Fabio se quedó atónito. Corrió hacia las chicas y apartó con delicadeza a Lidia.
—Déjame ver —le pidió.
—¡Suéltala, no te atrevas a tocarla! Tú también eres culpable de su muerte.
Fabio no le hizo caso y puso una mano sobre el cuello de Sofía. Luego colocó las dos manos sobre el pecho de la chica, una encima de la otra, y comenzó a empujar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Se apartó, se inclinó sobre el rostro de la chica y le hizo la respiración boca a boca. Oía sollozar a Lidia.
—En vez de quedarte ahí plantada, ¡échame una mano! —le dijo casi chillando.
Lidia reaccionó al instante. Asintió con vigor y se acercó a Sofía.
—¿Qué tengo que hacer?
—El boca a boca cuando yo te lo diga.
Y Fabio reanudó el masaje cardíaco.
Se concentró en sus movimientos; en su mente solo había espacio para una idea: salvar a Sofía. No reparó en la mancha de sangre que se extendía en el suelo de la calle, ni en la piel cada vez más blanca de la chica. Solo importaba la presión de sus manos.
De pronto, notaron un movimiento imperceptible en el tórax de Sofía.
—¡Respira! —gritó Lidia.
Fabio se detuvo. Era cierto. El pecho subía y bajaba levemente. Le tocó otra vez el cuello y percibió un débil latido.
—Tenemos que llevarla al hospital —dijo Lidia.
Fabio se miró las rodillas. La sangre de Sofía le había manchado el pantalón.
—Dale la vuelta. Antes tenemos que detener la hemorragia.
—Ya lo harán en el hospital.
—En estas condiciones no llegará al hospital. ¡Dale la vuelta!
Lidia no tuvo más remedio que obedecer. Su ira la asustaba; además, él la había salvado.
Al colocar a su amiga boca abajo, Lidia se llevó una mano a la boca. Sofía tenía en la espalda un corte largo y profundo, muy abierto. La sangre salía lenta y viscosa. Las alas con las que había luchado habían desaparecido.
Fabio observó unos instantes el corte rojo. No era una herida que pudiera suturar con sus llamas. Y ya no tenía las cuchillas de los injertos para ayudarlo. Se sintió perdido.
En ese momento vio de reojo el fruto, origen y fin de todo cuanto había sucedido aquella noche.
Debía de habérsele caído cuando corrió hacia Lidia.
Lo cogió rápidamente.
«Si antes lo he utilizado para eliminar el bosque, ahora puedo usarlo para salvarla», pensó, y se arrodilló junto a Sofía.
—¿En qué estás pensando? ¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Lidia, presa del pánico.
Fabio la ignoró, cerró los ojos y apretó el fruto entre los dedos.
«Cúrala, por favor, cúrala».
La misma luz brillante que había iluminado el bosque poco antes los envolvió a Sofía y a él y lo disolvió todo en una claridad difusa. Y solo hubo paz y ternura por doquier. Fabio solo percibía su propia presencia y la de Sofía, ambos flotando en aquel dorado absoluto y salvador. Ni siquiera estaba el fruto, pues sus manos lo habían absorbido. Pero Idhunn, su espíritu, estaba cerca. Fabio extendió las manos, ahora cubiertas de llamas casi blancas, y pasó suavemente las palmas por la espalda de Sofía. Sintió cómo el poder de sus manos fluía hacia ella. Por una vez su fuego no destruía, sino que sanaba. Por eso podía remediar lo que había hecho y ser uno de ellos.
Continuó hasta estar agotado, hasta que las manos empezaron a temblarle. Entonces la luz se apagó y el fruto se le escurrió entre los dedos. Resbaló hacia atrás. Ahora estaba en el suelo, con una mejilla aplastada contra las piedras de la calle, jadeando.
—¡Sofi, Sofi! —oyó que llamaba Lidia.
Se incorporó. Todo estaba como antes. Se encontraba cerca del obelisco, el monumento que había utilizado como puerta para llegar hasta el nogal. Benevento volvía a ser la ciudad de siempre, nada dejaba intuir lo sucedido durante aquella noche de locura.
Le daba vueltas la cabeza, pero se acercó a Sofía. Respiraba con calma y el corte de la espalda se había reducido notablemente. También era menos profundo. Fabio vio que Lidia lo miraba con los ojos húmedos, llenos de gratitud. Sin saber muy bien por qué se sintió cohibido. Cogió del brazo a Sofía.
