El profesor corrió hacia el cuerpo de Effi y lo recogió del suelo, sin dejar de gritar desesperadamente su nombre. Karl, con las alas inmóviles en el aire gélido, estaba como petrificado. Nida esbozó una sonrisa cruel y despiadada.
—Ahora te toca a ti —rugió.
Esta vez Karl no se libraría. No parecía estar interesado en la batalla; se limitaba a mirar a Effi y al profesor, inmóvil. Lidia lo empujó fuera de la trayectoria del rayo de Nidafjoll y le salvó la vida. Habían vuelto a salirle en la espalda las alas de Rastaban.
—¡Huye! —le gritó.
Karl la miró, atontado, estrechando el fruto contra el pecho de un modo convulso.
—¡Vete de una vez, o todo esto será inútil!
Sofía se levantó de un salto y corrió a ayudar a Lidia. Se abalanzó sobre Nida con la fuerza de sus garras. Ambas se enfrentaron en el aire y se enzarzaron en un violento cuerpo a cuerpo.
Entretanto, Lidia no lograba hacer reaccionar a Karl. Lo zarandeó con todas sus fuerzas.
—Tienes que irte, ¿lo entiendes? ¡Ve a esconder el fruto! Nosotros cuidaremos de Effi. No podemos permitir que te ocurra algo malo. Si mueres, el Árbol del Mundo morirá contigo.
En ese momento, el chico empezó a ser consciente de lo que ocurría, de la terrible verdad que contenían las palabras de Lidia.
Las alas azules le explotaron en la espalda y alzó el vuelo. Nida intentó atacarlo de nuevo, pero Lidia desvió el golpe.
—Antes tendrás que vértelas con nosotros —masculló.
Las alas de Rastaban la golpearon en la espalda. Y empezó la lucha.
Ratatoskr trató de reaccionar. Las manos heridas debían de dolerle mucho; las mantenía pegadas al pecho, con el rostro contraído por el dolor. Pese a todo, el temor al castigo que Nidhoggr le impondría si dejaba que le arrebatasen el fruto era más fuerte que cualquier sufrimiento. Se dispuso a seguir al chiquillo, pero se tropezó con Fabio, que le obsequió con una sonrisa feroz.
—No tan deprisa… —exclamó, rabioso.
—No puedes ganarme y lo sabes —jadeó Ratatoskr.
—Hace tiempo quizá no, pero ahora… he mejorado mucho —dijo Fabio sin dejar de sonreír—. En cambio, a ti te veo más débil. Mientras tenías el fruto, podías haberlo conseguido, porque te daba fuerza. Aunque al mismo tiempo consumía tus energías.
Ratatoskr apretó las mandíbulas y luego gritó. Su cuerpo se transformó y adquirió su verdadero aspecto. El joven elegante y refinado desapareció y en su lugar apareció una criatura monstruosa. Las extremidades se le alargaron hasta convertirse en las formas sinuosas y serpenteantes de un guiverno. La piel escamosa era de un violeta muy oscuro y la del vientre, de un negro tenebroso. Los brazos iban pegados directamente a unas enormes alas membranosas abiertas entre unos dedos muy largos, dotados de afiladas garras. Algunas estaban rotas, pero las que estaban enteras daban la impresión de ser letales como cuchillas. Las patas traseras iban armadas con hojas igual de cortantes y la larga cola terminaba en dos puntas agudas. Tenía cara de serpiente, con una sonrisa demoníaca que mostraba dos filas de colmillos blancos. En el rostro aún se le veía la cicatriz, de un tono blanquecino, y los ojos amarillos de reptil brillaban con un odio infinito.
Fabio tembló. Los recuerdos de Eltanin le decían que no era un verdadero guiverno, que las criaturas a las que se habían enfrentado en el pasado eran mucho más grandes, aunque, sin lugar a dudas, la maldad y el poder que transmitía eran los de Nidhoggr. En aquel cuerpo estaba el enemigo y eso hacía que Ratatoskr fuera más temible que cualquier guiverno.
El chico retrocedió instintivamente. Luego apretó los puños y se armó de valor.
Eltanin le susurró: Has sufrido mucho para llegar hasta aquí. Ahora no puedes retirarte. Y no olvides que, en el pasado, ya derrotaste a criaturas similares.
Ratatoskr rugía mirando al cielo, como si quisiera resquebrajarlo.
—¿Creías que ya había jugado todas mis cartas? ¡Qué iluso eres! Me has provocado y te aseguro que te arrepentirás.
El guiverno se abalanzó sobre él y ambos rodaron por el suelo, enzarzados en un cuerpo a cuerpo mortal.
Nida corrió detrás de Karl, pero Sofía le lanzó una rama que se le enroscó en el tobillo y la obligó a detenerse en el aire.
Lidia se concentró mientras el lunar le ardía en la frente y percibió el flujo de energía que alimentaba los rayos negros. Tras el experimento realizado con Karl, era más consciente de su propio poder y ahora lo empleaba con mayor desenvoltura. Usando la telequinesia, arrancó una farola y la estrelló contra Nida para detener los rayos.
