectáculo. Pero su tutor no admitió excusas.
—¡Has estado increíble allá arriba! —le dijo a Lidia nada más verla.
—Muy amable, pero otras veces me sale mejor —contestó la acróbata, con la mirada brillante y con falsa modestia. Luego le dirigió a Sofía una mirada de superioridad.
—Es verdad, lo has hecho muy bien —dijo ella. Se sonrojó y sintió una instintiva antipatía hacia aquella chica. Tal vez por el ridículo que había hecho con el elefante, o tal vez solo por envidia. Y se avergonzó de aquel sentimiento tan mezquino.
Lidia sonrió con presunción.
—¿Hasta cuándo os quedáis? —le preguntó el profesor.
—Estaremos por lo menos un mes.
—Entonces podrías venir a visitarnos algún día, ¿qué te parece?
Sofía se volvió de golpe hacia él. ¿Cómo se le ocurría algo así? No había comprendido cuál era su estado de ánimo.
—Nosotros vivimos en una casa que da al lago, y serías nuestra invitada. Sofía siempre está sola, y le gustaría tener un poco de compañía de alguien de su edad.
—¿Por qué no? —dijo Lidia, mirando a Sofía con aire sarcástico.
—Entonces quedamos así. Pasado mañana enviaré a mi mayordomo a recogerte. Ahora es mejor que nos vayamos.
Sofía se despidió con un simple ademán. Esta vez estaba resentida de verdad.
—Bueno, ¿estás contenta de tener una amiga? —le preguntó el profesor de camino a casa.
Sofía estaba encogida dentro del abrigo.
—Para ser sincera, acabamos de conocernos. Tal vez no haya sido una buena idea invitarla así, sin pensarlo dos veces.
Se arrepintió enseguida del tono áspero de su respuesta.
—Oh, pero pronto os conoceréis mejor —replicó el profesor—. Ya lo verás, estoy seguro de que es muy simpática.
¿Cómo iba a dirigirle la palabra a alguien que, a fin de cuentas, la había humillado en público? ¿Y que, por si eso fuera poco, era mucho más guapa y elegante que ella y tenía mucho más talento? Sofía no entendía a qué venía tanta insistencia, y comprobar que el profesor no entendía lo que le había dicho la amargaba terriblemente.