6

La nueva casa

oma era una ciudad enorme. Esa fue la primera impresión que tuvo Sofía. Le pareció enorme y caótica, aunque no era la primera vez que la visitaba. Una vez, las monjas la habían llevado a ver el Ángelus del Papa en la plaza de San Pedro, junto a sus compañeros de clase. También había ido varias veces al médico y, un día, había hecho una excursión por los antiguos foros romanos, pero solo habían sido visitas fugaces.

—Bueno, ya era hora de que diéramos una vuelta por Roma, ¿no? Hoy solo será un paseo, pero volveremos pronto —le aseguró el profesor.

Sofía asintió educadamente, aunque en su interior pegaba saltos de alegría. Hacía muchos años que deseaba poder hacerlo. Empezaron por la plaza del Popolo, para luego llegar al barrio del Pincio. El problema fue que, nada más ver la balaustrada, Sofía empezó a sentir náuseas.

—Desde aquí podrás admirar toda la ciudad. Me parece una buena manera de celebrar la ocasión, ¿no crees?

Sofía intentó responder, pero solo le salió un murmullo incierto y agónico. El profesor la cogió de la mano, y la condujo hacia la balaustrada. Ella la miraba como un condenado a muerte mira el patíbulo; al acercarse, tuvo la impresión de que era altísima, e intentó calcular las probabilidades que había de caerse y la altura a la cual debía de estar con respecto a la plaza.

—¿Te pasa algo? —preguntó Schlafen, volviéndose hacia ella.

De pronto, Sofía se dio cuenta de que le estaba apretando la mano con todas sus fuerzas. Intentó negar con la cabeza, pero el miedo le impedía ser convincente. El profesor la miró con aire paternal.

—Entiendo que se necesita tiempo para adaptarse a un extraño, pero, créeme, puedes decirme lo que te ocurre, estoy aquí para esto.

Sonrió con benevolencia, y Sofía sintió que podía arriesgarse.

—Tengo vértigo.

Al oír esas palabras, su tutor la miró con cara de sorpresa; después, lentamente, la risa se apoderó de sus ojos y al fin estalló en una sonora carcajada. Sofía se puso roja como un tomate, y se sintió como una idiota. Él debió de darse cuenta enseguida, ya que se secó las lágrimas y se esforzó para volver a adoptar una actitud seria. Se ajustó las gafas redondas con dos dedos, y se aclaró la voz.

—¿No me estás tomando el pelo, verdad?

Sofía, muy pálida, sacudió la cabeza. Schlafen adoptó la expresión más seria que tenía.

—Perdóname, es que… bueno, tu padre era un poco diferente. Él no… mira, asómate. Desde allí verás toda Roma. Nunca la habías visto desde lo alto, ¿no es cierto?

Sofía volvió a sacudir la cabeza.

—Te tendré cogida de la mano todo el rato. La barandilla es bastante alta, pero yo te sujetaré. Nunca dejaría que te pasara algo malo, justo ahora que por fin te he encontrado.

Su voz era serena y su tono, tranquilizador.

—Prométame que no se va a reír si me encuentro mal —murmuró Sofía, indecisa.

—Te lo juro —dijo el profesor, con aire convencido, luego le apretó la mano con fuerza—. Cuando quieras, y solo si de verdad quieres.

Sofía miró la balaustrada de mármol travertino. Había mucha gente asomada. Turistas, parejitas acarameladas, algún chico que había hecho novillos.

Respiró hondo y se armó de valor. Dio el primer paso, luego el segundo, pero ya con el tercero las piernas empezaron a temblarle. Mantenía la cabeza erguida para no mirar hacia abajo. El profesor le agarraba fuerte la mano, y ella se sintió casi segura. Entonces la vio. La ciudad estaba a su alrededor. Una infinita extensión de tejados y cúpulas que la dejó completamente anonadada. Nunca había visto algo así, y apenas era capaz de escuchar la voz del profesor mientras le indicaba los principales monumentos. ¿Cómo podía pertenecerle un lugar tan inmenso?

—Pero ¿yo he nacido aquí? —La pregunta le salió casi involuntariamente.

