Lidia había empezado a temblar en el coche y por la noche ardía de fiebre. Todo por culpa del agua que le empapó la ropa cuando se tendió en el suelo durante la visión.

El profesor la acostó y le dio una gota de resina.

—Dentro de un par de días estarás bien —dijo paseándose por la caravana—. Lo malo es que tendremos que esperar para recuperar la llave. Y temo que Nidhoggr la consiga antes que nosotros.

—Puedo resistir, profesor —aseguró Lidia, e intentó incorporarse.

—Ahora solo es un resfriado —la detuvo él—, pero si sales con este frío cogerás una pulmonía. Ni hablar, tenemos que esperar.

—Iré yo sola —dijo Sofía a media voz. Los demás se volvieron a mirarla.

—De ninguna manera —se negó Schlafen.

—Profe, es una emergencia…

—Siempre es una emergencia —la interrumpió él—. Siempre habrá un fruto por recuperar y Nidhoggr siempre irá pisándonos los talones. Pero eso no significa que debamos arriesgarnos inútilmente.

—Los riesgos forman parte de nuestra misión y tú no podrás protegernos siempre —objetó Sofía—. Sabes muy bien que lo más importante es detener a Nidhoggr. Quieres esperar porque temes por mí y porque… —Dudó—. Porque me quieres. Pero no es una razón válida.

El profesor se quedó en pie en el centro de la caravana, con una sonrisa cansada en el rostro.

—Es curioso que mi hija tenga que recordarme mis obligaciones como Guardián —dijo amargamente. Luego la abrazó—. Cuánto has crecido, Sofía —le susurró al oído.

Sofía nunca había imaginado que llegaría a decirle algo así.

Salió una hora antes de la medianoche, acompañada del profesor, mientras Lidia dormía tranquilamente. La lluvia de la mañana había dado paso a una nieve fina, que de momento no cuajaba en el asfalto mojado. Bajo la luz anaranjada de las farolas, los copos caían despacio, como bailarinas diminutas. El silencio era absoluto, sepulcral.

Sofía casi nunca había visto la nieve. Solo recordaba una vez unos copos escasos en el centro de Roma. Permaneció con la cara hacia arriba y, por unos segundos, lo olvidó todo: la misión, el fruto y a Fabio.

—Es bonita, ¿eh? —comentó el profesor al ver su expresión extasiada—. En Múnich, mi ciudad natal, nieva todos los inviernos.

—¿Crees que cuajará? —le preguntó Sofía.

—Yo diría que sí —respondió él sonriendo.

Recorrieron en coche las calles desiertas de la ciudad. Benevento parecía haberse detenido, víctima de un hechizo. Todo estaba inmóvil, en calma bajo la fina nieve. Con la nariz aplastada contra el gélido cristal, Sofía pensó que tal vez Nidhoggr también se sentía cautivado por aquella magia y no se dejaría ver. Y tampoco Fabio… Sintió una punzada dolorosa en el corazón.

Llegaron a una plaza, con una pequeña iglesia rodeada de ruinas. La cancela estaba cerrada. El teatro estaba en la parte de atrás.

El profesor se volvió hacia Sofía.

—Yo soy un Guardián. Pero tú para mí no eres solo una Draconiana, eres mi hija. Por favor, no cometas imprudencias.

—Tendré cuidado, te lo prometo.

—Te esperaré aquí —añadió él.

Sofía bajó del coche y el ruido de la portezuela al cerrarse interrumpió la paz de aquel lugar. La nieve había espolvoreado de blanco el asfalto, como si fuera una capa de azúcar.

«Está cuajando», pensó Sofía. Luego sacudió la cabeza. No debía distraerse. Ahora solo importaba la misión, nada más, se llevó una mano al pecho. Llevaba el corpiño que vestía cuando se enfrentó a Nidafjoll en Villa Mondragón. En dicha ocasión la había protegido, había impedido que el enemigo la hiriese. Esperaba que esta vez también funcionara y, sobre todo, esperaba no tener que luchar.

