7
Alas metálicas
attia estaba encerrado dentro de un lavabo y se miraba en el espejo. Estaba sudando y no lograba decidirse.
—Con y sin, con y sin… —repetía en voz baja, intentando armarse de valor para dar el paso.
Ya se veía sin papada y sin esos mofletes regordetes. Por fin tendría un aspecto decente y una mirada resuelta.
«¿Y si, en contra de lo que me pareció, Nida no es un hada buena?».
Se quedó pensativo, observando el metal brillante. No, estaba a punto de cometer una estupidez. Se había dejado llevar demasiado, y eso solo porque estaba convencido de que nunca hallaría fuerzas para cambiar, para ser mejor, para gustarle a Jade. Porque se trataba de Jade. La volvió a imaginar mientras besaba sonoramente los labios de su novio y el recuerdo le provocó un agudo y desagradable dolor en el estómago. ¿Qué importaba si estaba siguiendo un sueño imposible? La única posibilidad de salvación era creer en ese sueño. Lo peor que le podía pasar era que no ocurriera nada. «Jade merece este salto al vacío. Tengo que hacerlo por ella».
Apretó en el puño el objeto metálico, luego se lo puso detrás de la cabeza, como había visto que hacía el hada. Abrió lentamente los dedos, lo cogió por el dorso, y después, con la mano temblorosa, se lo acercó a la nuca. ¿Le haría daño? No, cuando vio cómo lo hacía Nida, esta se había mostrado impasible, como si fuese un ritual indoloro. Se decidió. Apoyó la pequeña araña de metal sobre el cuello y apretó con fuerza los párpados. Esperó un rato, pero no ocurría nada.
«Confirmado, los milagros no existen, y yo que me lo había creído…».
No tuvo tiempo de acabar de formular ese pensamiento; una sensación de frío intenso le recorrió el cuerpo, paralizándolo totalmente. La araña metálica le clavó sus patas en la piel, y de allí estas se extendieron hacia toda la columna vertebral. Mattia se llevó las manos a la espalda, intentó luchar, pero no tenía voz y mucho menos fuerzas para reaccionar. Cayó al suelo, sobre las baldosas del baño, que en contacto con sus mejillas heladas le parecieron hasta cálidas. Era el frío de la muerte. No podía pensar en nada, estaba aterrorizado. Habría querido llamar a su madre, a alguien, pero lo único que logró fue quedarse paralizado en el suelo, sin poder mover ni un solo músculo de su cuerpo.
«Qué final más ridículo», pensó con la última pizca de conciencia que le quedaba. Luego todo se oscureció.
El cuerpo de Mattia se puso en pie con calma. Se miró las manos, las movió lentamente como para tantear su fuerza. Levantó la cabeza y se miró al espejo. Su rostro no expresaba emoción alguna. Su aspecto no había cambiado: la cara todavía era redonda, las mejillas, regordetas. Pero, simplemente, ya no era Mattia. Su mirada era glacial, sus pupilas rojas. De pronto, oyó un ligero crujido. La chaqueta del pijama que llevaba puesta se rasgó con fuerza, y le salieron de los hombros dos alas imponentes. Eran metálicas y brillaban bajo la fría luz del fluorescente que había encima del espejo. Eran tan grandes que el espacio angosto del cuarto de baño de su casa apenas podían contenerlas. Se volvió de repente. Había oído unos pasos que venían de la otra habitación. Los oyó acercarse inciertos y silenciosos hasta detenerse frente a su puerta. Esta se abrió lentamente y apareció la imagen de una mujer en bata, con el pelo alborotado y los ojos hinchados, como si hubiera despertado de un sobresalto. El cuerpo de Mattia vio cómo la mujer abría los ojos como platos, abría la boca para dejar salir un terrible grito. Antes de que pudiera emitir cualquier sonido, él extendió un brazo. Procedente de la espalda, una sustancia metálica le recubrió el cuerpo, lo moldeó y le dio la forma de la cabeza de una serpiente feroz. Le salió de la garganta una lengua metálica que golpeó a la mujer y la tiró al suelo, exánime. El cuerpo de Mattia la observó, impasible, luego intentó mover las alas, como para desentumecerlas, aunque no lo logró, porque los extremos chocaban contra las paredes. Entonces las volvió a doblar y, con inmensa calma, se dirigió hacia la ventana. Levantó un puño e hizo añicos el cristal, saltó al alféizar y, un instante después, se lanzaba al vacío.
