Debía de estar atardeciendo. A su alrededor todo era de un violeta oscuro. El cielo también era de ese tono, como si alguien hubiera dado una mano de pintura por todas partes uniformando los colores.

Aún no había oscurecido, pero Sofía no distinguía los detalles del paisaje. Sí, sentía que había edificios, en cierto modo los veía, pero sin llegar a localizarlos. A sus ojos eran paralelepípedos anónimos, alineados unos junto a otros, como fichas de un dominó gigantesco.

Sus pasos resonaban en el adoquinado. Un ruido seco y claro que se repetía en mil ecos dentro del espacio que la rodeaba. «Ruido de zuecos», pensó. Pero ella calzaba sus zapatillas de deporte preferidas, las azules.

Mientras avanzaba intentaba captar algún detalle del paisaje surrealista, pero no lo conseguía.

De pronto notó algo bajo los pies. Una vibración sorda, que le subió por la espalda hasta los oídos, donde se transformó en una especie de lamento.

Lo reconocía, pero no sabía definirlo. Solo sabía que tenía miedo, un miedo atroz.

«¡Se está acercando!», pensó con angustia.

El suelo se movió. Lo sintió bajo las zapatillas antes de distinguir el movimiento sinuoso de la piedra, la lenta contorsión de algo debajo de ella.

La calle se elevó, como si la hubieran agitado las olas, primero despacio, luego de un modo cada vez más convulso.

Sofía cayó. Y cuando sus manos tocaron el suelo, no sintió bajo las palmas la rugosa consistencia del asfalto, sino que tocó escamas frías y viscosas.

Miró a su alrededor, horrorizada. La calle ya no estaba. En su lugar, el inmenso cuerpo de una especie de serpiente furiosa, que se contoneaba. Tuvo que agarrarse con desesperación a las escamas para no caer. Chilló, pero su boca no tenía voz.

Se abrieron dos cortes rojos a ambos lados de la enorme serpiente y, poco a poco, salieron de ellos unas alas membranosas gigantescas. Unas garras largas y afiladas se cerraron sobre los edificios anónimos produciendo una estridencia insoportable.

Entonces el monstruo se volvió y, antes de verlo, Sofía supo quién era. Lo había sabido desde el primer momento en que llegó a aquel lugar absurdo, desde la primera vibración bajo los pies. Él. El eterno enemigo, el traidor, el mal: Nidhoggr.

La cabeza inmensa, imponente, los ojos rojos, encendidos de una crueldad sin par, ojos que la aniquilaban. Gruesas lágrimas de terror le resbalaron por las mejillas. La única salvación era huir, pero ¿adónde? ¿Adónde podía huir? Él estaba en todas partes.

—Y así ha sido siempre —dijo una voz que resonó de un modo terrible—. Y si estás tan loca como para creer que te has librado de mí solo porque ganaste una miserable batalla, estás muy equivocado. Tú y yo estamos atados por toda la eternidad y lo sabes. Tú y yo estamos destinados a esto. Muy pronto volveremos a encontrarnos.

Abrió la boca. Tenía las fauces rojas de sangre y el calor de su aliento era insoportable.

Sofía intentó gritar otra vez, pero fue inútil, porque la boca gigantesca se cerró sobre ella y unos colmillos afilados como cuchillos le machacaron los huesos. Solo entonces le salió un chillido de la garganta. Un chillido inhumano y terrible.

Sofía se levantó de un salto y recuperó sus percepciones. Sentía frío y notó que el pijama se le había pegado al cuerpo. A su alrededor se iba disipando la penumbra. La mañana. Vio las mantas, el fluorescente en el techo, las ventanillas con las cortinas echadas, el ambiente tranquilizador de la caravana donde vivía desde hacía casi un mes. Y a Lidia.

—¿Estás bien? —Su amiga parecía preocupada.

—Creo que sí —respondió Sofía tras pensarlo un poco—. Solo ha sido una pesadilla.

—Te he oído chillar y…

Se hizo un silencio tenso.

Sofía seguía enfadada. Intentaba no pensar en el ridículo que había hecho la noche anterior y en lo que siguió.

