El chico sobrevoló los campos desiertos, dormidos en el silencio de la noche, y siguió el curso perezoso del Sábato. Vio el río estrechándose, insinuándose entre montes abruptos. Rodeó un par de veces el estrecho. Luego descendió. Las alas se plegaron, el cordón metálico de su espalda se enrolló y desapareció bajo la camiseta.

Se estremeció. Era un enero crudo, y la camiseta y la camisa que llevaba se habían roto. Intentó cubrirse los hombros con los jirones. Miró a su alrededor. Un lugar desolado. El río corría lento, abriéndose paso entre montañas de basura. Su chapoteo parecía un sollozo.

«Un lugar ideal para alguien como yo», pensó con rabia.

—¿Quién eres? —gritó—. Tengo frío.

Solo le respondió el canto sombrío de una lechuza.

—¡Eh! —insistió en voz más alta.

Un chasquido. El chico se volvió. Lo vio emerger entre la basura, reposado y elegante. Era un hombre de unos treinta años, muy guapo. El pelo, de un castaño cobrizo, le caía suavemente sobre un ojo y de vez en cuando lo apartaba con la mano, en un gesto afectado y sensual. Era alto, delgado y vestía de forma impecable: pantalón claro, chaqueta del mismo color sobre una camisa de un rosa tenue. Alrededor del cuello, una vaporosa bufanda de cachemira. Avanzaba a pasos largos, como si volara entre los montones de residuos.

—¿Por qué gritas? —preguntó con una sonrisa ladeada.

—Grito porque no me gusta estar aquí plantado esperándote —repuso el chico asiéndose los hombros—. Tengo frío.

El hombre se detuvo y lo observó con aire severo.

—¿Esas son maneras de dirigirte a un superior? —dijo, pero el chico le sostuvo la mirada con indiferencia—. ¡Arrodíllate!

—Aquí los dos somos esclavos, Ratatoskr —sonrió el muchacho—, y solo debemos arrodillarnos ante un ser.

—Te equivocas, Fabio —replicó el hombre—. Tú eres un esclavo, pero yo soy otra cosa.

El muchacho se vio obligado a bajar la mirada.

—Deberías inventarte algo para las alas; no puedo tirar una camiseta cada vez que las abro. No me sobra el dinero.

—Otra diferencia entre tú y yo —rio Ratatoskr—. Yo no me preocupo por semejantes bobadas.

Fabio apretó con más fuerza las manos contra los hombros.

—¿Nos movemos o qué?

—¿Novedades? —preguntó el hombre tras mirarlo unos instantes.

—Alguna.

—Está bien —suspiró Ratatoskr, y le tendió las manos.

A regañadientes, Fabio separó las suyas de los hombros y aferró las palmas de su interlocutor. Estaban heladas. Fue lo primero que notó en él cuando llamó a su puerta. Sus extremidades no transmitían ningún calor, como si la sangre que circulaba por sus venas estuviese congelada. Le pareció algo inquietante; ningún humano podía tener las manos tan frías.

Claro, ningún humano. Empezó a creer su historia inverosímil gracias a las manos gélidas. Recordó cuando perseguía lagartijas, el hedor viscoso y frío que dejaba su piel en las yemas de los dedos.

Apretó las manos del joven, entornó los párpados.

—Desde lo más profundo de la sumisión, te llamamos, Eterna Serpiente —recitaron al unísono—. Responde a nuestra súplica.

Todos los ruidos cesaron, las estrellas desaparecieron de golpe. La negrura se extendió alrededor del lecho del río, subió por las rocas del estrecho, lo devoró todo hasta convertirlo en oscuridad. Nidhoggr… Fabio lo percibió antes de verlo y, como siempre, se echó a temblar. Aún no se había acostumbrado al terror que emanaba su figura, ni a su tremendo poder, a la sensación de aniquilación que producía en todo el que tenía delante. Pese a todo, intentó mantenerse firme, porque él era un tipo duro, sin temores.