—Llama a ese hombre tan raro que va con vosotras. Yo llevaré a Sofía al hospital. Ah, y dale esto —dijo, y le tendió el fruto.
Lidia asintió. Luego le puso una mano en el brazo.
—Gracias —le dijo con voz temblorosa—. En serio, muchas gracias.
—Anda, vete —la instó Fabio apartando la mirada.
Y la vio salir volando. Sofía respiraba débilmente entre sus brazos. Ahora tenía un color más sano, pero necesitaba cuidados médicos.
Estaba muy cansado, pero debía hacer un último esfuerzo. Miró en derredor. Nadie. Invocó las alas de su espalda y alzó el vuelo.
En el hospital le hicieron un montón de preguntas. Llegó a pensar que llamarían a la policía para que lo detuviera. Lo cierto es que alguien como él no solía dar buena impresión si se presentaba en el hospital con manchas de sangre que no era suya. Y encima también llevaba marcas de la batalla reciente que había librado.
Inventó una mentira.
—Ha sido un accidente. Estábamos cruzando la calle y nos han atropellado. Ni siquiera han parado.
La situación mejoró considerablemente cuando llegó el profesor.
Estaba blanco como el papel y cojeaba bastante. Pese a todo, enseguida se hizo cargo de la situación.
—Claro que lo conozco —dijo cuando le señalaron a Fabio—. Es un buen amigo de mi hija, se conocen desde niños.
El médico miró de reojo a Fabio, pero no hizo comentarios. El profesor también habló con la policía.
Fabio se quedó sentado en el pasillo, al lado de la habitación donde atendían a Sofía. Después de aquella noche tremenda, lo único que deseaba era irse, y no le gustaba nada cómo lo miraban todos allí dentro. Sin embargo, algo lo retenía.
El profesor se sentó con él cuando terminó de hablar con las fuerzas del orden. Ambos guardaron silencio; uno se miraba los vaqueros manchados de sangre y el otro miraba al techo. Por fin salió el médico. Los dos se pusieron en pie de un salto.
—La herida es seria, pero le hemos hecho una transfusión y le hemos dado varios puntos. La tendremos en observación unos días.
El profesor suspiró, aliviado.
—¿Puedo verla? —preguntó ajustándose las gafas.
—Ahora está durmiendo, pero puede entrar si quiere.
El doctor se alejó. Fabio permaneció inmóvil, con las manos en los bolsillos.
—¿Quieres entrar? —le preguntó sorprendentemente el profesor.
—Yo…
—Le has salvado la vida, ¿no quieres ver el final de la historia?
Entraron de puntillas. Sofía estaba tendida boca arriba, con la espalda completamente vendada y una sonda en la mano izquierda. Dormía serenamente.
—Mírala bien. Sigue viva gracias a ti.
Fabio sintió un escalofrío en la espalda.
—No sabes cuánto significa Sofía para mí. Por eso no puedes imaginar hasta qué punto te agradezco lo que has hecho esta noche.
Fabio se encogió de hombros. No sabía qué decir. Miró a Sofía durmiendo tranquila, sin poder asociar esa imagen al recuerdo que tenía de ella tendida en el asfalto sobre un charco de sangre.
«¿De veras la he salvado yo?», pensó.
El profesor se sentó en una silla, junto a la cama. Cogió con delicadeza la mano de Sofía entre las suyas cuidando de no tocar la sonda. Se llenó los ojos con la imagen de la chica.
—Tú y yo tenemos que hablar, ¿lo sabes? —le dijo a Fabio, sin apartar los ojos de Sofía—. Los de nuestra especie no tenemos derecho a paz ni a treguas; muy pronto deberás enfrentarte a lo que eres.
Se volvió lentamente. La habitación estaba vacía. Ni rastro de Fabio. El profesor estuvo a punto de salir, de ir en busca del atormentado muchacho. Pero a veces es mejor olvidar el deber y seguir los dictados del corazón. Y él aquella noche había estado a punto de perder a la persona que más quería en el mundo.
Esbozó una sonrisa amarga. Apartó la mirada del rectángulo luminoso de la puerta y volvió a posarla en lo único que de verdad importaba aquella noche absurda y terrible: su pequeña Sofía.