Lidia gritó: ¡Bingo!, y se sentó a la mesa del desayuno. Por las mañanas siempre saltaba como un grillo. En cambio Sofía necesitaba mucho tiempo para empezar a funcionar. Ese día Lidia estaba especialmente eufórica.
—¿Has soñado con los angelitos? —le preguntó Sofía mientras mojaba una galleta en la leche.
—Pues… he tenido un sueño interesante.
Sofía prestó mucha atención. Porque la noche anterior habían hablado de su sueño. Al principio no había considerado necesario contárselo a Lidia, pero luego se dijo que los sueños y las visiones siempre eran manifestaciones de sus poderes. Y su pesadilla podía ser una pista para buscar el fruto.
—Caminaba por la misma calle que tú.
—No puede ser. —A Sofía le dio un vuelco el corazón.
—Una serie de edificios idénticos, irreconocibles, una calle que subía ligeramente y un suelo raro… como si anduviera sobre escamas de serpiente.
Sofía sintió de nuevo la angustia de aquella noche, la horrible sensación de terror que la embargó durante el sueño.
—Sí, es la misma —murmuró.
—Solo que Nidhoggr no estaba. Y había un árbol.
—El Árbol del Mundo.
—No —Lidia sacudió la cabeza—. No era el Árbol del Mundo.
—¿Cómo lo sabes? Nunca lo hemos visto, ni hemos soñado con él. Solo conocemos el fruto que recuperamos hace casi un año, el de Rastaban.
—Sentí que no era ese. Era un árbol distinto, tenía algo especial, pero no era el Árbol del Mundo. Era un nogal.
—¿Por qué era especial?
—Estaba en el centro exacto de la calle, lo veía desde lejos mientras andaba. Las raíces se hundían bajo las escamas y yo las veía insinuarse en el terreno y crecer a una velocidad asombrosa. Según se iban alargando las raíces, las escamas saltaban y quedaba la tierra desnuda. Pero la tierra también era rara, porque era luminosa. Como si el nogal le diera vida, ¿comprendes?
—Sí —asintió Sofía—, pero es muy distinto a mi sueño… Quiero decir, el mío era una pesadilla, el tuyo parece… un sueño agradable.
Prefirió no empezar a pensar por qué ella tenía pesadillas terribles mientras Lidia soñaba con bonitos árboles que hacían crecer hierba en vez de calles.
—Pero la ciudad es la misma.
—Mira, cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que no significa nada —opinó Sofía—. Y, aunque significara algo, es demasiado confuso. Es imposible saber qué ciudad es, los edificios son anónimos…
—Es lo único que tenemos. Y no creo que sea simple casualidad que tanto mi sueño como tu pesadilla estén ambientados en el mismo lugar —objetó Lidia, muy convencida—. Llevamos meses buscando el fruto sin ningún resultado, meses en los que ni tú ni yo hemos tenido visiones. Es la primera vez que vemos algo y presiento que es algo relacionado con nuestro pasado, con nuestra condición de Draconianas. No podemos dejarlo escapar.
Sofía dio vueltas a la leche, pensativa.
—Está bien —dijo al fin—. ¿Cuál es el plan?
—No lo sé —respondió Lidia, más insegura que antes—. Quizá deberíamos empezar por el árbol, el nogal. Tal vez sea la clave para entender qué ciudad es.
—¿Y qué buscamos? ¿Nogales famosos en la historia? —A Sofía se le escapó media sonrisa.
—Pues sí, por qué no —repuso Lidia sin asomo de ironía.
—¿Lo dices en serio?
—Buscaremos información sobre ello —dijo Lidia, muy seria—. Empezaremos por Internet.
En casa del profesor no tenían conexión, porque no había electricidad, y en el circo se las arreglaban con una conexión inalámbrica, intermitente y lentísima. Pero mejor eso que nada.
—Lo veo muy complicado —suspiró Sofía—. No sé ni por dónde empezar.
—Qué derrotista eres —comentó Lidia.
—Más que derrotista, realista. Sé que tú tienes que quedarte aquí a entrenar, o sea que me tocará a mí hacer de topo en la red.