—Este sitio te pertenece, Sofía —asintió el hombre—. Al menos en la medida en que puede pertenecerte una ciudad tan antigua y legendaria. Hay casi cinco millones de personas que viven aquí, y otras muchas que vienen solo a trabajar. Existe desde hace más de dos mil setecientos años. Ha habido incontables generaciones de hombres que han sido hijos de esta ciudad y la han sentido como propia.

Sofía se sintió perdida en ese lugar infinito.

«Esta no es mi casa», pensó de golpe. Tal vez lo fuese la Roma encerrada en el patio del orfanato, pero no esa ciudad tentacular que se encontraba a sus pies. Y entonces le vino a la cabeza la ciudad de mármol de sus sueños. Esa era su ciudad, su verdadera casa.

Los ojos de Sofía se detuvieron por un instante en la plaza del Popolo. Luego se fijaron en el obelisco, y siguieron su perfil en dirección a la base. Ya era suficiente. Sintió que iba a desmayarse. Se apartó rápidamente de la barandilla mientras todo a su alrededor se teñía de negro.

—Lo siento —susurró mientras bebía un zumo, sentada a la mesa de un bar.

—No te preocupes ni lo más mínimo, no ha sido culpa tuya; yo no tenía que haber insistido —le dijo el profesor, dedicándole una mirada comprensiva—. Bebe un sorbo más, y ya verás como empiezas a encontrarte mejor.

Aquel hombre nunca se mostraba decepcionado, por mucho que ella se sintiera una blandengue.

—Siento haberme reído antes. Lo que ocurre es que me parecía muy extraño que una persona como tú tuviera vértigo.

—¿Y por qué? —preguntó Sofía con curiosidad.

El profesor parecía cohibido. Se ajustó las gafas y miró a su alrededor.

—Pues… digamos que tu padre era piloto —dijo, y añadió deprisa y corriendo—: bueno… que le encantaba volar.

—Está claro que no he salido a él —repuso la chica, boquiabierta, y la tristeza se apoderó de ella.

—No te preocupes, es algo sin importancia, y con el tiempo se te pasará.

Sofía esbozó una sonrisa poco convencida.

Pasaron el día visitando la ciudad. La plaza Venecia, el Capitolio y sus vistas maravillosas sobre los Foros, y luego también la plaza de España y la plaza Navona, un mundo que Sofía solo conocía a través de los libros, con el que había fantaseado muchas veces en la oscuridad de su habitación. Todo era inmenso. Y de una belleza extrema, casi difícil de soportar. Observaba a la gente pasar con indiferencia por delante de la Fontana de Trevi y se preguntaba cómo era posible. Había algo tan extraordinario allí, a pocos metros, ¿y ellos pasaban por delante como si nada?

Schlafen era un guía simpático y locuaz. De cada monumento le explicaba algo, tenía una historia para cada cosa, aunque Sofía lo escuchaba distraída. Estaba embelesada por la inmensidad de lo que veía. Era como si aquella ciudad fuera exagerada en todas sus proporciones. Le chocaba.

—¿Qué te parece? —le preguntó él, de repente.

—Maravillosa —contestó Sofía con una sonrisa. Imaginó que era la respuesta que debía dar.

—¿De veras?

El tono dudoso del profesor la hizo volverse hacia él.

—No es mi ciudad, ya lo sabes —prosiguió Schlafen—. Yo siempre la he visitado como turista, pero siempre me he preguntado cómo alguien que vive aquí puede sentir que le pertenece. Es una ciudad que lo desborda a uno, ¿no te parece?

Sofía se sorprendió al ver que esas palabras correspondían exactamente a lo que estaba pensando en ese momento.

—¿Múnich es diferente? —preguntó, hallando por fin el valor de dirigirle una pregunta a su tutor.

—En parte… pero la verdad es que allí tampoco me siento en casa. Las personas como yo, y creo que también como tú, no tienen una verdadera patria, ¿eh?

Le guiñó el ojo, y Sofía no supo qué contestar. Era extraño, pero cierto.