Aún no podía creerlo: Lidia entró sonriente en el camerino y la felicitó. ¿Por qué? ¿Por su elegancia al aterrizar sobre el pastel? Y luego Sofía le cantó las cuarenta. Tal vez se excedió.

En cualquier caso, ahora no tenía ganas de hacer las paces. Por su parte, Lidia parecía más irritada que ella.

—Date prisa, tía Alma ha preparado la halvava.

Sofía se aseó en un abrir y cerrar de ojos. Siempre desayunaban todos juntos en la pista del circo, alrededor de una mesa que montaban por la mañana, para el almuerzo y para la cena. La costumbre no le disgustaba. Durante las comidas solía tener una actitud despreocupada y, en general, aquella gente le resultaba simpática. Marcus, el domador, un hombretón alto y gordo que parecía salido de un cartel antiguo de circo. Habría quedado perfecto como presentador, pero se dedicaba a Orsola, el elefante, con el cual Sofía había protagonizado otra escena esperpéntica el día en que conoció a Lidia. El profesor insistió para que se hiciera una foto con el elefante, y ella, como era habitual, había hecho el ridículo más espantoso al caer de espaldas mientras intentaba montar en el animal. Marcus y Orsola eran como padre e hija. Hombre y elefante se entendían a la perfección; Sofía estaba convencida de que se lanzaban tiernas miradas de amor.

—Marcus quiere más a Orsola que a cualquier ser humano —decía Lidia.

—Los animales no traicionan —replicaba él—, son ingenuos como niños y nunca hacen daño por el simple gusto de hacerlo. Es normal que los prefiera a las personas.

Luego estaban los gemelos Ettore y Mario, acróbatas y malabaristas. Cada vez que hacían el número de los bolos incendiados, Sofía se sentía mal. Las llamas rozaban sus cuerpos, les pasaban tan cerca que, si se producía el más mínimo error, podían quemarse. Pero ellos confiaban plenamente en sus capacidades y lo cierto es que nunca se equivocaban.

Y Mínimo, cuyo verdadero nombre nadie conocía, el enano que hacía de presentador; y Becca, la acróbata ecuestre, inseparable de su yegua Dana; y Carlo y Martina; y Sara, que a veces hacía de mujer gorda y a veces de mujer barbuda. Un universo aparte, raro, lleno de alegría. Aunque no aquella mañana. Aquella mañana, Sofía lo sabía, todos se apresurarían a recordarle la noche anterior. Y ella no deseaba recordar.

—¿Y bien? ¿Impresiones sobre lo de anoche? —empezó Martina.

Sofía se encogió de hombros e intentó hundir el rostro en la taza de leche. El sabor dulce de la halvava le llenó la boca.

—Fue fantástico, ¿no? —opinó Carlo—. Nunca había oído a la gente reírse tanto.

Todos asintieron, muy convencidos.

—Déjala tranquila —intervino Lidia, muy seca—. Es una tonta y no comprende que fue un gran número.

—Si tú crees que hacer el ridículo delante de todo el mundo es hacer un gran número… —replicó Sofía apretando la taza entre los dedos.

—Es lo que hacen Carlo y Martina cada noche.

Se hizo un silencio gélido.

—Yo no quería decir eso —dijo Sofía, desorientada, y le lanzó una mirada desesperada a Martina.

—Pues es justo lo que has dicho —la provocó Lidia, agresiva—. Reconoce que no te gusta nuestra vida.

—Vamos, chicas, no os peleéis —intentó mediar el enano Mínimo.

—Has tergiversado mis palabras —insistió Sofía.

—¿Te apetece que vayamos a entrenar? —propuso Carlo sonriendo, y Martina le dirigió una mirada de reproche.

—¡No! —estalló Sofía, y se puso en pie—. ¡No quiero entrenar! No es lo mío, no me gusta, ¿por qué no queréis entenderlo? Normalmente ya soy torpe, y con ese traje aún lo soy más. No soy divertida como vosotros, ¡solo soy patética!

