Sofía no comprendía que un Draconiano pudiera ser enemigo suyo y menos aún que dicho enemigo tuviese el aspecto de Fabio. No lograba borrarse de la mente su rostro. Ni sus ojos. Siempre que pensaba en él se le hacía un nudo en el fondo del estómago. Y pensaba en él con frecuencia, mucho más de lo que quería.

Ya casi se le había curado la herida, pero se sentía débil y necesitaba más afecto que nunca. Por suerte, podía contar con el profesor. Antes de acostarse, siempre entraba en su cuarto, se sentaba en el borde de la cama y le hablaba hasta que se quedaba dormida.

—Pensé mucho en ti cuando estaba en Hungría —le dijo aquella noche mientras le acariciaba el pelo—. No creas que fue una decisión fácil irme sin ti, ni creas que me gustó estar lejos de ti tantos días.

—Tampoco fue tan duro, profe —repuso Sofía mintiendo un poco—. Tenías razón: este lugar es fantástico y está lleno de gente extraordinaria.

Él se ajustó las gafas sobre la nariz, dijo un par de «Muy bien» y se metió una mano en el bolsillo. Extrajo un paquete pequeño, envuelto en papel de regalo arrugado.

—Lo metí en la maleta y ya sabes cómo tratan el equipaje en los aviones —se disculpó, y le tendió el paquete—. El contenido es mejor que el envoltorio.

Sofía lo abrió despacio mientras el corazón le latía deprisa. No era la primera vez que el profesor le hacía un regalo, pero esta vez venía de lejos y demostraba que realmente había pensado en ella.

Rozó con los dedos algo frío y liso. Un pequeño rinoceronte de porcelana, con el cuerno dorado y la piel dibujada con delicados trazos de pincel verdes. Era diminuto y espléndido, perfecto en cada detalle. Sofía lo observó con admiración.

—Me dijiste que, cuando eras niña, el rinoceronte era tu animal preferido y que te habría gustado verlo en su hábitat natural. Esto será un pequeño consuelo hasta que puedas hacerlo. Es mi regalo de Navidad. Espero que me perdones por no haber estado contigo.

—Profe… —murmuró Sofía, conmovida. En ese momento comprendió que él siempre estaba y que siempre estaría con ella. Cuando lo necesitaba, aparecía como por arte de magia y la salvaba de las dificultades, o la animaba en los malos momentos, tal como estaba haciendo ahora.

—Perdóname —dijo, y le echó los brazos alrededor del cuello.

—¿Por qué?

—Por haber dudado de ti. Temía que me hubieras abandonado.

—Eso nunca ocurrirá —aseguró él—. Y ahora duérmete —añadió, y deshizo el abrazo—. Los próximos días van a ser muy intensos.

Al día siguiente Sofía desayunó con Lidia y el profesor ante una mesa puesta con todo detalle, como en los buenos tiempos. El profesor se presentó vestido de un modo curioso y raro: camisa a cuadros bajo un jersey beige, pantalón bombacho anticuado, calcetines de lana gruesos y botas. Para rematar el conjunto, un sombrero tirolés con una pluma.

Sofía lo miró como si fuera un alienígena mientras el pan se reblandecía en la taza de leche.

—Hoy empezaremos a buscar el nogal. Iremos a los lugares que Sofía descubrió en la biblioteca.

—Profe, creo que lo mejor será separarnos —propuso Lidia—. Nos queda poco tiempo y entre los tres podemos ver esos lugares en un día.

—Son lugares en los que podemos encontrar al enemigo —objetó el profesor—. Hay muchas posibilidades de que se produzca un enfrentamiento y es mejor permanecer unidos. Salimos dentro de diez minutos —concluyó girando sobre sus talones.

Sofía y Lidia intercambiaron una mirada significativa. ¿Cómo iban a utilizar el transporte público junto a alguien vestido de ese modo? Pero el profesor tenía preparada una sorpresa, que las aguardaba al final del campamento del circo. Era un coche antiguo, color verde botella, que brillaba bajo el pálido sol invernal. Era inmenso, con unas ruedas muy altas y amplios asientos de piel. El estribo para subir estaba a unos diez centímetros del suelo.

