L a brusca bienvenida de Lidia cuando Sofía regresó al circo fue: «¿Dónde diablos has ido?».
—Necesitaba estar sola —contestó su amiga, malhumorada.
—Estábamos preocupados por ti. Y esta mañana teníamos planeado estudiar. Te recuerdo que este año tenemos los exámenes; si no aprobamos, el profe tendrá problemas serios. Los examinadores siempre son más duros con los alumnos que no asisten a las clases y estudian por su cuenta en casa. Además, ¿es que te has olvidado del fruto? Tenemos una misión que cumplir.
Lidia le hablaba de forma muy agresiva. Cuando Sofía se disponía a responder con la misma agresividad, su amiga cambió de tono.
—Y aparte de todo eso, te pido perdón —dijo apartando la mirada.
Sofía estaba desconcertada. No se lo esperaba. Lidia era orgullosa y siempre creía tener razón.
—Me excedí, no tenía que haberte pinchado —añadió en voz baja—. Pero tú también te excediste con la escenita de los payasos.
—Un poco —reconoció Sofía—. Yo también te pido perdón —se obligó a decir—. Lo siento.
—Sé que echas de menos tu casa —aseguró su amiga mirándola—. Comprendo muy bien cómo te sientes.
—No, no puedes comprenderlo —replicó Sofía—. La casa del profesor es lo que he deseado toda mi vida, un verdadero hogar. ¡Y lo he perdido tan pronto!
—No lo has perdido. Pronto terminará la gira del circo y volverás a casa. En cambio, yo perderé a mi familia para siempre.
Sofía no había reparado en ello: eran los últimos meses de Lidia en el circo. Cuando tomaron la decisión, Lidia no pareció darle mucha importancia. Había continuado con su vida habitual mostrándose tan segura como siempre. Solo había pedido una cosa: estar con su gente una vez más.
—Mi vida siempre ha sido el circo —dijo Lidia en voz baja—. Desde que murió mi abuela, esta gente ha sido mi familia. Y tía Alma… tía Alma ha sido la madre que nunca he tenido. Me ha criado y me ha enseñado todo cuanto sé de la vida y el arte del circo. Me ha defendido contra todo y contra todos, me ha convertido en lo que soy. —Hizo una pausa, y Sofía tuvo la impresión de que intentaba contener las lágrimas—. Ella y los otros artistas del circo ya no van a estar conmigo todos los días —prosiguió Lidia con la voz temblorosa—. Cuando despierte, no los veré; no estarán conmigo cuando me sienta sola o triste. Los voy a echar mucho de menos. Así es que ni se te ocurra volver a decir que no te comprendo.
Sofía la abrazó con todas sus fuerzas. De pronto se sentía muy cerca de su amiga, muy igual a ella. Por una vez Lidia era tan débil como Sofía. Una debilidad llena de ternura, que hacía que la quisiera más.
—Perdona, he sido doblemente tonta.
Lidia le acarició la espalda y hundió la cara en su hombro. Después se alejó de ella rápidamente.
—Anda, tenemos mucho que hacer —dijo en tono práctico, y volvió a ser la de siempre: fuerte, segura y resuelta—. Vamos a comer y luego ¡a trabajar se ha dicho! A estudiar y a buscar el fruto.
Al fin Sofía logró abandonar sus actuaciones con los payasos. Lidia acudió en su ayuda.
—Ella no se siente a gusto actuando, es mejor no obligarla —les dijo a Carlo y a Martina, que se mostraron consternados.
—Pero si lo hace muy bien —insistió Martina.
—Es cierto, yo también creo que lo hace muy bien, pero no le gusta. Todo el mundo no está hecho para actuar. Quizá más adelante desee volver a intentarlo.
«Antes muerta», pensó Sofía, pero asintió. Al mal tiempo, buena cara.
—¿Al menos nos llevarás los pasteles al escenario?
Sofía la miró, horrorizada. Estaba a punto de gritar que no, pero Lidia se le adelantó.
—Lo hará sin maquillaje. Y yo le prestaré uno de mis trajes.
—Uno viejo —añadió Sofía—. Y nada de zapatones. Solo lo haré si no existe la más remota posibilidad de que entre en contacto con los pasteles.
Carlo y Martina asintieron con aire triste. Sofía había ganado todos los asaltos.
