1
Un día de tantos
l viento soplaba. Pero no un viento horroroso de esos que alborotaban el cabello rizado de Sofía hasta transformarlo en una maraña inextricable, sino un viento agradable, fresco, como el que sopla en las cubiertas de los barcos.
La ciudad estaba inmersa en el azul antinatural de un cielo muy nítido. Sus torres blancas resplandecían bajo la luz del sol, con las fuentes de mármol y los exuberantes jardines ornando plazas y callejones. Sofía los contemplaba con admiración, pero en el fondo de su corazón sentía cierta nostalgia. Todo era demasiado hermoso y brillante para poder durar; sabía con certeza que, tarde o temprano, aquel espectáculo maravilloso desaparecería en la nada, como si jamás hubiese existido.
Se asomó a un balcón de cristal y vio las nubes por debajo. Estaba volando, pero, extrañamente, no tenía miedo. Sufría terribles episodios de vértigo, incluso cuando subía el primer peldaño de una escalera. En cambio, allí arriba, con la brisa acariciándole la cara, se asomó al vacío con todo el tronco. Tierras y ríos fluían bajo sus ojos, mientras la ciudad se desplazaba velozmente por el cielo. De pronto, una sombra inmensa se dibujó sobre el fondo verde, y Sofía, instintivamente, alzó la mirada hacia el azul para averiguar qué podía ser. La luz del sol la cegó, y no logró distinguir ninguna forma.
—Pero bueno, ¿es que no te piensas levantar?
Frío; en las piernas, en los hombros.
—Estoy harta de tenerte que llamar dos veces cada mañana, y de subir hasta aquí cuando todos los demás ya han bajado.
Sofía se frotó los ojos. Nada de maravillosas ciudades rebosantes de sol, nada de sombras inmensas. En su lugar, como siempre, un techo blanco con manchas de humedad.
—¿Bueno, qué?
En su campo visual apareció la figura seca y larguirucha de Giovanna. Giovanna no tenía edad, o quizá simplemente había nacido vieja. Ya trabajaba en el orfanato antes de que Sofía naciera. Hacía un poco de todo: lavar, planchar, cocinar… Se rumoreaba que también ella era huérfana, y que había entrado allí de pequeña para no salir nunca más. Sofía, cuando la miraba, pensaba que la aguardaba el mismo destino: crecer dentro del orfanato, ver Roma desde los barrotes de la verja y, un día, volverse flacucha y agria como ella.
De hecho, los demás no perdían ocasión de repetírselo:
—A los trece años ya no te adopta nadie, eso está clarísimo. Te quedarás aquí para siempre —sentenciaba Marco, y eso que era el más amable de los chicos del orfanato.
—Lo siento —masculló Sofía, incorporándose y apoyando los pies descalzos en el suelo. El contacto con la superficie fría la hizo temblar un instante.
—«Lo siento, lo siento», me lo repites cada mañana, ¡y cada mañana tengo que venir a sacarte de la cama!
Sofía no le dio importancia. Giovanna se lo decía siempre; aquello se había convertido en una pantomima ensayada.
—Venga, ve a lavarte, luego te llevo un cruasán a escondidas.
Eso también lo hacía siempre.
Sofía se dirigió rápidamente hacia los baños. Si había algo positivo en despertarse tarde era que al menos tenía los baños para ella sola. Le gustaba la soledad. Si le hubieran preguntado qué era lo peor de vivir en un orfanato, habría contestado que la falta de intimidad. Siempre había gente por todas partes. Dormías con diez personas en un dormitorio colectivo, comías siempre con otras cien, estudiabas con otras treinta… y así para todo. El único momento para estar sola: por la mañana, en los baños.