—Sin embargo tenemos una casa, aunque esté lejos y perdida —añadió Schlafen, ajustándose las gafas sobre la nariz por enésima vez. Repetía el gesto a menudo, sobre todo cuando se sentía intimidado o estaba a punto de decir algo importante.

Sofía volvió a ver por un instante la ciudad que la visitaba siempre en sueños. Era extraño, pero no había otro lugar que sintiera que podía llamar casa.

Pasaron la noche en un hotel, porque el último autobús hacia Albano ya había salido. El profesor le había reservado una habitación individual, y cuando Sofía vio la cama y un armario entero para ella, casi se desmaya de la emoción.

—¿Te gusta? —le preguntó su tutor desde la puerta.

Sofía se había quedado sin palabras.

—Es fantástica… nunca había dormido en un lugar tan bonito…

—Espero que no te dé miedo estar sola. Piensa que yo duermo en la habitación de al lado. Si necesitas algo, llámame.

La chica asintió, inmóvil en la entrada de la habitación. El profesor dudó por un instante, luego se dio la vuelta para irse. Ella no acababa de decidirse, pero antes de que fuera demasiado tarde, apretó los puños y dijo de carrerilla:

—¡Gracias! ¡Ha sido un día fabuloso!

Tenía la cara roja como un tomate y los ojos clavados en el suelo. Le faltó valor para mirar a los ojos del profesor, pero notaba que él estaba sonriendo.

—Me alegro. Te merecías un día así.

Luego, la puerta se cerró por primera vez en su vida.

Al día siguiente, cogieron el metro. Sofía lo imaginaba distinto. Para empezar, no había previsto que oliera mal, pero eso no era nada. El hecho de que fuera tan ruidoso y se tambaleara tanto aún era peor. Los vagones recorrían a una velocidad hiperbólica los túneles que agujereaban la ciudad. Y eso le daba miedo. Tenía la impresión de que de un momento a otro iban a descarrilar y a estrellarse en cualquier sitio.

Fue un viaje muy largo. Las paradas se sucedían unas a otras sin pausa: plaza de España, Barberini y Termini, donde subió muchísima gente.

—Es la estación de tren —le aclaró el profesor.

Caras que iban pasando y vagones cada vez más vacíos, hasta Anagnina, final de trayecto. Un nombre casi divertido. En el vagón solo quedaban tres personas: ellos dos y un señor paquistaní que dormitaba con la cabeza apoyada en uno de los asideros verticales.

Las luces se apagaron, y luego volvieron a encenderse.

—Eso significa que hemos llegado al final del trayecto —anunció el profesor.

Cuando salieron a la superficie, tuvieron la impresión de que estaban en otra ciudad. Había una amplia extensión de cemento donde paraban los autobuses y autocares, y los tenderetes de un mercadillo a medio desmontar por ser la hora de la comida. Al fondo, se distinguía una avenida muy ancha por donde transitaban los coches a gran velocidad.

—Pero ¿aún estamos en Roma? —preguntó Sofía, incrédula.

—Claro. La ciudad tiene muchas caras, solo hay que desplazarse un poco para ver otra diferente. Aquí empieza la periferia.

Sofía se preguntó cómo podía alguien identificarse con una ciudad tan cambiante, donde uno descendía bajo tierra en la plaza de España y al salir se hallaba en otro mundo.

El autocar era azul y resollaba como un viejo asmático. El profesor la hizo subir en primer lugar y después la siguió. Encontraron un par de sitios libres y se sentaron. Insistió para que fuera ella quien se sentara junto a la ventanilla.

—Conozco bien este camino, pero para ti es nuevo. Es justo que tú disfrutes de una vista privilegiada —le dijo, con una pizca de misterio en la voz.