Antes de empezar el espectáculo, la colocaron en la taquilla. Era algo que ya había hecho otras veces. Coger el dinero, arrancar las entradas, sonreír. Era mucho mejor que tropezar y hundir la cara en un bizcocho. Le gustaba estar en la taquilla. Observaba los rostros e intentaba adivinar qué vida llevaban.
Dos ancianos seguidos de un niño: sin duda, los abuelos y el nieto.
Una pareja joven, tal vez en busca de una velada diferente.
Y niños por todas partes, como era de esperar. Haciendo cola para la famosa foto con Orsola, o cerca del puesto donde vendían algodón de azúcar. Niños llorando, riendo, en plena rabieta o muy quietecitos al lado de sus padres. Familias.
Sofía las miraba con una mezcla de dolor y curiosidad. Sin saber cómo sería vivir en familia. Tener una madre que te arropa y te da un beso cada noche.
Pensó en su madre. El profesor no hablaba nunca de ella. Cuando le preguntaba algo, respondía con evasivas y cambiaba de tema. Ni siquiera le había dicho si estaba viva o muerta, aunque seguro que lo sabía. Había conocido a su padre y un día se le escapó que su madre no era una Draconiana. De modo que tenía información sobre ella.
«Si estuviera viva, me habría buscado, habría ido por mí al orfanato. Eso es lo que hace una madre», se dijo.
—¡Eh!
—Sofía se sobresaltó. Estaba tan inmersa en sus pensamientos que había olvidado la cola de la taquilla.
—¿Cuántas entradas ha dicho que quiere? —preguntó, y alzó los ojos.
Se quedó de piedra.
No era un adulto. Era un muchacho. Debía de tener como mucho un año más que ella. Tenía el pelo rizado, no horriblemente crespo como el suyo, que parecía una maraña de paja roja imposible de desenredar. No, los rizos del chico eran grandes, vaporosos, como si la mano de un escultor los hubiera dibujado cual volutas. Tenía los ojos muy oscuros y un amago de pecas alrededor de la nariz. Era delgado, alto para su edad, y Sofía pensó que era lo más hermoso que había visto en su vida. No habría sabido decir con exactitud el porqué, pero la dejaba sin aliento. Era tan… perfecto. Tenía un aire tan maduro, de haber sufrido… Y los ojos… pozos negros que la engulleron en un instante, irremediablemente.
—Una entrada —dijo él.
Sofía volvió a la tierra. El chico la miró con la actitud impaciente de quien debe vérselas con una estúpida.
—Sí, yo… disculpa… no…
—¿Me das la entrada o qué?
En un segundo, los ojos oscuros expresaron una cólera sombría, llena de maldad. Aún parecían más oscuros, casi negros. Y más bellos.
Sofía miró el taco de entradas; le temblaban los dedos y no podía separarlas. El taco se le cayó.
—Vaya… un segundo…
Se levantó de la silla y se agachó a buscar por el suelo.
—¡Ya voy! —gritó. Cuando se incorporó, el chico había desaparecido. Miró a su alrededor, desesperada, con una sensación de pérdida total. ¿Iba a terminar así?
«Claro que va a terminar así, porque eres una estúpida», dijo una voz en su mente.
—Tres, gracias.
Sofía miró al comprador. Un padre con un niño sobre los hombros y una linda señora del brazo. Tardó un instante en arrancar las entradas.
—¿Por qué ahora funcionáis, malditos dedos?
La taquilla cerró al cabo de media hora. Sofía se sentía extrañamente ensimismada. El chico de los ojos oscuros le había entrado en el corazón. Pero se sentía fatal al pensar en lo mal que había quedado delante de él. Sacudió la cabeza en un intento por borrar el vergonzoso recuerdo. No la distraía ni el saber que en breve debía pisar la pista. Mirara donde mirase, ahí estaban los ojos oscuros. Experimentaba una sensación muy rara en el estómago, como la noche anterior antes de salir a la pista, solo que ahora no tenía nada que ver con el número de circo que la aguardaba. Ahora el centro de todo, el motivo de su confusión, era el muchacho a quien no había sido capaz de venderle la entrada.
De pronto oyó unas voces acaloradas. Marcus. Marcus nunca gritaba. Le bastaba sacar su vozarrón de barítono y la gente se hacía pequeña delante de él. Sin embargo esta vez había levantado la voz.
—¿Adónde crees que vas? —decía.
—¡No voy a ninguna parte!
