Al principio Sofía creyó que era un castigo por su ineptitud. Al fin y al cabo desde el primer enfrentamiento con Nidhoggr, ocurrido hacía nueve meses, no había hecho nada provechoso. Sí, habían encontrado el primer fruto —uno de los cinco objetos mágicos que podían devolverle la vida al Árbol del Mundo—, pero no era más que eso, el primero. Aún faltaban otros cuatro y no había ni rastro del segundo.

Esa era la misión de Lidia y Sofía, dos Draconianas que albergaban en su interior los espíritus de dos Dragones Guardianes, antiguos protectores del Árbol. Se habían esforzado mucho sin conseguir nada, al menos de momento. El paradero del fruto seguía siendo un misterio.

El profesor Schlafen ya lo anunció. Con sus gafas redondas sobre la nariz afilada, el rostro serio, enmarcado por una barba corta y blanca, y su aire irresistible de caballero decimonónico, sentenció: «Hemos ganado la batalla, pero, lamentablemente, la guerra sigue en pie. Debemos hacer dos cosas de inmediato: encontrar a otro Durmiente y buscar un nuevo fruto».

Aún quedaban tres Draconianos por ahí; sin duda eran Durmientes, es decir, no sabían que albergaban en su interior el espíritu de un dragón. Encontrar a los otros tres y ponerlos al corriente de la situación era tarea del profesor. Lidia y Sofía, por su parte, eran las únicas que podían encontrar los frutos del Árbol del Mundo. Solo ellas podían percibir su presencia.

Ambas se dedicaron a ello, aunque a Sofía solo le apetecía reflexionar con tranquilidad sobre lo ocurrido durante las últimas semanas. Sí, era una Draconiana (en realidad, era la jefa de los Draconianos, aunque prefería no pensar en ello) y tenía una misión por cumplir. Pero solo tenía catorce años. ¿Acaso no tenía derecho a un poco de paz?

Pese a todo, se había esforzado. Había pasado horas y horas junto a la Gema, la reliquia del Árbol del Mundo, para aprovechar al máximo sus poderes. También había entrenado y había estudiado los libros de la biblioteca del profesor. Todo para nada.

La situación había cambiado cuando Lidia decidió hacer un último viaje con su circo antes de abandonarlo definitivamente para irse a vivir con el profesor y con Sofía. Era un paso inevitable: debían ayudarse mientras buscaban los frutos y estar juntas físicamente era la mejor manera de hacerlo. La ciudad de Benevento sería la meta del último viaje con su gente.

—Como sabes, he tardado muchos años en encontrarte —le decía a Sofía—. Es normal que sea complicado.

—Pues a Lidia la has encontrado más fácilmente.

—Fue cuestión de suerte.

Sofía envidiaba al profesor. Al contrario que ella, confiaba de forma ilimitada en sus capacidades y en su misión. Y su confianza se veía recompensada, pues una noche bajó a cenar muy sonriente.

—Creo que voy por buen camino en nuestra búsqueda del tercer Draconiano.

Sofía se quedó paralizada con la cuchara en la mano.

—Eso es fantástico.

—¿Lo ves? Cuando uno se esfuerza, al final siempre se obtienen resultados —replicó él, complacido.

Luego sorbió tranquilamente su crema de setas. Las habían cogido Thomas y Sofía aquella misma tarde. Sofía salía poco. Nidhoggr y sus esbirros podían rondar por los alrededores. Con todo, de vez en cuando paseaba por el bosque con Thomas, el mayordomo del profesor, quien, al igual que su señor, parecía salido de un cuadro decimonónico, con unas pobladas patillas de ordenanza que contrastaban con su calvicie. A pesar de su aire severo y compuesto, era una persona jovial y sociable y congeniaba mucho con Sofía. A la chica le gustaba caminar por el bosque con él.

—¿Y bien? —le preguntó Sofía al profesor.

—Según creo, está en Hungría.