Sofía sentía un renovado vigor en todo el cuerpo. Aquella noche se sentía más unida que nunca a Thuban. Su sangre le corría por las venas y el poder del dragón fluía en ella tan pura y limpia que la sentía rebosando en su interior. Al mirarse el cuerpo, vio que estaba envuelto en una especie de coraza. Su piel parecía estar cubierta de escamas, las piernas eran patas de dragón y detrás de la espalda le salía una larga cola. Estaba adquiriendo el aspecto de Thuban, aunque a través de su cuerpo transparente aún podía ver su físico delicado de chica. No tuvo tiempo de alegrarse por haber alcanzado aquel nuevo estadio de su poder, ya que, poco a poco, el cuerpo de Nida también empezó a cambiar. Las piernas y los brazos se alargaron de una forma increíble, la piel se cubrió de escamas y la cabeza ya era la de un guiverno.
—¡Se está transformando! —gritó Lidia.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Sofía con determinación.
Multiplicó las ramas alrededor del cuerpo de su enemiga, pero nunca eran suficientes. Estallaban al entrar en contacto con la piel de Nida y, mientras su aspecto iba cambiando, su fuerza aumentaba proporcionalmente. Sofía cubrió las ramas con una savia verdosa, la misma que utilizó durante su último combate, en Benevento. Era una sustancia capaz de neutralizar el efecto de los rayos negros; además, debía de ser tóxica para Nida, ya que su piel echaba humo al entrar en contacto con ella. Pese a todo, Sofía no consiguió alejar a su contrincante.
De repente, un grito interrumpió el silencio de la noche. Nida se quedó de piedra. Su transformación retrocedió en pocos instantes. Su cuerpo volvía a ser el de una chica; resbaló a través de las ramas y cayó al suelo, de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza, como si sintiera un dolor inesperado.
—¿Qué…? —exclamó Lidia, confusa, y se volvió.
Entonces Sofía y ella contemplaron la escena.
Fabio invocó una y otra vez sus propios poderes y se lanzó hacia delante, con la cabeza gacha. Ahora Ratatoskr medía más de dos metros y sus alas abiertas medían por lo menos tres. Se lo veía enorme y terrible en el centro de la plaza, pero Fabio ahuyentó el terror instintivo que le provocaba aquella visión. Sacó las garras, se envolvió el cuerpo con llamas y asió a Ratatoskr por las caderas. Rodaron por el suelo iluminando la noche con destellos negros y rojizos. Ambos se golpeaban con fuerza, hechos un ovillo de alas y garras. El cuerpo de Fabio se iba cubriendo de cortes rojos; el de Ratatoskr, de heridas negras, que goteaban una sangre viscosa.
El enemigo había recobrado su vigor tras su último encuentro. Los rayos negros quemaban la carne como si fueran llamaradas. A Fabio le dolía todo y lo peor es que la situación lo superaba. La fuerza de su adversario era desmesurada. Ahora veía que estaba luchando contra una criatura milenaria, cuya fuerza procedía de la semilla de todos los males, del guiverno que había sido capaz de devorar las raíces del Árbol del Mundo hasta lograr que se secara. ¿Qué podía hacer él ante semejante poder y semejante odio? La presión férrea de Ratatoskr lo mantenía clavado en el suelo; de nada servían sus esfuerzos para liberarse. Sintió que los huesos de los brazos gemían mientras intentaba alejar las garras de aquel ser; la caja torácica crujió bajo el peso del cuerpo inmenso de su oponente. Trató de resistir, pero Ratatoskr iba acortando la distancia que lo separaba de él, hasta que abrió la boca muy cerca de su cara. La fila de colmillos se hundió en la carne de su hombro. Fabio chilló con desesperación mirando al cielo. Nunca había sentido un dolor así en su vida.
«Estoy perdido. ¡No tengo escapatoria!», pensó.
Y, mientras tocaba fondo, halló fuerzas para reaccionar, como si algo se iluminara en el interior de su pecho, un poder nuevo y desconocido que le daba vigor y lo impulsaba a seguir luchando.
No puedo acabar así. Otra vez no. En aquel entonces también nos mataron. También hubo alguien que hundió los dientes en nuestra carne. Pero esta vez será distinto, tiene que ser distinto. Lo conseguirás, juntos lo conseguiremos. Sabes muy bien que está agotado. Es su último ataque, ha invertido todas sus fuerzas en esta metamorfosis. Es el momento de atacarlo.
Una voz conocida le había susurrado esas palabras desde lo más profundo de su ser. Fabio abrió mucho los ojos y, en un instante, supo que ya no era él. Sintió su cuerpo diferente, cambiado. Ni rastro de su cara de muchacho, ni de sus extremidades flacas. Ahora era realmente Eltanin. En carne y hueso.
