3
El examen del profesor
ofía alisó el jersey por enésima vez. Hasta ese momento nunca se había avergonzado de su forma de vestir. Generalmente, llevaba ropa de segunda mano o que otros ya no se ponían, pero aquellos vaqueros demasiado anchos y los enormes jerséis que se ponía en invierno no encajaban con el papel que creía tener en el mundo. De hecho, no era más que una cría insignificante, una pieza minúscula y sustancialmente inútil del engranaje general. Pero no aquella mañana. De repente, ser vistosa, guapa y simpática era algo fundamental. Tenía que causarle buena impresión a aquel hombre, tenía que impresionarlo. Era su única oportunidad para intentar dar un giro a su vida, para abandonar el orfanato de una vez por todas.
Se miró al espejo. El jersey verde iba a juego con el color de sus ojos. Se sintió ligeramente ridícula por darle importancia a esas cosas, pero se dijo que el misterioso profesor lo valoraría. Como último toque, se recogió el pelo. Era el único modo de hacer desaparecer aquella imagen de calabaza que le daba el cabello encrespado. Un último vistazo.
—Así estás muy bien.
Sofía se volvió. Giovanna había aparecido a su espalda.
—¿Tú crees? —le preguntó con tristeza.
Entre ella y la mujer no había habido nunca más relación que la que puede unir a una huérfana cualquiera y un ama de llaves, pero, de repente, Giovanna se convirtió en la única persona con quien poder hablar.
Ella le sonrió, benévola.
—¡Claro! Eres una chiquilla realmente guapa y simpática; y créeme, ese jersey te queda muy bien.
Sofía se sintió reconfortada. Probablemente, no era cierto, pero todo el mundo necesita pequeñas mentiras para seguir adelante.
Giovanna le puso las manos en los hombros.
—¿Sabes? A veces he pensado que acabarías como yo, que no saldrías nunca de aquí. A fin de cuentas, yo era como tú hace muchos años.
Se le humedecieron los ojos, y Sofía se sintió avergonzada y halagada ante aquella confesión inesperada. Era algo que ella también había pensado muchas veces.
—Nunca vino nadie por mí, pero tú hoy tienes tu gran oportunidad. Aprovéchala.
Le colocó bien el jersey a la altura de los hombros y le alisó un par de arrugas. Sofía se preguntó si eso era lo que hacía una madre con sus hijos, y cómo debía de ser tener una persona que todas las mañanas te arregla la ropa.
—¿Lista?
Asintió débilmente.
Delante de la puerta de sor Prudencia, sintió que el corazón le latía más rápido. Cruzar aquel umbral significaba cambiarlo todo, lo sabía.
Puso la mano en el pomo helado y lo giró. La asaltó el tono oscuro de la madera, como la noche anterior. Sin embargo, esta vez la sala estaba inundada de luz.
Entró dando pasos pequeños. Vio a dos personas rodeadas por el resplandor del sol otoñal; una erguida y alta, otra más baja y regordeta. Sofía las identificó de inmediato, y le dio un vuelco el corazón. Era él.
—Este es el profesor Georg Schlafen, Sofía.
La chica, muy cohibida, mantuvo la cabeza inclinada, y notó que le temblaban las rodillas.
—Hola, Sofía.
Tenía una voz bonita, un poco alta. Sofía lo miró de reojo. Tenía la cara alargada y el mentón algo pronunciado, con una perilla corta muy arreglada. Los ojos eran pequeños y vivaces, escondidos tras unas gafas negras y redondas. Sonreía, amistoso, y le tendía una mano muy abierta. Era un cruce peculiar entre un fraile, como los que había visto alguna vez de visita en el orfanato, y el estereotipo del científico.
Se quedó inmóvil, con la mano tendida y la sonrisa pintada en la cara, sin moverse ni un milímetro.
—¡So-fí-a! —murmuró con rabia contenida sor Prudencia, y entonces la chica reaccionó y le dio la mano al profesor. Fue un apretón cálido y reconfortante.
—Oh, bien.
Hablaba con un leve acento extranjero. Sofía se detuvo a observar su curioso aspecto. Iba vestido como un hombre del siglo XIX: chaleco con la cadena del reloj de bolsillo bien visible, pantalón negro y una larga chaqueta oscura, adornada con una corbata vaporosa. Aquel hombre, solo medio palmo más alto que ella, le inspiró una simpatía instintiva.
—El profesor es de sangre alemana por parte de padre, mientras que su madre era italiana. Ha vivido mucho tiempo en Múnich, donde ha realizado gran parte de sus estudios de antropología. Es una eminencia en su campo, y tiene muy buena fama entre los círculos culturales.
—Demasiado buena, demasiado buena —dijo con sincera modestia el profesor.