Un universo de imágenes se abrió ante ella. ¡Un viaje al extranjero! ¡A Budapest!

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó con las mejillas sonrosadas de emoción.

—El lunes —dijo el profesor, sorprendido. Al ver los ojos brillantes de la muchacha, se sintió obligado a especificar—: Yo. Yo me iré.

Sofía sintió cómo se le bajaban los hombros de golpe. ¿Por qué había dicho «yo me iré»?

—¿Me estás diciendo que yo no voy?

—Pues… no, no irás.

—¿Por qué?

—Prefiero que te quedes con Lidia.

—Pero… ¡si Lidia también se va!

En el silencio que siguió, Sofía tuvo tiempo de comprender la amarga verdad. Ella también se iría, pero no a Budapest, a ver las maravillas del este de Europa, sino con el circo.

—Tenéis que permanecer juntas —insistió el profesor—. En primer lugar, porque en caso de un ataque enemigo podréis defenderos mejor, y luego porque debéis buscar juntas el fruto. Sofía, es indispensable que lo encontréis lo antes posible.

—Pero ¡este es un lugar seguro! La barrera de la Gema nos protege, aquí estaremos mejor… Además, ahora soy más fuerte y…

—Cada uno tiene su misión —la interrumpió el profesor, alzando la mano—. Yo debo buscar a tus semejantes, tú debes encontrar los frutos.

—¿Es un castigo? ¿Es porque no encuentro el segundo fruto?

—¡Claro que no! —se enterneció el profesor—. ¿Cómo has podido pensar algo así? Ya te lo expliqué…

—Pues no lo entiendo, profe. Esta es mi casa, aquí están la Gema y el fruto de Rastaban. ¿Por qué debo irme con el circo a un lugar que no conozco? Además falta poco para Navidad y me gustaría pasarla aquí, contigo.

—Estarás con Lidia y la gente del circo. Ya verás, será divertido. No puedo aplazar el viaje, Sofía. Es imprescindible que me marche lo antes posible.

—Ya, pero allí no tendré protección —objetó la chica. Y contra ese argumento no había excusa.

Pero él sonrió.

—Te equivocas —replicó sin dar más explicaciones.

Al día siguiente, cuando Lidia fue a visitarlos, el profesor se reunió con las dos muchachas en la biblioteca. Puso dos colgantes sobre la mesa, uno verde y uno rosa. Parecían dos baratijas de las que se venden en las ferias por pocos euros. Colgaban de un par de cordones de cuero cerrados con simples nudos y parecían dos piedras sin valor, de forma irregular.

—¿Qué son? —preguntó Sofía.

—Dos talismanes. Los ha hecho Thomas. Leímos en unos libros antiguos cómo había que hacerlos. No tenéis ni idea de las veces que lo hemos intentado hasta poder fabricarlos. Cada uno de ellos contiene una gota de la Gema, cristalizada mediante un proceso largo y complejo. Llevadlos siempre ocultos bajo la ropa. Si un Subyugado o uno de los esbirros de Nidhoggr los vieran, podrían reconoceros. Los talismanes os protegerán cuando salgáis de aquí. Pueden eliminar por completo vuestra aura de Draconianas; cuando los llevéis, seréis chicas corrientes.

Sofía observó con detalle su colgante, sorprendida al no sentir ningún influjo mágico; no percibía la sensación de bienestar y tranquilidad que solía transmitirle la Gema.

—Parece una piedra normal.

—Ya, ¿no es fantástico? —repuso el profesor, con un entusiasmo infantil.

—¿También funcionará cuando utilicemos nuestros poderes? —preguntó Lidia.

—Solo cuando se trate de hechizos de nivel bajo. Por ejemplo, os cubrirá por completo si buscáis el fruto, y esa será la única actividad que practicaréis en Benevento.

Al oír el nombre de esa ciudad, Sofía sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Mañana. Al día siguiente se iría.