En la nada que rodeaba a Ratatoskr y a Fabio se perfilaron dos ojos de fuego muy luminosos. A continuación de la oscuridad emergió lentamente la silueta de un hocico alargado y una boca ancha, roja y grotesca, abierta en una sonrisa terrorífica. Después la blancura de unos colmillos agudos. Por último apareció la forma de unas escamas muy duras, negras. Las fosas nasales temblaron, olfatearon algo. El aire pasó a través de ellas y siseó de forma siniestra.

—Casi lo percibo… el hedor en el aire, el aroma de la noche… Yo soy más fuerte, el sello es más débil…

Durante unos instantes el ser monstruoso guardó silencio. De pronto abrió mucho los ojos y miró a Fabio.

—A ver… ¿por qué me molestáis?

—El chico me ha pedido que os invocáramos, mi Señor —contestó Ratatoskr.

—Lo sé —repuso bruscamente Nidhoggr—. He depositado toda mi confianza en ti, muchacho. Eres el primero de tu especie al que le dejo su voluntad, porque sé que me perteneces en lo más hondo de tu corazón, que tu alma está conmigo. Demuestra que mereces ese privilegio: ¿traes el frasco contigo?

—Lo he buscado por todas partes —dijo Fabio, tragando saliva—. En los lugares de las leyendas y en los que vos me sugeristeis. Y no está.

Notó la rabia contenida de Nidhoggr, vio cómo sus ojos se colmaban de odio hasta que la furia estalló. Sintió que su ira lo atravesaba, lo inundaba; tuvo la sensación de que su mente se rompía y chilló.

Y, tal como había empezado, terminó. Fabio percibió que caía dentro, hacia la oscuridad y la inconsciencia, pero Nidhoggr lo retuvo junto a él con la fuerza de su pensamiento.

—Te he dado una orden y debes obedecerme ciegamente —dijo con frialdad.

—Creo que sé dónde está —afirmó el muchacho, con voz ahogada, mientras trataba de recobrar la lucidez.

Nidhoggr aflojó la presión para dejarlo respirar.

—La iglesia —añadió, y alzó la mirada. Intentaba desesperadamente mostrarse fuerte y aguantar el peso de aquellos ojos despiadados.

—¿Por qué allí? —intervino Ratatoskr con media sonrisa.

—Porque es su sitio —respondió Fabio, resuelto y despectivo. Luego volvió a mirar a Nidhoggr—: Dijisteis que os robaron el frasco, que las sacerdotisas se lo quitaron a vuestro séquito. Si es así, estará en uno de sus lugares de culto y la iglesia lo es. O cuando menos estará en un lugar vinculado a ellas. Estuve allí hace unos días y percibí un aura extraña.

Nidhoggr guardó silencio. Mantenía los ojos entrecerrados y dos volutas de humo gris rompían la negrura alrededor de su rostro.

—Queda poco tiempo —dijo al fin—. Cada error que cometes, cada uno de tus titubeos culpables aproximarán a nuestros enemigos al fruto.

—Mi Señor, ellos no saben que estamos aquí, ni conocen lo que nosotros conocemos. Además Nida ya está siguiendo el rastro del tercer fruto —informó Ratatoskr.

—No me interesa. —La voz de Nidhoggr sonó feroz y traspasó las mentes de sus siervos—. No estaré tranquilo hasta que no aniquilemos a Thuban y destruyamos el Árbol del Mundo. Ya perdimos el primer fruto; no toleraré más fracasos. —Luego se dirigió concretamente a Fabio—: Ya sabes cuál es el trato. Te he dado mucho, pero exijo mucho a cambio. Si fracasas, te lo quitaré todo, incluida la vida.

—No fracasaré —aseguró el muchacho reprimiendo el temor para mostrarse firme.

—Así lo espero —siseó Nidhoggr.