—Así te librarás del mítico dúo ChicoByo, ¿no estás contenta? —dijo Lidia, y le guiñó un ojo.
—Siempre ves el lado positivo de las cosas —contraatacó Sofía.
Lidia le tiró una miga de pan y Sofía respondió sacándole la lengua. Cuando menos, el día había comenzado con una sonrisa.
Con la excusa de estudiar, Sofía se puso delante del ordenador, un portátil antediluviano que utilizaban por turnos todos los del circo. Fue un desastre. No se le daban bien las búsquedas en la red, porque había demasiada información y no sabía qué datos eran de fiar y cuáles eran absurdos. Y encima aquella conexión funcionaba a trompicones. Al final comprendió que sería mejor utilizar los viejos métodos. Buscó sin demasiado criterio una bibliografía esencial sobre el tema y decidió que al día siguiente iría a la biblioteca. Si no recordaba mal, había una en la avenida Garibaldi.
La búsqueda le había quitado un rato de la cabeza al chico misterioso. Tras una noche de sueño, su obsesión no solo no se había borrado, sino que había aumentado.
Lo veía por todas partes. En los transeúntes que distinguía a lo lejos, en las caras de sus compañeros del circo, en el taco de entradas que aún llevaba en el bolsillo, como si fuera una reliquia. Se sentía ridícula, pero no podía evitarlo. Era algo más fuerte que ella, no pensaba en otra cosa.
Apagó el ordenador, miró a su alrededor. Faltaba una hora para la cena y empezaba a hacer fresco, pero necesitaba aclararse las ideas. Le escocían los ojos y tenía la cabeza embotada. De modo que se puso la bufanda y el abrigo y salió a dar un paseo. Los pies la llevaron hasta la avenida. Esta vez miró hacia la parte alta de la calle, donde estaba el parque municipal. Nunca había llegado hasta allí. Se metió las manos en los bolsillos y se encaminó en esa dirección. En realidad no tenía únicamente ganas de andar y de distraerse un poco. Había otra razón inconfesable. Nunca lo habría reconocido, pero se moría de ganas de ver al chico misterioso. Mientras andaba se preguntaba si él habría pisado alguna vez las mismas piedras de basalto que ella. Miraba los edificios y se preguntaba si él viviría por allí. No le gustaba sentirse así. Avanzaba mirando al suelo para no tropezar cada vez que pasara alguien con una silueta parecida a la del chico misterioso.
Entró en el parque y, por fin, levantó la cabeza. Siempre se sentía mejor cuando ponía los pies en un lugar donde había hierba y árboles. Tal vez fuese algo relacionado con su condición de Draconiana, o quizá solo fuera cuestión de gustos personales, pero la naturaleza, a diferencia de las personas, siempre la hacía sentir bien. Empezando por el gran árbol de la entrada. Una rama gigantesca colgaba de forma amenazante sobre un banco; pesaba tanto que la habían sujetado con un alambre del cual colgaba una gruesa anilla. Sofía sonrió: una rama atada como un perro.
Empezó a vagar por callejuelas semidesiertas. A cualquier otra persona le habría dado miedo pasear en un parque medio vacío por la noche. A ella no. Ella se sentía como en casa. La oscuridad, los árboles, el dulce borboteo del agua de las fuentes, incluso el frío. Todo la hacía sentir bien. Se dejó llevar por fantasías muy raras; imaginó que se cruzaba con el chico misterioso, que la reconocía y la saludaba con una sonrisa abierta. Milagrosamente se interesaba por ella, empezaban a hablar y descubrían que tenían muchas cosas en común. Y, mientras andaban por una callejuela, él le rodeaba los hombros con un brazo y luego la besaba por sorpresa.
Sofía se puso colorada. «Qué tonta», se dijo sin piedad. No tenía ni un atisbo de esperanza de suscitar el más mínimo interés en el chico, ni tampoco de verlo.
