Sofía miró en derredor: no había nadie. Recorrió la plaza corriendo y puso las manos en la cancela negra que el chico acababa de sobrevolar. Pensó en su figura esbelta y las malditas alas que le habían salido de los hombros.

«Quítatelo de la cabeza y cumple con tus obligaciones», se dijo con dureza.

Extendió el dedo y volvió a salir una ramita verde, que se desenrolló hasta entrar en la cerradura y hacerla saltar suavemente. Sofía entró en el claustro. Nunca había estado allí. En una ocasión había visitado la iglesia, pero no el jardín interior. Vio un estrecho camino flanqueado por unos parterres. Y, entre plantas y árboles, ruinas romanas: estatuas acéfalas, bajorrelieves, lápidas e inscripciones de un blanco fúnebre que relucía a la luz de la luna.

Sofía tragó saliva. Quería ser fuerte, fuerte y decidida, tal como deseaban que fuese Lidia y el profesor. Avanzó despacio. A la izquierda vio una puerta de cristal que daba a una construcción; sin duda era el claustro del que había oído hablar. La parte superior estaba rota y los restos estaban en el suelo. La puerta estaba abierta. Sofía la empujó con las manos y entró. Era una estancia pequeña, con un mostrador a un lado y varios carteles; debía de ser la taquilla. La luz se filtraba por una segunda puerta de cristal, también rota. Prosiguió con cautela. Seguro que él estaba allí haciendo algo y no la oía. Debía aprovechar la ventaja de la sorpresa. De pronto recordó su primera batalla contra un Subyugado, a orillas del lago Albano. Entonces fue cuando descubrió sus poderes. Recordó la mirada apagada del muchacho, sus ojos rojos y su expresión impasible, los injertos metálicos de su espalda. Así era como Nidhoggr esclavizaba a los hombres, mediante una especie de exoesqueletos de metal que les anulaban la voluntad y los convertían en un juguete en sus manos.

«Él no es así. La otra noche no tenía esos ojos. ¿Será algo distinto?», se preguntó. El miedo le retorcía las entrañas, pero lo ahuyentó. Cruzó la segunda puerta y el aire frío de la noche invernal la embistió de lleno. Estaba en el claustro propiamente dicho. En el suelo había baldosas de terracota y el recinto estaba rodeado de galerías, sostenidas por esbeltas columnas. Una se retorcía sobre sí misma, otra tenía un nudo hacia la mitad.

Sofía avanzó despacio, pegada a la pared. No parecía que hubiera nadie. Dio una vuelta lentamente, al acecho. Más allá de las galerías había un jardín con un pozo en el centro. Nadie. ¿Dónde estaba el chico? A lo largo de la pared encontró varias puertas, todas ellas cerradas e íntegras. No podía haber pasado por allí. ¿Qué podía hacer?

Bordeó las columnas. Era un lugar extraño, del cual emanaba una energía peculiar. No sabía cómo explicarlo, pero percibía que ese lugar no le era completamente desconocido. Aunque nunca había estado allí. Recorrió con cautela la galería aguzando la vista en la oscuridad. Pero los capiteles de las columnas la distraían. No había dos iguales. Cada uno tenía ornamentos e imágenes distintas y se leían inscripciones diferentes en cada lado. Decoraciones florales, escenas de caza o de guerra. Sin embargo, aun siendo distintos, muchos de ellos representaban imágenes de batalla.

De pronto sintió como un flash iluminando la escena. La galería se transformó, el suelo engulló las columnas y el resto del edificio, y todo apareció como debía de haber sido hacía siglos, milenios. La tierra temblaba, presa de fuertes sacudidas, y el aire traía rugidos y gritos estridentes. Sofía los vio. Eran enormes, se retorcían en el aire y rodaban por el suelo, entre llamas y sangre. Los guivernos eran oscuros, con hocicos puntiagudos y cuerpos esqueléticos; en cambio los dragones eran de colores. En el aire flotaba el olor áspero a carne quemada, el cielo estaba gris por el humo de los incendios. No eran sus recuerdos. Eran los recuerdos de Thuban. Él había visto cómo se vertía toda aquella sangre y había muerto en esa batalla.

