Lidia preguntó: ¿O sea que… el nogal ya no existe?

—Lo talaron hace tiempo. No sé exactamente cuánto —respondió Sofía, y luego le habló de la vieja.

—Qué mujer tan rara —comentó Lidia.

—Creo que está un poco mal de la cabeza, aunque parecía muy segura de lo que decía.

—La verdad es que has sido imprudente. No deberías hablar con desconocidos; podrían ser enemigos.

—Me ha parecido inofensiva, aunque resulta algo inquietante.

—Ya —repuso Lidia—, sobre todo porque aparece y desaparece de repente y porque siempre la ves cuando estás sola… Es bastante sospechoso, ¿no?

Sofía no había pensado en esos detalles. Estaba acostumbrada a subestimar sus temores y jamás se le ocurría que alguno podía tener fundamento.

—La próxima vez tendré más cuidado —afirmó con los ojos húmedos—. Lo importante es que ahora tenemos una pista.

—¿Y tu búsqueda en Internet cómo ha ido?

—Una tragedia. Ese ordenador es de la era de los dinosaurios.

—Siempre es mejor que nada, ¿no? —replicó Lidia, ofendida—. Y si uno lo sabe utilizar, tiene todo lo necesario.

Sofía comprendió que había metido la pata y cambió de tema.

—He encontrado una lista de libros que hablan del tema que nos interesa —dijo—. En la avenida hay una biblioteca. Pensaba ir mañana a consultarlos.

—Sí, tienes que empezar mañana mismo —atajó Lidia.

—¡A sus órdenes! —exclamó Sofía, e hizo el saludo militar.

El hecho de tener por fin una pista fiable la ponía de buen humor.

Al día siguiente llegó a la biblioteca muy temprano. Desconocía los horarios y se presentó allí a las dos y media. Tuvo que esperar frente a la puerta cerrada más de media hora. Lidia se había quedado en el circo, para el entreno de la tarde. Cuando el profesor le habló de Lidia, le contó una parte de la verdad. Sofía estaba segura de ello porque, antes de despedirse de ella, le había dicho en voz baja: «Si necesitas algo, puedes confiar en Alma. Sabe… algunas cosas».

Sofía no tenía ni idea de por qué el profesor confiaba en aquella mujer.

—Mi abuela y tía Alma eran como hermanas —le contó Lidia—. Fueron las únicas de su kumpania que sobrevivieron a la guerra y eso las unió mucho.

Pero los demás compañeros del circo no sabían nada de sus poderes. Siempre debían inventarse algo para justificar sus ausencias.

—Es que tengo que estudiar, debo acabar un trabajo —fue la mentira de aquel día, una excusa adecuada para cualquier ocasión.

Entró con un entusiasmo sorprendente teniendo en cuenta que iba a enterrarse entre largos ensayos históricos. A Sofía le gustaba leer, pero siempre leía novelas, libros de aventuras o de fantasía. No tochos de historia. Le tendió su lista a una bibliotecaria menuda y antipática, que le llevó unos cuantos volúmenes. Al ver la pila de libros, el entusiasmo de Sofía se desvaneció. Tardaría una eternidad. Sería como en el orfanato, cuando le mandaban hacer un trabajo de alguna asignatura. Ella odiaba los trabajos. No sabía relacionar bien los datos que encontraba milagrosamente y, al final, tras dedicarle horas y horas, escribía una serie de páginas malísimas: párrafos copiados que se contradecían entre sí y formaban una mezcla de estilos distintos. Un horror, como el monstruo de Frankenstein.

Sin embargo esta vez fue casi divertido. Al principio se perdía entre libros de historia aburridos, entre genealogías de príncipes y nobles lombardos que habían gobernado la ciudad: Arechis, Sicardo, Zoton… Más tarde llegó a la parte dedicada a las leyendas y se sumergió por completo en la lectura.

Según pudo leer, Benevento había sido la capital de la brujería, o casi. La cantilena que le había recitado la vieja era lo que cantaban las brujas para convocar en la ciudad, bajo un fantasmagórico nogal, un aquelarre. Tal como lo describían, un aquelarre era algo a medio camino entre una noche de juerga en una discoteca y un rito satánico. Encontró actas de confesiones de brujas y espeluznantes relatos de las torturas que les infligían a las acusadas durante los interrogatorios. Sofía se estremeció al leer cómo eran los instrumentos de tortura y cuánto daño podían causar. El nogal aparecía en todas las leyendas, era el centro de todos los ritos. Las brujas celebraban sus fiestas bajo el árbol, que nunca perdía sus hojas.

Sofía leyó cómo eran los ritos y lo que, según afirmaban, solían hacer las brujas: matar a recién nacidos, lanzar maleficios contra las mujeres, trenzar las crines de los caballos o preparar filtros de amor. No sabía si creerlo o no. La magia era algo real y tangible en su vida y había experimentado de forma muy directa la existencia del mal. Los poderes de Nidhoggr eran una forma perversa y terrible de magia. Pero eso de que las brujas fueran siervas de Nidhoggr, de que su culto estuviera vinculado a él… Cuando luchó en Villa Mondragón tuvo ocasión de ver los restos de una casa propiedad de hombres que habían adorado al señor de los guivernos durante siglos.

Se preguntó si aquel nogal era el árbol con el que había soñado Lidia.

«Este parece un árbol maléfico; en cambio el de Lidia le dará nueva vida a la tierra», pensó. Buscó información sobre el lugar donde podía estar el árbol y descubrió que un obispo lo había mandado talar. Aun así buscó el lugar donde había estado.

—¿Señorita? ¡Eh, señorita!

