Fabio creía que estaba a punto de morir. Se le cortó la respiración y los brazos y las piernas parecían de mármol. Vio un instante más y luego todo se volvió negro. En la oscuridad densa y pastosa se iba dibujando la cabeza de una serpiente enorme, la boca llena de colmillos abierta en una mueca feroz, los ojos malvados y rojos. Eres mío, dijo Nidhoggr, exultante, en su mente; por fin eres mío.
Fabio cerró los ojos. Cuando los abrió carecían de expresión y estaban rojos. Se volvió y se arrodilló delante de Ratatoskr, a un palmo del suelo.
—Cuánto nos has hecho sufrir, chico —sonrió Ratatoskr—. Creía que no conseguiríamos subyugarte ni privarte de tu voluntad. Un error mío: eres fuerte, pero no tanto como mi Señor.
Fabio no se movió, como si esperara órdenes.
—Ve junto a ella y coge el fruto —dijo Ratatoskr.
Fabio avanzó despacio, con paso vacilante. Se acercó al nogal mientras Idhunn seguía debatiéndose con todas sus fuerzas. Extendió una mano, la rodeó con el metal de sus injertos y entró sin dificultad en la jaula donde estaba encerrada la chica. Una vez dentro, los injertos se retrajeron y le dejaron la mano desnuda. Al ver los dedos libres del metal, Idhunn dejó de gritar. Miró a Fabio a los ojos.
—Eltanin… por fin has venido —sonrió—, tal como prometiste.
Algo se iluminó en la mente de Fabio. Un atisbo de comprensión, una chispa de conciencia junto a la sombra de los recuerdos sepultados. Solo fue un instante. Luego la oscuridad se apoderó otra vez de su espíritu.
La sonrisa se borró del rostro de Idhunn.
—No eres tú —murmuró. Demasiado tarde.
Los dedos de Fabio rozaron el fruto. Una luz inmensa rodeó el árbol y el pequeño llano.
—¡No! —gritó Idhunn, pero el fruto se le escapó de la mano.
Fabio apretó los dedos alrededor del globo dorado.
Parte de aquella luz, parte de aquel poder extraordinario y beneficioso se adentró en su mente enferma. Recuerdos. De una ciudad blanca y hermosa, donde vivió hacía mucho tiempo. Por aquel entonces era un chiquillo perdido y desesperado; era un dragón, un joven dragón dorado e impetuoso. Eltanin vigilaba el Árbol del Mundo. Recordó a una niña que jugaba con él en la ciudad de los dragones y a una chica que pasaba mucho tiempo con él. Idhunn, la niña a quien habían criado los dragones, los padres de Eltanin, en Draconia. Idhunn, su hermana. Y las últimas palabras de la chica: «No se lo daré a nadie más que a ti, te lo juro. Protegeré el fruto con mi vida hasta que vuelvas a buscarlo». El rostro de Idhunn surcado de lágrimas la última vez que se vieron.
Los recuerdos se agolpaban en la mente de Fabio. Sujetaba el globo luminoso, del cual emanaba una fuerza benigna y desconocida que le transmitía una paz inesperada.
—Vierte tu sangre sobre él —dijo la voz gélida de Ratatoskr.
«¿Qué es? ¿Por qué Nidhoggr desea este objeto a toda costa? ¿Y quién soy yo en realidad?», habría querido preguntar Fabio, pero su boca permaneció cerrada. El cuerpo no le respondía.
¡Aquí mando yo, no tú!, gritó una voz en su cabeza. Nidhoggr. Fabio se sintió desolado. Recordó las palabras del guiverno: «Eres el primero de tu especie al que le dejo su voluntad… Te he dado mucho, pero exijo mucho a cambio. Si fracasas, te lo quitaré todo, incluida la vida».
Y eso era lo que había ocurrido: ahora Nidhoggr controlaba su cuerpo, pero no su conciencia. Esta seguía siendo suya. La voz del señor de los guivernos siguió resonando en su mente: Casi hemos terminado. Solo necesito un poco de sangre tuya. Luego podré deshacerme de ti.