De repente la escena desapareció. Y otra vez vio ante ella el claustro desierto. Ahora sabía por qué le resultaba familiar: allí era donde habían luchado guivernos y dragones. El eco de una lucha tan extraordinaria no se había aplacado con los siglos y los hombres que edificaron el claustro, inconscientemente, mantuvieron el recuerdo de lo ocurrido. Aunque no se acordaran, sus manos habían evocado la antigua y terrible guerra en los relieves de los capiteles.

Sofía prosiguió hasta el pozo situado en el centro del claustro. Era un capitel romano enorme, colocado sobre una estructura de metal. Apoyó las manos en el mármol gélido y se asomó. Desde el fondo le llegó el reflejo de una luz mortecina. Una punzada de miedo le retorció las entrañas. El chico debía de estar allí. Apretó las yemas de los dedos contra la piedra hasta que le quedaron blancas. «Sé fuerte, Sofía», se dijo una vez más. Luego cerró los ojos, se puso derecha y se sentó en el borde del pozo. Bastó un leve empujón con las manos. Una sensación de vacío en el estómago y… el terror de la caída la dominó por unos largos instantes. En torno a ella solo veía piedras lisas, que corrían rápidamente ante sus ojos. Por un segundo pensó que en el fondo solo encontraría duras rocas y una muerte terrible.

«Sé fuerte, Sofía», repitió para sus adentros.

De pronto el espacio se ensanchó. Sofía percibió que el lunar de la frente se calentaba y empezaba a latir. Le salieron de los hombros unas alas membranosas enormes y verdes, alas de dragón. La caída se ralentizó y empezó a volar por una sala subterránea muy amplia. Vio una bóveda de cañón con azulejos, muy alta, con cuatro amplios intradoses. El espacio hexagonal estaba dividido en dos zonas por unas columnas blanquísimas, cuyos capiteles tenían forma de dragón. Las imágenes de Draconia se superpusieron a aquel panorama: el mármol de los edificios, los pináculos, las estatuas y las fuentes. «Este lugar pertenece a los dragones», pensó.

Tomó tierra suavemente sobre el mármol y se agachó. Permaneció un instante en silencio. Oyó un ruido a lo lejos, como si alguien estuviera hurgando. Se levantó. Una de sus manos empezaba a ser luminosa. Avanzó con prudencia. Aquel lugar era una especie de templo en ruinas. Tenía el mismo aspecto que esas iglesias antiguas que había visto en los libros de historia. En las paredes vio unos frescos descoloridos. Pero, en lugar de santos y vírgenes, retrataban un árbol magnífico, enorme, lleno de hojas de un verde que en tiempos debió de ser muy brillante. Entre las hojas se ocultaban espléndidos frutos. A lo largo del tronco había enrollados cinco dragones de colores diferentes. Sofía reconoció al verde, Thuban, y al rojo, Rastaban. No pudo identificar a los otros tres. Los recuerdos de Thuban no siempre acudían con claridad a su mente. En la pared opuesta vio el dibujo de un árbol más pequeño, aunque igual de maravilloso. Tenía el tronco muy bajo y la copa muy ancha; entre hoja y hoja, frutos redondos de un verde más claro. Un grupo de mujeres vestidas de blanco danzaban alrededor del árbol y lo adoraban. Una de ellas llevaba un vestido ceñido bajo el pecho con una cinta dorada. Era más alta que las demás y parecía más importante.

Sofía volvió en sí. La luz que había visto procedía de una hornacina situada en la pared. Había seis y parecían altares. Lo vio junto a ellas, de rodillas. Ya no tenía alas en los hombros. Tenía la camisa rota en los puntos donde habían estado las alas. Entrevio cerca del cuello el objeto emblemático de los Subyugados: una araña metálica se agarraba con tenacidad a su nuca.