Nadie lo oyó ni lo vio. Se movía silenciosamente en el corazón de la noche, planeando sobre los techos de las casas. De vez en cuando, batía las alas para mantenerse en el aire, y entonces se oía un leve silbido. Sobrevoló el centro de la ciudad, después el cinturón metropolitano, alejándose lentamente hasta perderse en los campos de las afueras. Y allí se detuvo. Planeó dulcemente, tocando la tierra húmeda de rocío con los pies desnudos. Dio un par de pasos para frenar la velocidad, se arrodilló y apoyó un puño en la tierra. Las alas se volvieron a doblar y desaparecieron. Delante de él, bajo la pálida luz de la luna, estaba Nida. Llevaba la misma cazadora de cuero y la misma falda corta que el día en que se conocieron. Sonreía con aire victorioso.
—Estaba segura de que te volvería a ver —le dijo, acercándose a él—. ¿Creías que iba a concederte la belleza sin pedir nada a cambio? Los de tu especie no sois más que carne de cañón. Cuando mi Señor aún ponía los pies en esta tierra, vosotros ya erais esclavos nuestros. Es vuestro destino.
El esclavo permaneció en silencio. Nida lo observó con desprecio, luego se puso de pie.
—¿Has entendido quién manda aquí?
Como si respondiera a una orden, el cuerpo de Mattia levantó la cabeza, y sus ojos rojos se posaron en los de su ama.
—Vuestros deseos son órdenes —contestó con una voz metálica, como un autómata.
Nida asintió, complacida.
—Nuestro Señor ha percibido que el tiempo se acerca. Su poder crece, y también el nuestro. El sello por fin se ha debilitado, pero no lo suficiente para poder actuar en primera persona, al menos por ahora. —Nida se miró con rabia un puño—. Por esto te necesitamos. Él ha percibido la presencia de una Durmiente. Se trata de una chica. Su nombre es Sofía, es pelirroja y lleva marcado en la frente el signo de su condena. Por lo que sabemos, vive junto a otros chicos, probablemente se trata de un orfanato. Ve, encuéntrala y acaba con ella.
Él asintió mecánicamente. Luego se llevó una mano al corazón, y Nida lo imitó.
—Por el despertar de nuestro Señor —dijeron ambos con voz fría y seca.
Otro silbido, y el chico volvía a estar en el aire, con las alas extendidas. Nida siguió la trayectoria de su vuelo con una sonrisa dibujada en sus labios.
Sofía lanzó la enésima piedra en el lago. Le gustaba estar allí fuera, sola. Incluso ahora que no estaba envuelta en el caos del orfanato, seguía disfrutando de los momentos de soledad. Con su agua azul y transparente y su absorto silencio, el lago respondía perfectamente a la dulce melancolía que la empujaba a aislarse.
Hacía dos semanas que vivía allí. Se sentía increíblemente bien, a pesar de las dificultades de los primeros días. Era extraño, porque aquella casa estaba fuera del mundo, y su tutor era muy exigente. Los primeros días habían sido complicados. Sofía pasaba muchas horas encerrada en la biblioteca con él, quitando el polvo a los libros. Casi todos tenían títulos que no había oído jamás: El canto de los Dragones, La lucha ancestral, El origen del Árbol del Mundo.
El profesor le pedía que los pusiera en orden y que copiara algún fragmento. Muchos parecían hablar de otra realidad. Antiguas estirpes y luchas por el dominio del mundo, esos solían ser los temas de aquellos relatos extraordinarios.
—No esperaba que le gustara el mismo tipo de libros que me gustan a mí —comentó un día.
—¿Qué libros? —replicó Schlafen, mirándola de reojo.
—Los de fantasía, los que hablan de magia.
—Eso no es magia, Sofía —la corrigió el profesor, con una mueca cómica—. Es historia.
Cada noche le daba un libro para leer y, a la mañana siguiente, le hacía preguntas sobre la lectura. A Sofía le gustaban esos libros, aunque a veces el lenguaje altisonante la aburriera. Lo mejor era poder leerlos sin tener que esconderse, como ocurría en el orfanato.