A Sofía le dio un vuelco el corazón. Era su voz. Solo le había dicho dos palabras, pero la reconocía. Corrió hacia la entrada. Era él.
—¿Ah, no? ¿Y qué hacías debajo de la carpa, medio dentro y medio fuera?
—No valéis el precio de la entrada —replicó el chico con una sonrisa, y se metió las manos en los bolsillos.
A su alrededor todo perdió consistencia y se diluyó en una mezcla de colores indefinidos. Él era el centro de la escena. Pantalón militar, una camisa a cuadros blancos y azules, una camiseta gastada y desteñida. Cerca del pecho, un agujero minúsculo. Cada detalle de su imagen quedó grabado a fuego en la mente de Sofía.
El chico la vio y la señaló.
—Ha sido culpa suya. Yo llevo dinero.
Sofía volvió en sí. Marcus la miraba. El chico se había sacado unas monedas del bolsillo y las sostenía en la palma de la mano.
—Ella no me ha querido vender la entrada. Échale la bronca a ella.
Marcus lo miró, dubitativo; luego se volvió hacia Sofía.
—¿Se puede saber qué ha pasado?
Ella tenía la garganta completamente seca. ¿Dónde estaba su voz?
—Yo… es que… no…
El chico la miraba con aire de superioridad absoluta. Muy justificada, pensó Sofía, teniendo en cuenta el comportamiento patético que había tenido unos minutos antes.
—No, es que… sí, tiene razón… se me ha caído el taco de entradas, estaba un poco distraída y… —empezó. El resto solo fue un balbuceo incomprensible.
—Sofía, no entiendo nada. —Marcus se rascó la cabeza.
—Ha sido culpa mía —reconoció ella—, tiene razón.
—¡Ya te lo he dicho! —exclamó el muchacho con un aire burlón, que a Sofía le encantó.
Marcus lo miró; luego observó a Sofía y de nuevo al chico.
—¿Tienes el dinero o no? —dijo al fin.
El muchacho resopló, sacó la mano que se había metido de nuevo en el bolsillo, le mostró el dinero de la entrada y se lo tendió.
—¿Contento?
—Que sea la última vez que intentas colarte —advirtió Marcus con una mirada turbia.
—No pienso volver a un sitio donde me acusan de ladrón —replicó el chico, y le lanzó una mirada asesina a Sofía. Ella se quedó paralizada—. Di algo, lo que sea.
—Lo… lo siento.
—Anda, dame la entrada de una vez —repuso él, indiferente, tras encogerse de hombros.
—Ahora mismo —dijo la chica, y se puso en marcha como si hubieran accionado un resorte en su interior. Llevaba el taco de entradas en el bolsillo. Lo extrajo con dificultad y él se lo quitó de las manos.
—Ya lo hago yo —afirmó, harto—. Cogió la entrada de mala manera y le devolvió el taco.
Sofía lo siguió con la mirada hasta que desapareció al otro lado de la puerta.
El corazón volvió a latirle con normalidad y respiró hondo, como si hubiera estado un rato debajo del agua y ahora le faltase el aire.
—¿Aún estás aquí? —la apremió Lidia, tan exaltada como era habitual en ella antes de empezar la función—. ¡Corre, ve a vestirte!
Ella ya lucía su traje y estaba guapísima, como siempre.
Sofía, todavía medio atontada, dejó que la condujera por el pasillo. De pronto, al entrar en el camerino, cayó en la cuenta. Él había entrado, él estaba sentado entre el público. Él la vería en tutú, con todos los michelines a la vista.
—¡No!
Lidia se asustó al oír su grito.
—¿No… qué? —preguntó.
—Hoy no puedo salir —dijo Sofía, y se levantó de la silla—. Me encuentro mal. Me duele… me duele la barriga.
—Sofía, tranquilízate.
Pero ella ya se dirigía hacia la puerta.
—¡Sofía! —Lidia la asió por la muñeca.
—No puedo, en serio. —Sofía le suplicó con la mirada—. De verdad que no.
—Creía que habías aceptado el trato. Solo tienes que salir, no vas disfrazada de payaso y te aseguro que nadie se reirá de ti. Se lo debes a Carlo y Martina.
—Tú no lo comprendes… ¡No puedo salir vestida así! —Y señaló el vestido colgado en la silla. No era tan terrible. De haberlo llevado una persona normal, habría quedado bastante bien. Pero ella no era normal. Era un saco de patatas.