Ella se sentía presa de una emoción incontenible, quería empezar el viaje, y el olor de la tapicería de los asientos la aturdía. Al fin, cuando todos los pasajeros subieron, el autocar arrancó y tomó una calle que subía. Parecía como si Sofía quisiera devorar todo cuanto veía por la ventanilla. El espacio entre las casas fue creciendo, y en su lugar aparecieron viñedos repletos de racimos de uva rojos y dorados. El espectáculo de aquella campiña dulce y sinuosa la reconfortó. Un hombre chapado a la antigua como el profesor solo podía tener su mansión en un lugar así. Sin embargo, el autocar no se detuvo, sino que prosiguió su camino. Sofía se hundió por un momento en el asiento. Sin saber por qué, se sentía decepcionada, casi resentida. Luego, de repente, algo capturó su atención. Un triángulo de un azul intenso se abría entre los montes. Solo en fotos había visto un color tan vivo. Se pegó a la ventanilla con ambas manos, pero la imagen se esfumó enseguida. Bastó una sola curva, y el lago Albano apareció en todo su esplendor. No era demasiado grande, podía abarcarlo con la mirada. Estaba encajado entre montañas empinadas, como el agua recogida en un barreño. A su alrededor, solo el amarillo y el rojo de los árboles a punto de entrar en el letargo invernal. Aquí y allá destacaba el verde de algún pino, mientras en primer plano se recortaba el insólito perfil de una montaña con la punta roma. A cada curva, Sofía se volvía para observarlo todo mejor. El agua era azul y apacible, y la corriente, muy leve, dibujaba en ella finos arabescos. También se veía algún barco.

—Tiempo atrás, aquí había un volcán —explicó el profesor, que estaba detrás de ella. Sofía se dio la vuelta y vio su sonrisa complacida. Evidentemente, él sabía que ese lugar la impresionaría.

—El lago se formó hace miles de años, cuando el inmenso volcán que yacía aquí entró en erupción con gran fuerza y explotó.

Sofía imaginó la escena tal como debía de haber ocurrido en aquel pasado remoto. La lava, el humo, un verdadero infierno.

—La cima del volcán explotó, y en su lugar se formó un cráter. Pasaron los años, los siglos y el agua encontró un camino. Gracias, en parte, a la lluvia y, en parte, a los ríos, el cráter acabó llenándose. Y allí donde yacía un volcán, apareció un lago.

Sofía imaginaba el agua infiltrándose en la roca, corroyendo la tierra y los árboles, que, al igual que pequeños escaladores, trepaban y hundían las raíces en el suelo agrietado, preparando así el terreno para la aparición de la hierba. Lentamente, el infierno había ido dando paso a aquel paraíso verde que ahora tenía en frente de sus ojos. Nunca habría creído, ni en el mejor de sus sueños, que viviría en un lugar tan hermoso.

Bajaron a orillas del lago, y Sofía olvidó sus buenos modales. Descendió rápidamente por la escalera del autocar, dejando al profesor solo con todas las maletas, y se lanzó a la carrera hacia la orilla. Había una pequeña playa, y lo más impresionante era la arena, de un color gris oscuro.

—Bueno, como ves, algo del volcán ha quedado —dijo en tono alegre Schlafen, de nuevo a su lado.

Al oír su voz junto a ella, Sofía se dio cuenta de que lo había dejado plantado.

—Perdone, es que yo… —balbució, intentando coger su maleta a toda costa.

—No te preocupes ni lo más mínimo. Me alegro de que por fin empieces a relajarte. Has estado muy tensa hasta ahora —replicó el profesor, acariciando con las manos su pantalón a rayas. Llevaba un traje distinto al del día anterior. Había optado por una capa negra que se abría sobre un chaleco entallado de tela escocesa. Y había sustituido la corbata por una pajarita. Pero lo más curioso de su vestimenta era un bombín y un bastón con el mango de plata. Tenía la costumbre de hacerlo rodar en el aire de vez en cuando.

Pese a todo, Sofía seguía sintiéndose un poco incómoda, y por eso insistió en llevar su maleta.

—Donde yo vivo no pasan autobuses, así que tendremos que andar un trecho —anunció el profesor.

Se pusieron en marcha siguiendo el camino que bordeaba el lago. Parecía como si el caos de Roma hubiera llegado hasta allí. El sonido repetido de las bocinas de los coches, el chirrido de los frenos y la peste a gasolina. El miedo casi volvió a apoderarse de Sofía. Al no haber aceras, no le quedaba más remedio que andar por el arcén de la carretera, con los brazos doblados para evitar que la maleta tocara el suelo. El profesor, en cambio, avanzaba a buen ritmo.