Por lo general, después de comer estudiaban astronomía, mitología y botánica. Más que una ayudante, Sofía se sentía una alumna. Era casi como seguir yendo al colegio, pero al mismo tiempo era diferente. Ordenar libros, llenar páginas y páginas de apuntes con todo lo que el profesor decía era solo un pretexto para enseñarle algo. Sin embargo, el objetivo se le escapaba. Cada mañana, su tutor la despertaba al amanecer para llevar a cabo un absurdo ritual. Los primeros días había sido muy difícil para Sofía. El profesor, Thomas y ella se reunían bajo el árbol que surgía en el centro de la casa, aún en bata y medio dormidos. Entonces el mayordomo le ofrecía a su dueño unos panecillos con pasas y un poco de leche para el desayuno y él se arrodillaba frente al roble para rezar.
—En memoria de los dulces y perdidos frutos del Árbol del Mundo —decía.
Sofía no entendía qué significaba aquel rito, y tampoco sabía por qué tenían que repetir los mismos gestos cada mañana. Llegó incluso a sospechar que había ido a parar a una de esas sectas de las que hablaban los periódicos y que no tenía escapatoria.
Un día, el profesor tomó la iniciativa y rompió el silencio sobre el tema.
—¿La ceremonia te sorprende? —le preguntó.
Sofía se sonrojó hasta la punta de las orejas.
—El Árbol del Mundo sostiene la bóveda celeste y hunde sus raíces en los infiernos. El gallo que habita en su cima anunciará el fin del mundo. Eso cuentan las leyendas —le explicó con expresión seria—. Todas las plantas y todos los seres vivos le deben la vida al Árbol del Mundo. Y yo, cada mañana, le doy gracias al bosque por la vida mediante este pequeño ritual, y, a través del árbol, doy gracias al padre de este lugar, el Árbol del Mundo. Digamos que es una especie de tributo a las leyendas de mis antepasados.
Con todo, a Sofía continuaba pareciéndole un tanto extraño. Está bien respetar las tradiciones, pero ¡hablar con las plantas era demasiado! Su tutor tenía muchas en un invernadero situado junto a la casa. Había de todo; la mayor parte eran plantas tropicales, pero también podían encontrarse cactus y una espléndida colección de orquídeas. Una vez lo había espiado desde el ventanal y había oído cómo murmuraba extrañas palabras en alemán. Era una especie de estribillo rítmico, casi hipnótico, que Sofía no entendía. Y lo más absurdo era que daba la impresión de que las plantas agradecían las atenciones del profesor. Crecían vigorosas y se erguían al oír sus palabras. Un día, su tutor le asignó la tarea de cuidar del invernadero, y, en principio, a Sofía no le gustó. No tenía ni idea de jardinería y, de alguna manera, temía que las plantas la rechazaran. Sin embargo, se mostró extraordinariamente hábil, y al final hasta intentó imitar al profesor al llamarlas por su nombre y hablar con ellas. No es que obtuviera resultados notables, pero más le valía adaptarse a las extrañezas de su nueva familia. En el fondo, sentía que se lo debía a su tutor. Era un hombre extraño, sí, pero la había adoptado, la había sacado del orfanato. Además, nunca se enfadaba con ella, era paciente y amable incluso cuando trabajaban juntos. A diferencia de lo que habían hecho siempre los demás, el profesor no la ignoraba ni la consideraba invisible; no solo le decía que era especial, sino que se comportaba como si de verdad lo fuera. Todo le parecía poco para ella; había sido maravilloso el día en que le había adornado la habitación con flores frescas compradas en el mercado del pueblo, o cuando le había comprado un vestido de verdad, que le llegaba a la rodilla y la hacía parecer una mujercita. Además, la trataba de igual a igual, como si ella fuera realmente alguien. Los silencios entre ellos eran largos, pero nunca incómodos. En cierto modo, tenían algo en común, se parecían. Sofía no sabía describir mejor aquella sensación, pero cuando se sentaban junto a la orilla del mar a contemplar la puesta de sol, sabía que ambos experimentaban la misma nostalgia dolorosa.
