La platea del circo estaba repleta. Bajo la carpa a rayas azules y amarillas todas las filas estaban ocupadas, llenas de familias y sobre todo de niños que comían palomitas de mantequilla y algodón de azúcar. El olor dulzón llegaba hasta la pista. Sofía, entre bambalinas, miró al público a través de una rendija. Sentía la cara inmóvil debido al maquillaje blanco que Martina le había aplicado en abundancia. Al mirarse al espejo le había costado reconocerse. Pese a la amplia sonrisa dibujada con carmín, su expresión era muy triste.

Se levantó sosteniéndose el pantalón con las manos. Era azul eléctrico, muy ancho, con un círculo de plástico alrededor de la cintura y unos tirantes rojos y blancos. Los zapatos le iban al menos dos números grandes y además eran larguísimos. Tropezaba con ellos a cada paso.

—¿Es necesario? —preguntó en un último arranque de rebelión.

—Sí —fue la despiadada respuesta de Martina.

—¿Estás lista? —Sofía sintió una mano en el hombro.

Era Lidia, espléndida con su traje circense: un maillot de terciopelo violeta y un tutú de vaporoso chiffon. Acababa de hacer su número de acrobacia con telas y le había salido perfecto, como siempre. El público se había dejado las manos aplaudiendo.

—No, en absoluto —respondió con sinceridad Sofía.

—No te lo pienses tanto —dijo Lidia con una expresión seria—. Entras en escena, llevas los pasteles y te vas. Fin. Rápido e indoloro.

—Nada es indoloro cuando tengo que hacerlo yo.

—No lo pienses más. —Su amiga le pellizcó la mejilla—. Hazlo y punto. Ya verás, te saldrá muy bien.

Un estallido de aplausos obligó a Sofía a mirar otra vez fuera. Mínimo, el presentador enano, acababa de entrar en la pista. Y eso significaba que enseguida le tocaría a ella.

«¿Por qué tuve que venir aquí?», se preguntó con desesperación. Se había hecho esa pregunta más de cien veces desde que puso los pies en el circo.

—Y ahora… ¡el dúo ChicoByo! —anunció Mínimo.

Carlo y Martina, cuyos nombres artísticos eran Chico y Byo, pasaron por delante de ella.

—Tranquila, todo irá bien —le susurró Martina guiñándole un ojo.

Era el principio del número y a Sofía le daba vueltas la cabeza. Miró a los payasos: Martina hacía malabarismos con unos bolos, pero cuando se los lanzaba a Carlos, él no cogía ni uno. Cada vez que un bolo le golpeaba el pecho, miraba con perplejidad cómo caía al suelo. Y los niños estallaban en carcajadas.

Sofía apartó la mirada. Repasó mentalmente su actuación. Lo primero que debía hacer era coger el carrito de los pasteles. Luego empujarlo hasta el centro de la pista, donde estaban Carlo y Martina. Por último, volverse y salir de escena. Cinco pasos en total. No era difícil. «Cinco pasos. Dejas el carrito y te vas. Fin».

Vio a Carlo y a Martina vueltos hacia ella, esperando a que llegara, y al público en silencio. Tragó saliva. «Bien, allá voy».

Salió a escena. Algunos niños aplaudieron tímidamente, pero la mayor parte del público la miraba en silencio. Ella imaginaba cómo la veían: una payasa triste, que andaba y ya está, nada divertida. Dio un paso. Dos pasos. Avanzar con aquellos zapatos era dificilísimo. Eran tan largos como los de Pippo, tal vez más, y se doblaban cada vez que alzaba el pie del suelo. Y cuando lo volvía a apoyar levantaban nubes de serrín.

«Lo estás haciendo muy bien, Sofía. Ya falta poco», se dijo.

Tres pasos.

«Rápido e indoloro. ¿Has visto? Es fácil».

Cuatro pas… Entonces ocurrió. Al cuarto paso, los zapatones se enredaron uno con otro, le hicieron perder el equilibrio y cayó hacia delante.

Fue como una película de terror. El tiempo se ralentizó y Sofía se quedó con el trasero hacia arriba mientras se le hundía la cara en los pasteles. Se produjo una especie de estallido… Luego el silencio. Un instante que duró una eternidad. Después un espectador empezó a reír y su risa contagió a los demás, al igual que una chispa se transforma en un incendio en el bosque. Entretanto Sofía se ahogaba dentro de un pastel de nata tan grande como ella.

Al fin alguien la asió por el pantalón y la levantó con fuerza. Entre la nata y los trozos de bizcocho que le cubrían los ojos distinguió el rostro astuto de Martina. Intentó decir algo, pero se atragantó con un trozo de pastel y comenzó a toser. El público creyó que era una nueva escena cómica y rio a mandíbula batiente.

Sin dejar de toser, Sofía huyó a la máxima velocidad que le permitían los zapatos, seguida de aplausos y risotadas cada vez más fuertes. Desapareció entre bastidores cabizbaja, sin mirar los rostros de sus compañeros del circo, que la miraban sonriendo. Oyó un par de: «¡Tienes madera de artista!» y «¡Ha sido un éxito!».

Se metió en el camerino, dio un portazo y se inclinó hacia el espejo. Había terminado. Gracias a Dios, había terminado.

Entrevio el reflejo de su cara y se sintió más triste y ridícula que nunca. Tenía muchas ganas de llorar, pero se contuvo. Porque meses atrás se había jurado que ya no sería débil ni dejaría que todos la maltrataran. Entonces se impuso la rabia: hacia Lidia, hacia Alma, la dueña del circo, y hacia todos los que trabajaban allí. Sobre todo hacia el profesor, que un buen día cogió sus bártulos y se largó, dejándola con desconocidos. No tenía intención de perdonarlo.