Lidia exclamó: ¿Sofi…? ¡Sofi!
Sofía se incorporó jadeando. Aún notaba en el estómago la terrible sensación de la caída. Todo había sido tan repentino que no tuvo tiempo de abrir las alas. Por suerte, cayó sobre algo blando, algo que, al apoyarse con las manos para levantarse, le pareció como algodón.
—¿Dónde estamos? —susurró, preocupada.
—No tengo ni idea. Junto al árbol, espero —respondió Lidia con la misma preocupación en la voz.
La ayudó a levantarse mientras Sofía miraba a su alrededor. Estaban rodeadas de una niebla densa, casi palpable. Y de un olor penetrante a moho. Se miró los pies y empezó a darle vueltas la cabeza. No se veía la tierra, ni ningún tipo de suelo. Sintió vértigo y tuvo que apoyarse en el hombro de su amiga. Había aprendido a controlar aquel miedo que tenía desde la infancia, pero la idea de quedar literalmente suspendida en el vacío, en medio de la nada, era demasiado para ella.
—Ya lo sé, es una sensación horrible —dijo Lidia—, pero tenemos algo bajo los pies. Si no fuera así, no nos aguantaríamos de pie.
—Ahí hay una especie de luz —advirtió Sofía.
Era un resplandor tenue y difuminado, bastante alejado de donde estaban ellas. Parecía una antorcha intentando abrirse paso entre la niebla.
—Vamos a ver qué es —sugirió Lidia.
Anduvieron hacia la luz, pero fue como esas pesadillas en las que uno corre y siempre está detenido en el mismo punto. A su alrededor no se movía ningún panorama, nada indicaba que estuvieran avanzando y sus pasos no hacían ruido.
—Esto no puede ser la realidad —se lamentó Sofía.
—Al menos no la realidad que vemos todos los días —replicó su amiga.
Sofía la miró con aire interrogativo.
—El obelisco debe de ser una puerta —explicó Lidia—, una puerta hacia otra dimensión u otro mundo, como quieras llamarlo. Y nosotras estamos dentro de él. Por eso no encontrábamos el nogal; no está físicamente en Benevento, sino en una dimensión paralela.
Sofía pensó que eso explicaba muchas cosas, aunque no atenuaba su sensación de ansiedad.
Poco a poco el resplandor fue cambiando de aspecto y se volvió más nítido. La niebla se diluyó en filamentos espectrales y compareció ante sus ojos una imagen desoladora.
En la nada opaca que las había rodeado hasta ese momento se abrió un pequeño claro. La tierra se veía árida y llena de grietas. Había arbustos ralos y quemados a ras de suelo, entre piedras y matorrales muertos. En medio de todo ello, el tronco talado de un árbol que debió de ser enorme. Ahora solo quedaban la corteza y un poco de madera seca; según parecía, la parte interior la habían devorado los gusanos. Era la imagen de la muerte y, pese a ello, Lidia y Sofía percibieron su poder secreto. Lo sintieron correr a duras penas por las raíces secas, bajo la tierra agrietada; oyeron cómo latía débilmente al ritmo de sus corazones. A lo largo de aquellas venas enterradas y olvidadas, la vida buscaba su camino: una hebra de hierba solitaria, un triste brote, una flor enferma. Lo supieron sin ningún género de duda, porque se lo decía el corazón: allí estaba el fruto.
—¡Estoy aquí! —anunció Lidia cogiendo del brazo a Sofía.
Ratatoskr y Fabio aguardaban junto al árbol. Lo habían rodeado de velas negras que despedían brillos oscuros, como el rayo que había herido al profesor.
Con los ojos cerrados, Ratatoskr recitaba una extraña letanía compuesta por sonidos y palabras horribles. Fabio estaba de pie a su lado y tenía en la mano un frasco lleno de un líquido oscuro.
—¡Deteneos! —gritó Sofía.
Ratatoskr y Fabio se volvieron hacia ella. El primero hizo rechinar los dientes y le salieron de las manos unas flechas negras.
Lidia salvó a Sofía. Gracias a la telequinesia levantó una piedra enorme y la utilizó para hacerle de escudo. El rayo negro estalló en mil pedazos. Sofía sintió las esquirlas rozándole la cabeza como balas.