Eligió uno de los lavabos y se lavó la cara. Se contempló en el espejo y, como era de esperar, su cabello naranja y rizado era una gran maraña enredada. Por eso todos la llamaban Calabaza. Suspiró. Se observó las pecas que tenía alrededor de la nariz, con la esperanza de no encontrar ninguna nueva. Era una vieja historia: cuando tenía cinco años, un chico del orfanato le había contado que había una chica a quien las pecas se le habían ido multiplicando de tal manera que le acabaron cubriendo la cara y el cuerpo; la pobre se había quedado con la piel de un desagradable color rojo tomate, y, desde entonces, nunca más había vuelto a salir de casa. Ahora, Sofía sabía que aquella historia era una broma para tomarle el pelo, pero el miedo a que pudiera pasarle también a ella seguía atormentándola; por eso no podía evitar examinarse en el espejo cada mañana. En realidad, se dijo con tristeza, había bien pocas cosas a las que consiguiera oponerse. Creía en esa historia sin sentido, sufría episodios de vértigo a unas alturas vergonzosas y era el chivo expiatorio predilecto de las monjas y los profesores. Eso por no hablar de los demás chicos. Le daba vergüenza hablar incluso con los más pequeños, y todos se burlaban de ella.
Acabó el análisis matutino estudiándose los ojos verdes y, sobre todo, el pequeño lunar que tenía en la frente, cerca de las cejas. Era bastante curioso: tenía un color tirando a azulado y sobresalía ligeramente. Tiempo atrás, las monjas los habían llevado a todos a la revisión médica periódica, y el doctor que la había visitado se había detenido un buen rato a examinar el curioso lunar.
—¿Siempre lo has tenido?
Sofía había asentido, temerosa. Huelga decir que tenía miedo de los médicos, y aquel, además, la atendía con demasiado interés. Se convenció instantáneamente de que tenía alguna enfermedad muy grave.
—¿Y siempre ha sido así?
Asintió de nuevo.
—Uhm…
Sofía se tomó aquel gruñido como si fuera una condena a muerte.
—Tienes que vigilarlo.
—Pero… ¿es grave? —La voz ya le temblaba.
El doctor rio.
—No, no… pero hay que vigilar todos los lunares. Si ves que crece, avisa a alguien para que te traigan a mi consulta, ¿de acuerdo?
Desde entonces, obviamente, lo hacía siempre.
Tras convencerse de que todo iba bien, Sofía se metió bajo la ducha e intentó disfrutar de su deseado momento de soledad.
La voz imperiosa de Giovanna la devolvió cruelmente a la realidad.
—Pero bueno, ¿cuánta agua pretendes gastar? ¡Espabila, que tienes que ir a clase!
Sofía suspiró. Su vida era como un libro de una sola página que se repetía infinitamente. Incluso los sueños eran siempre los mismos. Soñaba con la ciudad blanca que volaba casi todas las noches; solo cambiaban pequeños detalles. Cada vez que la veía, se sentía feliz y melancólica al mismo tiempo. Era bonito ser tan diferente en aquellos sueños. Era otra persona mientras contemplaba el mundo subyacente desde los balcones de las ciudades, y no solo porque no sufría vértigo. Se sentía segura y con la cabeza libre de pensamientos y preocupaciones. Se sentía en su elemento, como si aquella ciudad fuera su verdadera patria, el lugar al cual pertenecía.
Se puso el jersey y el pantalón mientras saltaba los escalones de dos en dos. Fue hacia el comedor a toda prisa, casi se llevó por delante a Giovanna y la bandeja con el café con leche y el cruasán. El silencio del salón era perfecto, los bancos aún mal colocados tras la multitud de niños que había pasado por allí, la larga mesa cubierta de tazas y migajas.
—Esta vez sor Prudencia te va a matar, y yo estaré allí observándolo encantada —farfulló Giovanna.
Ante aquellas palabras, Sofía bebió de un solo trago su café con leche, cogió el cruasán al vuelo y salió disparada hacia las aulas.
En cuanto cruzó el umbral, la directora la fulminó con la mirada. Era increíble, pero, tras cada una de sus miradas, la temperatura de la sala descendía literalmente. Sor Prudencia debía de ser bastante mayor, pero tenía un cuerpo vigoroso y recto como un palo. Casi siempre tenía las manos escondidas en el hábito negro y el ceño fruncido, con una expresión solemne y severa. Cuando estaba realmente enfadada, arqueaba ligeramente una ceja, y entonces todos bajaban la vista. No le sobresalía ni medio mechón de pelo de la toca blanca y negra, e incluso las arrugas de la frente eran rectas y paralelas, casi disciplinadas. La misma disciplina que se imponía a sí misma y a todo el mundo en aquel centro.
Miró la hora en el reloj con correa de piel que llevaba en la muñeca.
—Veinte minutos —dijo.