—Vine desde Roma en mi coche. Pensé que era mejor traerlo —dijo el profesor, satisfecho al ver el entusiasmo de Lidia.

—No sabía que tuvieras carné de conducir —dijo Sofía. Le brillaban los ojos. A ella también le gustaba el extraño vehículo, tan raro y elegante a un tiempo.

—Normalmente no conduzco. Además en casa, en medio del bosque, el coche casi no se puede utilizar. Lo tengo aparcado en una sala de las mazmorras y lo saco de allí por una salida bastante aislada, como hago con el submarino. Pero esta vez lo necesitaba, tenía prisa. Y aquí nos resultará muy útil. Tenemos que movernos mucho y muy deprisa, y lo mejor es hacerlo en coche.

Schlafen subió al volante mientras Sofía y Lidia se acomodaban en el asiento de atrás. La tapicería, de un tono claro, despedía un agradable olor a cuero y el asiento trasero era muy suave, aunque el respaldo fuera muy alto y recto para los gustos de Sofía. Al hacer girar la llave el coche comenzó a zumbar, como si no quisiera arrancar.

—Siempre se hace de rogar —dijo el profesor muy tranquilo.

Sofía tenía sus dudas. Sabía que a él le encantaban los objetos antiguos; en cambio ella no confiaba en las cosas viejas.

—¡Ya está! —exclamó el profesor cuando el motor rugió.

El vehículo se movía tanto que Sofía tuvo que agarrarse al asiento.

—¿Todo el rato será así? —le susurró a Lidia, con una mezcla de preocupación y burla en la voz.

Su amiga le respondió con una media sonrisa.

—¿Preparadas? —preguntó Schlafen.

—¡Preparadísimas! —declaró Lidia mientras Sofía se limitaba a asentir tímidamente.

El profesor metió la primera marcha y el coche salió deprisa, con un ritmo y una suspensión increíbles para ser un coche tan viejo. Sofía dejó de preocuparse por el vehículo y empezó a temer por la velocidad. El profesor conducía como un loco. Maniobras bruscas, frenazos y aceleraciones imprevistas: todo el repertorio de la conducción deportiva.

—Ayer anoté todos los lugares donde podría estar el nogal —dijo el profesor—. También fui a la biblioteca y descubrí algo muy interesante.

Se volvió hacia ellas y les mostró un papel que sujetaba entre los dedos índice y corazón.

—Profe, ¡mire la carretera! —gritó Sofía.

—Tranquila, no tengas miedo —replicó él. De pronto, cogió el volante con ambas manos y realizó una maniobra muy brusca. El papel cayó en el asiento de atrás. Era una hoja doblada en cuatro.

Lidia lo cogió y lo abrió. Era un mapa.

—Lo dibujó Pietro Piperno, un estudioso del siglo XVII que escribió sobre la brujería en Benevento. En teoría, indica dónde se encuentra el nogal. Creo que puede ser una buena pista.

—¡Genial! —exclamó Lidia con entusiasmo.

—Empezaremos a buscar por ahí —concluyó el profesor.

No estaba muy lejos. Pronto dejaron atrás los edificios de la ciudad y llegaron a unos campos cultivados. El coche tomó una carretera sin asfaltar y en breve llegaron al lugar que señalaba el mapa. Era una simple explanada, tal vez utilizada como pasto.

El profesor detuvo el coche y Lidia y Sofía bajaron. Ambas miraron a su alrededor; esperaban algo más místico, o más atrayente, pero aquello no era más que un prado. Y no había ni rastro de nogales.

—Profe, aquí no hay nada —dijo Sofía.

—Buscamos un árbol mágico —replicó él—. El hecho de que no lo veamos físicamente no significa nada.

—Ya, pero… —objetó Lidia— si no lo vemos, ¿cómo vamos a encontrarlo?