—Encárgate de Fabio —le pidió Lidia, y se dispuso a atacar.
Salió con la cabeza gacha, como una furia, con las alas cada vez más consistentes sobre los hombros. Levantó varios terruños y los lanzó con todas sus fuerzas contra Ratatoskr. Los árboles empezaron a temblar desde las raíces ante los poderes de la chica. Pero Ratatoskr estaba tan tranquilo. Lo rodeaban una serie de llamas negras que lo protegían de cualquier asalto. Inmóvil tras esa barrera, con un brazo extendido hacia delante, lanzaba tétricas llamaradas para romper los terruños que Lidia le lanzaba.
—¡Fabio! —chilló con todo el aire que tenía en el cuerpo, y su grito sonó como un rugido.
Fabio permanecía inmóvil con el frasco en la mano. Parecía indeciso. Sofía corrió hacia él. Sabía que lo más razonable era atacar cuanto antes.
«Primero lo inmovilizas y luego intentas convencerlo», le decía una voz interior. Pero no podía hacerlo.
—Deja el frasco en el suelo —dijo con la voz temblorosa y una mano extendida, lista para atacar.
Fabio se volvió a mirarla.
—Déjalo —insistió ella—. No importa lo que contenga.
—No sé quién eres —sonrió él, feroz—, pero seguro que no tienes por qué darme órdenes.
Inclinó despacio el frasco; el líquido negro bajó peligrosamente por las paredes de cristal.
Entonces Sofía tiró una liana, cogió al vuelo el frasco y evitó que el líquido cayera. Pero Fabio no se quedó atrás. Una llamarada roja incendió la liana y Sofía soltó el frasco justo a tiempo para no quemarse. Se hizo a un lado, pero una nueva llamarada surgió junto a ella. Se vio obligada a rodar por el suelo.
—¡Quieta! —gritó Fabio—. Nadie puede detenerme ni mucho menos decirme qué tengo que hacer, ¿te enteras?
—Pues Nidhoggr te da órdenes —replicó Sofía, y se levantó—. Y obedeces a Ratatoskr.
Fabio se mostró de nuevo indeciso mientras apretaba compulsivamente el frasco entre las manos.
—Tú no eres uno de ellos —argumentó Sofía—. Nunca lo has sido.
—Os traicioné —repuso él entre dientes—. Elegí otro camino hace tiempo y la verdad es que no me arrepiento.
Otro rayo, más llamas, llamas por todas partes.
Sofía alzó el vuelo; la herida que se hizo en el teatro romano aún le dolía. Se defendió como pudo y tiró sus lianas con la intención de inmovilizar a Fabio. Pero él era demasiado rápido y siempre conseguía esquivarlas. Luego invocó las alas doradas que le salían de los injertos metálicos de Nidhoggr. Por un instante, Sofía vio a Eltanin. Al verdadero Eltanin. Y recordó.
Cuando llegó el dragón dorado estaba en el suelo, con las escamas empapadas de sangre. Thuban observó con horror sus heridas: un ala casi arrancada de cuajo, mordiscos y arañazos por todo el cuerpo y un corte profundo en el abdomen, del que salía la sangre a borbotones. Pero lo que realmente le partió el corazón fue su mirada.
Lo había visto marchar pocos meses antes. Lo había visto combatir contra sus hermanos dragones, siempre al lado de Nidhoggr, siempre en primera fila, ansioso de matanzas y de muerte. Pero ahora era como si aquellos horrores nunca hubiesen ocurrido. Porque el joven dragón lo miraba implorando compasión. A él, que nunca había sido capaz de protegerlo ni de convencerlo de la validez de sus motivos. A él, que lo había dejado marchar, que no había sabido retenerlo.
Thuban gritó al cielo su dolor y derramó todas las lágrimas del mundo.
—Tenías razón —susurró el dragón agonizante—. Siempre he sido un tonto, un estúpido impulsivo.
—No digas eso —replicó Thuban—. Eres así por mi culpa.
Pero el otro sacudió a duras penas la cabeza. Se le nublaba la vista.