Tardaron bastante, pero al final llegaron hasta un cartel de prohibido el paso. De allí en adelante, el tráfico se esfumó. Sofía se tranquilizó un poquito. Se detuvo un instante, agarró con fuerza la maleta por el asa y empezó a andar más cómodamente.

Al cabo de pocos centenares de metros, el camino que estaban recorriendo se ensanchó, y dio paso a un descampado que, tiempo atrás, debió de utilizarse como aparcamiento. Ahora se encontraba completamente desierto, con el suelo cubierto por una alfombra de hojas secas y marchitas. Sofía alzó la mirada a su derecha, y vio una impresionante pared de roca que trepaba hasta alturas vertiginosas. La imagen le produjo escalofríos. Había algo terrible en aquella visión. Su tutor la miró, muy sereno.

—Esto antes estaba abierto al tráfico. Luego la pared de roca empezó a derrumbarse, el ayuntamiento decidió prohibir el acceso a los coches y, para mí, comenzó la paz.

Sofía tragó saliva. Enseguida vieron el primer cartel que advertía del peligro de derrumbe. De allí en adelante, encontrarían muchos iguales. Empezó a observar la pared de roca que quedaba a su derecha. Era negra, hecha con enormes bloques rectangulares. Tal vez era solo una impresión, pero le parecía que se mantenía en pie solo gracias a las raíces retorcidas de los árboles que trepaban por ella. Instintivamente, empezó a respirar más despacio.

Tras media hora larga de camino, cuando sus manos ya estaban completamente heladas por el frío, vio una extraña verja de color verde. Había unos pilares que, evidentemente, estaban allí para impedirles el paso a las motocicletas. Ante ellos, un camino de tierra estrecho, con helechos abigarrados y lianas que colgaban de las ramas de los árboles, se extendía como un hilo tendido en el centro exacto del bosque. A su izquierda, el lago asomaba entre olmos retorcidos y robles suspendidos por encima de la superficie del agua, mientras a su derecha, la pared de roca ocultaba la luz del sol, formando una sombra inquietante sobre el camino. Había algo primitivo y salvaje en aquella vegetación tan densa y oscura. A Sofía le entraron escalofríos de miedo. Miles de años atrás, cuando el hombre todavía respetaba la naturaleza, los bosques debían de tener aquel aspecto. Era como si las plantas y los árboles reaccionaran con hostilidad frente a la presencia de otras criaturas. Enseguida la invadió la sensación de que alguien la espiaba. Aquel lugar parecía no tolerar muy bien la presencia de las personas, como si la naturaleza, herida en lo más profundo de su ser por la acción del hombre, se hubiera vuelto desconfiada. Sofía tenía la impresión de que iba a ocurrir algo terrible, como la caída de una roca o la aparición de un animal extraño. Percibía claramente que allí en medio, ella y el profesor estaban completamente indefensos en manos de una voluntad oscura, y que solo llegarían a la meta sanos y salvos si el bosque decidía protegerlos.

Schlafen se puso en marcha el primero. Seguía sorteando las rocas caídas sin mostrar la más mínima preocupación; sus botas lustradas brillaban en medio de toda aquella tierra, y el bastón apenas rozaba el suelo. De vez en cuando, la miraba sonriente, se ajustaba los lentes sobre la nariz y seguía caminando. Por todas partes había restos de troncos abatidos por desprendimientos o inundaciones violentas. Allí la vida no debía de ser fácil, ni tan siquiera para las plantas. También el lago mudó pronto su semblante. En el lugar donde los había dejado el autocar, la orilla era más bien baja; en cambio, ahora, la frontera entre tierra y agua estaba marcada por una gran pendiente de piedras que caía en forma de precipicio hacia el agua. Esta era de un azul tan claro y luminoso que parecía irreal, y en la superficie se entreveían unas algas rojizas que ascendían desde el fondo, sedientas de luz. Sofía miraba a su alrededor, ansiosa. El profesor le explicaba que hasta el Papa había mandado construir una casa en esa espesura para disfrutar del panorama, pero eso no la tranquilizó. Se limitaba a asentir con la cabeza, pero no lograba entender cómo alguien podía querer vivir en un espacio tan lúgubre.