Salió disparada hacia la caravana. Cogió el abrigo y se alejó de allí. Necesitaba reflexionar, estar sola.

Se dirigió al centro, a pie. Estaba lejos, pero el frío y el cansancio la ayudaban a aclararse las ideas. Mientras andaba la rabia iba desapareciendo. Dejó que la ciudad la cautivara. Le gustaban aquellos edificios que ocultaban sorpresas. Cuando menos lo esperaba, entre dos ladrillos, sobre un trozo de cemento, aparecía un capitel romano, un fragmento de tumba, un bajorrelieve. Eso la sorprendió desde el primer momento. La idea de que vestigios de un antiguo pasado, a veces muy valiosos, se utilizaran como materiales para la construcción le parecía un escándalo. Luego se dijo que la vida se imponía sobre la muerte, así de sencillo; lo que solo eran ruinas, piedras muertas, adquiría nuevas funciones. Pensándolo bien era una idea tranquilizadora. Cuando algo ya ha cumplido su cometido puede ser útil de otro modo.

Pero lo que más le gustaba de Benevento era un lugar oculto, secreto. Y le gustaba precisamente por eso, porque era un lugar de difícil acceso, poco transitado.

Cruzó la avenida Garibaldi hasta el callejón que conocía bien. Al adentrarse en él, el ruido del tráfico se atenuaba. Era como entrar en otra dimensión, solitaria y pacífica.

Un par de giros y llegó ante una pared roja. La cancela estaba entornada, como siempre. Sofía aflojó el paso y entró despacio, como si penetrara en un lugar sagrado. Y en cierto modo lo era. Era su lugar secreto, un lugar donde podía disfrutar de la tranquilidad y la soledad.

Era un jardín, se llamaba Hortus Conclusus, un nombre en latín cuyo significado desconocía. Un parque minúsculo, encerrado entre las paredes de los edificios vecinos, donde crecían plátanos y castaños de Indias, bambúes y papiros. Y, entre árboles y plantas, la sorpresa de las esculturas. Un caballo de largas patas y rostro dorado en lo alto de un muro. Un enorme disco de bronce plantado en el suelo, como si hubiera caído del espacio, con una cabeza enjuta en la cima, de la cual brotaba un chorro de agua que caía en una jofaina. Un hombre de brazos larguísimos. Un sombrero muy raro, alargado. Eran figuras soñadoras, estilizadas; parecían surgir repentinamente del suelo, como visiones. A Sofía le gustaban. Era un jardín encantado. Al entrar en él, el ruido de la ciudad quedaba fuera. Allí solo había espacio para el dulce chapoteo del agua que brotaba de las fuentes.

Sofía respiró a pleno pulmón. Ya se sentía un poco mejor.

Dio un paseo breve, como siempre. Paso a paso, iba haciendo suyo aquel lugar y se aseguraba de que no hubiera nadie.

Se acercó a la fuente de piedra. Era una pila baja, llena de nenúfares y plantas acuáticas. En la superficie navegaban pulgas de agua. Se detuvo a observar a tan minúsculos y tenaces remeros. Eran verdaderos equilibristas, como Lidia. ¿Cómo podían mantenerse a flote con esas patitas tan finas?

Lidia. Lidia se había excedido y al final se daría cuenta.

Aunque… tal vez ella también se hubiera excedido. Solo un poco. Bueno, bastante. Es que estaba desesperada. Echaba de menos su casa y añoraba al profesor.

Bajo la superficie del agua los peces rojos nadaban perezosamente, zigzagueando entre las algas. Sofía se armó de valor y extrajo el sobre de debajo del abrigo. Lo había recibido hacía dos días. Reconoció la caligrafía: elegante, cuidada, con florituras. Le dio un vuelco el corazón.

Para Sofía

Solo para ella.

Se cambió de mano el sobre, contempló el papel de buena calidad y el matasellos. Venía de lejos, del lugar que tanto le habría gustado visitar: Budapest.

Desde que estaba en el circo, era la primera carta del profesor que recibía. Llevaba días esperándola. Lo echaba de menos, lo echaba mucho de menos.

