Olía a hogar. El aroma dulce de los árboles, el olor antiguo a leña y hojas mojadas. Había regresado. Ya no estaba en la ciudad desconocida, ni en el circo. Estaba en su cuarto, en la casa situada junto al lago de Albano.
Sofía abrió los ojos mientras el dolor recorría su cuerpo. Y vio el panorama habitual de cada mañana. La madera de los pequeños muebles, la ventanilla junto a la cama, la caravana donde dormía con Lidia.
«Aún estoy en el circo», comprendió con tristeza. Intentó volver la cabeza y, en la penumbra de la caravana, vio algo en lo que no había reparado al principio: había alguien sentado en la cama de Lidia. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados y dormido. Sobre la nariz, unas gafas pequeñas con la montura dorada. Sofía se conmovió. El profesor. Era un milagro que hubiese vuelto y que estuviera allí con ella. Le daba igual si era cierto o si era un sueño, como antes. Lo importante era poder verlo, sentir su presencia junto a ella. Saboreó un instante la imagen querida y de inmediato se sintió menos sola.
—Profe… —murmuró.
—¡Sofía! —exclamó el profesor Schlafen, sobresaltado.
Se levantó de la cama, encendió la luz y se colocó al lado de la chica. Ella parpadeó repetidamente.
—¿Te molesta la luz? ¿Quieres que la apague?
—No, no… enseguida me acostumbraré.
El profesor le cogió la mano y Sofía se concentró en la calidez del apretón.
—Te he echado de menos, profe.
—Lo sé, Sofía. Me he vuelto a equivocar. Perdóname.
—Soy yo la que me he equivocado —repuso la chica, tragando saliva—. He hecho algo peligroso que no debía.
Los recuerdos de su enfrentamiento con el chico se agolparon en su mente, violentos, terribles. Cerró los ojos unos instantes para ahuyentar las imágenes.
—Profe, Nidhoggr está aquí —dijo con voz queda.
—Ahora no. —El profesor se puso un dedo sobre los labios—. Ahora tienes que descansar. Estás herida y tienes que recuperarte. Más tarde ya hablaremos de todo.
Sofía no insistió. Se abandonó a la suavidad de la almohada y entornó los párpados.
—¿Me prometes que te quedarás conmigo?
—Te lo juro. Me quedaré toda la noche, no te dejaré sola.
Sofía le apretó la mano. Alejó los recuerdos de lo sucedido e intentó no pensar en el chico ni en lo que continuaba sintiendo por él en el fondo de su corazón. Ahora solo quería ser una hija disfrutando de la compañía de su padre. Se quedó quieta, cogida de la mano del profesor, y casi llegó a sentirse una chica normal.
Necesitó dos días de reposo absoluto. El profesor había traído consigo un frasco muy pequeño, en el que había echado un poco de resina de la Gema.
—Antes de venir aquí —dijo— he pasado por casa y he pensado que podía sernos útil.
Tres veces al día tomaba una pequeña dosis con una pipeta minúscula y diluía una gota en un vaso de agua que le daba a Sofía.
—Seguro que te irá bien.
La chica empezó a mejorar. Las quemaduras, los arañazos y los cortes que se hizo durante el enfrentamiento y la huida sanaban deprisa. Lo único que iba más lento era la herida en el hombro.
—Tus poderes están aumentando —le explicó el profesor.
—¿Y por qué no funciona con el hombro? —preguntó Sofía.
—Porque esa herida te la hicieron las armas del enemigo. Si un Subyugado hiriese así a un humano, este moriría.
Sofía se quedó sin habla.
Todos los habitantes del campamento se turnaban para asistir a la cabecera de su lecho. El profesor les contó una historia para justificar el estado en que se encontraba. Sofía no sabía exactamente qué les había dicho, pero todos hablaban de un misterioso agresor. Ella se limitaba a asentir y a decir que no recordaba nada.
—Claro, es por el shock, pobrecilla —comentó Martina con los ojos húmedos.
Alma era la única que parecía saber la verdad. Y, a pesar de las protestas de Schlafen, le llevó varias infusiones y cataplasmas.
—Ya la estoy tratando con métodos muy eficaces —le explicaba con amabilidad el profesor.
—Eso no significa que los viejos remedios hayan dejado de funcionar —replicó Alma—. Me confiaste a tu hija y estando conmigo ha estado en peligro de muerte. Lo mínimo que puedo hacer es intentar que mejore.
De vez en cuando iba a hacerle compañía, aunque se hablaban muy poco. Sofía se sentía culpable. En cierto modo la había traicionado. Irse sin decirle nada había sido desleal.
