Lo primero que notó fue una punzada en la cabeza. Sofía se llevó una mano a la frente y se tocó el lunar; ese simple gesto le devolvió la lucidez y agudizó sus percepciones. Advirtió un olor horrendo en el aire, la dureza de la tierra bajo la espalda, las gotas heladas que le golpeaban la cara. Luego abrió los ojos. Lo que vio la hizo estremecerse: por encima de ella, una franja de cielo pálido enmarcado por copas de árboles negros. De las nubes caían copos de nieve roja.

Se levantó con gran esfuerzo. La cabeza le daba vueltas sin cesar. No había rastro del nogal, ni de la explanada donde se encontraba hacía unos instantes. Ahora estaba en medio de un bosque que había surgido por arte de magia en el centro de Benevento. Entre los troncos retorcidos de los árboles, entre lianas y helechos monstruosos, se veían trozos de asfalto y edificios. Sintió que la invadía el miedo. ¿Por qué estaba allí? Solo recordaba un rayo de luz cegadora. Probablemente había salido despedida cuando Fabio tiró el contenido del frasco. En ese instante debía de haber ocurrido algo espantoso.

Junto a ella yacía el cuerpo exánime de Lidia.

—¡Lidia! —gritó.

Se inclinó hacia ella y sintió un alivio inmediato al comprobar que respiraba. No tenía heridas visibles, pero estaba pálida y tenía los ojos cerrados. Le dio unos golpecitos en las mejillas que no surtieron efecto. Tal vez con un poco de agua… Miró en derredor, pero el bosque era muy denso y no se veía agua por ninguna parte.

Se inclinó de nuevo sobre Lidia y la zarandeó.

—¡Lidia, por favor, vuelve! ¡Ha sucedido algo terrible!

—Me haces daño —susurró su amiga, y abrió los ojos.

—¡Qué susto me has dado! —exclamó Sofía abrazándola—. ¿Cómo estás?

—Me siento débil, pero me recuperaré. Échame una mano.

Sofía la ayudó a sentarse. Entonces Lidia vio el panorama estremecedor que las rodeaba.

—¿Esto es Benevento? —preguntó, incrédula.

—Creo que sí. Estamos en la carretera que va del centro a la zona donde está acampado el circo. Reconozco los edificios, los que todavía se ven. Estamos muy lejos del lugar donde estábamos antes.

—¿Qué ha pasado?

—No tengo ni idea. Fabio le ha hecho algo al nogal y… aquí tienes el resultado. —Sofía vaciló. Se necesitaba mucho valor para hacer la pregunta que la obsesionaba en aquel momento—: ¿Crees… crees que ha vuelto?

—¿Qué dices? ¿Estás loca? —Lidia negó con la cabeza—. No puede volver. Aún no es lo bastante fuerte. El sello de Thuban se está debilitando, pero no tan rápido. No, todo esto es culpa del fruto de Eltanin.

Se puso en pie y se sacudió las perneras del pantalón. Según parecía, había recuperado su energía habitual. Sofía se lo agradeció, porque ella, en cambio, estaba aterrorizada.

—¿Y ahora qué?

—No lo sé. Hace un momento estaba luchando con ese chico y luego me cegó una luz. Después oscuridad hasta que me has despertado.

—Pero ahora estamos en Benevento y, si tu teoría de la dimensión paralela es cierta, el nogal debe de haber regresado a nuestra realidad, que es Benevento.

Lidia asintió.

—Fabio derramó el contenido del frasco —prosiguió Sofía con un aire vagamente culpable—. Quise detenerlo, y creí que lo había logrado, que lo había convencido, pero…

—No te estoy acusando de nada —la interrumpió Lidia alzando una mano. Y añadió—: Así que este es el efecto del rito que Fabio y el otro…

—Ratatoskr —puntualizó Sofía.