Al llegar al primer desvío, el panorama volvió a cambiar. El camino trepaba por una pendiente abrupta, y los árboles frondosos y altos formaban una especie de túnel natural que envolvía el camino sumido en la penumbra.

—Lamento hacerte caminar tanto, Sofía, pero, como ves, no hay alternativa. Además, aunque hubiera algún medio de transporte, no lo usaría. Hay que respetar a la naturaleza, sobre todo cuando es tan hermosa como esta.

—Claro —asintió Sofía, casi sin aliento. Empezaba a intuir dónde podía estar lo malo de toda esa historia. Ahora viviría en un lugar tan aislado como el orfanato, en medio de un bosque que no tenía nada que envidiarle a las tenebrosas atmósferas de los cuentos, con un hombre que la explotaría para quién sabía qué trabajo. Se le escapó un gemido.

Aunque intentaba con todas sus fuerzas mantener la maleta elevada, esta dibujaba un surco en la tierra, y de vez en cuando chocaba con las rocas que sobresalían del camino. Cuando tropezó y cayó de bruces al suelo, el profesor corrió hacia ella. Saltaba ágil como una liebre.

—¡Lo siento, cómo lo siento! —se lamentó, con expresión compungida—. ¡Ya te he dicho que me dieras la maleta!

Dejó su equipaje en el suelo y se inclinó para ayudar a Sofía a ponerse de pie. Cuando la chica logró erguirse sobre sus piernas, se apresuró a sacudirle las hojas secas que se habían adherido al abrigo con enérgicas palmadas.

—No hace falta… yo… —intentó protestar ella, pero fue en vano. Se puso roja como un tomate. No estaba acostumbrada al contacto físico. Nunca había habido mucho en el orfanato, y, en ese momento, sentir en la espalda las manos de alguien que, al fin y al cabo, no dejaba de ser un desconocido la intimidaba mucho. Por suerte, las palmadas no duraron demasiado. El profesor se puso de pie cuando le terminó de limpiar el abrigo, y se ajustó otra vez las gafas. Sofía levantó un momento la vista, y se quedó si aliento.

La mansión apareció ante sus ojos de repente, de forma inesperada. Se hallaba rodeada de grandes árboles, uno de los cuales salía del mismo techo de la casa, esparciendo sobre ella la sombra de sus ramas. En la entrada destacaban las estatuas de dos enormes dragones con las fauces abiertas de par en par, que flanqueaban un edificio en perfecto estilo decimonónico. Sofía estaba segura de que había visto en algún parque de atracciones una casa del terror idéntica a aquella. El exterior era de madera, pintado de un gris desconchado en algunos puntos a causa de la humedad. El tejado, en cambio, estaba hecho de tejas de cerámica sólidamente encajadas. Casi todas las ventanas tenían los postigos verdes cerrados. No había ninguna razón para abrirlos; la luz era escasa, e incluso a mediodía debía de filtrarse muy poca a través de la espesa vegetación.

Pensó que aquel lugar no podía ser real. Era como si procediera de otra época, y no pudo evitar sentirse decepcionada. En realidad, el palacio de ensueño que había imaginado era una mansión abandonada y perdida en medio de la nada. Y además, tenía algo que la inquietaba. Pero ¿a quién se le ocurría vivir en un lugar tan extraño? ¿Quién era realmente Georg Schlafen, y por qué había querido llevarla consigo?

—Bienvenida —dijo el profesor, que no había percibido su inquietud. Estaba inmóvil en la entrada, y sonreía de oreja a oreja.

Sofía se acercó a él lentamente. De cerca, la mansión aún tenía un aspecto más terrible. La pintura desconchada todavía era más evidente. Junto a la puerta había un pulsador de latón que debía de ser el timbre, y debajo de este, un letrero que decía WILLKOMMEN, pero ella no se sentía en un estado propicio para agradecer esa bienvenida. Le pareció incluso una especie de burla.