Dentro había una postal. Era la imagen brillante de una ciudad de noche. Delante, un río cuyas aguas fluían como aceite; detrás, una catedral iluminada por miles de luces. Sofía sintió una punzada en el corazón.

La carta estaba doblada en cuatro, escrita en un elegante papel de seda que crujió mientras lo abría. La leyó por enésima vez.

Querida Sofía:

Espero que sepas perdonar mi decisión. Sigo convencido de lo que hice y estoy seguro de que te habrás adaptado al ambiente del circo y habrás descubierto cuán fantástico es.

Sofía suspiró. El profe confiaba demasiado en ella.

Mi búsqueda continúa, aunque más lenta de lo que yo creía. Aunque me hubieras acompañado, no habríamos tenido tiempo de estar juntos. No hago más que visitar bibliotecas y recorrer la ciudad de arriba abajo en busca de un fantasma.

Lo único que sé de él es que es un chico algo mayor que tú. Y nada más.

Sofía se sintió vagamente decepcionada al saber que el tercer Draconiano era un chico. Habría preferido que fuese otra chica. Habrían formado un buen trío, al estilo Mermaid Melody, aunque ella no sabía cantar ni era tan mona.

A lo largo de su camino ha dejado muchas huellas, pero todas conducen a un callejón sin salida. La situación empieza a irritarme. Pero no pienso desistir. Y tú tampoco desistas.

Sé muy bien que ahora te sientes frustrada; sé que te sientes culpable por no encontrar el fruto. No lo hagas.

Voy a confesarte algo: en parte te mandé con Lidia por eso. Necesitas cambiar de aires, Sofía. El lago, su aura melancólica, mi casa… te estabas marchitando. Allí, para ti solo existía la misión, empezando por hacer cosas propias de tu edad. Pensé que el circo era el lugar ideal y estoy seguro de que lo estás pasando bien.

Sofía apartó los ojos de la carta. Se alegraba de que el profesor hubiera pensado tanto en ella, y la conmovía su afecto, el saber que se preocupaba por su bien. Sin embargo, ella no necesitaba distracciones, sino su presencia, la cercanía de la única persona a la que podía llamar «familia». Eso era lo que siempre le había faltado en aquellos años: una familia.

Estoy seguro de que Lidia y tú seguís buscando, pero no os esforcéis demasiado. Sí, aún queda mucha guerra por delante y el tiempo va en contra de nosotros, pero no os angustiéis. También hay que disfrutar de la vida. Además, si os sentís cansadas y abatidas, os será más difícil usar vuestros poderes.

Esto es todo. Espero con impaciencia tu respuesta. Envíala a la dirección que te he dado.

Con todo mi afecto,

Tu profe

A Sofía se le hizo un nudo en la garganta. Nunca había echado tanto de menos su casa como en aquel momento. Aquel lugar que el profesor consideraba triste y opresivo era su casa y reflejaba a la perfección su forma de ser y de sentir. Por eso había sido tan brusca esa mañana. Por nostalgia y soledad.

Se levantó. No sería fácil, pero debía regresar y disculparse. Era consciente de que había quedado fatal. Aunque su actitud iba a ser inamovible en una cuestión: ¡nada de seguir actuando con los payasos!

Cuando estaba a punto de marcharse, oyó un ruido lejano. No era el chapoteo del agua, ni el crujido de las hojas; por eso le llamó la atención. Era algo distinto, algo rítmico y seco.

Zuecos.

Le dio un vuelco el corazón. En un instante recordó la pesadilla de la noche anterior y le entró un miedo terrible, el mismo que había sentido durante el sueño. Instintivamente se llevó la mano al colgante, debajo del jersey. Lo apretó con fuerza.

«Si es el enemigo, ¿qué hago?».

El lunar de su frente empezó a latir y la envolvió un calor familiar. Era Thuban, el dragón cuyo espíritu vivía en su interior. Desde la última batalla se había entrenado duramente; ahora era capaz de convocar los poderes del dragón. Incluso había aprendido a invocar las alas, alas de carne y hueso, para poder volar. Si era necesario, estaba lista para combatir.