Sofía se sobresaltó. De pronto, vio que tenía delante la cara antipática de la bibliotecaria.

—Como te he dicho antes, cerramos a las cinco y media.

Sofía volvió a la realidad. Miró por la ventana y vio que había oscurecido. Estaba tan inmersa en la lectura que no se había dado cuenta de lo tarde que era.

—Disculpe, se me ha pasado el tiempo volando.

—No pasa nada, pero ahora tengo que cerrar, o sea que…

La bibliotecaria la asió por un brazo y la empujó con suavidad y decisión hacia la puerta.

—¿Al menos puedo tomar prestado el libro?

Todavía no había descubierto dónde estaba el árbol y quería seguir buscando.

La mujer la miró como si hubiera pedido algo absurdo, cuando en una biblioteca lo normal es prestar libros.

—¿Sabes que, según el reglamento, si lo estropeas o lo pierdes estás obligada a pagarlo?

—Yo siempre trato los libros con mucho cuidado, sobre todo si no son míos —replicó Sofía, ofendida.

—Supongo que no llevas un documento para dejarlo en garantía —dijo la bibliotecaria sin dejar de mirarla—. Dame tus datos.

Sofía tuvo que dar sus datos y, cuando mencionó el circo, la mirada de la bibliotecaria se volvió más desconfiada y hostil. Pese a todo consiguió llevarse el libro.

Salió satisfecha; había sido una tarde provechosa. Aún era pronto. Miró a ambos lados de la avenida con la inconfesable esperanza de ver al chico misterioso. Luego los pies la llevaron hacia su callejón habitual. No había un lugar mejor para seguir estudiando que su querido Hortus Conclusus.

Se sentó en el banco de siempre, a la luz de la farola, y se sumergió en el relato de aquellas leyendas y hechos terribles. Leyó sobre los antiguos cultos vinculados al nogal, de donde procedían las leyendas acerca de las brujas; sobre la diosa egipcia Isis, a la cual rendían un culto probablemente afín a la brujería; sobre los lombardos, los antiguos señores de la ciudad de Benevento, quienes, para honrar a un dios, colgaban una piel de un árbol y la traspasaban una y otra vez con una lanza, como si estuvieran combatiendo. Leyó sobre ritos extraños y milenarios, sobre dioses olvidados e historias fascinantes. Y buscó el nogal. No encontró ningún dato preciso acerca de su ubicación, aunque, según la leyenda, renació varias veces pese a haber sido talado, siempre en el mismo lugar.

Cuando Sofía cerró el libro ya era de noche. Normal, porque cuando había salido de la biblioteca ya oscurecía. Tenía frío y el estómago empezó a quejarse con vehemencia. La sorprendió el hambre repentina y miró el reloj. ¡Eran casi las nueve! Tres horas y media seguidas leyendo y tomando apuntes, sin recordar que en el circo la esperaban, que quizá a esa hora ya la estaban buscando.

Se levantó de un salto, se puso el libro bajo el brazo y corrió hacia la verja. Cerrada. El parque ya había cerrado y nadie la había visto mientras estaba inmersa en la lectura. Menos mal que era fácil salir de allí. Ser una Draconiana tenía sus ventajas. Ni siquiera tuvo que concentrarse; el lunar de la frente, que solía pasar desapercibido, ahora se volvió cálido y luminoso hasta parecer una gema de un verde brillante.

Cada Draconiano tenía un poder específico; el de Lidia era la telequinesia y el de Sofía, la capacidad de invocar la vida. Eso significaba que hacía nacer plantas de la nada, o hacía crecer plantas ya existentes con la forma que quisiera. Al principio Sofía lo definía como un poder de jardinero, pero le había salvado la vida en más de una ocasión y ahora había aprendido a respetar sus aptitudes. Acercó el dedo índice a la cerradura de la verja. Salió una ramita verde, tierna y elástica, y se metió en el agujero. A los pocos segundos la cerradura cedió y se abrió la verja.

Sofía salió deprisa, pues temía que alguien la viera. Una vez pisó la avenida, fue como si el tiempo se detuviera. El paisaje perdió sus colores, los edificios eran anónimos y las ventanas, cuencas vacías. La calle del sueño, la calle que se transformaba en el lomo de Nidhoggr. Era esa. La revelación la dejó pasmada. Ahora realidad y visión se superponían, reconocía aquel lugar. Las escamas que recordaba eran los adoquines blancos, grises y rojizos del suelo; era evidente que formaban el dibujo sinuoso de una serpiente. «Nidhoggr está aquí», pensó.

El saberlo le heló las sienes y la visión desapareció. De nuevo fue simplemente la avenida desierta. Sofía miró a su alrededor, desorientada. Y entonces lo vio. Una figura delante de ella, que corría hacia la iglesia cercana. Recordaba aquel templo, porque llevaba su nombre: Santa Sofía.

Se quedó sin aliento. Estaba lejos y se movía muy rápido, pero lo reconoció al instante. Era el chico misterioso.

Lo vio detenerse junto a la cancela situada al lado de la iglesia y mirar en derredor con aire furtivo. De pronto un destello y dos enormes alas transparentes le salieron de los hombros, con unas terminaciones nerviosas metálicas que resplandecían bajo la escasa luz. El chico voló un breve trecho, lo justo para dejar atrás la cancela, y desapareció en la oscuridad.

Sofía se quedó de piedra. El corazón, que unos segundos antes le latía con violencia, se le paralizó.

El chico de la noche anterior, en el que había pensado sin cesar desde que lo vio, a quien había buscado en los rostros de cada transeúnte, era un Subyugado.