—Y Ratatoskr celebraron junto al nogal. Lo devolvieron a nuestra realidad, lo cual también incluye este… —Lidia miró a su alrededor—. Este bosque.

—¿Y ahora qué? —exclamó Sofía.

—Ahora la prioridad es encontrar el nogal. Tú también lo has presentido, el fruto está en el árbol y tenemos que llegar hasta él. ¿Alguna sugerencia sobre la dirección correcta?

Sofía observó cuanto las rodeaba y luego sacudió la cabeza. El último recuerdo que tenía era el nogal hundiendo las raíces en la calle, pero no se acordaba en absoluto de los edificios que había detrás.

—Pues yo tampoco tengo ni idea —reconoció Lidia—. Solo sé que el suelo era de adoquines. Eso significa que era el centro de la ciudad.

Y se movieron en esa dirección. Intentaron orientarse, pero Benevento estaba irreconocible. Los pocos restos de calles y edificios que se entreveían apenas resaltaban entre tantas lianas y troncos de árboles. En medio de ramas y hojas, emergían luces colgadas y farolas que daban un mínimo de luz. Gracias a ella, Lidia y Sofía podían moverse en aquel lugar inhóspito.

Algunas calles todavía eran visibles, pero casi siempre las interrumpían árboles que cortaban el paso y trazaban senderos tortuosos por la ciudad. En varias ocasiones tuvieron que subirse a raíces que sobresalían o saltar por encima de ellas. Sofía estuvo a punto de caer un par de veces.

De vez en cuando llegaban a grandes superficies cubiertas de nieve roja. Alrededor de ellas se agolpaban muchos árboles.

—¿No crees que hay demasiado silencio? —preguntó Lidia.

—Aquí no hay nada normal —repuso Sofía mientras saltaba sobre un tronco partido.

—Quiero decir que no hay nadie.

—Es de noche… —comentó Sofía.

—Ya, pero los árboles han surgido de la nada y han arrancado las piedras de la calle —objetó Lidia señalando un adoquín por el cual asomaba una raíz—. Y todo eso ha hecho ruido.

—Tienes razón. ¿Dónde está todo el mundo? —se preguntó Sofía, y sintió un escalofrío.

Poco después obtuvo una respuesta. Vio a alguien apoyado en un árbol y corrió hacia él.

—¡Oiga, oiga!

Se detuvo cuando estaba a pocos pasos. Estaba sentado, con la espalda apoyada en un tronco y las manos abandonadas en los costados. Tuvo la impresión de que no la había oído.

—Oiga… —repitió Sofía, y le tocó los hombros.

Él resbaló hacia un lado. La chica gritó. Lidia corrió a su lado. Sofía no podía dejar de gritar. El hombre tenía los ojos cerrados y no daba señales de vida.

—¡Cálmate! Está dormido —dijo Lidia, pero tuvo que zarandearla para que se callara—. Solo está dormido —insistió.

Sofía miró a su alrededor, desorientada. Vio que la puerta de una casa estaba entreabierta. Por ella sobresalía un pequeño árbol con el tronco retorcido, pero quedaba espacio para entrar.

A pesar del miedo, entró. Oyó tras ella los pasos cautos de Lidia.

Dentro de la casa vieron troncos de árbol que iban del suelo al techo y habían arrasado parte del mobiliario. En el dormitorio, una pareja profundamente dormida. En la habitación de al lado, un niño colgado entre dos ramas.

—Todos están durmiendo —murmuró Sofía.

—Creo que es algo positivo.

—Sí, pero no es un sueño natural.

—Al menos no nos las tenemos que ver con gente presa del pánico merodeando por las calles, o con una ciudad exterminada.

—Tienes razón —comentó Sofía—. Y ahora tenemos que encontrar el nogal —añadió intentando mostrar una seguridad que no tenía.

Reanudaron la marcha.

Era muy difícil orientarse y pronto comprendieron que se habían perdido. Se dieron cuenta al distinguir a lo lejos la carpa del circo.