Pero lo más difícil fue el reencuentro con Lidia. El primer día entró en la caravana con cara de funeral.
—¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? —le espetó.
—Pues… vi a ese chico entrando con paso furtivo en la iglesia y lo seguí de forma espontánea.
—Te dije que tuvieras cuidado, te puse en guardia contra la vieja, pero tú erre que erre, siempre tienes que hacer lo que quieres.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? —protestó Sofía.
—Llamarme. Limitarte a espiar.
—Sí, esa era mi intención. Pero ¿si tú ves a un Subyugado no intentas detenerlo?
—Sofi, somos dos porque tenemos que ayudarnos, porque juntas somos más fuertes que ellos.
—¿Y cómo iba a llamarte?
—En cualquier caso, no tenías que haber actuado sola. —Lidia sacudió la cabeza—. ¡Mira cómo estás ahora!
Sofía apartó la mirada. En el fondo, creía haber actuado bien. No tuvo alternativa. Guardaron silencio un instante.
—Estaba muy preocupada por ti —dijo Lidia a media voz.
—Lo siento —repuso Sofía con un nudo en el estómago—. Lo siento mucho.
—Tenías que volver enseguida, ¿por qué demonios te quedaste por ahí? Cuando vi que habían cerrado la biblioteca hacía más de una hora y no llegabas, me desesperé. No sabía qué hacer. Recorrí la ciudad entera, pregunté a los transeúntes, en los bares, en las tiendas. ¡Fui a todas partes!
—Perdóname. —Sofía le cogió la mano—. Es que… aún era pronto, llevaba este libro, quería terminar de leerlo y…
—Estás rara, Sofi, te veo muy distraída últimamente. Y encima ya no me cuentas nada… No sé qué pensar.
Sofía percibió la verdad a punto de salirle de los labios. Le habría gustado hablarle del chico, de que la esperanza de verlo la mantuvo en la calle hasta esa hora y la impulsó a seguirlo hasta el claustro de Santa Sofía. Pero no podía. Algo le impedía hablar. La vergüenza, la sensación de ser una ilusa.
—No volveré a hacerlo —dijo al fin en un tono que intentaba ser convincente—. Te lo juro.
Lidia la miró con preocupación y le estrechó la mano. Deseaba creerla.
Discutieron el primer día que Sofía se levantó de la cama. Se sentía más fuerte, aunque la herida del hombro aún le dolía. Dio un paseo por el campamento, envuelta en su abrigo, entre las sonrisas y los parabienes de los compañeros del circo a quienes se encontraba. Almorzó con los demás y luego se retiró a la caravana a descansar.
No había transcurrido ni media hora cuando el profesor y Lidia entraron. Sofía suspiró. Sabía que llegaría el momento y sabía que sería doloroso, pero era necesario.
—Tenemos que hablar —anunció sin rodeos el profesor. Y empezó él.
El viaje a Hungría fue largo y complejo. Tras una primera etapa en Budapest, tuvo que ir a las zonas rurales en busca del tercer Draconiano.
—No resultó fácil, pero logré reconstruir gran parte de su vida. Su madre era italiana y su padre, húngaro. Solo vivió en Hungría su primera infancia. Luego su padre los abandonó, no sé exactamente cómo ni por qué. Quise entrevistarme con él, pero en cuanto mencioné a su hijo se negó a hablarme. El niño volvió con su madre a Italia cuando tenía cinco años.
A partir de ese momento, su historia empezó a ser bastante confusa. La madre murió y él fue de orfanato en orfanato. Permanecía unos pocos meses en cada centro. Nadie lo adoptó y todo el mundo lo recordaba como un niño absolutamente intratable, que peleaba sin cesar con sus compañeros y que en una ocasión llegó a levantarle la mano a uno de los vigilantes. Al final lo trasladaron a un centro de Benevento, del cual escapó.
A Sofía le dio un vuelco el corazón.
—Por eso vine aquí hace una semana, el día en que te enfrentaste al Subyugado —continuó el profesor mirando a Sofía—. Ayudé a Lidia a buscarte, nos repartimos las zonas de la ciudad y al final te encontré yo. Te vi salir de Santa Sofía y tenderte en el suelo. No puedes imaginar cómo me sentí.
—Lo siento muchísimo, profe —repuso Sofía, y el sentimiento de culpa se convirtió en un nudo en la garganta—. Lo siento, en serio, ya se lo dije a Lidia.
—No vuelvas a desaparecer. Y sé más prudente cuando veas a un enemigo. Evita la lucha si desconoces las capacidades de tu adversario.
—En ese momento me pareció lo mejor que podía hacer —se justificó Sofía, roja como un tomate.