Fabio intentó resistir. No quería hacerle daño a la chica, pues se sentía estrechamente unido a ella, pero una punzada de dolor insoportable le atravesó la cabeza. Tuvo ganas de gritar, pero aún tenía la boca sellada. Invocó una cuchilla, que le salió de la mano derecha. Se la pasó por uno de los dedos que apretaban el fruto. Notó el dolor y luego vio su sangre mojando el fruto. El brillo del objeto disminuyó. El fruto tembló.
—Tráemelo —dijo Ratatoskr, satisfecho. Sostenía entre las manos una bolsa de terciopelo abierta.
Fabio trató de recuperar el control de su cuerpo. Todo ha terminado, es inútil que te resistas, dijo Nidhoggr en su mente. Pero él insistió, aunque ello le provocara un sufrimiento infinito. Chillaba en su interior de rabia y desesperación. Su voluntad logró abrir una brecha en el control que le imponía el guiverno, y sus piernas se detuvieron.
—¡Muévete, siervo! —le ordenó Ratatoskr.
Nidhoggr gritó de nuevo en la mente de Fabio, pero él volvió a resistirse. Resistió cuanto puede hacerlo un ser humano, e incluso más, pero al final el guiverno pudo más. Horrorizado, Fabio notó que se le levantaba un pie, luego el otro. Era cierto, todo había terminado…
Entonces las vio llegar. Dos chicas como él volaban alto en el cielo, a lo lejos; una de ellas llevaba a otra persona: la vieja misteriosa del teatro romano. Quiso avisarlas, pero ni siquiera podía mover la cabeza. Solo avanzar.
Ratatoskr se volvió a mirarlas con una expresión rabiosa en la cara. Luego se concentró y un rayo de luz negra surcó el aire.
Cuando Fabio recuperó la vista, vio que las chicas se estaban cayendo. Batieron frenéticamente las alas para ralentizar la caída, y aun así chocaron con fuerza contra el suelo y quedaron algo aturdidas.
Entretanto, Ratatoskr se había acercado rápidamente a él.
—Inepto —siseó. Luego metió el fruto dentro de la bolsa, cuidando de no tocarlo—. Fin de la historia —añadió con una sonrisa malévola.
Y echó a volar.
En ese instante Fabio notó que había recuperado el control de su cuerpo. Tal vez Nidhoggr solo podía poseerlo en presencia de Ratatoskr. Trató de seguirlo, pero los injertos metálicos lo detuvieron. Crecieron desmesuradamente, le cubrieron todo el cuerpo y un tentáculo se le enrolló en la garganta. Mientras comenzaba a faltarle el aire, oyó reír a Nidhoggr en su mente. Ahora la voz era débil y lejana, como si se hallara a una distancia infinita. Si me hubieras hecho caso y me hubieses seguido hasta el final, te habría salvado. Pero has elegido otra vez a tus amigos. Muy bien: tendrás el privilegio de morir delante de ellos. Adiós.
Entretanto Lidia y Sofía, que se estaban recuperando de la caída, vieron a Ratatoskr en pleno vuelo. Se pusieron en pie e invocaron de nuevo las alas. La vieja no se movía. Estaba inmóvil delante del nogal, y parecía otra vez desorientada.
Sofía se dirigía hacia el cielo, pero vio a Fabio rodeado por una red de injertos, una maraña metálica a punto de despedazarlo. Tenía la cara roja y la boca abierta. Se acercó a él.
—Sofi, ¿qué diablos haces? —gritó Lidia, que ya estaba a un metro del suelo—. ¡Ratatoskr se va con el fruto!
—Fabio es uno de los nuestros —replicó Sofía.
—¡Nos traicionó! Y no tenemos tiempo para él.
Quizá tuviera razón. Tal vez su misión como Draconiana era únicamente coger el fruto. Pero Sofía no podía hacerlo. «No puedo dejarlo morir», se dijo mientras asía con las manos los tentáculos metálicos que apretaban la garganta del muchacho.
—¡Maldita sea, Sofi! —exclamó Lidia, y voló en pos de Ratatoskr.