—Conoció a tu padre, y la deuda de amistad que lo unía a él lo ha traído hasta aquí. Te ha buscado durante mucho tiempo, Sofía, solo para cumplir con un antiguo pacto. Por fin te ha encontrado, y ha venido hasta aquí para conocerte y llevarte con él.
Sofía desvió la mirada del profesor a sor Prudencia y viceversa. Ella permanecía impasible, tan severa como siempre; él, sin embargo, se balanceaba sobre los zapatos, que crujían cada vez que se inclinaba ligeramente sobre las puntas.
—Ha pedido expresamente poder hablar contigo, y yo estoy de acuerdo con ese deseo. Imagino que tú también tendrás muchas cosas que preguntarle, de modo que os voy a dejar solos.
Antes de despedirse, la directora dejó helada a Sofía con una mirada cargada de advertencias. Como única respuesta, ella se irguió y dejó de mirar al suelo. Tenía que dejar en buen lugar el orfanato, pero sentía que tenía la misma cara que ponen algunos perros cocker cuando su dueño los regaña. Luego la puerta se cerró con un ruido sordo, y el despacho quedó sumido en un silencio absoluto. El crujido de los zapatos del profesor era el único ruido que se oía.
—Oh, bien —dijo él, poco después.
Mientras tanto, Sofía se retorcía las manos. Sabía que tenía que decir algo, tenía que mostrarse brillante y dejar de estar allí inmóvil, como una planta de interior.
—La madre superiora —dijo él— es un poco… no sé cómo decirlo… severa, ¿verdad?
El profesor le guiñó un ojo. Sofía sonrió, azorada. Tenía toda la razón, pero nunca había oído a nadie hablar así de sor Prudencia.
—Vamos a sentarnos —la invitó, y cogió una silla. Se sentó cruzando las piernas con elegancia.
A Sofía le tocó el mismo sillón que el día anterior.
—¿Qué? ¿Llega un extraño que te quiere adoptar y tú no haces ninguna pregunta?
Sofía alzó la vista, sintiéndose irremediablemente como una idiota, aunque el profesor sonreía con aire bonachón.
—¿Está seguro de que me quiere adoptar a mí?
Él estalló en una carcajada que hizo que todo temblara, y Sofía se sintió aún más intimidada. Se encogió de hombros, y ocultó las manos debajo de las piernas. Se maldijo por esa pregunta tan infantil.
—¿Tan poca confianza tienes en ti misma? —dijo el profesor cuando se calmó, mientras se secaba una lágrima.
—Sí.
La respuesta le salió sincera, sin que pudiera frenarla.
—Pues te equivocas, Sofía, y mucho —repuso él, inesperadamente serio—. Quiero adoptarte a ti y a ninguna otra. Créeme, no hay otra como tú —añadió, guiñándole el ojo.
Sofía sonrió, perpleja.
—¿De verdad conoció a mi padre?
—No solo a tu padre, yo conozco a todos tus antepasados, conozco toda tu historia, si quieres decirlo así.
—Pero a él —insistió Sofía—, a él en persona, ¿lo conoció?
El profesor la miró.
—Tú no sabes quién era, ¿verdad?
Sofía se encorvó de nuevo en la silla.
—No, siempre he vivido aquí, desde que tenía seis meses. De mis padres no sé nada, ni tan siquiera si están vivos o muertos…
—Tu padre murió hace muchos años. Era una persona muy especial, y desconocía su propio talento al menos tanto como tú. En tu familia tenéis cierta tendencia a subestimaros. —Georg Schlafen sonrió, luego se puso serio otra vez—. Murió en un accidente, y yo le prometí que cuidaría de ti.
—¿Y mi madre?
—Lo lamento, a ella nunca la conocí.
A Sofía le pareció que el tono del profesor era más bien evasivo.
—Y… ¿cómo era? —preguntó impulsivamente—. Mi padre, digo.
Él pareció perderse un instante en sus recuerdos.
—Muy parecido a ti. Los mismos ojos y el mismo pelo, aunque las pecas imagino que serán un regalo de tu madre.
«Un regalo muy poco apreciado», pensó Sofía.
—Sobre todo, tu padre y tú teníais esto en común.
Señaló con el índice entre las cejas, indicando el lunar que Sofía tenía entre los ojos. Ella forzó los ojos hasta que acabó viendo doble y tuvo que frotárselos. El profesor rio.
—No sabía que los lunares fueran hereditarios.
—Algunos sí —contestó con indiferencia.
El profesor soltó un par de «oh, bien» seguidos de varios murmullos, luego llevó la conversación a temas más convencionales. Le preguntó por sus estudios, y Sofía se puso rígida al sentir que la sometía a un examen. ¿Y si no contestaba bien? ¿Si se mostraba demasiado ignorante?
Empezó a balbucear algo sobre las clases del orfanato, evitó conscientemente mencionar las notas e intentó ofrecerle una vaga panorámica de los programas de las asignaturas.
