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Un hada en la orilla del río
attia le dio una patada a la lata que había en el suelo. El golpe hizo que se estampara contra un poste de la luz y produjera un sonido roto, como una nota discordante.
«Bueno, es como me siento yo ahora», pensó el chico con una pizca de rabia. Le acababan de pisotear el corazón como se hace con un felpudo, y él intentaba aguantarse las lágrimas, aunque sin mucho éxito. De vez en cuando, las recogía con un dedo del rabillo del ojo, antes de que empezaran a caer y tuviera la humillante sensación de estar llorando.
Todo había empezado a la hora de educación física. Había bajado al vestuario del gimnasio con la bolsa de deporte, impulsado por las mejores intenciones. Sí, de acuerdo, no había sido un gran día, pero eso no era nada nuevo. Una hora del recreo solitaria y, para merendar, aquellas malditas galletas que su madre se empeñaba en hacerle comer: «La bollería es comida basura; además, ya sabes que el médico ha dicho que tienes que adelgazar».
Eso había que decírselo a los otros chicos de la clase, que siempre llevaban una bolsa de patatas. Si ya era difícil sacar buenas notas sin que lo tomaran por empollón, era imposible conseguir que no se rieran de él por comer unas patéticas galletas dietéticas «sin sal añadida», como rezaba el lema escrito en mayúsculas en la caja.
Al principio, cuando entró en el vestuario, nadie le prestó atención, y él aprovechó para cambiarse en una esquina en el más absoluto silencio. Odiaba a sus compañeros, a todos. Delgados, atléticos y bien vestidos. Siempre llevaban zapatos de marca y chándales a la última moda. Sin embargo, él había sacado de la bolsa una camiseta con un dibujo de Mickey Mouse y un pantalón corto descolorido.
Se lo había puesto con resignación, listo para soportar como un mártir todas las miradas burlonas de Valeria y las demás. Lo llamaban Cerdito, y no podía culparlas. Estaba gordo, lo sabía, pero con aquel pantalón parecía un auténtico lechón. Sus muslos gordinflones sobresalían vergonzosamente por debajo de la tela.
Después había cogido la camiseta, y justo en ese momento se dio cuenta. Era enorme, gigantesco, imposible de ocultar. De hecho, sus compañeros no tardaron ni medio segundo en verlo.
—Pero ¿qué llevas ahí, un Mickey Mouse con tres orejas?
—¡Mira qué agujero!
—Eso lo ha roído un ratón, te lo digo yo. ¡Mickey Mouse con roeduras de ratón! —había dicho un niño, arrancándole la camiseta de la mano para pasársela a un compañero.
Sin embargo, era solo un agujero, nada más que un condenado agujero en el pecho. Mattia le había repetido a su madre que necesitaba un chándal de verdad, pero ella se había mostrado inamovible: «Aquí el dinero no nos sobra, y esa camiseta te sirve estupendamente. Total, solo la usas dos veces a la semana ¿no? Y es perfecta para sudar con ella».
Las carcajadas malignas de los compañeros aún le retumbaban en los oídos. Mattia había intentado detenerlos, pero solo había conseguido quedar como un idiota, corriendo de una parte a otra del vestuario mientras intentaba en vano recuperar la camiseta.
—¡El profe se está enfadando, anda, venid!
Había terminado así. La camiseta se había caído al suelo, y los otros habían salido corriendo con sus chándales de marca, riéndose de él. Cuando Mattia la cogió, el agujero se había convertido en un gran desgarrón.
Y lo peor sucedió al final de la clase. Para evitar las mofas de los compañeros, Mattia se ofreció voluntario para recoger el gimnasio y fue el último que entró en el vestuario. El profesor aprovechó para llamarlo otra vez, y le dijo explícitamente que, la próxima vez, llevara un chándal de verdad. La cara que puso al decírselo había sido casi más humillante que las muecas de sus compañeros. Lo había mirado con compasión, como se hace con los pobres. Pero eso no le había hecho tanto daño como las voces procedentes del baño de las chicas. Reconoció al instante una de ellas. La de Jade.