—No seas tonta —insistió Lidia—. La falda es larga, solo lleva una abertura a un lado. Y tú solo debes dar cinco pasos, la gente no se fijará en tus piernas. Te lo juro, Sofía, es el traje más viejo que encontré.
—El corpiño es estrecho. Y yo estoy gorda.
—Deja de hacer el idiota. —Lidia suspiró—. Si no fuera por mí, en vez del corpiño estrecho tendrías que aterrizar otra vez en el carrito de los pasteles. Ponte el maldito traje de una vez, sonríe y sal a la pista. ¿Está claro?
—Muy claro —murmuró Sofía.
—Estoy harta de tus protestas, estoy harta de tu mal humor, estoy harta de tus incomprensibles complejos de inferioridad. ¡Vístete ahora mismo! ¿Vale?
Sofía sintió que se ahogaba en aquel mar de palabras. Lidia casi le daba miedo.
—Vale —susurró.
Su amiga le señaló el traje. Sofía se lo puso sin mirarse al espejo. Cuando se volvió, Lidia la estaba observando con ojo crítico.
—Si te mirases al espejo, verías que te queda muy bien —dijo. Y se fue, indignada.
Sofía se miró al espejo llena de curiosidad. Una calabaza con un traje de noche, eso era lo que parecía. Se le escapó un gemido.
Esperó su turno entre bambalinas como un condenado a muerte. Le dolían los ojos de tanto buscar al chico entre el público. Quizá no estuviera, quizá al final había decidido no entrar, lo cual suponía un alivio para ella.
Mínimo anunció a Carlo y Martina. Entraron saltando alegremente. Sofía fue incapaz de ver la actuación. Paseaba la vista por las localidades de la gradería, una a una, deseando que él no estuviese. De pronto, una mano le tocó el hombro.
—¿A qué esperas? ¡Te toca a ti, sal! —Era Lidia.
—Ah, sí, sí —dijo mecánicamente. Cogió el carrito e hizo su entrada.
En cuanto pisó la tierra de la pista, los sintió. Sintió sus ojos ocultos en alguna parte, invisibles. La miraban y se reían de ella, de aquel traje inapropiado para su físico de niña gorda. Fue como si la pincharan con cientos de alfileres. Dio un paso tras otro, aterrorizada. Avanzaba despacio, mientras Carlo y Martina trataban de llenar como podían el inesperado vacío que había dejado en el espectáculo. Le dejó el carrito a Carlo, aunque de pronto recordó que debía haberlo dejado frente a Martina. Pero Carlo no se inmutó; cogió un pastel y lo lanzó directo a la cara de Martina. Esta cogió otro y se lo tiró a su compañero.
Risas. Ya estaba. Todo había salido bien. Sofía salió de escena tan rápido como pudo. Se sentó en el suelo y volvió a respirar. Ya se sentía segura.
—¡Enhorabuena! Aunque era mucho más divertido cuando hundías la cara en los pasteles —sonrió Lidia burlándose de ella.
—Al menos no ha sido algo humillante como lo de ayer —dijo Sofía, algo atontada, entre dientes. Luego observó de nuevo las gradas. No sabía si él estaba allí, ni si la había visto.
El chico salió del circo mezclándose con la multitud. Anduvo un buen trecho por la calle, a buen paso. Poco a poco las voces de los espectadores se alejaron, al igual que el murmullo de la ciudad, envuelta en la calma nocturna. Cuando creyó que había suficiente distancia entre la civilización y él, aflojó el paso. Se había quedado sin aliento. Miró en derredor: estaba en las afueras. Perfecto.
Cerró los ojos y se concentró un instante. Algo serpenteó bajo la camiseta y se desplegó sobre su columna vertebral. Por el cuello sobresalía el extremo de una especie de milpiés metálico, que se le agarró fuerte al cuello con dos patas delgadas como alfileres. Fue el único momento de dolor. Luego el chico parpadeó. Unas alas evanescentes, de dragón, le salieron de los hombros y se desplegaron, etéreas, en el aire gélido. A continuación, de su columna vertebral salieron largos hilos metálicos, primero muy finos, luego más gruesos. Se enrollaron alrededor del contorno de las alas de dragón y sustituyeron sus terminaciones nerviosas.
El chico miró el cielo plúmbeo. Batió las alas un par de veces. Alzó el vuelo. Alguien lo esperaba en las afueras de la ciudad.