—¡El profe! ¡El profe está allí! Él sabrá qué debemos hacer —exclamó Sofía, y se dirigió con calma hacia la entrada.

No había nadie. Un par de árboles habían agujereado la carpa en varios puntos y la caravana de Mínimo estaba encima de una rama. Otras caravanas estaban inclinadas debido a las raíces que sobresalían del suelo. Por lo demás, todo estaba como siempre. Sofía se apresuró a entrar en la caravana del profesor.

Estaba sentado en la cama. Llevaba el pantalón cortado alrededor de la herida de la pierna, que estaba vendada.

—¡Profe! —Sofía se acercó a él—. ¿Qué ha pasado, profe? ¿Qué tenemos que hacer?

Solo le respondió un silencio hostil. Al igual que los demás, el profesor Schlafen estaba durmiendo. Parecía inmerso en un sueño profundo y pacífico.

—Te necesitamos, profe. —Sofía lo zarandeó.

Él resbaló hacia un lado y quedó casi tendido en la cama.

—Sofi, nosotras somos las únicas que estamos despiertas. —La voz de Lidia sonó fría y segura detrás de ella—. Esta vez no podemos pedirle ayuda al profesor.

Sofía se mordió el labio y observó a Schlafen mientras este dormía tranquilamente.

—No podemos hacerlo todo solas… No sabemos qué ha ocurrido, no sabemos cómo lograr que la ciudad vuelva a ser normal, ni tampoco sabemos dónde diablos está el maldito nogal.

Lidia no dejó que le contagiara su rabia.

—Algo podremos hacer —dijo, y cogió de la mano a su amiga—. Somos Draconianas, en nuestro interior viven los espíritus de Thuban y de Rastaban y tenemos que salvar el mundo de las garras de Nidhoggr. Nadie puede hacerlo por nosotras, es nuestra misión, el destino que nos ha tocado a las dos.

Sofía la miró con tristeza.

—Mientras estamos aquí —continuó Lidia— nuestros enemigos ya deben de haber cogido el fruto. Tenemos que irnos.

Sofía permaneció inmóvil unos instantes más. No le gustaba la idea de abandonar al profesor, pero no tenían alternativa.

—Vamos —dijo al fin.

Salieron de la caravana e intentaron desandar el camino por donde habían llegado. Lidia echó un vistazo melancólico a la carpa agujereada. Sofía imaginó a Alma, Martina y los demás dormidos, ajenos a la pesadilla que estaba viviendo la ciudad. Por primera vez se sintió distinta a los afortunados que dormían y no veían aquel horror. En cambio, ella estaba consciente y nunca podría cerrar los ojos como ellos.

Estaban de nuevo fuera, en el bosque.

—¿Qué tamaño tendrá el nogal? —preguntó Lidia.

—Muy grande, supongo —respondió Sofía.

—Entonces se verá desde arriba.

En un instante invocaron los poderes de Thuban y de Rastaban. Les salieron las alas, pero antes de que pudieran alzar el vuelo, Sofía notó que la tierra temblaba. Era una vibración silenciosa, que resonaba en el estómago.

Todo ocurrió muy deprisa. Salieron del suelo grandes raíces, se enlazaron en el aire e impidieron que Lidia volara. Una se le enroscó en el tobillo y la empujó hasta el suelo.

Sofía salió y dio un paso atrás. Tropezó con algo, cayó y… lo vio.

Una flor gigantesca, la corola negra y brillante enrollada en una zona central roja como la sangre, llena de colmillos puntiagudos. Iba tirando lentamente de Lidia, y ella se desasía en vano. Los colmillos de la planta chocaban entre sí, hambrientos.