Se concentró un instante y le salieron las alas de la espalda. El lunar de la frente brillaba. Batió las alas en el aire frío y cruzó la cancela.

Tiempo atrás las ruinas de noche le daban miedo, en especial los Foros Romanos. Los había visitado de noche y los imaginó habitados por los espíritus de sus antiguos habitantes. Pensó que un día su orfanato también estaría en ruinas y que lo único que iba a quedar de ella era un espíritu triste vagando entre las paredes derribadas, entre multitudes de turistas distraídos.

Pero ahora ya no temía la oscuridad. Sabía por experiencia que existían cosas peores.

Avanzó despacio. Sus botas dejaban huellas muy claras en la nieve y sus pasos generaban un extraño eco.

Se volvió de repente. No era un eco. Era el ruido de unos zuecos.

«La vieja», pensó.

Era ella. Su figura negra y curva se recortaba entre los copos de nieve, a pocos metros de distancia.

—Te estaba esperando —le dijo.

El frío no parecía afectarle; no le salía vaho de la boca a causa del aire helado. Ese detalle llamó la atención de Sofía, más bien la alarmó. «No es un ser humano», pensó. Tendría que haberlo comprendido antes. Su comportamiento, su forma de aparecer y desaparecer… Si no era una persona normal, ¿quién era? ¿Qué era? ¿Y qué esperaba de ella?

—¿Quién eres? —le preguntó.

—¿No lo sabes? —sonrió la anciana—. Yo habría debido abandonar este mundo hace mucho tiempo, pero he permanecido vinculada a esta ciudad… En realidad, te estaba esperando a ti.

—¿A mí? —repitió Sofía, muy sorprendida.

—Sí —asintió la vieja—, desde hace más de mil años.

—¿Y también sabes lo que busco?

—Una llave, ¿a que sí?

—Sí.

—Sabía que un día vendría alguien. Pero no estaba segura de que ibas a ser tú. Y no he podido ayudarte hasta que no has entrado aquí. Ven.

Le tendió una mano. Sofía vaciló y al final la cogió. Era como la mano de una persona viva, pero la piel estaba fría.

La vieja la guio. Las ruinas del teatro, dibujadas por la escasa nieve que se había posado sobre ellas, se veían lúgubres. Los arcos parecían las cuencas vacías de un cráneo. El perfil del teatro se recortaba con nitidez sobre el fondo negro de la noche nevosa.

La vieja condujo a Sofía hasta una escultura de poco más de un metro de altura. Se trataba de un mascarón espantoso. Los ojos eran dos agujeros profundos, exageradamente anchos, coronados por un ceño fruncido. Carecía de nariz y la boca era un pozo oscuro. La nieve le marcaba los rasgos, con lo cual aún resultaba más grotesco. Sofía lo reconoció: era idéntico al que vio en sueños, no podía equivocarse.

—Está ahí —dijo la anciana—. Ve a cogerlo.

Sofía intentó armarse de valor. Dio un paso, extendió la mano y rozó la piedra. Luego titubeó y al fin la metió en la boca y la hundió cada vez más, hasta la muñeca. En lo más profundo, tuvo la impresión de que la piedra era blanda; una sensación horrible. Por un instante temió quedar atrapada, pero muy pronto tocó con los dedos algo metálico.

¡La llave!

Sacó la mano muy deprisa. La llave medía unos diez centímetros de largo, era de latón y llevaba grabado un dragón. ¡Lo había conseguido!

Su sexto sentido la salvó. Una vibración del aire, un ruido apenas perceptible en el silencio de la noche nevosa. Se echó a un lado mientras el lunar brillaba en la oscuridad.

Era él. Fabio. La cuchilla que le había lanzado se clavó en la piedra; no le dio por un pelo.

—¡No quiero luchar contigo! —chilló Sofía.

—Si me das la llave voluntariamente —rio Fabio—, no te haré daño.

Sofía intentó planificar, reflexionar.

—¿Por qué estás con él?

