Fabio sobrevolaba la ciudad lo más rápidamente posible. La pierna le dolía muchísimo. Notaba el pantalón empapado de sangre bajo la mano con que se apretaba la herida.

«¿Quién era esa maldita chiquilla? ¿Quién es?», se preguntó con rabia.

Desde que había adquirido poder, nunca lo habían herido. Se habían interpuesto en su camino adversarios más débiles que él y había sido un placer derrotarlos y humillarlos. Pero la chiquilla del circo era distinta. Tenía unas alas como las suyas y les daba órdenes a las plantas.

«Es como yo», se dijo, y la idea lo aterrorizó. Porque hasta ese momento su vida se había basado en una sola certeza: era único, no había otros seres como él y nunca los habría. Cuando era pequeño su diversidad lo había hecho sufrir, pero al crecer empezó a estar orgulloso de ella. La suya era la soledad de los fuertes, de los que son superiores a los demás y han nacido para aplastarlos.

Pero ella… ella también tenía un lunar.

«Un lunar como el mío», recordó.

El lunar amarillo de su frente, entre las cejas, el lunar que se iluminaba cuando invocaba el fuego. El de la chica era verde, esa era la única diferencia.

Comenzó a descender en las afueras de la ciudad, en el caserón abandonado que desde hacía tiempo era su casa. En el último tramo cayó, porque las alas se disolvieron a un par de metros del suelo. Se sentía mal, terriblemente mal. Cojeó hasta el interior, hasta las paredes desnudas y ennegrecidas por el humo y la suciedad. A un lado había una chimenea; en el centro de la estancia, una mesa medio podrida. Junto a la pared, un camastro y una manta. Fabio se dejó caer sobre ellos. Invocó con su poder un brazalete metálico, que se le materializó en el antebrazo derecho. Del objeto salió una cuchilla afilada y plana, rodeada de llamas. Esperó a que el calor enrojeciera el metal, luego apagó las llamas y contuvo la respiración. Lo que iba a hacer no era agradable, pero era necesario.

Colocó la cuchilla sobre la herida. Y chilló, chilló en la noche y se resistió a la tentación de apartarla. Solo lo hizo cuando la herida ya estaba cauterizada. Entonces la cuchilla desapareció y él se tendió en la cama, temblando de dolor. La rabia lo invadió de nuevo. La misma rabia que lo había acompañado toda la vida, lo único que le quedó tras el abandono de su madre.

Al amparo de la oscuridad, lloró por primera vez desde que era niño.

Su madre le contaba que cuando estaba embarazada de él tenía sueños. Que despertaba en plena noche, atemorizada, mientras su marido dormía tranquilamente a su lado. Se levantaba y se ponía el jersey grueso que siempre tenía a los pies de la cama. Ella era de Italia, el país del calor y el sol, y lo había abandonado todo por amor. Miraba por la ventana el panorama oscuro de un país desconocido, Hungría, que ahora era su casa, e intentaba pensar únicamente en lo mucho que amaba al hombre tendido en el lecho y al hijo que estaba a punto de nacer.

El sueño siempre era el mismo, terrible. Dragones. Y serpientes. Enzarzados en una lucha cruel, trataban de morderse con violencia y acababan devorándose. Eran sueños tan reales y palpables que creía oler la sangre. Para ahuyentar el miedo se acariciaba el vientre donde Fabio esperaba el momento de nacer. Él acabaría con sus temores, con el miedo a aquel país extranjero, a aquel lugar desconocido. Y acabaría con las terribles pesadillas.

Él lo cambiaría todo.

Sin embargo su nacimiento, lejos de disipar sus dudas las acrecentó; sus temores se multiplicaron. Sucedían cosas muy raras a su alrededor, porque él era raro. Hacía cosas que los demás niños no podían hacer. Era muy fuerte. Si se cortaba o se hacía una herida, sanaba rápidamente y un día descubrió que podía invocar el fuego. Una llama le prendió en la mano y no se quemó. Danzaba en el aire a su antojo y Fabio se quedó mirándola fascinado y temeroso a un tiempo. Y al tocar la mesa del comedor, esta se transformó en cenizas al cabo de unos instantes. El niño contempló la escena unos segundos, alzó los ojos y vio a su padre. Este lo miró con odio, le pegó hasta dejarlo sin aliento y lo encerró en su cuarto. Detrás de la puerta, Fabio oyó discutir a sus padres.