Rugió hacia el cielo y se sacó de encima a Ratatoskr lanzándolo contra la columna situada en el centro de la plaza. Luego se abalanzó contra el enemigo y esta vez fue él quien lo mordió. Se sentó a horcajadas sobre Ratatoskr, hundió los dientes en su carne, probó el sabor repugnante de su sangre, cortó e hirió con las garras. Volvió a sentirse como antaño, durante la última y gloriosa batalla en la que combatió solo con los guivernos y perdió la vida para proteger el fruto. En realidad, se sentía mejor que entonces, pues experimentaba un nuevo vigor y todo tenía un sabor más intenso. El sabor de la venganza. Aquella era su forma de luchar; además de la luz beneficiosa del Árbol del Mundo, en su interior había algo oscuro, algo que siempre trataba de reprimir y tener bajo control, pero que a veces estallaba, violento y salvaje.
Cuando por fin levantó la cabeza, Ratatoskr ya no era un guiverno. Su poder se había consumido y volvía a tener un aspecto humano. Había sangre, muchísima sangre negra. Fabio se detuvo. Sus garras también volvían a ser simples manos y su cuerpo era el de un chico normal de quince años. Permaneció un instante más a horcajadas sobre el enemigo vencido, jadeando. Su mirada se cruzó con la de Ratatoskr; en los ojos de este seguía habiendo un odio inextinguible. Nidhoggr era un mal que nadie podía apagar y odiar formaba parte de su naturaleza. Esa mirada le decía que poco importaba todo el daño que le había hecho. Ratatoskr se recuperaría y lo buscaría sin descanso para hacérselo pagar. Fabio invocó la llama en su propia mano, consumiendo así el último residuo de energía que le quedaba tras el furioso combate. Esperó a que el fuego brillara, majestuoso, le transmitió todo su poder y, por último, la puso sobre el pecho de su enemigo. Este lanzó un grito desgarrador hacia el cielo.
La llama devoró rápidamente el cuerpo de Ratatoskr. Cuando el resplandor se extinguió, en el suelo solo había ceniza. Fabio estaba inmóvil, como petrificado.
—¡No! —gritó Nida, apretándose las sienes con las manos, con la cabeza vuelta hacia el cielo—. ¡¡¡No!!!
Vieron que Fabio se agachaba. Sofía corrió hacia él.
Nida miró a Lidia con hastío y dolor. Según parecía, era víctima de un sufrimiento atroz, que le había sustraído sus poderes.
—Habéis ganado la batalla —dijo—, pero, por muchas bajas que tengamos que soportar, al final la victoria será nuestra.
Tras pronunciar esas palabras, se alejó volando.
Lidia se quedó quieta, sin entender nada. Después fue a reunirse con Sofía.
—¿Qué ha pasado?
La chica sujetaba entre las manos la cabeza de Fabio. Tenía una herida en el hombro, una especie de mordedura, y estaba muy pálido. Debajo de él, un montón de ceniza. Sofía lo señaló con una mano temblorosa.
—Lo ha matado —anunció—. Ha matado a Ratatoskr.
Lidia no podía creerlo. Hasta ese momento, ninguno de ellos había llevado a cabo una hazaña como aquella. Quizá ni siquiera se les había ocurrido matar a un enemigo. Pero estaban en guerra, una guerra milenaria en la cual la gente moría y mataba. Y Fabio lo había hecho. Había matado a Ratatoskr.
—Tenemos que llevarlo con el profe —dijo Sofía, alarmada—. Está herido y necesita que lo cure.
Fabio abrió un poco los ojos.
—¿Puedes andar? —le preguntó Lidia.
Él asintió.
Sofía lo ayudó a levantarse y ambos cojearon hasta la esquina de la plaza, donde los esperaban Effi y el profesor.
—¿Está muerto? —preguntó Fabio con un hilo de voz.
—Sí —murmuró Sofía con cierta rigidez—. Lo has matado.
La chica esperaba una expresión de triunfo, pero Fabio se quedó callado. El silencio cayó sobre ambos, superados por la enormidad de lo sucedido.
Encontraron al profesor en el mismo lugar donde lo habían dejado. Effi, muy pálida, yacía entre sus brazos.
—Profe… —dijo Sofía en voz baja.
Él no respondió.
Tuvo que llamarlo varias veces antes de que él alzase la mirada. Lo que vio la dejó sin aliento. El profesor estaba llorando. No era un llanto como el que solía oír en el orfanato, el llanto de los niños, sencillo e inocente. Era un llanto silencioso, desgarrador, que le transformaba el rostro entero. En vez del hombre fuerte y alegre a quien conocía, vio a un ser débil y destrozado.
—Está muerta —dijo solamente.
Sofía se llevó una mano a la boca. La había considerado una enemiga a lo largo de toda la aventura, la había envidiado por su relación con el profesor y la había considerado una intrusa. Y ahora ya no estaba. Nunca tendría la oportunidad de disculparse con ella, ni de ser su amiga. Ahora comprendía cuánto la necesitaba el profe y cuán fuerte era el vínculo que se había creado entre los dos en los pocos días compartidos.
Los ojos empezaron a escocerle y un dolor sordo le inundó el pecho. Permanecieron inmóviles en la plaza desierta y helada. El profesor comenzó a sollozar en voz baja.
Así fue como se despidieron de Effi, principio y fin de la absurda aventura de aquellos días.