—No tengo tiempo para hablar de cuestiones inútiles. Dame la llave y se acabó.

—Tú eres uno de los nuestros.

Detectó un atisbo de incertidumbre en su rostro.

—En todo caso, tú eres como yo. Pero todo esto carece de importancia.

—¡Pues yo creo que la tiene!

De pronto, los recuerdos de Thuban le llenaron el corazón y la mente de una insufrible nostalgia. Por fin lo veía tal como Thuban debía de haberlo visto hacía milenios, cuando la Tierra aún era de los dragones.

Eltanin, el amigo, el compañero, el joven dragón impulsivo, obstinado y voluble, el que traicionó al abrazar voluntariamente la causa de Nidhoggr, el único dragón contra el que Thuban había luchado.

—Es imposible que no lo recuerdes —dijo Sofía con ímpetu—. Es imposible que no te acuerdes de Thuban, tu amigo y maestro. ¿No recuerdas los días en Draconia? Cómo sobrevolábamos los tejados blancos de nuestra capital, los años en que estudiamos… ¿Recuerdas cuando descansábamos bajo el Árbol del Mundo y yo te contaba historias de nuestra raza y tú te reías, te divertías e inventabas nuevas historias solo para mí?

Vio su mirada herida. ¡Estaba recordando algo!

—¿No te acuerdas de Eltanin? —prosiguió—. ¿No lo has visto al menos una vez, en sueños? Yo lo conozco. Es alto, joven, con las escamas de un amarillo resplandeciente, dorado…

Un destello de ira brilló en los ojos de Fabio.

—Un dragón enemigo del que tú llevas en el cuerpo.

—Pero ¡todo puede cambiar! Nidhoggr se ha aprovechado de ti, ¿comprendes?

Fabio bajó ligeramente la mano; su mirada le pareció más insegura que nunca. Sofía se incorporó y se acercó a él despacio. Extendió los dedos para tocarlo, para tranquilizarlo. De pronto, una mano le apretó la garganta. Intentó reaccionar, pero no podía moverse. Sintió que el corpiño ardía y le quemaba la piel.

—¡Ratatoskr! —gritó Fabio.

Estaba detrás de ella. El mismo enemigo que la había seguido cuando cogió el fruto de Rastaban. Reconoció su voz, fría como un cuchillo.

—La última vez éramos más débiles y tu estúpida reliquia podía detenernos, pero ahora… —Le arrancó la llave de las manos—. Muchas gracias —susurró, burlón.

Apretó los dedos contra la garganta de Sofía y en la mente de este todo se volvió negro.

«Estoy muerta», pensó, desconsolada.

—Suéltala —intervino Fabio—. Vamos a buscar la maldita reliquia o lo que sea.

Pero Ratatoskr no aflojaba la presión sobre el cuello de su víctima.

—¡No tenemos tiempo para esto! —insistió el chico.

Ratatoskr abrió los dedos. Luego soltó a Sofía y ella cayó al suelo tosiendo. Oyó moverse a los enemigos e hizo un esfuerzo sobrehumano por volver en sí.

Invocó una red de lianas y envolvió con ella el cuerpo de Ratatoskr. Este respondió invocando unas llamas negras que lo rodearon. La red de lianas explotó y Ratatoskr extendió una mano hacia ella. Cayó un rayo negro; Sofía lo eludió alzando el vuelo. Pero el segundo ataque le hirió un ala. Notó un dolor agudo y cayó al suelo dando un golpe que la dejó sin aliento. Esta vez nada ni nadie podría salvarla. De pronto…

—¡Sofía!

Era el profesor, armado únicamente con sus manos.

«¡No, no, no!», pensó ella.

Fue como si el tiempo se ralentizara. Y Sofía vio al ralentí cómo Ratatoskr alargaba la mano y lanzaba otro rayo. La explosión de llamas negras lo cubrió todo.

Cuando sus ojos recobraron la visión, advirtió que sus agresores habían desaparecido. Ante ella, el cuerpo del profesor yacía en el suelo.