Sintió una nostalgia tremenda y una insufrible ternura mientras contemplaba la espalda descarnada y la imagen del chico en quien tanto había pensado. Se fijó en los hombros delgados, en la forma en que le caían los rizos sobre el cuello, justo encima de la araña, y se sintió desolada. «Lo salvaré —dijo para sus adentros—. Salvé al chico que vino a atacarme a Albano y también lo salvaré a él».

No se detuvo a pensar. Extendió la mano y le salieron unas lianas muy largas. Para cuando él se volvió, ya estaba completamente atado.

—Estate quieto —le dijo Sofía con voz temblorosa—. Estate quieto y todo acabará deprisa.

Los ojos negros del chico mostraron incredulidad, pero solo fue un instante. Luego se llenaron de burla.

—La chiquilla del circo.

«Se acuerda de mí», pensó Sofía, entusiasmada como una estúpida. Ni siquiera tuvo tiempo de reprocharse aquel pensamiento tonto, ya que algo llamó su atención: el chico tenía entre los ojos un lunar pálido, muy similar al que tenía ella.

Lo contempló casi hipnotizada.

—¿Quién diablos eres? —preguntó él.

Sofía se sobresaltó. ¿Cómo era posible que hablara? El único Subyugado con el que había tenido contacto no poseía conciencia, era un simple juguete en manos de Nidhoggr. Además el chico no tenía los ojos rojos; eran del mismo negro profundo que recordaba, llenos de vida. ¿Por qué?

—No importa —sonrió el chico—, porque no me detendrás.

El lunar que tenía en la frente se encendió, brilló con una luz dorada veteada de reflejos oscuros; las lianas con que lo había atado Sofía explotaron. Unas enormes alas doradas le salieron de los hombros, alas bordeadas de nervios metálicos. Una especie de armadura líquida apareció de la nada, le envolvió el pecho y coaguló alrededor de sus brazos en forma de dos recios brazaletes. El ataque llegó de improviso y Sofía no pudo esquivarlo. Una cuchilla fue directa hacia ella y la clavó a la pared por un hombro. Fue algo tan rápido que casi no sintió dolor. Solo infinito estupor.

«Lucha, lucha y no pienses en nada». El instinto se impuso, o quizá la salvó el poder de Thuban. Le volvieron a salir de los hombros dos alas verdes, amplias y consistentes, y con su fuerza Sofía se liberó. La cuchilla salió de la carne y entonces comenzó el dolor. Gritó.

«Tengo que resistir». Alzó el vuelo, pero vio otra cuchilla directa hacia ella. Le lanzó una red de lianas que emergió del suelo, ciñó el arma y la rompió.

—Eres más tenaz de lo que yo creía —dijo el chico apretando los dientes. Un nuevo reflejo en su frente y la red ardió de inmediato.

Sofía logró esquivar las llamas refugiándose en una esquina. «Necesito un arma», pensó. Abrió la palma de la mano y asomaron dos ramas flexibles enrolladas entre sí, terminadas en una punta aguda. Asió la rudimentaria lanza y se abalanzó sobre su adversario.

Él reaccionó enseguida y desenfundó una de sus cuchillas. La lanza y la cuchilla se cruzaron. A cada impacto caían virutas de madera del arma de Sofía, pero ella insistía; atacaba, esquivaba, trataba de evitar las violentas acometidas del muchacho. «Está hecho una furia», pensó mientras atacaba con un fondo. Logró vencer la resistencia de su oponente y clavarle la punta de madera en una pierna. El chico gritó y ella sufrió al verlo sangrar. A pesar de todo aún le gustaba, le gustaba muchísimo, más de lo que quería admitir y más de lo que podía soportar. Tuvo que armarse de valor para extraer el arma y alejarse.