La única pega era que el profesor se volvía exasperadamente evasivo cuando ella le preguntaba por sus padres. Saber quiénes eran y qué había sido de ellos la atormentaba. Sin embargo, él nunca daba respuestas precisas, como si el tema le resultara incómodo. Generalmente, se le trababa la lengua, se ajustaba una y otra vez las gafas sobre la nariz e intentaba desviar la conversación hacia otro asunto. Entonces, Sofía se cerraba en sí misma y la atmósfera mágica se rompía. Aquel día, tras el enésimo intento fallido, salió al bosque a pasear. Le apetecía saborear a solas aquella sensación de melancolía. Estaba pensando en ello, cuando Thomas la llamó. Seguro que el profesor quería reanudar las clases. La chica se quitó de encima las hojas que se le habían quedado pegadas en el pantalón y se levantó. Entró en casa y cerró la puerta con cuidado. En los días que llevaba en el hogar de Schlafen, había aprendido el arte del silencio. En toda la mansión reinaba un ambiente cálido y sombrío, a la luz de las velas. Al principio, a Sofía le había parecido angustioso, pero enseguida se había acostumbrado a moverse en la penumbra; era como estar en medio de un sueño. Estaba cruzando el pasillo, cuando vio casualmente un periódico encima de una mesita. Era de Thomas, estaba segura. El profesor casi nunca se mostraba interesado por los hechos del mundo; en cambio, el mayordomo sufría estando tan aislado, en aquella casa situada al borde de un precipicio, sobre el lago. Además, deseaba mejorar su italiano. La chica le echó un vistazo rápido y se le heló la sangre; cogió el periódico y leyó a toda prisa el breve artículo de sucesos que había al final de la página. Sintió cómo la boca se le quedaba seca, corrió hacia la biblioteca y abrió la puerta de par en par, con todas sus fuerzas. El profesor alzó los ojos del libro de miniaturas que estaba estudiando y le dirigió una mirada interrogativa.
—¡Ha pasado algo terrible! —gritó Sofía.
Dejó el periódico sobre la mesa, y señaló el artículo que acababa de leer.
INEXPLICABLE ACTO VANDÁLICO EN EL ORFANATO DE VILLA FLORIDA
Aún no hay indicios sobre la causa ni sobre los culpables del asalto perpetrado por unos desconocidos anoche en el Orfanato de Villa Florida, un centro gestionado por religiosos, situado en el centro de Roma, que acoge a una treintena de huérfanos. Alguien entró por la noche en el orfelinato y lo puso todo patas arriba. Según parece, los intrusos entraron por el desván, donde se ha encontrado una ventana con un cristal roto. Desde ahí, los vándalos registraron toda la casa, provocando desperfectos en todas las estancias: muebles rotos, armarios y aparadores vaciados. Se han encontrado unos extraños arañazos en las paredes que, según los expertos, se realizaron con un objeto metálico punzante. El único testigo, visiblemente bajo estado de shock, es G., un chico de trece años, que dormía en la habitación junto a otros compañeros. G. afirma haber visto a un chico dotado de enormes alas metálicas inclinado sobre él. Según ha declarado, cuando despertó presa del terror, el extraño ser se asustó y salió volando por la ventana. En estos momentos, los psicólogos están examinando su testimonio para comprobar qué grado de veracidad posee. Mientras tanto, los investigadores se dedican a analizar todas las pistas, aunque, de momento, no han logrado resultados relevantes. Tras las investigaciones realizadas, se ha podido comprobar que, al parecer, ni el orfanato ni las personas que en él se alojan tienen enemigos.
El profesor leyó con atención la noticia, y su expresión era cada vez más seria. Sofía no sabía qué decir. Multitud de imágenes del orfanato le venían a la cabeza. Después de todo, quería ese lugar; durante muchos años, había sido el único hogar que había conocido. El miedo superponía imágenes de devastación a sus recuerdos. Era un cuadro desolador, que le ponía la piel de gallina. Quién sabe si Giovanna estaría a salvo. ¿Y sor Prudencia? ¿Qué sería de ella?
—Debe de ser algún perturbado mental —concluyó el profesor, pero su cara expresaba otra cosa.
—¡Si Giacomo dice que ha visto a ese chico, es que lo ha visto! —replicó Sofía—. ¡Conozco muy bien a Giacomo!
—¿Tú crees que puede existir un chico alado? —El profesor le sonrió paternalmente.
—No, claro que no —repuso Sofía, irritada por el tono burlón de su tutor—. Todo esto es muy raro. Tal vez los drogaran. ¿Les habrán hecho daño?