—¡No quiero saber nada de él! —gritó su padre.

—¡Es nuestro hijo! —replicó su madre.

—Es un demonio. Solo un demonio es capaz de hacer semejantes cosas. Si tuvieras dos dedos de frente, harías lo mismo que yo y lo abandonarías. ¡Es malvado!

Fabio tembló. Las palabras de su padre eran terribles. No comprendía plenamente su significado, pero surcaron abismos de temor en sus entrañas.

—¡Es mi niño! —chilló su madre.

—Pues críalo tú sola. —Su padre salió de casa y no volvió.

Fabio y su madre se quedaron solos. No fue una vida fácil. El poco trabajo que había era degradante, muy duro. Y volvieron al sol de Italia, donde la gente era más rica y abundaba el trabajo, o eso decía todo el mundo.

Pero ellos solo encontraron rechazo y miradas desconfiadas. Llamaron a muchas puertas esbozando sus mejores sonrisas, pero la gente los miraba con suspicacia.

—Sé hacer de todo. ¡Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa! —gritaba su madre ante las puertas que le cerraban en las narices.

Entonces comenzó la rabia de Fabio. Una rabia contenida y terrible le oprimía el corazón ante cada rechazo, cada vez que miraba a su madre y la veía más triste y pálida.

Debía tener cuidado, porque cuando se enfadaba perdía el control. Las llamas aparecían de repente.

—No vuelvas a hacerlo —le pedía su madre.

—No sé cómo sucede —lloraba él—. ¡Aparecen solas!

—Si la gente ve las cosas que haces cuando estamos solos —le dijo un día su madre abrazándolo—, alguien podría hacerte daño, ¿comprendes?

—Puede que yo sea… malo —replicó el niño.

—No digas eso. —Su madre lo abrazó muy fuerte—. Ni se te ocurra pensarlo. Eres un niño especial, el más especial del mundo. Un día todo cambiará. Tendremos una casa muy bonita y seremos felices.

Fabio casi llegó a creerla. Pero luego empezó a toser constantemente, hasta que no podía respirar. Más tarde le subió la fiebre y no había forma de que le bajara. El último recuerdo que tenía de su madre era el verla tendida en la cama del hospital, rodeada de médicos que sacudían la cabeza y se encogían de hombros. Él tenía ocho años.

A partir de ese momento comenzaron las peregrinaciones. Todos los orfanatos eran iguales. Las mismas paredes manchadas de humedad, los mismos suelos agrietados. También eran idénticas las miradas de sus trabajadores. Ojos despectivos y justicieros. Fabio los odiaba. A todos. En cuatro años estuvo en diez centros. En ninguno de ellos vivió más de seis meses. Porque él no era como los demás. Porque él no temía nada. Porque cuando su madre murió dijo basta. Porque si su destino era quedarse solo —por su diversidad y sus poderes— era mejor salir victorioso ante los demás que llorar por los rincones.

Siempre era el primero en llegar a las manos; robaba si era necesario, mentía si le servía para algo. Cuando saltaban las llamas, disfrutaba del poder que emanaba el fuego. Nítido y puro, absoluto. Le encantaba el temor que las llamas infundían a sus víctimas. Temor a lo desconocido, a lo incomprensible.

«Soy superior a ellos, soy mejor que ellos», se decía. Y se sentía bien.

No deseaba que lo adoptaran. Ya había tenido una familia y ahora que había desaparecido no quería una nueva. Permitir que lo abrazasen otros brazos y lo atendieran otras manos habría sido traicionar a su madre.

Un día Ratatoskr apareció en el dormitorio del orfanato. Parecía un hombre normal, bien vestido. Al principio Fabio creyó que estaba soñando, máxime al ver que los demás niños seguían durmiendo.