Sin duda, Jade era la chica más guapa de la clase. Morena con los ojos verdes y una sonrisa cautivadora. Era imposible no enamorarse de ella. De hecho, casi todos le iban detrás. Por descontado, ella no se planteaba siquiera mirar a un perdedor como él, pero Mattia se conformaba con contemplar su espalda cuando se sentaba en el pupitre de delante, y admiraba durante horas su preciosa melena.
—¿Entonces qué, vais a salir? —Era la voz de Francesca, la mejor amiga de Jade.
—Creo que sí, ya veremos cómo van las cosas. —Esta vez era ella. Inconfundible, con esa forma tan estupenda de sisear las eses, y luego cómo redondeaba las vocales…
—¿Te va a venir a buscar con la moto?
—Claro. Me ha dicho que pasará al salir de clase.
—Qué bien. Entonces va a presentarse aquí delante de todos…
—Exacto.
—¿Y tus padres?
—A esa hora están trabajando. No se van a enterar.
—Un chico del último curso… ya me gustaría a mí tener tu suerte… yo nunca voy a estar con uno así. Como mucho, se fijará en mí el empollón de Mattia.
Mattia suspiró. Estaba marcado de por vida, no tenía remedio.
—No saldría con él ni aunque fuera el último hombre sobre la faz de la tierra.
—No, no, ni yo tampoco, la verdad… lo decía por decir.
—¿Y has visto qué desagradable hoy? Con esa camiseta andrajosa… ¿Es que no tiene un padre y una madre?
—Ah, pero ¿no lo sabes? Lo crio su madre sola… Parece ser que el padre se fue cuando ella aún estaba embarazada.
—¿En serio?
—¡Sí, sí! O por lo menos eso le ha dicho la madre de Marta a la mía.
—No me extraña que haya salido así de raro, sin padre… Por cierto, ¿has visto cómo me mira?
—Claro. Como un pervertido.
—A mí me da un poco de miedo. Creo que pronto me cambiaré de sitio; tenerlo sentado detrás me pone nerviosa.
Mattia salió sin decir palabra. No se detuvo más que a coger su mochila deformada y la bolsa de deporte. Ni siquiera se cambió. Por suerte, siempre tenían educación física a última hora.
Además, no le importaba seguir llevando esa ropa ridícula. Total, Jade había dicho que daba asco ¿no? Y no iba a convertirse en una persona normal por ponerse unos vaqueros.
Estaba deprimido, humillado y enfadado. Se sentía aislado de todo y de todos y odiaba el mundo entero. Detestaba el instituto donde sacaba tan buenas notas, donde todos le decían que lo único que tenía era cabeza para estudiar. Pero resultaba que no, no tenía solo cabeza, también tenía un corazón. Por lo menos, antes de aquella hora de gimnasia lo había tenido, y estaba ocupado por Jade, solo por ella.
Además, estaba disgustado con su madre, porque seguía sin entenderlo y lo trataba como a un crío idiota, empeñándose en vestirlo de forma ridícula, con camisetas llenas de muñequitos, como si aún fuera a primaria. Y no soportaba la escasez de dinero que había en su casa, los libros usados ni la ropa de mercadillo.
Le dio una patada a una piedra que, para colmo de su mala suerte, acabó dándole a la puerta de un coche. La alarma empezó a sonar a todo volumen. Tras el primer «¡Eh! ¿Quién ha sido?», Mattia no se lo pensó dos veces: bajó a toda velocidad la escalera hasta la orilla del Tíber, recorrió unos cien metros, hasta que se sintió arder el pecho y tuvo que parar a retomar aliento. Se inclinó, agotado por el esfuerzo, y se deslizó hasta el suelo.
Se daba asco, se preguntó con irritación por qué le habría tocado a él una vida así. Empezó a llorar como una nenaza, y aún sintió más pena de sí mismo.
—Venga, no puede ser tan horrible…
Se dio la vuelta de golpe. Se encontró con el rostro tranquilizador de una chica rubia. Llevaba media melena y tenía la zona que rodeaba la nariz salpicada de pecas. Sonreía con aire comprensivo y era muy guapa, con la cara redonda, un poco infantil, y la nariz respingona.