—Púlsalo, anda, no tengas miedo —la exhortó el profesor.

Sofía alargó tímidamente el dedo. Nada más apretar el botón metálico, oyó cómo sonaban varias campanillas al otro lado. La puerta se abrió, y apareció un mayordomo almidonado que la miró de arriba abajo.

Al igual que Schlafen, parecía un hombre de hacía más de un siglo: era calvo, aunque tenía dos patillas pobladas que le llegaban casi hasta la barbilla. Lucía un frac negro impecable, con grandes botones de latón brillante, y una camisa tan blanca que deslumbraba. Una faja de paño rojo le rodeaba la cintura. Parecía una de esas estatuas de camareros que a veces los restaurantes exhiben en la entrada.

—Bienvenida, señorita Sofía —dijo el hombre, con tono acompasado y un marcado acento alemán—. Y bienvenido usted también, señor —añadió, e hizo una profunda reverencia.

—Está bien, gracias, Thomas —contestó el profesor agitando una mano—. Ven, Sofía.

Estaba nervioso, Sofía se lo notaba en la voz. La empujó delicadamente hacia adelante, apoyándole una mano sobre la espalda, y ella no pudo evitar oponer resistencia. El mayordomo se apartó y, frente a la chica, apareció un vestíbulo repleto de alfombras y visillos. Muebles macizos de ébano tallado ocupaban la mayor parte del espacio. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron los dragones; estaban en todas partes, como una obsesión: estatuas, objetos decorativos, pinturas…

—Señor, ¿desea que acompañe a la señorita? —preguntó Thomas con tono solemne.

—No, no, gracias, Thomas, esta vez me encargo yo.

El profesor condujo a Sofía hacia la primera puerta. De allí en adelante, pasaron por muchas salas oscuras y rebosantes de libros. En el suelo había una moqueta de color rojo oscuro y las paredes estaban acolchadas. Había velas por doquier, tal vez para compensar la falta de luz eléctrica, y una chimenea en cada estancia, para mantener cálido el ambiente. La semioscuridad de aquel lugar era angustiosa, sobre todo porque la distribución de la casa era verdaderamente insólita, casi caótica. Los perímetros de las habitaciones eran irregulares, los pasillos estrechos y tortuosos, y los espejos colgados en las paredes multiplicaban cada espacio hasta el infinito, como si de un laberinto se tratara. Además, el color oscuro de los muebles y la pomposidad de sus ornamentos no aligeraban precisamente la atmósfera. Por otra parte, el olor intenso y afrutado de las velas, esparcido por todos los rincones, le recordaba a Sofía el incienso de la capilla del orfanato. La cabeza le daba vueltas.

—Este es mi estudio; mañana te explicaré la labor que desempeñarás aquí dentro. Ah, aquí tienes la sala de la música. ¿Te gusta Bach? Yo lo adoro, una música divina. Y aquí es donde comemos. ¿Bonito, no? Ah, y esta es la biblioteca.

Sofía, que hasta entonces había pasado de una habitación a otra desorientada, esta vez se paró en seco. Se encontraban en una sala pentagonal, con las paredes enteramente cubiertas de estanterías de madera que llegaban hasta el techo. Hacia la mitad de cada estantería, había una cabeza de dragón finamente tallada. Sofía sintió cierto desasosiego, y también una extraña atracción. Luego estaban los libros, libros de todo tipo: antiguos, con pesadas tapas tachonadas, modernos, encuadernados con cartón, sujetos con hebillas o gomas pequeñas y consumidas por el tiempo. Era fantástico. Lo primero que no le infundía miedo desde que había puesto los pies en aquella casa.

«Bueno, alguien a quien le gustan tanto los libros no puede ser mala persona», se dijo. Sin embargo, lo que más la impresionó fue el árbol. Sofía no se había equivocado al observarlo desde fuera. Se hallaba en el centro de la habitación, agujereaba el suelo y trepaba hacia arriba hasta desaparecer más allá del techo. Era un roble enorme y muy antiguo, que parecía haber germinado en los cimientos de la casa. Alrededor del tronco, ascendía una escalera de caracol.