—Mi teoría es la siguiente —explicó el profesor—: el nogal creció gracias al fruto oculto cerca de él. Y su presencia, o el aura que despide, debería resonar en vuestros colgantes, que están hechos con la resina de la Gema. Algo como lo sucedido con el colgante que encontramos bajo el lago de Albano, que nos condujo hasta el fruto.

Sofía sacó su collar. El colgante estaba como siempre, no presentaba signos de haber sido activado.

—Profe, parece que está normal.

—Concentraos —propuso él—. Andad un poco por ahí, buscad y veremos qué ocurre.

Sofía y Lidia se miraron con perplejidad.

—Ya lo sé, chicas —suspiró el profesor—, estamos buscando una aguja en un pajar, soy consciente de ello. Pero es lo único que tenemos. Solo contamos con unas pocas pistas. Solo os pido que hagáis cuanto podáis.

—Ánimo —sonrió débilmente Sofía, y le dio una palmada en el hombro a Lidia con actitud resuelta—. ¡A trabajar!

—Oye, ¿qué me dices de tu combate con Fabio? —le preguntó Lidia en voz baja mientras buscaban—. ¿Me estás ocultando algo?

Sofía fingió que no la oía y siguió recorriendo el campo.

—Sofi, ¿tan terrible es lo que tienes que decirme? —resopló Lidia—. ¿Qué es lo que tanto te asusta?

—No es solo lo que hizo —comenzó Sofía, que ya no podía seguir callando—. Es fuerte, lo reconozco, pero no invencible. Su control sobre el fuego da miedo, sobre todo a quien tenga un poder como el mío; en un segundo quemó mi lanza.

—Entonces… ¿cuál es el problema?

—En primer lugar, me angustia que sea uno de los nuestros.

Lidia observó una mancha entre los árboles, pero no había ningún nogal.

—Yo también he pensado en ello —repuso.

—Tiene un lunar como el nuestro, sus alas son idénticas a las mías. Es un Draconiano… ¿Cómo es posible que luche contra nosotras?

—El profesor ya nos lo explicó —respondió Lidia muy pragmática.

A Sofía le habría gustado ser como ella, siempre con los pies en el suelo e incapaz de angustiarse.

—Debemos aceptar que a veces los aliados traicionan —prosiguió Lidia—. Thuban y Rastaban lo vivieron antes que nosotras con Eltanin. No creas que no me afecta ni me entristece, pero esto es una guerra, lo comprendí desde el primer momento, y en las guerras suceden cosas terribles. —Sonrió—. Desde niña aprendí a no confiar en nadie, porque a la gente no le gustan las personas como mi familia y como yo. Aprendí que algunas personas parecen buenas y no lo son. Y bajo las alas de un dragón también puede latir un corazón negro.

A Sofía se le llenaron los ojos de lágrimas. En el fondo, necesitaba una absolución. Necesitaba que Lidia le dijera que no era culpa suya haber creído en los ojos y el rostro de Fabio, haberse enamorado de él contra toda lógica.

—¿No es solo eso, verdad? —preguntó Lidia al verle los ojos llorosos—. Hay algo más.

—Es que… —Sofía apartó la mirada, pero el llanto le quebró la voz.

—¿Qué ocurrió realmente aquella noche? —inquirió Lidia, y se acercó para que su amiga le viera la cara.

—No ocurrió nada. —Sofía le sostuvo la mirada—. Fue un combate, un simple combate, pero… No sé qué me hizo ese chico, si es magia u otra cosa… —Se interrumpió un instante—. No, no sé explicártelo.

—¿Me estás diciendo que hay un secreto entre nosotras? ¿Que no puedes decirme algo que te obsesiona desde hace días, que te convierte en otra persona? ¿Me estás diciendo que no confías en mí?

—La verdad es que me gustó desde el primer momento en que lo vi. —Sofía tragó saliva—. Estoy colada por él.

Lo dijo de un tirón y luego no pudo seguir mirando a su amiga.

—No es culpa tuya —dijo Lidia tras reflexionar unos instantes.

—¿Estás segura?

—Evidentemente no es culpa tuya.