Mattia se puso en pie, consciente de que, en su breve existencia, nunca había tenido un aspecto tan lamentable. Mientras él se levantaba, ella había metido la mano en la cazadora que llevaba y había sacado un paquete de pañuelos, que ahora le tendía.
—Anda, sécate las lágrimas, no está bien que un hombre llore.
Le guiñó el ojo, y su expresión era de tal simpatía que Mattia casi logró no sentirse avergonzado.
Se sentaron en un banco delante del río. El agua fluía plácida y verde, creando curiosos remolinos, en cuya naturaleza ninguno de los dos tenía intención de indagar. De vez en cuando, veían pasar una rama seca o una bolsa de plástico.
Todo estaba extrañamente tranquilo, casi inmóvil, y Mattia se sintió tranquilo de repente.
—No tienes que darle importancia —dijo la chica mirando fijamente el río.
De perfil era aún más encantadora. Debía de tener al menos veinte años, una ancianita al lado de Mattia, que tenía doce.
—Sí —añadió volviéndose—. Me refiero a lo de Jade.
Esta vez a él se le cortó la respiración.
—Las chicas de tu edad son todas unas engreídas que no entienden nada. Como esa manía de ir con chicos mayores… infantil ¿no crees?
Mattia se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta, y se apresuró a cerrarla de nuevo. ¿Cómo podía saber ella de su amor por Jade?
—Yo sé muchas cosas, Mattia.
Ahora sí que estaba asustado de verdad. Se levantó de un salto y empezó a mirar alrededor. ¿Cómo sabía su nombre? Era imposible, nunca la había visto antes, y se acababan de conocer.
—¿Me has seguido? ¿Me espías?
—Digamos que soy una especie de hada —dijo ella, sin dejar de sonreír.
Era una respuesta absurda, pero a Mattia le pareció extrañamente plausible. Una parte de sí mismo le decía que solo podía ser un sueño, pero otra parte se estaba dejando llevar sin oponer resistencia. En realidad, no había nada de malo en soñar despierto, especialmente si uno estaba un poco decaído y deseaba algo con mucha fuerza. En un instante, se sintió totalmente cautivado. Resultaba confuso y a un tiempo divertido estar al lado de un hada. Porque no podía ser nada más. Estaba claro que se lo estaba imaginando todo, de modo que no podía ocurrirle nada malo. El simple hecho de que una chica tan guapa estuviera junto a él y le dirigiera la palabra era pura ciencia ficción.
—He venido a ayudarte, Mattia. —La chica sacó una mano del bolsillo de la chaqueta y se la ofreció—. Un placer, me llamo Nidafjoll, pero me puedes llamar Nida si quieres.
Cuando Mattia le dio la mano, notó que estaba fría como el hielo, pero la chica esbozó tal sonrisa que no le prestó atención a ese detalle.
Nida volvió a mirar el río.
—El problema, Mattia, es que tienes un gran espíritu encerrado en un cuerpo… no sé cómo decirlo… que deja mucho que desear. Si fuera por ti, volarías ¿verdad? Y sin embargo, estás anclado a la tierra.
Mattia asintió, muy serio. Era terriblemente cierto.
—Yo soy un hada, y veo con claridad que en tu interior eres una gran persona. Lo que pasa es que los otros se detienen en tu apariencia física, por eso te ignoran.
El chico suspiró. Por primera vez había alguien que lo comprendía.
—Supongamos por un instante que yo puedo darte un cuerpo acorde a tu espíritu, algo que te permita ir por todo el mundo sin tener que avergonzarte de tus gruesas piernas o tus dedos regordetes.
En un abrir y cerrar de ojos, Mattia se vio transformado en un chico de revista, con la ropa adecuada, la cara adecuada y los amigos adecuados. Alguien que no se equivoca nunca, alguien que sabe qué decir.
—Ojalá… —suspiró, con aire soñador.
—Tú eres una mariposa, Mattia, una mariposa que tiene que abrirse. Y yo puedo hacer que eso suceda.
—¿En serio? —exclamó, incrédulo.
—No tienes que preguntarlo. Ya sabes que es posible.