Pasó la noche en vela. Tenía la maleta encima de la cama. La había preparado con Thomas. Desde los tiempos del orfanato, su vestuario había mejorado mucho, pero solo había querido llevarse chándales, jerséis y vaqueros.

—Es una chica tan mona… ¿Por qué no se lleva al menos un vestido? —le sugirió Thomas, señalándole algunos de sus trajes preferidos, entre los que estaba el que le había regalado el profesor el día de su cumpleaños, hacía una semana. El mejor regalo habría sido poder ir a Hungría con él. Nunca había salido al extranjero. Pero le tocaba ir mucho más cerca: a Benevento.

—No tendré ocasión de ponérmelo. Voy a un circo, no a una fiesta de gala.

De todos modos, Thomas sacó el vestido del armario.

—Nunca se sabe. Además, no debería subestimar Benevento.

—Nunca he oído hablar de ese lugar —repuso Sofía encogiéndose de hombros—. Todo el mundo presume de haber ido a ciudades como Florencia o Venecia, pero nadie dice: «He estado en Benevento, ¡es fantástico!».

—Pues le aseguro que es un lugar… mágico —replicó Thomas, con una sonrisa—. Según la leyenda, todas las brujas del mundo se reunían allí. Y hay una iglesia dedicada a santa Sofía.

—De todas formas yo voy con el circo, no tendré tiempo de hacer turismo.

—Siempre se encuentra algo de tiempo para conocer una ciudad nueva —objetó el mayordomo. Y, con gesto resuelto, dobló a la perfección el vestido y lo metió en la maleta.

Al día siguiente Alma fue a buscarla. Sofía sabía que ella dirigía el circo y que era la única pariente viva de Lidia. Era tía lejana suya, o algo así; nunca había sabido con exactitud el grado de parentesco que las unía, pero existía una relación muy profunda entre ambas. Era Alma quien había hablado con el profesor del futuro de Lidia.

Era una anciana enjuta, con aire jovial y astuto. La piel tostada por el sol, largos cabellos blancos con mechones grises, decorados con trencitas, monedas y varios amuletos. Vestía un corpiño negro de terciopelo sobre una camisa roja de manga larga y una falda verde brillante. Tenía un par de dientes de oro que mostraba continuamente, ya que sonreía a menudo, con una sonrisa abierta y sincera, y fumaba sin cesar.

Al ser la primera vez que la veía, Sofía se sorprendió. Siempre había imaginado que las señoras de cierta edad eran sobrias y vestían de negro, como las viejecitas que de vez en cuando iban a llevar ropa usada al orfanato.

—Ella aún está muy vinculada a nuestros orígenes. Mucho más que yo —le explicó Lidia.

—¿De dónde sois?

—Somos romaníes, gitanas.

A Sofía no se le había ocurrido, aunque resultaba bastante evidente. Sin embargo, no se parecía en nada a los gitanos de quienes había oído hablar. No creía que Lidia y Alma fuesen por ahí robando o secuestrando niños. Tal vez esas historias no fueran ciertas.

Sofía sujetaba la maleta con dos manos. Se sentía como cuando el profesor fue a buscarla al orfanato para adoptarla. Solo que aquel día dejó una vida monótona y triste para ir a un lugar fabuloso, donde por fin había encontrado una familia. En cambio, ahora dejaba un lugar fantástico, donde estaba la persona que más quería en el mundo, para ir a un lugar extraño, del cual sabía muy poco.

Se despidió del profesor con dos besos en las mejillas. Él la abrazó con fuerza.

—Ya verás, te gustará. Y te traeré un regalo de Budapest —le susurró al oído.

Sofía se dirigió hacia Alma, que la esperaba con su inseparable cigarrillo en la boca y con Lidia a un lado.

—Bienvenida a nuestro mundo —la saludó mostrando los dientes de oro.

La chica suspiró, pero no dijo nada.

Su viaje con el circo empezó en ese instante. Y terminó al cabo de un mes, con la cara hundida en un pastel gigante.