—Sé que… es un enemigo. Tendría que habérmelo quitado de la cabeza en cuanto le vi los injertos en la espalda. Pero seguí pensando en él continuamente, y pienso en él incluso ahora. ¿Te ha ocurrido lo mismo alguna vez?

—No, pero he visto cómo le ocurría a mucha gente. No lo puedes controlar, no puedes hacer nada… Los sentimientos no nos pertenecen; cuando llegan, hacen lo que quieren con nosotros.

—¿Y qué debo hacer? —Sofía se levantó y miró al cielo.

—Para empezar, deja de sentirte culpable. Fabio es uno de los nuestros. Eltanin vivía en Draconia y conocía a Thuban y a Rastaban. Compartió mucho con ellos, estoy segura. Debió de crearse un vínculo, algo muy profundo que aplastó con la traición. Pero sigue siendo uno de los nuestros.

—¿Y crees posible que él… cambie de opinión? —preguntó Sofía, esperanzada.

—Ni se te ocurra pensarlo —fue la respuesta gélida de Lidia.

—¿Por qué?

—Porque secundar ese sentimiento solo te hará daño. Fiarte de quien no merece tu confianza, poner tu corazón en las manos de quien lo puede aplastar duele, duele muchísimo.

—Veo que conoces bien el tema —murmuró Sofía.

—Hace mucho tiempo confié en alguien —dijo Lidia tras un silencio—. Confié muchas veces esperando que cambiara… Pero nunca lo hizo. Y solo encontré la paz cuando esa persona salió definitivamente de mi vida.

Sofía no hizo más preguntas, aguardó hasta que su amiga tuvo fuerzas para continuar.

—Era mi abuelo —añadió Lidia apartando la mirada—. Iba y venía, llegaba al circo cuando quería y nos hacía mil promesas a mi abuela y a mí. Que esa vez se quedaría, que seríamos felices juntos. Nos tomaba el pelo. Yo lo creía y me aferraba a él. Cuando mi abuela murió, me prometió que se quedaría conmigo, que sería mi familia. Tuvo la desfachatez de prometérmelo delante de la tumba de mi abuela. Pero poco después se fue, como siempre. —Se volvió con ímpetu hacia Sofía, con la mirada segura y triste—. Cuando dejé de esperar que volviese, que cumpliera su promesa, me sentí mucho mejor, ¿comprendes? Y tú tienes que hacer lo mismo. Intenta no pensar en él, olvídalo. Ahora solo es un enemigo, no debes verlo de otra manera. Olvida su cara y recuerda únicamente vuestra batalla. No puedes hacer otra cosa.

Sofía asintió, pero en el fondo de su corazón sabía que era imposible.

A última hora de la mañana, cuando regresaron al coche, los tres estaban de mal humor. Al profesor le dolía mucho la espalda, Lidia tenía las manos destrozadas a causa de las zarzas y las ortigas y Sofía tenía los pies molidos.

—Seguro que el nogal no está aquí —aseguró Lidia, lapidaria.

—Pero el mapa… —objetó el profesor.

—Debe de ser un cuento. Es un mapa del siglo XVII y lo dibujó una persona que solo había oído hablar del nogal; seguro que nunca vio aquelarres ni brujas en primera persona. Yo aquí no siento nada.

—Yo también creo que es un cuento —asintió el profesor—. Pero nos quedan otros lugares donde buscar.

Intentó sonreír y ellas le devolvieron la sonrisa con ciertas vacilaciones.

Subieron al coche y el profesor arrancó.

—El segundo lugar son las orillas del Sábato. Ánimo, chicas, aún nos quedan unas horas de luz y debemos aprovecharlas al máximo.

Sofía contemplaba la campiña a través de la ventanilla. Sí, aún quedaban esperanzas, solo habían fracasado en el primer intento. Pero nada podía quitarle de la cabeza la idea de que la búsqueda sería más complicada de lo previsto.

Por la tarde no tuvieron más suerte, ni tampoco en los días siguientes.

Recorrieron palmo a palmo las orillas del Sábato, desde la zona situada dentro de la ciudad hasta el exterior. Cada día repetían el mismo guión: Lidia y Sofía se concentraban, invocaban sus poderes y se inclinaban entre el agua y la hierba. Pero no había manera. Dondequiera que fuesen, no percibían nada inusual.