—Oh, perfecto —dijo el profesor satisfecho. Luego miró a Sofía—: ¿Te gusta?

Ella asintió con una sonrisa forzada. En efecto, la sala la entusiasmaba, pero aún percibía con mucha fuerza la sensación de opresión que le había causado el resto de la casa.

—La casa se ha construido alrededor del roble. Era tan hermoso que me pareció una lástima cortarlo —explicó sencillamente el profesor, como si estuviera hablando de la cosa más normal del mundo. Y añadió—: Arriba está tu habitación.

Puso el pie sobre el primer peldaño de la escalera que trepaba por el roble y le tendió la mano a Sofía, sonriendo. Ella permaneció inmóvil y aturdida durante un instante. Era como estar en un libro, lo único que no sabía era si se trataba de un libro de terror o de una historia fantástica. Al final lo siguió. La cabeza le daba vueltas mientras oía rechinar los peldaños bajo sus pies. Mantenía la mano apoyada en el árbol, y el tacto áspero de la corteza en la palma le transmitía una sensación de calidez que la serenó un poco. El profesor esperó en lo alto de la escalera, allí donde el árbol salía por el tejado con sus primeras ramas. Sonreía como un niño con zapatos nuevos.

La guio hasta una puerta situada al final de un pasillo.

—Abre, por favor, querida.

A Sofía le dio un vuelco el corazón. Apoyó la mano en el pesado tirador y empujó. El blanco la deslumbró, dejándola sin palabras. Ese lugar era mucho más luminoso que el resto de la mansión. Había un amplio ventanal, el único que había visto hasta ese momento con los postigos abiertos; daba al lago, y ofrecía unas magníficas vistas. El mármol hacía resplandecer la habitación con una blancura indescriptible. Sofía se quedó sin palabras. Era lo más cercano a sus sueños que había visto jamás. Allí había algo de la ciudad voladora. Las esbeltas columnas que sostenían el dosel de la cama, el blanco que predominaba sobre todo y los dragones. Era absurdo, pero nunca se había fijado. Tan solo ahora que estaba frente al reflejo de su propio sueño en aquella habitación lo entendía. En efecto, la ciudad voladora estaba llena de imágenes de dragones. Por ejemplo, había una fuente cuya agua salía de la garganta de un dragón. O un mosaico en una de sus calles principales. Y también los capiteles de las columnas.

—¿Y bien? —El profesor la miraba con una expresión extraña y burlona, como si estuviera estudiando su reacción para confirmar que era tal y como la esperaba. Una actitud que Sofía no entendía.

—Es… es… un sueño… —balbució.

—Lo sabía —murmuró él, y sonrió mientras se ajustaba las gafas. Luego levantó otra vez el tono de voz, y empezó a ponderar las maravillas de aquella habitación—: El armario es solo para ti, como es lógico, y el escritorio… me he permitido traer un par de libros con los que podrás empezar tu formación. De todas formas, hoy es día de descanso, mañana ya nos pondremos manos a la obra. También tienes un cuarto de baño para ti sola…

Sofía lo escuchaba, aturdida. Estaba demasiado preocupada en entender cómo era posible que se hubiera dado aquella absurda coincidencia. ¿Acaso era casualidad que esa habitación se pareciera tanto a la de sus sueños? ¿O tal vez había gato encerrado?

—… a las siete.

El profesor enmudeció de repente.

—¿Cómo? —preguntó Sofía.

—Almorzamos a las doce y cenamos a las siete —repitió él—. Me estaba despidiendo. Supongo que tienes ganas de organizar tus cosas, ¿no? Querrás aclimatarte a tu nueva habitación, sentirte un poco más en casa…

Sofía asintió, intentando parecer convencida, pero el tumulto de pensamientos que tenía en la cabeza le daba cierto aire de timidez. Las palabras del profesor Schlafen parecían estar llenas de dobles sentidos, pero estaba claro que debía de tratarse de una coincidencia. Estaba inmersa en tales pensamientos, cuando advirtió que su tutor había salido de la habitación, dejándola sola.