La chica tenía razón. Era como si todo el mundo a su alrededor se hubiera transformado de repente. La parte de su conciencia que le repetía que tuviera cuidado ya no era más que una voz lejana, casi imperceptible. Tal vez, en ocasiones, los cuentos se hacían realidad.
Nida seguía sonriendo. Sacó la otra mano del bolsillo y la abrió bajo la nariz de Mattia. Un extraño objeto metálico, parecido a una araña pequeña, brilló a la luz del sol. Era casi como el chip de un ordenador, muy complejo y peculiar.
—¿Qué es? —preguntó Mattia, mirándolo embelesado.
—Es lo que te permitirá ser mariposa. ¿Estás cansado de tu cuerpo gordinflón?
—Harto —dijo Mattia, con algo de rabia.
—¿Estás cansado de llevar siempre ropa desastrada, de reaccionar siempre de forma equivocada?
—Te aseguro que ya no puedo más —respondió él, cada vez más convencido, casi con brío.
—Entonces coge esto, y todo cambiará. Serás otro, serás la persona que sueñas. Un chico con la ropa adecuada, la cara adecuada y los amigos adecuados. Tal como deseabas hace poco.
Nida sonrió con complicidad, y Mattia no supo qué decir. Luego sacudió la cabeza. La parte escéptica que había en él se impuso por un instante.
—Mira, es imposible. Eso solo ocurre en los dibujos animados: coges un objeto mágico y te transformas en otro ser. En la realidad, esas cosas no son posibles.
La chica frunció el ceño un momento, después se levantó del banco y se quitó la chaqueta. Llevaba una falda vaquera cortísima y una camiseta de color rojo ajustada. Le dio la espalda a Mattia, y él se quedó sin palabras. A lo largo de la columna vertebral, tenía una especie de cadena metálica compuesta por anillas, y cada una de ellas tenía unas extrañas garras que se sostenían en las vértebras. La cadena asomaba por el escote profundo de la camiseta y, más abajo, sobresalía de la tela. Nida hizo presión con un dedo en la base del cuello, y los dientes se retrajeron, las anillas entraron de nuevo unas en otras y la larga cadena se redujo a un aparato muy parecido al que le había mostrado poco antes. Entonces se lo despegó del cuello, e inmediatamente su piel se arrugó, el pelo se le puso canoso, los hombros se le encorvaron. Cuando se volvió, a Mattia le costó reconocerla. Su cara estaba cubierta de arrugas y había algo inquietante en ella. Los ojos se le habían vuelto pequeños y opacos, como si estuvieran cubiertos por un velo lechoso, y se hundían en una piel flácida y de color apagado. Incluso su sonrisa abierta y sincera se había convertido en una mueca horrible. A pesar del terror que le produjo aquella visión, Mattia no fue capaz de moverse. Se quedó rígido delante de Nida, sin decir nada. Lo cierto era que seguía confiando de manera irracional en aquella chica, como si lo hubiera embrujado con un extraño hechizo.
—Sin… —sonrió Nida, mostrando unas encías sin dientes—. Y con… —Cogió entre dos dedos el aparato y lo volvió a poner en su sitio, detrás del cuello. Se transformó en un instante, y volvió a ser la chica desenfadada de antes—. ¿Te he convencido?
Mattia se quedó completamente estupefacto. Igual que en los dibujos animados. Con aquella especie de cucaracha plateada, podía ser el chico increíble que iba a recoger a Jade al instituto. Al pensarlo, la cabeza empezó a darle vueltas.
—Si lo quieres, es tuyo.
Solo dudó un segundo. El deseo de cogerlo era una necesidad a la cual no podía resistirse. Su salvación se encontraba ahí, a pocos centímetros, y brillaba de un modo tentador entre los dedos helados de Nida. Sin darse cuenta, Mattia extendió la mano y lo asió, temblando como una hoja. Era un artilugio frío y duro, pero sobre todo auténtico.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó en una última oleada de escepticismo.
—Porque a veces los deseos se cumplen. Es mi trabajo. Has deseado mucho que las cosas cambiaran, y el que la sigue la consigue. Mi profesión es ayudar a la gente como tú.