Sofía sabía que esta vez la había armado buena. Deseó ser capaz de disolverse en el aire, mientras sentía como se le encendían las orejas y se le enrojecía el rostro.
—Veo que no alcanzas a entender, y que insistes pertinazmente en tu comportamiento maleducado.
—Discúlpeme… —dijo la chica con un hilo de voz.
Sor Prudencia alzó una mano para interrumpirla.
—Todas las mañanas dices lo mismo, tus disculpas se han devaluado por completo.
Ella era así, hablaba con el diccionario en la mano, como decía Giovanna.
—A la hora de la comida podrás enmendar tu error y reflexionar sobre ello.
Sofía sabía muy bien a qué se refería. Ni siquiera intentó protestar.
—Harás el turno de cocina durante toda la semana.
La chica abrió la boca, pero no pronunció palabra alguna. Habría sido inútil. Sin embargo, la magnitud del castigo la golpeó como un puño.
—Siéntate.
Llegó a su asiento con la cabeza gacha, estuvo de pie el tiempo que duró la oración matutina y luego se dispuso a seguir la lección.
No fue un día más humillante de lo normal. Sofía no iba mal en clase, estaba dentro de la media. Se aplicaba todo lo que podía, pero sufría distracción crónica. No era culpa suya. Después de pasarse media hora con la mejilla apoyada en la mano, intentando memorizar cada palabra que decían los profesores, empezaba a soñar y a vagar con la mente. A menudo, ideaba tramas alternativas a las que había leído en los libros, inventaba personajes y se identificaba con sus historias. Por la noche leía bajo las sábanas, con la linterna entre los dientes y aguzando el oído por si Giovanna u otra hermana pasaban a hacer la ronda. Sus profesores no acababan de estar de acuerdo con los libros que le gustaban, de fantasía o de terror, pero ella seguía consiguiéndolos a escondidas. De ese modo daba rienda suelta a su imaginación desenfrenada, que la llevaba lejos de la pequeña aula, fría en invierno y abrasadora en verano, en la que estudiaba con otros huérfanos como ella.
—¡Sofía!
Se levantó de un salto. Así, por ejemplo. Acababa de suceder. Hacía un instante estaba allí en el aula, escuchando al profesor de música hablar de Mozart, y un segundo después se había perdido en la corte vienesa, entre encajes y puntillas, en un palacio de fábula.
—¿Y bien? ¿Me vas a decir la respuesta, o no?
Sofía buscó desesperadamente un indicio de algo que le hiciera comprender de qué estaban hablando en aquel momento. Paseó la vista por la pizarra, después por sus compañeros de clase. Sus expresiones no le decían nada.
—Salero —oyó en un susurro. Había sido Marco. desde el pupitre de atrás—. La respuesta es salero.
Sofía se aferró a aquella sugerencia como a un último hilo de esperanza.
—¡El salero! —dijo aprisa.
La clase estalló en carcajadas, mientras el profesor la miraba con frialdad.
—Bueno, la verdad es que no sabía que los saleros entendieran tanto de música, ni que uno de ellos hubiera sido rival de Mozart.
Sofía se sonrojó hasta la raíz del cabello.
—¡Salieri, Sofía, Salieri! Otro estupendo cero, el segundo este mes, por lo que veo… —dijo el profesor, cogiendo el bolígrafo.
Sofía fue a sentarse, con la esperanza de que debajo del pupitre se abriera de pronto un abismo y se la tragara. Pero antes se volvió hacia su consejero fraudulento.
Marco se encogió de hombros ante su mirada desesperada.
—No tienes remedio, Calabaza, contigo ya ni siquiera tiene gracia, picas siempre.
—¡Sofía!
La chica se volvió de inmediato.
—¿Quieres otro cero, o prefieres dejar de molestar a Marco?
—Pero si yo…
—Por lo menos ten la decencia de callarte… tú y tu sal cantarina.
Sofía se resignó y se volvió. Hiciera lo que hiciese, el destino siempre jugaba en su contra.
A mediodía, comió poco. Más que nada, porque aquel día había guisantes, y ella odiaba los guisantes tal como los cocinaban en el orfanato. Les echaban apio. Era incapaz de imaginar una combinación de sabores más disparatada.