Al final del día, cuando regresaban al circo, siempre estaban cansados y abatidos.

—La verdad es que podría estar en cualquier sitio —dijo Lidia una noche—, o quizá ya no exista.

—Si los enemigos están por los alrededores, es porque Nidhoggr sabe que el fruto se encuentra aquí.

—Él también puede equivocarse.

—Es posible —convino el profesor—, pero no lo creo. ¿Cómo vamos a estar todos equivocados? Reconoced que todas las pistas nos conducen aquí.

Sofía removió tristemente la sopa. Lo cierto es que tras aquellos días estaban exactamente en el punto de partida. Y encima ella se había complicado más la vida enamorándose de Fabio. La conversación con Lidia no le había servido de nada, ni tampoco sus consejos. Seguía pensando en el chico. A veces incluso tenía la impresión de que percibía su presencia entre las sombras. En un par de ocasiones, contra toda lógica, llegó a volverse mientras buscaba entre la hierba. Porque lo había sentido. Algo absurdo. De haber estado allí, seguro que habría intentado atacarlos.

Empezó a sospechar que había sido ella quien lo había estropeado todo. Su fijación por Fabio la distraía, tal vez le impedía concentrarse al máximo. ¿Y si inconscientemente no quería encontrar el fruto para dejárselo a él? ¿Y si su locura amorosa la impulsaba a boicotear involuntariamente su misión?

Una noche habló de ello con Lidia.

—Sofi —rio su amiga—, nunca dejarás de sorprenderme. Eres una fuente inagotable de paranoias absurdas.

—No te rías de mí —protestó Sofía.

—Has dicho una tontería —dijo Lidia, seria—. Tú no estás boicoteando a nadie, todo va bien. Por desgracia, nos está costando más de lo previsto encontrar el fruto, pero no es culpa de nadie. Como dijo el profesor, buscamos una aguja en un pajar.

Realizaron la última búsqueda bajo una lluvia fina e insistente. Estaban en el Estrecho de Barba, un lugar situado a lo largo del Sábato, en la carretera que une Benevento y Avellino. Avanzaban despacio, porque los limpiaparabrisas eran pequeños e insuficientes.

El primero en bajar fue el profesor, provisto de un enorme paraguas negro, bajo el cual se refugiaron Lidia y Sofía.

Al poner los pies en el suelo, sintieron una corriente extraña, un escalofrío que les recorrió la espalda y les heló la piel.

—Por aquí ha pasado Nidhoggr —sentenció Sofía.

La tensión invadió el ambiente.

—¡Maldita sea! —exclamó sin querer Schlafen. Luego suspiró—. Está bien, empecemos a trabajar. Llevaos vosotras el paraguas.

Y, sin dejarles tiempo para replicar, echó a andar bajo la lluvia.

Sofía lo vio adentrarse en un camino de tierra que llevaba al río.

—¿Tú también lo sientes, Lidia? —dijo al fin.

Su amiga asintió.

—Tal vez lo hayamos encontrado —añadió. Pero no tuvo el valor de decir lo que evidentemente estaba en el aire. Si Nidhoggr había estado allí, tenía que haber un motivo; quizá ya tenía el fruto.

Las dos chicas bajaron hacia los márgenes del río en silencio y repitieron los gestos que habían hecho durante las largas búsquedas de los últimos días: buscar entre la vegetación, concentrarse y observar los colgantes. Fue Sofía quien se dio cuenta.

—El colgante está raro —dijo, y se lo mostró a su amiga.

Lidia se concentró en la piedra, que estaba algo descolorida. Sacó la suya y vio que tenía el mismo aspecto que la de Sofía, como si hubiera una especie de pátina en la superficie.

—Lidia, tengo un mal presentimiento.

—No te vendes la cabeza antes de rompértela, como sueles hacer —la cortó su amiga. Se apartó un poco y se sentó en el suelo. El pantalón se le empapó al instante y un escalofrío le recorrió la espalda. Lo ignoró.