—¿Qué sabes de astronomía? —la interrumpió el profesor, de repente.
Sofía se quedó de piedra. No era uno de los temas que estudiaban los chicos de su edad. Pensó que tal vez en Alemania fuera distinto.
—Bueno, a veces miro las estrellas…
Las buscaba desesperadamente en el cielo durante el invierno, aunque fuera a costa de helarse permaneciendo en el exterior. Pero las luces de Roma las mataban. Solo reconocía, no sin dificultad, la Osa Mayor, y a veces esa especie de cafetera enorme que era Orión.
—De acuerdo, pero ¿tú qué sabes de ellas?
—Bueno… pues… —Sofía se encogió de hombros.
—¿Y de botánica? —insistió el profesor.
De pronto, Sofía recordó que en primaria habían cultivado unas semillas de judía.
—Sé algo del huerto; las hermanas nos enseñaron a cultivar plantas comestibles —dijo, tratando de imprimir un aura de profesionalidad a su lejana experiencia con las legumbres.
—Uhm… —el profesor frunció el ceño, como para estudiarla mejor—. ¿Y de mitología? ¿Los mitos nórdicos? ¿Los relatos griegos?
Sofía se sintió mal. Había leído algún libro sobre eso, porque aquellas historias le gustaban, pero solo conocía los mitos más famosos. Indudablemente, estaba quedando fatal. Al final se rindió.
—No sé casi nada, lo siento —respondió, y se hundió en la silla, anhelando desaparecer.
Schlafen guardó silencio, casi como si estuviera sopesando una a una sus palabras. Después, se golpeó los muslos con las manos y se dispuso a levantarse.
—Tendremos que trabajar un poco, pero ya me lo esperaba.
Sofía lo miró con aire interrogativo.
—Yo vivo cerca de aquí; he comprado una antigua residencia en el lago Albano. ¿Lo conoces?
Le habían hablado de él. Estaba al sur de Roma, en la zona llena de montes a la que llamaban los Castillos. Solo sabía que por allí se producía buen vino, y que los habitantes de Roma solían ir a comer cochinillo asado. Asintió levemente.
—Oh, bien —dijo el profesor—. Me retiré allí para dedicarme a mis estudios; es un lugar tranquilo y en cierto modo… místico. Tu deber consistirá simplemente en ayudarme: ordenar la biblioteca, por ejemplo, o transcribir cosas para mí.
Empezó a recitar una larga lista de tareas, en la cual Sofía se perdió casi de inmediato. Otra cosa había retenido su atención. Tu deber, había dicho.
—¿Mi deber? —repitió, visiblemente sorprendida.
El profesor se detuvo.
—Sí, exacto, tu deber —contestó con decisión.
Sofía tragó saliva.
—¿Está diciendo que me lleva con usted?
—Claro. Mañana por la mañana vendrás conmigo.
—Pero… ¡si me he equivocado en todo! Vaya, que no sé nada de las cosas que me ha preguntado, y además…
—No me interesa si las sabes o no —la cortó él—. Quería saber a qué atenerme, eso es todo. Para que puedas ayudarme, tendré que instruirte un poco, ¿no? Pero será divertido, ya lo verás.
Su sonrisa bonachona parecía un buen augurio, pero Sofía seguía sin habla. Le estaba sucediendo algo increíble, y le costaba creer que fuese cierto.
Al verla tan desorientada, el profesor trató de animarla.
—Querida, sabía que vendrías conmigo antes de verte, incluso antes de pisar este lugar. Lo supe cuando te encontré, cuando descubrí dónde estabas. Es el destino lo que nos ha traído aquí, Sofía, ¿no crees?
Bueno, sí, tal vez fuera verdad.
—Sé que ahora puede ser algo difícil para ti, pero ya verás como el pueblo es un sitio bonito, te adaptarás enseguida y…
—No es eso —lo interrumpió Sofía, y esbozó su primera sonrisa verdadera desde que había comenzado el encuentro—. Solo estoy desconcertada, pensaba que este día no llegaría nunca…
—Pues ya ha llegado —repuso el profesor, y le devolvió la sonrisa, contento—. Estaba escrito en las estrellas.
Sacó del chaleco un reloj de bolsillo precioso, y lo abrió.
—Creo que ya está bien por hoy. Es bastante complicado moverse por esta ciudad vuestra; si no cojo un autobús ahora, perderé el que me lleva a casa. —Sonrió de nuevo—. Pasaré mañana a las diez, ¿de acuerdo?
Sofía asintió. Le daba la sensación de que la sala había empezado a girar vertiginosamente.
—Bueno, llamemos a la madre superiora, ¿no?
El profesor volvió a guiñarle el ojo, y se levantó.
Cuando lo vio ir hacia la puerta, Sofía temió que desapareciera de su vida tan repentinamente como había entrado en ella.