—¿Te apetece tocar un poco, Calabaza? —le preguntó un niño, pasándole el salero. Todos los que estaban a su alrededor se echaron a reír.
Sofía intentó mantener algo de dignidad.
—Ha sido Marco, que me lo ha soplado mal a propósito.
—Ya… luego, si acaso, nos explicas qué tenía que ver un salero en clase de música.
Otro estallido de carcajadas.
Sofía suspiró mientras esparcía los guisantes por el plato, con la esperanza de que los compañeros que la rodeaban decidieran, vete a saber cómo, volatilizarse de uno en uno.
Y la tarde fue aún peor.
Giovanna fue por ella cuando la mayoría de los chicos ya se había ido.
—¿Bueno, qué? ¿Y todos estos guisantes en el plato?
Sofía no dijo nada.
—Hay miles de personas que se mueren de hambre, ¿y tú desperdicias la comida así?
Sofía pensó cáusticamente que incluso los que pasaban hambre tenían unos límites, y que esos guisantes los superaban de largo. Así que se levantó sin replicar y se dirigió hacia la cocina.
Aquel lugar siempre le había parecido infernal. El ambiente siempre estaba envuelto en una niebla húmeda y pegajosa que olía a fritanga y a salsa quemada. Había enormes ollas hirviendo sin descanso, y los fogones desprendían un calor sofocante. El suelo estaba resbaladizo a causa del agua que salía del lavavajillas obsoleto, y Sofía más de una vez se había jugado el cuello. Aparte de Giovanna, allí solo trabajaba una hermana joven y diminuta que no hablaba nunca y, cuando faltaba personal, siempre la mandaban a ella a echar una mano.
Afortunadamente, cuando entró, la niebla había desaparecido casi del todo, por lo que iba a resultarle más fácil soportar el vapor del lavavajillas, pensó con un suspiro de alivio. Era una lástima que, como de costumbre, el aparato no hubiera cumplido con su deber, y Sofía se encontrara con una montaña de platos por fregar. La tarea le llevó buena parte de la tarde, y cuando salió, después de haber pasado horas escuchando los incesantes cotilleos de Giovanna, le zumbaban los oídos. Por eso no le pareció un suplicio tener que ir a la sala común a hacer los deberes.
Era una sala grande con dos mesas largas y bancos. Los chicos se sentaban a intervalos regulares y estudiaban en medio del caos total.
Eso pensaba hacer Sofía, con el pelo apestándole a frito y detergente y el jersey sudado.
En cuanto abrió el estuche, se sobresaltó. Desde el interior, una lagartija se deslizó hacia ella. Se levantó de un salto, golpeando a dos compañeros. El animal se dio a la fuga por la sala mientras los chicos reían y las chicas daban grititos de asco. Sofía tuvo el tiempo justo de ver la cara de satisfacción con la que Marco la miraba. Estaba claro que el autor de la broma era él.
—¡Pero bueno, Sofía! Siempre tienes que armarla. —Giovanna había aparecido de la nada armada con una escoba.
—¡No ha sido culpa mía!
—Ya, nunca es culpa tuya, pero siempre estás en medio cuando hay problemas.
—Yo…
Las palabras murieron en sus labios. No tenía sentido reivindicar su inocencia. Era normal que siempre la tomaran con alguien tan insignificante como ella. Por eso agachó la cabeza con resignación y se tragó todo el sermón de Giovanna, que no tuvo piedad y le mandó hacer turno doble en la cocina al día siguiente.
Cuando ya era casi de noche, Sofía, exhausta, se retiró al dormitorio. Se tumbó en la cama y saboreó el silencio. Fuera, el otoño había hecho desaparecer las hojas del gran plátano del jardín. El cielo era de un color rojo oscuro. Le encantaba el otoño. Se hacía de noche antes, y eso le daba una excusa para retirarse temprano, de manera que podía estar sola más rato, perdida en sus pensamientos.
Tendida boca arriba, empezó a pensar en las manchas de humedad del techo, en las que veía figuras fantásticas, lo mismo que con las nubes de verano. Era una manera como cualquier otra de huir de la grisura que marcaba sus días, de la sucesión de humillaciones que la había acompañado desde el momento en que pisó el orfanato.
Estaba completamente sumergida en su tristeza cuando Giovanna entró.