—¿Estás loca o qué?

—Aquí hay algo, tú también lo has dicho, y quiero saber qué es. Solo intento concentrarme para descubrirlo. Anda, ven aquí, entre las dos lo haremos mejor.

Sofía le miró los zapatos llenos de barro.

—Yo me quedaré de pie —anunció, y cogió la mano que le tendía su amiga.

—Como quieras. —Lidia se encogió de hombros—. Solo era para establecer un contacto más íntimo con este lugar.

Cerró los ojos. Sofía la imitó.

Al instante los lunares despidieron reflejos luminosos. La sombra pálida de dos pares de alas transparentes se dibujó en el aire, bajo la lluvia. Fue como convertirse en una sola persona; las percepciones de la una eran las de la otra. Una negrura pastosa las envolvió a ambas y sobre ella no se perfiló lo que esperaban, es decir, la figura enorme y terrible de Nidhoggr, sino algo distinto. Un obelisco de contornos difuminados sobre un fondo de edificios anónimos, con un agujero rectangular en la base. Junto al obelisco fue dibujándose poco a poco algo más, la imagen grotesca de un enorme mascarón, como los que vieron cuando visitaron un museo de arte romano. En la boca le brillaba algo que lentamente fue definiéndose como una llave. Lidia alargó la mano, pero no vio sus dedos sonrosados, sino las garras de un dragón con las escamas doradas.

«No es Rastaban», pensó, sorprendida.

Las garras se cerraron en torno a la llave y Lidia percibió su frío metálico. Después la metieron en el agujero del obelisco. Se produjo una explosión de luz cegadora. Se quedó aturdida y luego tuvo una sensación de paz y felicidad que la hizo sonreír. Y entonces lo vio, hermoso, inmenso, verde, como si una luz oculta brillara en él: el nogal.

—¡Lidia!

Las sensaciones volvieron a un tiempo. Lidia sintió frío, le castañeteaban los dientes. Estaba tumbada y Sofía estaba inclinada sobre ella, aterrorizada.

El profesor permanecía a su lado, también muy preocupado, y la cubría con el paraguas.

—Lidia, ¿estás bien?

—No grites —le respondió con una sonrisa. Luego intentó levantarse—. ¿Qué ha pasado?

—Dínoslo tú —contestó el profesor—. He oído gritar a Sofía y te he encontrado tendida en el suelo, con los ojos muy abiertos. ¿Ahora te encuentras bien?

Lidia se tomó su tiempo antes de responder; aparte de un frío glacial, se sentía bien.

—Sofi, ¿has visto? —preguntó, exaltada.

—Sí, he visto el obelisco… —respondió Sofía, confusa—, y también he visto algo en el mascarón. Luego, no sé… He abierto los ojos y estaba aquí, el paraguas se me había caído y tú estabas en el suelo.

—Ha ocurrido algo más —dijo Lidia. Se volvió hacia el profesor—: ¡era una visión!

—Lo imaginaba —repuso él—. Las visiones deberían ser menos espantosas —añadió, guiñándole un ojo.

Lidia rio brevemente, pero enseguida se contuvo.

—De algún modo, este lugar está relacionado con el árbol y con Nidhoggr —explicó—. Pero lo más importante es lo que he visto.

Lo contó muy deprisa y procuró no olvidar ningún detalle. Estaba entusiasmada, ya que por fin tenían una pista de verdad, concreta.

El profesor reflexionó unos instantes sobre lo que había dicho Lidia.

—Tú conoces esta ciudad mejor que yo —dijo al fin dirigiéndose a Sofía.

—El obelisco parecía el que está en la avenida —repuso ella sin vacilar—. He pasado delante de él muchas veces. En cuanto al mascarón…

—En Benevento están las ruinas del teatro romano —completó Lidia en su lugar—. Tal vez la clave esté allí.

Entonces el profesor se permitió un suspiro de alivio.

—Quizá ya lo tengamos —concluyó Lidia.

Fabio, escondido entre los arbustos, sonrió. Sus enemigos le habían indicado el lugar correcto.