—Fui yo quien lo condujo hasta el Árbol del Mundo —dijo con un hilo de voz, y le brotaron de los ojos lágrimas de sangre—. Yo…
—Nidhoggr te plagió, te convenció. —Thuban apoyó el hocico en el de su antiguo compañero.
—Eso no me absuelve. Estoy maldito para toda la eternidad. Y es justo que así sea.
—Siempre te llevaré en mi corazón —murmuró Thuban—, ya lo sabes. Al final lo has comprendido todo, por eso estás aquí.
—Al menos he conseguido algo. —La mirada del dragón dorado se aclaró un poco—. El fruto… el fruto está a salvo. —Una expresión de felicidad le relajó las facciones contraídas por el dolor—. Mientras uno de los frutos esté a salvo, Nidhoggr no podrá vencer.
Las lágrimas de Thuban se mezclaron con la sangre de su amigo. Eltanin había regresado, Eltanin volvía a ser uno de los suyos.
—Ahora deja que me vaya —susurró el dragón dorado.
—No te irás. Al igual que todos nosotros, vivirás. Y un día regresarás.
Eltanin lo miró sin comprender.
—Los hombres conservarán nuestro recuerdo —prosiguió Thuban—, albergarán en su interior nuestro espíritu y, un día, surcaremos otra vez los cielos.
Con un movimiento de las garras, le arrancó de la frente el Ojo de la Mente.
La mirada de Eltanin se apagó, su pecho dejó de subir y bajar al ritmo desigual de su respiración agonizante. Pero su espíritu seguía allí, y un hombre lo recibiría. De ese modo, Eltanin no moriría.
Una columna de fuego directa hacia ella hizo volver en sí a Sofía. Se hizo a un lado e invocó todas las lianas que pudo. Algunas terminaron quemadas en el fuego creado por Fabio, pero otras llegaron a las alas de su oponente y lo detuvieron. Lo vio caer, y ella también descendió. Lo aplastó contra el suelo presionándole los hombros con las manos y el pecho con la rodilla.
—¡Te retractaste! —le gritó en la cara—. No puedes haberlo olvidado. Al final moriste luchando y nos salvaste a todos, salvaste el fruto. ¡Tu destino no es este!
Fabio la miraba con rabia, aunque no era lo único que había en sus ojos. Había un atisbo de conciencia, el amago de un antiguo recuerdo. Y una duda.
—¡Estúpido! ¡La sangre! —oyeron chillar a Ratatoskr—. ¡Tira la sangre!
La mirada de ambos se concentró en el frasco que Fabio sujetaba entre el índice y el pulgar de la mano derecha, en el suelo. Aflojó la presión de los dedos. Casi pareció un gesto involuntario.
—¡¡No!! —gritó Sofía, pero la sangre negra de Nidhoggr ya se estaba derramando por el suelo.
Su grito se perdió en el viento fortísimo que se había levantado de forma inesperada. El viento barrió la niebla y eliminó la desolación del paisaje espectral. Al instante el nogal floreció, aunque no habitaba en él una vida sana y verde. Tenía la corteza negra como el carbón, por las ramas secas corría una savia oscura y mortífera, y sus hojas pinchaban como espinas y cortaban como navajas. Un poder sombrío salió de las ramas y, de pronto, alrededor de ellos apareció Benevento, la misma ciudad nevada que Lidia y Sofía habían abandonado media hora antes. El nogal ya no permanecía oculto; había regresado a la Tierra y todo el mundo podía verlo. Sus raíces recorrieron las calles, arrancaron las piedras de basalto y agujerearon el asfalto, lanzaron semillas oscuras por todas partes. Surgieron árboles retorcidos y negros en los cruces, plantas raras y enfermas colonizaron las plazas, los edificios se cubrieron de musgos violáceos e interminables lianas negras. En el suelo, la nieve blanca se tiñó de rojo y empezaron a caer del cielo unos copos de color escarlata, hasta que una capa de vegetación grotesca, maligna y tétrica cubrió la ciudad.
De pronto un rayo negro lo oscureció todo. Sofía gritó sin cesar hasta que todo se disolvió y ella quedó inconsciente.