—¿Quién eres? Yo puedo salvarte —dijo, desesperada—. Sé cómo librarte de ese chisme que te ha convertido en esclavo.

Él la miró, incrédulo, y se echó a reír.

—No soy esclavo de nadie —aseguró—, sino todo lo contrario; desde que tengo este poder, soy libre. Libre de ti y de la mediocridad, libre de dejar que mis poderes se manifiesten con toda su fuerza.

La cuchilla la atacó de nuevo, pero Sofía pudo esquivarla. Lenguas de fuego rodearon el metal, arraigaron en su lanza y la incendiaron rápidamente. Sofía la soltó para no quemarse.

—Soy más fuerte que tú —siseó el chico—. Lo que tú llamas esclavitud es algo que yo he buscado y deseado.

Ardió el espacio entero, las llamas subieron por las paredes y prendieron fuego al templo. Entre el aire denso e irrespirable, Sofía vio que el chico se alejaba riendo. Cayó al suelo aturdida, sin dejar de toser.

Desesperada, pensó que debía huir si no quería morir abrasada. Pero estaba agotada y todas las fibras de su cuerpo le lanzaban punzadas de dolor.

—No puedo más —murmuró—, no puedo…

Y un nuevo acceso de tos le cortó la voz en la garganta. El lunar de la frente latió, como si Thuban quisiera darle fuerzas, impulsarla a no rendirse.

Se arrastró por el suelo despacio mientras el calor insoportable la asfixiaba. El suelo hervía, pero ella se agarraba a las juntas de las baldosas y avanzaba centímetro a centímetro hacia la salvación. Un soplo de viento y humo ascendente. El pozo. Sofía no podía mantener los ojos abiertos. Entrevio confusamente una apertura redonda por encima de su cabeza. Intentó abrir las alas, las batió en el aire asfixiante, pero no se alzó ni un palmo.

«Thuban está conmigo. No estoy sola. Y tengo que salvarme», se dijo. Gritó y batió con más fuerza las alas. Alzó el vuelo y logró meterse por el estrecho agujero del pozo. Se hirió las manos y los pies, los músculos chillaban de dolor. Extendió una mano hacia arriba. Aún halló fuerzas para lanzar con la palma una liana en dirección a la abertura. El extremo se ancló en el exterior, sobre la red metálica. Después la liana se enrolló y tiró de la chica hacia arriba.

Sofía se agarró con dificultad a los bordes del pozo, se aupó con las últimas energías que le quedaban y luego se echó en el suelo. Estaba sin aliento y le dolía todo el cuerpo. Oyó un gran estruendo debajo de ella; la tierra tembló. El denso humo que salía del pozo desapareció repentinamente. El santuario debía de haberse colapsado y ahora se había perdido para siempre.

Respiró el aire fresco de la noche y le pareció insuficiente para llenarse los pulmones medio asfixiados. Poco a poco fue recuperando la sensibilidad en cada parte del cuerpo; percibió cruelmente las quemaduras en las palmas de las manos, los arañazos en las rodillas y la herida en el hombro, un dolor que le cortaba la respiración. Peor aún que las heridas físicas era el dolor espiritual que la afligía y la hacía sentirse mal. El chico que le gustaba era un enemigo. Y en cierto modo se parecía a ella, tenía un lunar igual que el suyo. Las imágenes del combate se superponían a las de su cara de ángel.

Sofía se puso en pie con mucho esfuerzo, cojeando y con una mano en el hombro. Debía salir. Si la encontraban allí, tendría problemas. Deshizo el camino que había recorrido hacía menos de una hora, cada vez más débil, cada vez más desorientada. Mientras las percepciones le iban fallando era plenamente consciente de que había fantaseado con su enemigo, de que se había encaprichado sin remedio de un ser terrible. Con las últimas fuerzas entornó la cancela a su espalda y salió. Luego cayó al suelo y se quedó allí anhelando desaparecer.