—Sor Prudencia quiere verte.
Sofía sintió un repentino vacío en el estómago. Era poco habitual que sor Prudencia mandara llamar a alguien. La última vez fue cuando Luca cometió un pequeño robo en la despensa. Había sido la única vez que habían castigado a un niño a base de collejas.
—¿Me quiere ver a mí? —dijo incrédula, incorporándose.
—Sí.
Tragó saliva, sentada en la cama, inmóvil. El tono de preocupación en la voz de Giovanna era claro: ella también debía de pensar en algo grave, porque no le había hablado a gritos como tenía por costumbre.
Sofía se levantó de la cama con cautela y la siguió. No había más que dos pasillos y una escalera entre el despacho de sor Prudencia y el dormitorio, pero el trayecto le pareció infinito. Tuvo todo el tiempo del mundo para hacer hipótesis terribles sobre el porqué de aquel encuentro.
Giovanna golpeó suavemente la puerta, y aquel ruido la despertó de sus ensoñaciones.
La invitación a entrar de la directora sonó lúgubre y marcial.
—Venga, ánimo —la alentó Giovanna.
Sofía entró tímidamente. Nunca había visto aquel despacho. Todo el mundo hablaba de él con temor y reverencia, pero pocos habían entrado.
Lo primero que la sorprendió fue la madera. Había muchísima y por todas partes. Roja. Rojo era el gran escritorio al lado de una pared, roja la estantería abarrotada de volúmenes. Roja era incluso la madera del gran crucifijo que colgaba a espaldas de la monja.
—¿Se puede?
—Ven.
Sor Prudencia estaba sentada al escritorio, lidiando con un gran libro sobre el que escribía algo con una pluma estilográfica. Sofía avanzó lentamente. Había una silla, pero no sabía si tenía permiso para sentarse. Era una silla bonita, forrada de piel negra y con grandes tachuelas circulares de latón.
—Siéntate.
Sofía obedeció. Estaba ansiosa de seguir cualquier orden que diera la directora. Sentada en esa silla tan imponente, se sintió aún más pequeña.
Al fin, sor Prudencia levantó la vista hacia ella. Llevaba unas gafas para leer con la montura fina y dorada. Era la primera vez que Sofía se las veía puestas.
—Mañana vas a reunirte con alguien, con lo cual quedas dispensada de las clases.
La chica se quedó atónita. Ni siquiera tuvo tiempo de formular la pregunta que le urgía en la boca.
—Un profesor muy reputado quiere adoptarte.
Adopción. Aquella palabra consiguió anular cualquier otro sonido que hubiera en la habitación e hizo desaparecer todos los pensamientos de la mente de Sofía. Incluso el miedo se desvaneció.
—Adoptarme… ¿a mí? —preguntó con la voz rota de emoción.
Sor Prudencia la miró significativamente.
—Sí, a ti. Es profesor de antropología, y ha pedido expresamente reunirse contigo. Por lo que parece, conocía de algo a tus padres. Vendrá mañana y, si no hay ningún problema, pronto te marcharás con él.
Era un sueño. No podía ser otra cosa. Irse del orfanato. Quizá la tarde siguiente. Por fin podría ver Roma sin una verja de por medio.
—Ahora puedes irte —dijo con voz seca sor Prudencia.
Sofía se sobresaltó. Se levantó con prisas, se estrujó las manos, masculló un par de «gracias y adiós» y salió por la puerta.
Fuera no había nadie. En el pasillo, las lámparas del techo hacían que la luz se reflejara en las paredes. Se quedó inmóvil delante de la puerta. De repente, el suelo, las ventanas llenas de oscuridad y las luces tenues le parecieron extrañas y precarias. Acababa de ocurrir algo impensable. Jamás había ido nadie por ella. Nadie la había mirado con interés; siempre había sido demasiado tímida, demasiado pequeña o demasiado grande como para que un hombre y una mujer decidieran elegirla como hija. Y ahora había un profesor que la quería. Sofía no podía ni imaginárselo. En sus pensamientos era una figura indefinida e imponente, una mano que la sacaba de allí como quien saca una carta de la baraja.
En el monótono libro de su existencia, entre páginas y páginas idénticas, había aparecido inesperadamente algo diferente. Una página en blanco.