—Sé perfectamente cuáles eran tus intenciones —sonrió el profesor—. La próxima vez intenta ser… menos impulsiva.
Sonrió de nuevo y Sofía se lo agradeció. La conversación tocaba un tema espinoso y necesitaba sentirse consolada.
—Eso es todo —concluyó Schlafen, y apoyó la espalda contra la pared de la caravana—. Pero yo sigo buscando. Tengo razones para creer que el Draconiano, que se llama Fabio Szilard, sigue en Benevento.
Sofía se puso rígida. Poco a poco, las piezas iban encajando y los recuerdos del enfrentamiento se hacían más nítidos. Hubo un instante de silencio y ella lo rompió.
—Tengo mucho que contaros.
Empezó por el sueño. Lidia también describió el suyo. Luego Sofía les dijo lo que había descubierto sobre el nogal y el profesor se iluminó.
—¿Todo esto te recuerda algo? —le preguntó Sofía.
—Una leyenda —respondió él—. La leyenda de un árbol y de una joven muy valiente. —Tomó aliento—. Cuando Draconia aún se encontraba en la Tierra y el Árbol del Mundo era próspero, nosotros, los Guardianes, éramos cinco, al igual que los dragones que protegían el árbol. Durante la guerra, dos de los nuestros murieron y quedamos tres, entre los que había una chica. Nos fuimos reencarnando generación tras generación y olvidamos nuestra historia, listos para despertar cuando Nidhoggr recuperara fuerzas, tal como me ocurrió a mí.
—¿Quieres decir que hay otros como tú por ahí? —exclamó Lidia, incrédula.
—No exactamente. Aún debería de quedar uno. Lo he buscado, pero hasta ahora no he dado con él. En cambio la chica… murió hace siglos.
El profesor se interrumpió un instante y se ajustó las gafas sobre la nariz, como siempre hacía. A Sofía le encantó volver a ver aquel gesto tan familiar, una de las cosas de Schlafen que había echado de menos los días que vivieron separados.
—La chica se llamaba Idhunn y se llevó una reliquia del Árbol que nadie sabe cómo era. Ahora bien, lo que os estoy contando es una leyenda, por eso existen distintas versiones y está llena de imprecisiones. Pero la chica de quien os hablo existió de verdad. El caso es que se llevó la reliquia, la plantó y creció un árbol.
—¿Un nuevo Árbol del Mundo? —lo interrumpió Lidia.
—No, claro que no. De ser así, bastaría que plantáramos nuestra Gema para resolver el problema. Según parece, salió un árbol peculiar, con poderes extraordinarios. Se dice que las sacerdotisas oficiaban un culto relacionado con ese árbol, y quien las dirigía era Idhunn. No recordaba nada de sí misma, ni de Draconia, y todo cuanto le quedaba de su pasado era el instinto de proteger el árbol. En determinado momento, el culto fue malinterpretado y persiguieron a las sacerdotisas como si fueran brujas.
El profesor calló.
—¿Y qué más ocurrió? —preguntó Lidia—. ¿Qué le pasó al árbol? ¿Y a las chicas?
—La leyenda no lo dice. No se sabe qué le pasó al árbol.
—¿Es el nogal de Benevento? —sugirió Sofía.
—Es muy probable. Además el sueño de Lidia está muy claro. Las mujeres a quienes consideraban brujas aquí en realidad eran las sacerdotisas del culto, y el nogal tenía dentro la reliquia del Árbol. La verdad es que todos los indicios conducen a Benevento. Mi búsqueda me ha traído aquí, Nidhoggr también está en este lugar y vosotras habéis acudido aquí.
—¿La reliquia es el fruto? —preguntó en voz baja Sofía. Observó que Lidia contenía el aliento.
—Es posible.
Siguió un silencio que le pareció interminable.
—¿Y dónde está Idhunn?
—Según la leyenda, murió en la época en que perseguían a las brujas.
Sofía pensó en la vieja, en su extraño comportamiento y en lo que le dijo. Se lo contó a los otros dos.
—No podemos excluir la posibilidad de que sea ella, o de que la conociera. ¿Dónde podemos encontrarla? —preguntó Schlafen.
—Aparece de repente —explicó Sofía—. Solo la he visto dos veces, en dos lugares distintos.
—No te preocupes, ahora eso no es lo más importante. Háblanos del enfrentamiento con el Subyugado.
Sofía intentó armarse de valor. Ahora venía la peor parte, la que temía desde el primer momento. Apretó los puños y empezó a hablar. Decidió ser brutalmente sincera y relató su primer encuentro con el chico en el circo.