Las tinieblas se disiparon, el rostro del señor de los guivernos desapareció repentinamente y Fabio y Ratatoskr se hallaron de nuevo solos en el panorama desolador del estrecho. Fabio estaba en el suelo, con las manos sobre la roca. Oyó reír a Ratatoskr detrás de él.

Enseñó los dientes y se puso en pie. Lo asió por la solapa mientras los injertos de su espalda se activaban y se le enrollaban en el brazo derecho, como una vaina de metal líquido. Al instante se materializó en su puño una cuchilla afilada, con la que presionó la garganta del joven.

—¿De qué te ríes? Abajo las manos.

La sonrisa desapareció del rostro de Ratatoskr.

Fabio no respondió. El otro solo tuvo que apretarle la muñeca con una mano. Un rayo oscuro y el chico chilló de dolor y se apartó de él.

—No te atrevas a amenazarme —siseó Ratatoskr—. Me reía del ridículo que has hecho, me reía porque, en el fondo, no eres mejor que los Subyugados que te han precedido.

—Yo soy distinto, soy más fuerte —dijo Fabio mirándolo con rencor.

—Pues demuéstralo —lo desafió Ratatoskr acercándose a él—. Llévale el frasco a nuestro Señor.

—Lo haré, no lo dudes. Y te arrepentirás de haberte reído.

—Eso ya lo veremos —se burló Ratatoskr con maldad, y alzó una mano con el puño cerrado, a excepción de los dedos índice y corazón—. Dos días. Dentro de dos noches, nos encontraremos aquí. Si no traes el frasco… ya puedes ir despidiéndote de tus poderes y tu preciosa conciencia. Ya tengo preparados los injertos que controlarán tu voluntad.

—Guárdalos para otro. Yo no fracasaré.

—¿Te gusta mucho hablar, eh? —comentó Ratatoskr con una sonrisa burlona.

Dicho lo cual se alejó con la misma elegancia con la que había llegado.

—Dos días, ni uno más —añadió. Y se perdió en la oscuridad.

Mientras Fabio se disponía a alzar otra vez el vuelo en plena noche, Sofía daba vueltas en la cama, intentando conciliar el sueño. Estaba aturdida y, según pasaba el tiempo, iba adquiriendo una conciencia aguda y dolorosa de lo sucedido aquella noche. El ridículo tan espantoso que había hecho con el chico de la taquilla, su mirada sombría y despectiva cuando por fin le vendió la entrada.

Todos los pensamientos, todos los hechos se desvanecían frente a sus ojos oscuros y sus rizos. Sofía sabía muy bien qué significaba aquella obsesión. En cierto modo ya la había experimentado con anterioridad. Cuando aún estaba en el orfanato, durante un año esperó con impaciencia la llegada del correo. Porque lo llevaba un chico rubio muy mono, que un día le habló y le dijo algo gracioso. Desde entonces Sofía no hizo más que pensar en él y suspirar cada vez que el chico llegaba y se marchaba. Soñó un futuro junto a él, una casa, hijos y hasta un vestido blanco en una pequeña iglesia rural. Pero un día lo vio besarse apasionadamente con una chica desconocida y guapísima. Fin del sueño. Desde ese momento evitó el momento de la entrega del correo, hasta que sustituyeron al cartero de su corazón por una inofensiva señora de mediana edad, gruesa y brusca.

«Es lo mismo que entonces. No, peor aún», se dijo, y sintió una dolorosa punzada en el corazón. Sí, peor, ya que ahora era algo más fuerte, más dulce y terrible a la vez. El chico había intentado colarse sin entrada, había hecho enfadar a Marcus y ocultaba algo oscuro, lo presentía. La mirada malévola que había visto en sus ojos por un instante la dejó helada.

Se dio la vuelta con rabia en la cama y hundió la cara en la almohada. Sus ojos negros fueron lo último que vio antes de quedarse dormida.