Sofía invocó unas lianas y con ellas ató la flor, que reaccionó con violencia, la agarró por el tobillo y la levantó. Entonces Lidia acudió en su ayuda, movió unas piedras con la mente y las lanzó directas a la corola. Sofía ató más lianas a la flor y, con la mano libre, invocó una lanza de madera similar a la que había utilizado con Fabio, pero más afilada en los extremos. Atacó las raíces de la flor, que proseguían bajo el asfalto a lo largo de metros y más metros. Eran muy duras, pero empezaron a ablandarse y luego a partirse una por una. Cuando rompió la última, la flor comenzó a vibrar y a marchitarse. Sofía apoyó la mano en el suelo y se concentró. El suelo vibró y al momento salieron unos troncos muy verdes, que rodearon la flor y la mordieron de forma implacable. Luego cayó el silencio.

—Eres genial —dijo Lidia, y se puso en pie.

Por fin Sofía respiró otra vez y, junto al aire que volvía a llenar sus pulmones, le llegó todo el miedo que había ahuyentado mientras luchaba.

—¿De dónde diablos ha salido? Antes no estaba… —Se interrumpió bruscamente.

Chasquidos en el bosque. Ambas miraron a su alrededor, al acecho.

—Hasta ahora no habíamos usado nuestros poderes —dijo Lidia, lista para esquivar posibles agresiones—. Ahora el bosque percibe claramente el poder de Thuban y de Rastaban, por eso reacciona así.

Antes de que terminara la frase, salieron decenas de serpientes de los matorrales. Eran pequeñas, negras y muy ágiles. Cubrían el terreno, se lo disputaban lamiéndolo con sus finas lenguas de color rojo sangre y avanzaban sin cesar hacia las chicas.

—¡Maldita sea, serpientes no! —gritó Lidia, y cogió del brazo a Sofía.

Su amiga se volvió a mirarla: estaba aterrorizada, pálida como el papel. Nunca la había visto así. Se sintió perdida. ¿Qué iban a hacer?

Cuando las pequeñas serpientes rozaron sus zapatos, Lidia se puso a chillar y a patalear, completamente histérica.

—¡Volemos! —gritó Sofía recurriendo a las alas. Al principio tuvo que arrastrar a Lidia, pero luego ella también desplegó las alas. Abajo, en el suelo, las serpientes seguían contoneándose y siseaban con furia.

Las dos chicas ascendieron más mientras la nieve roja les golpeaba el rostro. Miraron hacia abajo y vieron la ciudad convertida en un amasijo de hojas negras. No se distinguía el perfil de las calles, solo se veían las copas de los malditos árboles. En aquella alfombra de tinieblas no sobresalía nada, era imposible localizar el nogal entre tanta vegetación.

Sobrevolaron la ciudad aguzando la vista.

—Nunca lo encontraremos —dijo Sofía, sin poder evitarlo.

—Acabas de destruir una flor carnívora gigante —repuso Lidia—, ¿y ahora vas a decirme que no eres capaz de encontrar un árbol? Anda, no seas derrotista.

Bajaron planeando hasta la vegetación. De pronto, algo se detuvo frente a ellas. Parecía una especie de águila, pero la cabeza no era de ave, sino de reptil. Era un animal terrible, a medio camino entre un lagarto y un ave rapaz. Con un ruido estridente, se abalanzó sobre Sofía; instintivamente, ella se protegió los ojos con las manos.

Notó que las garras del animal le buscaban las alas y que aproximaba la boca a su carne. Rodaron por el aire y luego cayeron pesadamente al suelo. Sofía intentó invocar las lianas, pero la bestia no le quitaba las patas de encima y le impedía moverse.

«Esta vez no salgo de esta…», pensó la chica, desesperada.

Vio que Lidia trataba de estrujar las alas de la monstruosa criatura, que luchaba por sacársela de encima mientras las garras le arañaban los brazos.

Luego una luz inesperada, un último grito de la bestia y, contra todo pronóstico, Sofía se vio libre.

Permaneció en el suelo, incrédula. De pronto, le llegó un ruido familiar, rítmico, y una voz conocida:

—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto y tenéis que ayudarla!