El ruido se acercaba. Sofía se ocultó detrás de un arbusto. Luego asomó la cabeza, con el corazón acelerado. El ruido cesó. Escrutó la sombra que la rodeaba. Al fin vio una figura negra, encorvada. La silueta se agachó bajo el enorme disco de bronce. A su lado, unas palomas picoteaban el suelo.

Sofía pensó inmediatamente en Nida, la hermosa chica rubia contra la que había luchado meses atrás, la esclava de Nidhoggr. ¿Sería ella?

Se acercó un poco para asegurarse. Debía averiguar si Nidhoggr estaba allí, si había mandado a alguien tras ella.

A la luz que se filtraba entre la vegetación, vio una cabellera blanca y el cuerpo tosco de una vieja. Se tranquilizó y lanzó un gran suspiro de alivio.

—Te he oído —dijo la figura.

Sofía contuvo la respiración.

—Sé que estás ahí. No tengas miedo, no muerdo.

Sofía apretó con los dedos el colgante, por debajo del jersey. No era Nida, pero podía tratarse de otra enemiga.

—Las palomas también necesitan comer, igual que nosotros —añadió la vieja. Tenía una voz reposada, que infundía calma. Empezó a zurear y, poco a poco, las palomas se le acercaron, confiadas.

«No se acercarían a ella si fuera una emanación de Nidhoggr», pensó Sofía.

Dio un paso adelante ciñéndose el abrigo. La anciana vestía completamente de negro: una falda de paño, un jersey muy gastado, medias gruesas. Y calzaba un par de zuecos. Una abuelita, nada más.

—¿Lo ves? No muerdo —repitió la vieja, y le tendió un mendrugo de pan—. ¿Me ayudas?

Sofía se aproximó, titubeante. Cogió el mendrugo de pan seco y se agachó. Las palomas acudieron de inmediato.

—Creía que no había nadie —dijo por entablar conversación.

—No es un lugar muy transitado —repuso la vieja, con una sonrisa—. Por eso me gusta.

—A mí también —coincidió Sofía.

—Es el jardín de una iglesia —explicó la anciana—, mejor dicho, de un convento. Por eso debe de ser tan tranquilo.

Sofía observaba la lucha de las palomas por el pan. Se sentía un poco incómoda, aunque no sabía muy bien el porqué. Con todo, su instinto le decía que podía fiarse de la mujer.

—¿Hace mucho que vive aquí? —le preguntó.

—Mucho, muchísimo tiempo —respondió la vieja con aire sombrío y una nota de dolor en la voz. Luego señaló algo.

En la pared roja, al otro lado de la explanada donde se encontraban, había una escultura. Una especie de sombrero, sobre el cual se cruzaban dos ramas de espinas.

—Yo estaba aquí cuando estaban ellos.

—¿Quiénes eran ellos?

La vieja guardó silencio, confusa.

—Ellos —insistió tras una pausa—. Oye, ¿tú también estás aquí desde aquellos tiempos e incluso desde antes, no?

Sofía sintió un largo escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Quién eres?

—Yo siento a las personas especiales —sonrió la anciana—. Y tú eres especial. Como ella.

—¿Quién es ella? —preguntó Sofía.

—Ella —murmuró la vieja, insegura—. Ella —repitió con dolor.

Sofía la miró. Se había concentrado de nuevo en sus palomas. Al cabo de unos instantes se incorporó.

—Vengo aquí con frecuencia. ¿Y tú?

—Si puedo, todos los días —respondió Sofía.

—Entonces tal vez volvamos a vernos —dijo la anciana—. Así lo espero.

Tomó la escalera situada tras ella. El sonido de los zuecos se fue alejando despacio.

Sofía permaneció atónita en el centro de la explanada. De pronto, las palomas alzaron el vuelo y el hechizo se rompió. ¿Quién era esa mujer? ¿Y adónde había ido?

Corrió escaleras abajo. Sus pasos se detuvieron ante una reja. Cerrada. Puso las manos en los barrotes. ¿Lo había soñado?