—¿Quién eres? —le preguntó, dubitativo.

—Tu salvador —respondió Ratatoskr con una sonrisa, y le estrechó la mano. Fabio sintió un helor que no olvidaría jamás—. Sígueme.

—Si me voy, me castigarán —dijo Fabio, reticente.

—Se acabaron los miedos —afirmó su interlocutor en tono seguro—. Sígueme y te lo contaré todo.

Y avanzó sin decir nada más. Fabio permaneció inmóvil un instante. Luego, sin saber muy bien por qué, lo siguió por los pasillos del orfanato, donde curiosamente no había vigilantes y nadie lo detuvo. Cuando empujó la pesada puerta, esta se abrió de inmediato. Entraron en el patio bañado por la luna.

Ratatoskr lo sabía todo de él. Sabía lo del fuego y lo de sus poderes, toda su vida hasta aquel momento.

—¿Cómo puedes saber todo eso?

—Porque tú eres una persona especial y mi Amo busca personas como tú.

Y le hizo una propuesta.

—No tendrás miedo, porque te enseñaré a dominar tus poderes. Al principio a mí también me costaba controlarme y todo el mundo me consideraba un monstruo. Pero él me encontró y me enseñó. Podrás castigar a quienes te han humillado, hacerles pagar el daño que os hicieron a tu madre y a ti. Serás el más fuerte. Todos van a temerte y podrás aplastarlos como y cuando quieras.

Fabio estaba fascinado. Le habría gustado creerlo, pero le parecía demasiado maravilloso. Además sabía muy bien que nadie da nada a cambio de nada.

—Todo eso no son más que cuentos. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Eso solo existe en los cómics, no en la realidad.

—En la realidad tampoco existe alguien que genera fuego con las manos; en cambio, tú eres capaz de hacerlo.

Fabio guardó silencio. Ratatoskr llevaba razón.

—¿Y cómo vas a conseguir que sea más fuerte de lo que ya soy? —le preguntó.

Ratatoskr abrió una mano y le mostró una araña metálica. Le explicó que dicho objeto controlaría sus poderes y los multiplicaría enormemente.

—No me lo creo. —A Fabio le rechinaron los dientes—. Solo eres un bufón.

El rostro de Ratatoskr se iluminó con una sonrisa feroz. Al instante, su mano estaba envuelta en llamas negras que no le quemaban la carne. Cerró un segundo los dedos, luego los extendió. Salió un rayo oscuro, que transformó en cenizas un arbusto situado muy cerca de ellos. Fabio se pegó a la pared. Aquel hombre también tenía extraños poderes. Solo que, a diferencia de él, sabía controlarlos. De modo que era posible hacerlo.

—¿Sigues pensando que soy un bufón? —preguntó Ratatoskr con una sonrisa desafiante.

El niño se quedó sin palabras. Miraba con incredulidad la cara del joven. ¿Quién diablos era? De pronto el brillo de la araña metálica lo atrajo como un imán. «Aprender a controlar el fuego… Castigar a quienes me rechazaron y ofendieron, a quienes me pegaron…», dijo para sus adentros.

La araña estaba ahí y lo llamaba.

—Soy uno de los vuestros —dijo.

Ratatoskr le puso la araña metálica en el cuello; Fabio sintió un dolor agudo, pero duró muy poco.

—Ahora eres fuerte —le dijo el joven. Después se elevó un metro del suelo y voló, libre de cualquier peso. Le tendió la mano y le sonrió con complicidad. Fabio cerró los ojos, le cogió la mano y advirtió un cambio en el interior de su cuerpo. Unas enormes alas membranosas, reforzadas por hilos metálicos, le salieron de los hombros. Las movió instintivamente en el aire y experimentó una increíble sensación de poder y libertad.

Se alejaron del orfanato sobrevolando la ciudad. Fabio dejaba atrás una vida llena de sufrimientos y humillación. Ya era hora de recuperar todo lo que le habían arrebatado.