—Por eso Marcus estaba enfadado aquella noche —comentó Lidia.
Sofía asintió. Luego les contó que volvió a ver al chico delante de la iglesia, lo reconoció y lo siguió.
—Espera un momento —la interrumpió el profesor, y se inclinó hacia delante—. ¿Estás diciendo que el chico hablaba de manera normal?
—Según parece, tiene conciencia —respondió Sofía—. No es como el chiquillo con el que luché cerca del lago Albano, ni como Lidia cuando estaba poseída.
Schlafen se mostró inquieto.
—Es peor —añadió Sofía con un suspiro. Y describió sus alas, en parte metálicas pero con algo orgánico. Y mencionó el lunar.
—Era como el mío —afirmó intentando controlar el temblor de la voz—. Se iluminó mientras luchábamos. Además él tenía poder sobre el fuego; incendió mi lanza y el templo subterráneo.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó el profesor Schlafen, cada vez más preocupado.
Sofía se vio obligada a repasar mentalmente el rostro del chico. Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón se le aceleró.
—Como mucho, un año más que yo —respondió.
—¿Crees que los guivernos pueden haberse fundido con los humanos? —preguntó Lidia—. ¿O es un nuevo tipo de enemigo?
El profesor se tomó su tiempo antes de responder.
—El Draconiano al que he buscado estos meses es un chico de quince años —dijo al fin—. El dragón que tiene en su interior se llama Eltanin y su poder es la capacidad de controlar el fuego.
El silencio sepulcral que se hizo en la caravana pesaba más que la carpa del circo.
—Profe, si fuera uno de nosotros no estaría con Nidhoggr —comentó Lidia—. Quiero decir, ¡es un Draconiano!
—No lo sé, Lidia. Aspirar al bien no es algo natural en los Draconianos. Son personas normales que pueden utilizar como quieran sus poderes.
—Una vez Rastaban me habló, y estoy seguro de que su poder me impulsó a proteger el Árbol del Mundo y la Tierra. Es imposible que él no oiga la voz de Eltanin.
—No, Lidia, no es lo que crees. Tú decidiste de forma consciente, igual que Sofía. Y, durante un tiempo, Sofía pensó en abandonar nuestra causa.
Sofía se puso muy colorada al recordar su momento de debilidad.
—Además… —Schlafen titubeó un instante—. Además Eltanin era un dragón peculiar. Un dragón traidor.
La última palabra cayó como una losa sobre ellos. Sofía notó un peso en el pecho, como si alguien le mordiera el corazón. Era como ella, tal vez por ese motivo se había enamorado de él. Y, al mismo tiempo, no era como ellos, porque había elegido el mal conscientemente.
—¿Por qué es un traidor?
—Porque decidió combatir en el bando de los guivernos.
—Si está con ellos, estamos acabados —sentenció Lidia, sacudiendo la cabeza—. Tiene nuestros recuerdos y nuestros poderes, lo sabe todo sobre nosotros. Tal vez ya sepa dónde está el fruto.
—No hay razón para preocuparse antes de tiempo. Aún podemos lograr que se pase a nuestro bando.
—Acabas de decir que Eltanin es malo.
—Eltanin se equivocó. Nadie es malo por naturaleza.
—Nidhoggr lo es —objetó Sofía.
—Si tuvieran el fruto —dijo el profesor, sin hacer caso de su observación—, no seguirían aquí. El fruto no estaba en el templo subterráneo, porque Sofía lo habría percibido. Aún tenemos tiempo.
Sí, pero ¿cuánto?
—Tenemos que buscar, indagar. Nuestro primer objetivo es encontrar el nogal.
—Nadie sabe dónde está —repuso Sofía—, solo existen hipótesis.
—Lo taló un tal Bal… Bar…
—Barbato —completó el profesor—. El obispo de Benevento de la época. Ya, pero aunque no quede nada del árbol, somos capaces de percibir su presencia gracias a la reliquia. Mejor dicho, vosotras sois capaces de hacerlo.
Lidia asintió con convicción.
—Aunque no te hayas recuperado por completo —dijo Schlafen dirigiéndose a Sofía—, te necesitamos. Ya buscaste en la biblioteca y tendrás que ayudarnos de nuevo.
—Por supuesto —consintió ella débilmente.
—No temáis, lo conseguiremos —las alentó el profesor—. Debemos creer en nuestra misión y en nuestra capacidad para cumplirla.
Lidia asintió de nuevo y Sofía hizo lo mismo, pero se sentía desanimada. Por culpa del sentimiento culpable que le inspiraba el enemigo en el fondo del corazón y porque, una vez más, el destino la obligaba a luchar contra uno de sus semejantes.