Sonrió con aire amistoso, y Mattia la miró, atónito. Después, se sintió totalmente convencido y, por primera vez desde que había empezado la conversación, le devolvió la sonrisa. Apretó con la mano aquel extraño instrumento, luego la miró con ojos brillantes.
—Muchas gracias.
—Deber de hada. —Nida se encogió de hombros.
Mattia no sabía qué decir. Se sentía en parte atraído y en parte asustado ante aquel objeto, pero no podía deshacerse de él. Su corazón no quería ni intentar latir más despacio. Quizá las cosas, al menos en aquel sueño, podían tomar un rumbo distinto. Volvió a alzar la vista para decirle adiós a la chica, pero, para su sorpresa, ella ya no estaba. Era como si se hubiera volatilizado. Estaba solo en la orilla del río, y le dolía un poco la cabeza. Tenía la misma sensación que se tiene al despertar en medio de un sueño. Se sentía confuso, desorientado, y dio una vuelta sobre sí mismo.
—¿Te pasa algo?
Mattia saltó como si le hubiera mordido una tarántula. Cuando vio que no era más que un simple barrendero, suspiró sonoramente e intentó calmarse.
—¿Estás bien? —insistió el hombre, que llevaba una escoba en la mano y tenía una expresión extraña.
—Sí, sí… estoy bien —dijo él, sin demasiada convicción.
—Te he visto solo en la orilla, y aquí no suele haber niños de tu edad.
Mattia dio un paso atrás.
—No, no estaba solo, estaba hablando… —Se quedó bloqueado—. Disculpe, ¿por casualidad no habrá visto a una chica?
—Estabas solo —respondió el hombre, y lo miró con desconfianza.
Genial, lo que le faltaba, estar loco. Gordo, empollón y loco. Miró al suelo, masajeándose la frente.
—¿Quieres que te acompañe al hospital?
Mattia no le hizo mucho caso, estaba concentrado mirándose la palma de la mano. Vacía. Respiró hondo. Calma. Tenía que mantener la calma. Solo había sido un sueño que había tenido despierto. Mostró su sonrisa más convincente.
—Estoy bien, gracias. Solo estaba distraído.
El barrendero lo miró un poco más, luego se encogió de hombros.
—Como quieras.
Mattia se dirigió hacia la escalera que había en la orilla del Tíber mientras el hombre seguía murmurando algo.
Se sentía extrañamente decepcionado. Habría sido genial ser diferente, mejor, ser guapo. Una lástima…
La vio mientras subía la escalera. Su cara de niña apareció en la sombra del puente. No duró más que un instante; la visión se desvaneció tras un simple parpadeo. Pero el hada le había sonreído, estaba seguro. Instintivamente, metió una mano en el bolsillo y notó el frío del metal. Su corazón se detuvo. Subió los escalones en un segundo y echó a correr, como si huyera de algo.
Escondida donde la sombra del puente era más oscura, Nida se sonrió mientras lo veía desaparecer.
—¿Cómo ha ido?
Se volvió. Delante de ella había un chico de una belleza no menos espléndida que la suya. Tenía el pelo ondulado, de un tono caoba, y la misma sonrisa cautivadora y sincera. Vestía de forma refinada: pantalón claro y chaqueta marrón, ambos de un corte excelente, y una bufanda de cachemir que le rodeaba lánguidamente el cuello. Cada poco rato se arreglaba el pelo con una mano, un gesto afectado y autocomplaciente.
—Todo bien —dijo ella, volviéndose de nuevo en la dirección hacia donde Mattia había echado a correr.
—¿Cuándo crees que vendrá a vernos?
—Si conozco bien a estos críos, se irá a casa, se plantará delante de un espejo y se pondrá el implante. En ese momento, será nuestro.
El chico la miró con cara de decepción.
—Habría preferido que viniera enseguida.
—Mantén la calma, Ratatoskr —repuso Nida, muy seria—. Él dice que los preseleccionados aún no están despiertos, así que tenemos tiempo, quizá hasta nos estemos precipitando.
—Puede, pero primero vamos a acabar con esto. Así me sentiré mejor.
—No tengas miedo. Él vencerá.
Nida volvió a mirar hacia la escalera que Mattia había subido. Estaba segura de que lo volverían a ver muy pronto.