—No —contestó el profesor, tras echarle otro vistazo al artículo—. Solo habrá sido un susto, ya verás…
Había algo extrañamente elusivo en sus comentarios, y la absoluta despreocupación que denotaba su voz no tranquilizaba a Sofía, sino que acrecentaba su inquietud.
—Pues tiene que haber pasado algo malo. Giacomo es valiente, no se asusta por cualquier cosa. Tengo un mal presentimiento, una corazonada… Quiero ir —concluyó al fin—. ¡Tengo que asegurarme de que están bien!
—El último autobús ha salido ya, lo sabes. —El profesor la miró con severidad—. Además, dentro de poco, oscurecerá.
—Pues mañana. O al menos tengo que llamar. —A Sofía se le hizo un nudo en la garganta—. Profesor, compréndalo, ellos han sido mi familia…
—Mañana por la mañana le pediré a Thomas que te acompañe al bar, ¿de acuerdo? Llamarás desde allí.
—¿No puedo ir ahora mismo? No queda lejos…
—No.
Aquel «no» fue tan seco y perentorio, que a Sofía se le heló la sangre. Nunca le había hablado en ese tono.
El profesor debió de darse cuenta, porque cambió enseguida de expresión.
—Es mejor que no. El bosque no es un lugar pacífico por la noche, y no me voy a quedar tranquilo si vas, ni tan siquiera con Thomas.
—Sí, pero ¿y si a ese loco se le ocurre volver? —dijo Sofía, preocupada—. ¿Y si esta vez le hace daño a alguien?
El profesor se levantó. Tenía otra vez esa mirada tranquilizadora que empezaba a gustarle a Sofía.
—No tengas miedo, en el periódico no se habla de heridos, solo de daños materiales. Ha sido solo un susto. Habrán sido unos sinvergüenzas, en el mundo hay muchos, ¿no? Además, la policía se está ocupando del caso. Están todos a salvo. Ha sido una broma de mal gusto, ya lo verás. Mañana, en cuanto te levantes, te acercas con Thomas al bar y llamas, ¿de acuerdo? Cuando tú quieras.
Le guiñó un ojo, y Sofía se esforzó en corresponderle con una media sonrisa. No había sido suficiente para disipar sus preocupaciones, pero se sentía feliz de tener junto a ella a alguien como el profesor, que le infundía seguridad. A la mañana siguiente, sí, por la mañana llamaría. A la hora que quisiera, había dicho. Y estaba segura de que sería muy temprano.
—Gracias.
—¿Por qué? Lo importante es que tú te sientas mejor.
Sofía asintió con la cabeza.
—Muy bien —concluyó el profesor—. Tú tranquila, mañana hablarás con ellos.
En cuanto se cerró la puerta, el profesor Schlafen se mostró serio e inquieto. Llamó a Thomas con una campanilla. Y, durante los pocos segundos de espera, miró fijamente el árbol que surgía imponente en el centro de la habitación.
El mayordomo entró haciendo una reverencia.
—Creo que al fin ha llegado el momento que tanto temíamos, Thomas —le dijo con tono seco el profesor.
El mayordomo se irguió, sobresaltado.
—¿Él ha vuelto?
El profesor le tendió el periódico, señalándole el artículo.
—¿No lo has leído?
—Perdóneme, señor —se disculpó el mayordomo, pálido—. Debe de habérseme pasado…
—No te preocupes, no te lo estoy echando en cara —dijo el profesor, levantando la mano—. Sofía quiere hablar con los del orfanato. La he podido convencer de que no fuera hoy. No creo que sea prudente si esto es obra suya, como me temo. Mañana la acompañarás a hacer una llamada. Ten cuidado, mantén los ojos abiertos, y esta noche extrema las precauciones.
—¿Quiere que active la barrera?
—Sí, será lo mejor.
Siguió un breve silencio.
—No creía que fuera a llegar este día —dijo Thomas con tristeza.
—Por desgracia yo no tenía dudas. En cuanto encontré a Sofía, supe que el momento se estaba acercando —suspiró Schlafen—. Mucho me temo que no podré ocultarle la verdad mucho tiempo. De todas formas, aún no está preparada, retrasaré el momento lo máximo que pueda.
Thomas fijó su mirada en la punta de sus zapatos.
—Ahora vete, y no temas. Recuerda que la luz siempre es más fuerte que las tinieblas.
El mayordomo sonrió con poca convicción, luego hizo una reverencia y salió de la habitación.