Subió los peldaños hasta la glorieta y se detuvo en su sombra. Le resultaba familiar, pues tenía las mismas líneas esbeltas y elegantes que los objetos de la casa del profesor. Era decimonónico, igual que él. Suspiró. A saber qué estaría haciendo en Hungría y si se habría arrepentido de no haberla llevado consigo.
Se sentó en el mármol, se acercó las rodillas al pecho y apoyó la barbilla. Una melancolía dulce y sutil comenzó a apoderarse de ella. En ese instante algo llamó su atención. Tras ella, sobre los escalones que conducían a la glorieta, se habían agolpado un centenar de palomas. Nunca le habían gustado las palomas, le parecían sucias, y era raro que de pronto hubiese tantas.
Se levantó, bajó un par de escalones y, entre los pájaros, descubrió una espalda negra curva, un par de zuecos sobre unos pies cubiertos por gruesas medias negras. La vieja.
Sofía se estremeció. Recordaba la forma en que la vio desaparecer. Y ahora también había aparecido de repente, de la nada.
La anciana le regaló una sonrisa triste y sin dientes.
—Volvemos a encontrarnos —dijo.
—Sí.
La vieja dio un paso adelante y Sofía, uno atrás. No había en ella nada amenazador, pero le daba miedo. Y, de pronto, el aire le pareció gélido.
—Para las palomas. —La vieja le tendió una bolsa.
Sofía vaciló un instante antes de cogerla. La mano de la mujer estaba insólitamente fría. Miró dentro de la bolsa: comida para pájaros.
Cogió un puñado y lo lanzó al suelo. Las palomas acudieron zureando; oyó el batir de sus alas alrededor de las piernas.
—¿A usted también le gusta la soledad? —preguntó.
—Sí —respondió la vieja mirándola como si no la entendiera—, estoy sola… desde hace mucho tiempo. Estoy buscando algo… desde hace mucho tiempo —murmuró con aire soñador.
Sofía le devolvió la bolsa. Deseaba irse.
—Cuando aún estaba ella, era distinto —añadió la vieja—. Había calor. Y luz. Después, cuando talaron el nogal, todo acabó.
La anciana miró al suelo, desconsolada, y algo se encendió en la mente de Sofía.
—¿El nogal? —repitió la chica.
—Sí, el nogal. —La mujer adoptó una actitud inspirada—. Ungüento, ungüento, llévame al nogal de Benevento, con agua o con viento, a pesar del mal tiempo. ¡Siempre decía eso! Y ella iba. Mejor dicho, ellas iban.
Sofía tragó saliva.
—¿Quiénes eran ellas? —preguntó, muy alterada—. ¿Y quién era ella? Ya me habló de esa mujer la otra vez.
—Las brujas. Así las llamaban. Pero ella decía que eran sacerdotisas.
—¿Y el nogal estaba aquí? —Sofía tuvo la sensación de que el aire era cada vez más denso y casi no le entraba en los pulmones. Los ruidos iban cesando, incluso el zureo de las palomas se había calmado.
—Nadie sabe dónde está. Estaba aquí, en Benevento, sí, pero dónde… dónde… Ungüento, ungüento…
La vieja retomó la cantilena. Sofía comprendió que no le sacaría más información. Pero lo que había oído era suficiente. ¿Sería el nogal con el que había soñado Lidia? Una paloma se le subió al zapato y ella sacudió el pie, asustada. Ante su gesto, las palomas alzaron precipitadamente el vuelo. Sofía cerró los ojos. Cuando los abrió, la anciana había desaparecido.
En su lugar vio a un guardia que la estaba mirando.
—¿Todo bien? —le preguntó.
—Sí… —Sofía aspiró una bocanada de aire—. Creo que sí.
—No deberías estar aquí. Por la noche este parque es un mal sitio —añadió el guardia—. ¿Te has perdido?
—No, no… —Sofía bajó despacio los peldaños—. Solo estaba dando un paseo.
—Es mejor que vuelvas a casa. De día el parque es más bonito y seguro.
—Ya me voy —se apresuró a decir Sofía. Y corrió hacia la salida. En realidad ya había encontrado lo que buscaba.