Pero Sofía no la vio, porque concentraba toda su atención en Fabio, quien había dejado de moverse y estaba a punto de perder el sentido. Los tentáculos se le resistían. Decidió cambiar de objetivo. Invocó un tallo y palpó la nuca del chico. Allí estaba el origen de los injertos. El tallo se metió debajo de la araña metálica, pero esta no se movió ni un solo milímetro. Era como si los tentáculos advirtieran el peligro. De pronto, soltaron parcialmente a Fabio para ceñir a Sofía. Ahora ambos estaban cuerpo contra cuerpo, con los rostros separados por escasos centímetros. Fabio posó los ojos en ella y Sofía sintió que su mirada la atravesaba.
—¿Por qué lo haces? —murmuró—. Soy un traidor.
—Porque eres uno de los nuestros —respondió ella, con voz ahogada. Empezaba a acusar la presión mortal de los tentáculos. «Y porque me gustas», pensó, aunque no se atrevió a decirlo. Su tallo llegó por fin al cuerpo principal del injerto. Sofía cerró los ojos y se concentró. El Ojo de la Mente brilló en todo su esplendor y el de Fabio también se encendió; eran como dos cuerdas de violín vibrando al unísono. Sofía, devastada por el dolor del chico, entró en contacto con su espíritu. Vio su soledad y su sufrimiento. En un instante, sus conciencias se unieron, sus mentes se fundieron. El pasado afloró con claridad, los recuerdos sumergidos salieron a la luz y Fabio supo quién era y cuál era su destino.
Vio a Eltanin luchando contra los dragones, junto a los guivernos, impulsado por la sed de sangre y de gloria. Vio su traición, vio a Nidhoggr destrozando el Árbol del Mundo. Pero también vio a Idhunn, la cantidad de momentos que vivieron juntos, y sintió que su afecto por ella no había disminuido. Y la vio cuando fue a buscarlo a la guarida de Nidhoggr para hablar con él, para convencerlo de que volviera.
—Crees que es demasiado tarde, pero no lo es. Vuelve con nosotros, vuelve a luchar con los dragones, con tus semejantes. Podemos perdonarte todo lo que has hecho, porque eres y siempre serás uno de los nuestros.
Aquellas palabras se le grabaron en el alma e hicieron que recobrara el juicio. Y al final se arrepintió y regresó junto a sus compañeros.
Vio cómo Eltanin se apoderaba del único fruto del Árbol del Mundo que no se había perdido. Y cómo se realizaba un corte en el pecho y empapaba el fruto con su propia sangre.
—Solo tú y yo podemos tocar este fruto, lo juro por mi sangre —oyó que decía. El mismo sello que él había roto poco antes a instancias de Nidhoggr. Por eso el guiverno quiso llevarlo consigo, porque era el único que podía tocar el fruto y romper el hechizo.
Por último vio a Eltanin luchando hasta el final, él solo contra cientos de guivernos. Y lo vio derrotado. Algo se rompió en el corazón de Fabio; al final se había arrepentido.
Los injertos metálicos temblaron, dejaron de apretar y, poco a poco, se fueron oxidando de la base a la punta. El óxido los devoró hasta desintegrarlos por completo. Sofía y Fabio quedaron libres, cubiertos por un fino polvo rojo. Se quedaron en el suelo unos instantes, exhaustos. En el llano solo se oía la respiración de ambos. Sofía apoyó la mano en el pecho de Fabio. Percibió bajo la palma que su corazón latía con fuerza. «Lo he salvado —pensó, loca de alegría—. Esta vez lo he salvado».
—Gracias —murmuró Fabio. Un susurro, como si se avergonzara de haberlo dicho.
Y se levantó con ímpetu. En sus ojos brillaba una ira ciega y devastadora.
—Ese maldito… ese maldito me ha utilizado —dijo entre dientes. Las alas le estallaron en la espalda—. ¡Me las pagará! —añadió con rabia, y echó a volar.
Sofía se puso en pie con mucho esfuerzo e invocó sus alas. Estaba agotada, pero aún tenía mucho que hacer. En un abrir y cerrar de ojos, ella también se lanzó a perseguir el fruto.